Jean-Luc Fortin L'AUTOMNE A PEKIN (2015)

Pekín es un lugar remoto, salvo para los pekineses, claro está, para quienes Pekín es su propia casa. Tai Lan Po vive en Pekín, en el ala Este de la ciudad. Vive en una casita pequeña, modesta pero muy limpia y muy ordenada. Delante de la casita se puede ver un jardín reverdecido con canteros (porque Pekín ahora es de primavera). Tai Lan Po vive con su mujer, a la que ama profundamente. Ella es la que cuida del jardín: poda, siembra, corta, transplanta, modifica, entierra y riega.

      Tai Lan Po se levanta muy temprano, cuando los rayos del sol podrían ser todavía los rayos de la luna. Salta de la cama y tapa a su mujer con mucho cuidado, para no interrumpir su sueño y, sobre todo, para no desabrigarlo. Se dirige al baño, abre el la canilla y mete sus dedos debajo del agua. En su canilla hay una corriente de agua: un arroyo, sí, eso. Se lava la cara y se despeina. Lavada la cara, quitados de su rostro los restos del sueño de la noche anterior, Tai Lan Po se sienta en el inodoro. Defeca con cuidado y parsimonia. Para él ese momento es tan relevante como el del aseo porque también es un aseo, a su manera.

     Ya en la cocina, prepara el agua caliente y mirando un tapiz con grullas (el mismo que contempla todas las mañanas y que su mujer ha tejido en un verano sediento y bochornoso) bebe su té. Sorbo a sorbo. Tai Lan Po deja que la humedad de ese líquido opaco lo penetre por sus interiores más recónditos y entibie su cuerpo. Después se viste y sale a la calle.

      Llega a la gran casa de los Ton Si cuando en la vereda el bullicio anuncia horarios y compromisos. Antes de golpear mira el gran árbol que preside la casa. Siente respeto y reverencia por ese árbol, como por todo lo inmemorial. Casi sin quererlo se acerca a él y presiona con  cariño la corteza, la huele y trata de escuchar el curso de la savia en sus interiores. Por fin se decide a llamar a la puerta. Lo atiende el antiguo servidor de la familia, que entró en el servicio cuando los patrones eran recién casados y ahora tienen hijos que son hombres. Tai Lan Po sabe que ese hombre es una fuente de secretos que no revelará. El servidor le hace una reverencia y lo conduce por una maraña de pasillos, recintos alfombrados color morado y patios con maceteros y con  flores. Por fin llegan al salón de los pájaros. Tai Lan Po silba la canción de bienvenida (la misma con la que desde siempre se presenta a sus criaturas). Los pájaros le responden o por casualidad cantan en ese momento. Después el servidor le hace entrega de las dos jaulitas de mano. Tai Lan Po las coloca sobre la mesa y abre sus puertitas. El salón está poblado de una avalancha musical por la presencia mullida de las aves. En el centro del salón está el gran jaulón. En el centro del jaulón hay palitos. Sobre esos palitos están posados los pájaros. Son aves pequeñas, de no más de doce centímetros de largo, de un color verde azulado. Ese color se tornasola con la luz que viene de los grandes ventanales (que los ventanales parecen emitir en una ilusión de rayos) y que el servidor aumenta al terminar de descorrer por completo los cortinados de terciopelo. Tai  Lan Po abre el jaulón y toma entre sus dedos a uno de los pajaritos. Siente la fragilidad blanda, muelle y sagrada de esas aves y la asiste con su calor y su firmeza cuidadosa. Luego las desliza en las jaulas y cierra las puertas, corriendo un pestillo. Una vez que ha repetido esa operación unas cinco veces y que las jaulas de mano ya albergan a los pájaros, Tai Lan Po le hace una reverencia al servidor y el hombre sabe que esa es la señal de la partida. Desandan los corredores, caminan los patios, recorren los pasillos, se deslizan por las alfombras atiborradas de dibujos. Por fin llegan a la salida. El servidor le susurra un ensalmo de protección porque todos sabemos que la vida es peligrosa.

     Tai Lan Po medita el recorrido. Sabe que no quiere aburrir a sus pájaros con las mismas caras y las mismas casas todos los días. Porque Pekín es eso, nada más y nada menos: casas y muchas caras distintas. El itinerario del día será distinto del de ayer y del de mañana. Tai Lan Po tiene una jaula en cada mano, sosteniéndolas con un ganchito minúsculo pero que favorablemente sus dedos calzan. Así como está, siente que lleva dos farolas en vez de dos pares de pájaros. No en vano el silbido musical de las aves le abre paso entre la gente, que lo mira con respeto y se aparta a su paso con circunspección.

     En el camino se encuentra con dos compañeros de escuela que conversan entre ellos sus secretos y añora esa amistad que no conserva ni comparte. También se encuentra con su sastre y con la empleada de la panadería de su barrio que seguramente hoy está de franco. Se empalaga con ese día libre y festivo de ella: celebra esa fortuna. Pasa por delante de un puesto de flores. Se detiene pero no compra un ramo. En realidad huele las flores que compraría en caso de hacerlo. En el preciso momento en el que la fragancia de unas azaleas penetra por sus fosas, pasa una antigua novia suya que ha amado con pasión. Ella lo mira, él la mira y las flores emiten su fragancia fresca entre ambos. Invadidos por esa presencia frugal y entusiasta, ambos permanecen en la mirada del otro. Él piensa en el abdomen flamante para ella, en sus flamantes canas en el borde de las sienes, en sus propias arrugas que ella nunca ha visto desde entonces. Tai Lan Po da media vuelta y se marcha porque no quiere compartirla con el marido que seguramente tendrá, con los hijos con planes, con la mucama que la atiende de seguro. Quiere que siga siendo suya, exclusiva y no resignar la cuota de dominio que todavía sobre su pasado ejerce. Los paseos en bicicletas junto al arroyo del que rodea la zona norte de Pekín. En ese momento se da  cuenta de todo lo que la quiso. Ella camina apresuradamente sin girar el pescuezo. Él entiende y respira aliviado y feliz.

     Tai Lan Po llega a la plaza. Elige con escrúpulo uno de los bancos anaranjados y allí se sienta. Apoya las jaulas sobre la madera despintada. Los escucha. Los pájaros son capaces de imitar cualquier sonido. De la naturaleza o incluso de los humanos. Tai Lan Po les dice su palabra favorita: “Gracias”. Los pájaros lo escuchan y lo emulan. Un eco de muchas gracias se repite en ese pequeño cuadrilátero de la plaza. La gente que pasa por allí se da vuelta extrañada porque cree que alguien la aborda con agradecimientos. Tai Lan Po escudriña los árboles y piensa que esa es la sede natural para sus aves. Paladea con placer el momento próximo que les espera en apenas dos semanas. Porque las aves de Tai Lan Po cuando llegan a viejas ya no cantan más y por eso son puestas en libertad, al final de sus vidas. Tai Lan Po piensa que la vejez de las aves no es como la vejez de los hombres. Los hombres se encierran de viejos y de jóvenes viven en libertad. Con los pájaros sucede al revés. Lo disfruta: pequeñísima desventaja de ser humano. Porque un humano sabe del destino de sus hijos, sabe de la genealogía que inaugura o que prosigue. Él sin embargo no tiene hijos. Su estirpe morirá con él. Solo tiene cuatro sobrinos que llevarán su apellido. Los hijos de su hermano Sen Lan Po.

      Administra el sol sobre las jaulas. A medida que el sol sube, Tai Lan Po corre y descorre las jaulas, para que el sol les dé de lleno. El color verde azulado de los pájaros se enciende en suaves chispazos que mojan a su paseador. Esa pirotecnia dorada lo embriaga y lo adormece. Ese fuego doméstico y sagrado insiste en lo que de más sublime hay en sus ojos. Vuelve a sentir las farolas y a sentirse farolero.

     Alimenta los comederos, renueva los pocillos de agua de las aves. En esas atenciones se siente útil y siente que esa utilidad le confiere una dignidad tonificante. Y en esas atenciones se le va la mañana. Sabe que lo único que en la vida hay de importante es ayudar a quienes lo necesitan. También ayudarse a uno mismo porque también uno es un semejante de sí mismo.

      El vértigo soleado de las aves lo deslumbra y en ese éxtasis se renueva de sus labores y de sus rutinas. Recupera a su mujer que por suerte es el amor de su vida porque se ha ocupado de amarla y también de olvidarla cuando debía. Cada pájaro es un ojo de ella: ella lo mira en esos ojos de cielo.

     En un momento una de las aves dice una palabra que Tai Lan Po no ha escuchado. El pájaro vuelve a repetir ese sonido. Tai Lan Po enmudece, petrificado. Lo que el ave ha emitido es el nombre de su mujer, una y otra vez, una y otra vez. Tai Lan enmudece, empalidece. Queda paralizado. Comprende que sin quererlo el nombre de ella ha aflorado de su boca, lo ha pronunciado de un modo inconmensurable, involuntario, en el borde de la plaza, cuando el sol estallaba en su cenit. Tai Lan Po dice “gracias”. Al ave porque le ha regalado de otros labios un nombre que para él es sagrado. A ella, por su contigüidad y su apego.

      Tai Lan Po derrama una lágrima y esa lágrima cae sobre el bebedero de uno de los pájaros, formando una onda que se amplifica en la reducida planicie del pocillo. El ave incendiada desciende y bebe, bebe, bebe. Tai Lan Po sabe que su pajarito se ha bebido lo que de más bueno había dentro suyo. En ese momento comprende y lo decide.

      Los pájaros ya no brillan como antes porque el sol ha dejado de inflamarlos. Calza sus dedos en los ganchitos célebres, de rigor, de las jaulas y las levanta. Se sube a una bicicleta de alquiler y se va muy lejos, a las afueras de Pekín. Busca el bosque más abierto y más frondoso y más soleado y más solitario. Cuando por fin lo encuentra, la decisión ya está tomada. Lo deja satisfecho, porque  lo siente un deber que en verdad es un regalo. Se apea de la bicicleta y apoya las jaulas en la rama más alta a la que sus medidas se lo permiten. Sin dudarlo un instante abre los pestillos, abre las jaulas, se abren las aves en sus alas y se desprenden de la tierra. Alcanzan la copa de un sauce elevado. Allí se quedan. Tai Lan Po las mira y sonríe de satisfacción. Mientras se aleja, montado en su bicicleta, a ritmo de despedida triunfal, alcanza a escuchar a lo lejos un sonido que crece y crece, que crece y crece como un eco invertido que no se desmenuza sino que en intensidad se incrementa. Escucha la palabra “gracias” repetida una y mil veces. “Gracias, gracias, gracias, gracias…”. Y después, como si ese eco sagrado brotara de su pecho, escucha a las aves emitir con cantos inauditos el nombre de su mujer una y mil veces. Tai Lan Po detiene la bicicleta y llora. Pero esta vez su lágrima no cae en un bebedero. Esta vez Tai Lan Po llora y en el preciso instante en el que su lágrima se derrama por la mejilla y está por derrumbarse, por desplomarse, por caer en el pasto de un modo indefectible, en ese preciso instante de vacilación, una de las aves da un vuelo rasante, la recoge en el pico en plena caída, la atesora y se la lleva a las alturas, hacia la copa del árbol más alto, y más sagrado, y más bello del bosque. Tai Lan Po comprende. Comprende que sus pájaros lo han sacado a pasear a él ahora y en ese paseo soleado. Lo cuidan y lo protegen. Un poco porque su vejez de hombre no será libre. Un poco porque su vejez de hombre no será soleada. Un poco porque su vejez de hombre no será de paseos ni quizá de compañía. En ese momento Tai Lan Po se entiende y da las gracias. Monta en la bicicleta y marcha hacia su casa. No, digámoslo de una vez. Digamos su verdadero destino. Marcha hacia los brazos de su mujer. Arrullado por sus aves.

Originariamente aparecido en: Ferrero, Adrián. Verse, Prólogo de Angélica Gorodischer. La Plata, Ediciones Al Margen, 2000.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.