Imagen obtenida de National Geographic

In memoriam Giuseppe Ungaretti

Yacía en el calabozo. No podía evitar que ese goteo persistente y obstinado proveniente de unas de las paredes dejara de irritarlo. Hacía lo posible por abstraerse del sonido que capturaba su atención como una matrona fastidiosa que nos acosa con porfía en una reunión social, cortejándonos. Si bien era un hombre que tenía en demasiado en alta estima a las damas aunque no fueran agraciadas, sí estaba interesado en las de linaje, cualquiera fuera su estado civil. En unas pocas palabras: era un hombre sin escrúpulos.

     ¿Cómo había llegado a este sitio? ¿quién lo había traído? ¿acaso un traidor? ¿estos barrotes oxidados serían su destino definitivo? ¿cabía alguna salida aún? Sin demasiada claridad pudo formularse estas y otras preguntas además de meditar, porque una bruma infernal subía por sus pupilas. El  ardor de un ayuno de varios días le consumía el seso, el estómago y le cerraba la garganta como los anillos de una serpiente.

     Apenas podía recuperar el confuso episodio inimaginable en su vida porque solía burlar habitualmente con sus destrezas más furtivas a sus enemigos o, acaso, a maridos o hijos que confiaban en la integridad de sus esposas o madres ¿Cómo había podido despertar en la casa de esa mujer ya madura, no obesa pero tampoco en forma, desnudo, recostado sobre un colchón lleno de plumas? Ella a su lado, sonriendo con la mueca de una meretriz. Y de pronto la aparición súbita del esposo, increpándolo. La agitación. La escena. La furia. Su cuerpo cubierto de los jirones de un piyama de rico, el que le había hurtado al marido y le quedaba grande, sábanas y mantas de hilo de seda. Ella, envuelta en un camisón color rosa viejo, ajustado en los puños y el cuello, abierto desde el nacimiento de los pechos. El pelo alborotado luego de una noche de un amor desenfrenado.

    Entredormido vio la irrupción teatral de ese marido, quien procuró asestarle un golpe con un sable. La pelea definitiva y esa pulseada contra un hombre torpe y barrigón que padecía por añadidura de gota (entre otros muchos males), en la que triunfó, como todo súbdito que en su momento había sido entrenado para la batalla cuerpo a cuerpo en el batallón del rey. Por otra parte, él, el Gran Caballero, hacía ejercicios físicos cada dos días para mantenerse en forma delante de las damas, mientras su amante de turno le leía el titulares del diario del día. Le gustaba estar al tanto de las noticias del reino. De la muerte o decadencia de los nobles, para de ese modo acudir a las alcobas de las damas, conquistarlas y saciar sus apetitos. En efecto, era, ya ven, un proverbial Don Juan. Sabía griego y latín, había asistido a cursos en los mejores monasterios de Francia. Gozaba de toda una serie de saberes con los que solía de modo elocuente de un flechazo impresionar a las damas de cultura más vasta por sus conocimientos. Conjugaba una estampa atractiva, una palabra certera, la seducción irresistible a la que todas se rendían.

     Pero les propongo regresar a la escena en que el marido descubre a su mujer en franco adulterio con un don nadie. Los gritos de la Duquesa ya habían atraído a medio palacete y hombres con zapatones dorados, moños, rostros maquillados con polvos blancos y pelucas rubias lo rodearon, menos con la idea de inmovilizarlo que la de ultimarlo. Buscaban cerrarle el paso para esclarecer un asunto que involucraba a su amo evidentemente en un delito de orden pasional (pese a que nadie había visto entrar al amante en la alcoba, sigiloso como leopardo nocturno, sin dejar rastros ni pruebas de su ingreso a la alcoba). Él se resistió tanto como puede hacerlo un hombre solo contra una cuadrilla. Pero el personal de servicio y los caballeros del palacete terminaron por reducirlo. Sin rencor, exangüe, comprendió que había triunfado el decoro en lugar de sus modales de incorregible libertino. Ciertamente soez. Poco le importaba ser inmoral. Su vida desconocía la culpa. Si bien los monjes, percibiendo ya sus dulces deslices tempranos, algo de moral le habían impartido, él se les había reído en la cara o no, mejor, por lo bajo, como hacía todo él cuando decidía no tomarse a alguien seriamente. O por la espalda o mediante celadas. Poco importaba que ese viejo gordinflón, con el pecho  lleno de sangre, grasa y un puñal clavado en la aorta le hubiera sido fiel a su mujer toda su vida.  Hubiera sido  trabajador como pocos dentro de lo que debe serlo un noble. O que hubiera sido cuidadoso en sus modales. Respecto de este marido, se había por fin detenido el tiempo para siempre. Un descomunal cortesano, que nadaba en su propia riqueza como nadaba ahora en su propia sangre y sus orines, merced a la mano diestra de un joven (es un decir, tenía unos cincuenta y tantos años, era un adulto mayor, un buen partido todavía), que corría tras jovencitas de siluetas exuberantes y cinturas diminutas. O bien de mujeres con las que por algún motivo se encaprichara en conquistar. No importaba en absoluto si tenían o no familia, capital financiero, su lugar de residencia de más lujo o si era modesto. ¿Vieron esas personas, que como se suele afirmar del Dios, es todopoderoso, omnisciente y omnisapiente? Así era él, el gran Caballero.

     Finalmente, lo arrestó la guardia del rey, después de la denuncia del ayuda de cámara. Como todo noble, las exequias del Duque se realizaron con pompa pero, paradójicamente, de modo recoleto, porque la causa de su deceso lo hubiera vuelto el  hazmerreír de la mirada pública, entre sus amistades, entre sus parientes, entre sus  tres hijos, más indignados, a decir verdad, que avergonzados. Ellos habían venido de Tours, Lyon y Toulouse, donde residían. El disgusto que se habían llevado al enterarse del romance de su madre con este canalla (que ya duraba como mínimo cuatro o cinco años, con intermitencias), no tenía nombre. Si llegaba a oídos de la Corte, además de humillar su memoria, sería la comidilla de medio París el pobre Duque. La Duquesa, una desvergonzada atenta únicamente a satisfacer sus apetitos. El Don Juan, libre de toda culpa, como era la regla en él, también había conquistado a la Duquesa persuadiéndola de que tener una aventura, pese a haber sido una mujer irreprochable toda su vida, no resultaba un pecado grave.

     Las autoridades estuvieron de luto durante una larga semana, en la que mientras se paseaban por los Jardines de Versalles sus miembros debatieron largamente el destino de la mujer (“una adúltera desvergonzada”) y la del lascivo Don Juan. Un varón que si bien, es cierto, conseguía algunos trabajos importantes y era serio y respetuoso (su estrategia primera para asestar el golpe maestro: jugaba a tener bueno modales, pasar por ser hombre decente y parentescos en el alto clero), con un cinismo y una hipocresía pocas veces vista. Era mentiroso. Un mentiroso en primer lugar endulza los oídos de las mujeres. En dos palabras: les hace oír lo que quieren escuchar, por un lado. Por el otro, les hace pensar lo que ellos desean que piense para evitar todo asomo de culpa o represión. Él se ocupaba de dictarles qué debían  y qué no debían hacer. A quién hablar y a quién no. Qué afirmar y qué negar. Cuándo verse y cuándo ocultarse. Pero, sobre todo, él en  particular solía proponerse un desafío: conquistar lo incorruptible. Esa es la convengamos que es la gran utopía de todo Don Juan. Su hazaña mayor. Lograr que una dama de convicciones irreductibles, cayera en sus brazos, fuera de la edad que fuera. Por supuesto que las jovenzuelas eran siempre de las que mayor aprobación gozaban. Lo que importaba era el vértigo, la fiebre, la prueba, la audacia, pasar por encima de los tabús, eliminar toda angustia, el miedo a la sanción o el castigo. Este es el punto: para todo Don Juan no existe lo ilimitado. Veremos a continuación de qué modo su historia concluyó. Porque, si bien en la literatura existen finales abiertos, como es de todos conocido, las historias rufianescas ignoro por qué, suelen tener un desenlace que no suele ser el que más favorece a los canallas (ni a las damas, cuanto más nobles sean peor).

     La Duquesa a la que él había conquistado y él asesinado a su marido, como pertenecía a una acaudalada familia de notables, fue llevada a la Provenza y escondida de miradas indiscretas y pérfidas que pudieran revelar algo de su pasado non sancto.

     Antes de este final tan penoso, él había conocido a la Duquesa en una fiesta real, y en un aparte la había convencido (mujer lúbrica si las había) que hasta se podía pasar por la barrera de lo prohibido. De modo que lo tentaron todo. Fue, para ella, en adelante, su divisa. Comenzaron a comunicarse cotidianamente mediante misivas que él depositaba a ciertas horas de la madrugada en la ventana, cuando el Duque dormía. Y el romance fue fulminante. Se encontraban a escondidas en casa de él o en hostales. En medio del campo para hacer el amor. En fin. Era tal el poder convincente de este Don Juan, que hasta lograba lo imposible. Desordenar las ideas al punto de confundir a una dama honrada. Hasta hacerlas mentir sin el menor asomo de culpa.

     Él no corrió la misma fortuna que la Duquesa en su convento. Fue encerrado en una mazmorra, que olía a heces y a sudor, a comida podrida y en la que volaban moscardones por todas partes. De tanto en tanto algún tábano se colaba por la reja de la entraba y no lo dejaba en paz durante toda la tarde hasta tarde por las noches. El tabaco de los guardias volvía más acre la atmósfera que se respiraba en un cuadrilátero amarillo de orines. De tanto en tanto una flatulencia de un guarda volvía más insufrible aún el aroma vulgar de la celda.

     En la celda contigua a la suya, tan tranquilo como pueda imaginarse, roncaba un truhan que había sustraído un diamante a una condesa y lo había vendido por una suma irrisoria a un mercader de Venecia. Descubierto in fraganti, se lo había condenado a la pena de muerte. Se trataba de una mujer influyente en la Corte y el chisme de que era amante del Delfín era un secreto a voces. Ambos presos correrían igual suerte en los próximos días.

     No hubo proceso. No hubo defensa. El adulterio seguido de homicidio era un crimen muy grave. Había asesinado al Duque, no había quedado en claro, si solo por el ataque mortal al corazón que el disgusto de la terrible y artera escena le había ocasionado o por la puñalada en el grueso abdomen de obeso mórbido, porque ambas cosas habían tenido lugar al mismo tiempo. Todo ello constituía una pena capital. Él lo supo ni bien clavó la puñalada mortal en el pecho del cornudo marido. En ese preciso momento cobró consciencia de que había estado jugando con fuego tan solo por un capricho. Se había metido con un atolladero él solo. Había conducido al adulterio a una mujer con tres hijos jóvenes (haciéndoles pasar vergüenza ajena y la sanción social), ahora confinada a un monasterio, preparando mermelada de naranjas, de duraznos, amasando pan y revolviendo caldos  de salvado de trigo. Además de ser la vergüenza de su familia (su hijo lo confesó, desolado por la conducta de su madre, entre personas cercanas e importantes, que quedaron tan perplejas como azoradas, tan convencidas de la ética intachable de la Duquesa). Pero aun así eso no lo amedrentó. Pero él no sabía lo que le estaba aguardando, al fin y al cabo, él lo olvidaba todo en su soberbia, era tan solo un mortal. El mundo se reducía a cielo y tierra de vivos. Luego, la vida concluía en una “para siempre” según el cual él ya estaba por fuera de gobierno de la ética. Había llevado una vida de Don Juan lo suficientemente plena como para no anhelar seguir en este mundo con nostalgia ni menos aún con arrepentimiento. Por otra parte, la peste estaba haciendo estragos en la ciudad (una  pandemia que mantenía en vilo a toda Europa) y, después de todo ¿cuánto más podía quedarle de vida? Sinónimo de contraer nuevas enfermedades venéreas, abandonar hijos naturales y sumar un largo etcétera de nuevas conquistas (otro de los encantos que exhibía). Amén de una vida consagrada al desorden de la bebida en tabernas y hostales. De banquetes de carne de puerco y cerveza solventados por amigos ricachones. De ciertos hobbies. Por ejemplo: amaba el arte del daguerrotipo. Sin embargo, no gozaba de demasiados dones para ejercerlo. A decir verdad no era talentoso en nada. Salvo para algún rol menor en un deporte. Él estaba seguro de serlo en grado superlativo en varias artes. Pero el ser capaz de realizar alguna no digamos obra maestra, pero como mínimo una obra digna, distaba de sobra de una punta a la otra el sendero del Camino de Santiago de Compostela. Pero él estaba convencido de que sí los tenía. Al igual que estaba convencido de que sus cartas de amor eran de un estilo exquisito. De que su sangre era noble. De que era el infalible conquistador. No obstante, no podía dejar de afirmarse de él que no fuera un artista perseverante. Por último, por las noches en que escapaba de los brazos de sus damiselas o matronas, escribía unos farragosos novelones que, ya se lo habían advertido algunos entendidos, no eran de buena factura. Pero él  tenía la convicción de que se trataba de genialidades que eran incomprendidas por personas ignorantes que se decían autoridades en el arte poética. No confiaba en el juicio de los grandes hombres de letras. Decía que era demasiado “académicos”. Claro, ¿cómo  no execrar a los académicos cuando  apenas se posee un título de grado? A los novelones se los daba a leer a sus amigotes poco entendidos o a sus amantes, para que lo aplaudieran. Alguna de ellas soñaba con que era la protagonista de alguna de ellas transpuesta a la ficción. Otra de sus tácticas.   

     Su madre lo había criado y educado como a un señorito. Y eso había sido suficiente como para introducirse en la cama de unas cuantas damas de sociedad, casi todas casadas. Sentía una singular adrenalina por gozar de quien se juega la vida o el futuro en aventuras prohibidas o en sesiones amatorias a las que sabía sería él quien pondría fin. Nunca ellas, cautivadas por su personalidad magnética, su carisma irresistible, su  aspecto agraciado, su virilidad inmaculada y un paladar sofisticado que ejercía fascinación. Cortés con las damas antes de llevarlas a la cama (no al abandonarlas para siempre, peor aun así algunas veces hacía excepciones y se manejaba con  honor). El deseo de esas mujeres residía menos en su belleza que en su apariencia de hombre decente al que ningún encanto le faltaba. En más de una oportunidad se reencontró con alguna de ellas abriéndoles la portezuela de un coche de alquiler, pero ante la requisitoria desesperada de la dama él eludía de modo irrevocable pero cortés. No, si algo jamás perdía eran los modales). Era cierto, como se decía, que jamás había perdido la compostura. Tampoco su temple seguro. Era de temperamento dominante. Como no podía ser de otra manera. De otro modo no hubiera podido hacerse cargo de todas esas  recriminaciones o digitar esos destinos. Creía que gobernaría la vida de las mujeres de por vida. Y este triste, triste, triste Don Juan, como el tan socorrido Caballero de la Triste Fgura, que tanto cuidaba de su reputación de viril hombre letrado (solía dar consejos a amigos en problemas), lo ignoraba todo respecto del desenlace de esta historia trágica para tantos. Pese a su esforzada, tesonera formación en los monasterios, es cierto, había leído lo que pocos, bibliotecas enteras. Ello solía impresionar a las damas. Pero esa lectura voraz, no había dejado sedimento alguno más que el de la conversación interesante, ocurrente, en un diálogo fugaz luego de una sesión amatoria. ¿Qué profundidad podía esperar de semejante ejemplar que, por añadidura, gozaba de la soberbia como virtud oficial?

     Jamás sentó cabeza. Pudo haber logrado los favores de una mujer acaudalada, de buena posición y de sangre tradicional. No obstante, optó por esta vida errante, insegura, imprevisible pero llena de avatares y deleites. Jamás fue hombre de palabra. Ni siquiera con los varones. Traicionó e hizo traicionar. Mintió e hizo mentir.

     El jaulón donde estaba confinado tenía también las paredes llenas de grietas, producto de la humedad, que había producido calamidades en la piedra caliza. Estaba engrillado de los pies hasta las muñecas para garantizar que no hubiera agresiones a los guardias ni la menor posibilidad de fuga. Tampoco de suicidio.

     Las cadenas le habían sacado ampollas además de obstaculizarle la circulación. No obstante, no se quejó un ápice. Sabía que sería peor. Los guardias solían ensañarse más aún con quienes se quejaban que con quienes se mostraban abnegados. Había oído de casos en los que se las apretaban tanto que las heridas en las venas se infectaban. Por otra parte, ninguna atención médica estaba permitida para los condenados a muerte.

     No tenía modo de medir el tiempo. Estaba acurrucado en un subsuelo como un maltrecho roedor. Faltaba el aire. No entraba la luz por parte alguna. Todo el tiempo experimentaba la asfixia. Y los turnos rotativos de los guardiacárceles- que de tanto en tanto salían al exterior- no brindaban pistas sobre la hora ni menos aún sobre los días de la semana. Sólo podía conjeturarlo por su cansancio. Claro que a cierta altura del encierro el sueño podía irse o regresar en cualquier momento. No sabía si con la oscuridad o con el alba.

     Para comer le daban un potaje miserable, preparado a base de una sémola llena de gorgojos y agua sucia. No probó bocado. Tan luego él, acostumbrado a los grandes festines y los vinos caros para agasajar a una dama con ánimo de ejecutar su felonía de turno. Los quesos franceses, que todos sabemos son tan deleitosos, también eran pura nostalgia. Se limitaba a tomar agua en tazas oxidadas para, como mínimo, no desfallecer ni deshidratarse. Tenía tan sucia la dentadura que ya se le empezaba a picar. Pensó que si iba a morir no haría falta hacerlo con buen estado de salud. La consuetudinaria gimnasia que solía practicar con su amante de turno leyéndole los diarios o, mejor aún, poemas (él era todo un literato), había quedado en el olvido. Ahora una quietud que disfrazaba de descanso (por cierto horroroso), lo mantenía en vilo.

     Comenzó a experimentar los síntomas de la fiebre. En el mejor de los casos serían los de la peste. En el peor, un transitorio malestar producto de la mala alimentación y las peores condiciones en las que vivía. Pensó en el primer caso con esperanza y en el segundo con resignación.

     Transcurridos once días se le acercó una noche un guardia y le anunció que su ejecución era inminente: tendría lugar por la madrugada, sin testigos ni representantes de la ley. Ningún bando sería leído. Tampoco habría redoble de tambores. Después de todo, ahora, con lo puesto, era un plebeyo. Ese plebeyo que siempre había sido pero que en una mitomanía ejercida consigo mismo había creído ser un hombre de honor. Desconocía el menor respeto hacia sus semejantes. Decir que era un egoísta sería como faltar a la verdad. Conocía de mejores defectos.  

     No se le habían permitido visitas ni notificaciones de la ejecución a ningún miembro de su familia. No habría tampoco responsos distribuidos a lo largo y a lo ancho de todo Versalles y París. Sumido por momentos en el delirio de la fiebre, había invocado en vano los nombres de su hermano y de sus hermanas, algunas fallecidas. Su padre y su madre habían muerto hacía ya mucho tiempo. Comprendió que ni siquiera había honrado su memoria. Ni siquiera había tenido un mínimo de decencia. Su trabajo había sido siempre vulgar. Solo la práctica del goce. Como artista mediocre (ahora, por fin, supo reconocerlo). Se sinceró consigo mismo por una sola vez en la vida: era un patán. ¿Un canalla o un patán? Para el caso lo mismo daba.

     Llegó un punto en el que rogó que la vida se interrumpiera de modo repentino. Abolir esa prisión infernal de cualquier manera para quedar libre de los grilletes salvajes. De recuperar siquiera por unos minutos el aire puro. Así fue. Lo condujeron, sucio y demacrado, hecho un gusano hacia el patíbulo. Un guardia reparó en su desmesurada barba. El condenado se dijo que no quería la asistencia de ningún pastor (le causaban náuseas), que, por otra parte, le hubiera sido denegada por los cargos de los que se lo acusaba, escandalosos y muy graves para la fe que allí se profesaba.      A las seis de la mañana, tonsurado, con la camisa hecha harapos en la espalda (él, un señorito que velaba por su atuendo con pulcritud, higiene y elegancia) y el cuello acomodado en el orificio de la guillotina, sin pronunciar una sola palabra, sin que sus emociones lo traicionaran un solo instante y con la indiferencia de un insecto frente a su suerte, casi con desdén, esperó el momento fatal. Pensó que después de todo no había conocido mala vida. Escuchó la orden del verdugo, mientras, resignado, se abandonaba al nombre de su destino. En ese preciso instante tuvo por fin la certeza de que el juicio recién acababa de comenzar. Y comenzó a proferir las primeras

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.