Salió al jardín. Como la luz del sol recién se estaba desperezando por detrás de los aromos, allá en el horizonte de la arboleda de los vecinos, entonces se estiró como una vara de mimbre. Le dolía un poco la espalda porque las vértebras (le había dicho en buen romance la osteópata luego de una placa), se habían desplazado levemente de su lugar original. De modo que estirarse era doblemente importante para él. No le importó demasiado seguir las órdenes del especialista sino más bien pensar en algo placentero. Pero antes se dijo: “Sin unos mates ningún día da comienzo”. Entró a la casa. La atmósfera estaba algo viciada por las estufas. De modo que abrió de par en par la puerta ventana. Un viento frío y demoledor irradió pureza de inmediato. Sabía que ese gesto tenía un límite: su hogar se enfriaría. Pero no le importó. “Unas ráfagas de frescura no le hacen mal a nadie”, se dijo.
Ernesto avanzó hacia la cocina de mármol. Llenó la pava eléctrica (proverbial descubrimiento del que se había hecho usuario precoz), tomó entre sus manos el mate de cuero y calabaza algo vetusto porque el uso cotidiano tan persistente había dejado marcas y hasta se había coloreado de un marrón oscuro al que ya estaba acostumbrado. De hecho su mujer sostenía que debían cambiarlo por uno nuevo, en tanto él alegaba en cada una de las conversaciones que habían mantenido que para él ese mate era sagrado. No habría mate que fuera tan sabroso como ese. Introdujo entonces la yerba orgánica, lo agitó cubriendo la boca del recipiente con su palma para quitarle el polvillo y enterró la bombilla en ese verde reparador.
Cebó el primer mate. Estaba delicioso y fragante. Las hierbas, que tenían un aroma tentador (¿poleo,? ¿cedrón? ¿manzanilla?), automáticamente le produjeron un bienestar como si estuviera frente a un balneario, aspirando la sal marina. Él lo tomaba amargo y no comprendía cómo su hermano y sus padres se preparaban mate dulce con edulcorante. “Es una herejía”, alegó pensando para sí mismo. En ese punto él no negociaba. Por otro lado, últimamente se preparaba mate para él solo. Llegaba la ceremonia de compartirlo con su mujer, pero eso sería más tarde, en esa franja horaria que marca la transición del atardecer a la noche cerrada.
Los chicos dormían. Su mujer también. Poco le costó entonces disfrutar de ese silencio reparador, tan amable, experimentando la intensidad de cada instante de esa mañana en que había madrugado.
Salió munido del termo y el mate al jardín. “¿Por qué no?”, se dijo. De modo que fue hasta la galería, arrimó una reposera hasta el borde de la pileta (una palangana de agua leventemente verdosa). Era el costo que había que pagar para pasar un verano en total plenitud con sus hijos.
La campera lo abrigaba lo suficiente como para no dejarse vencer por el frío. Era una prenda típicamente azul marino, térmica, muy cómoda. “A ver, a ver ¿Qué desafío me propondré hoy’?. Ernesto ajustó más el cierre hasta que mordió su mentón. Y fue ahí cuando una mano radiante le quitó el gorro que tenía puesto y le acarició la coronilla calva. Era su mujer. La percibió todavía entredormida, dando esos bostezos solariegos propios de quien sabe distenderse. Le ofreció un mate. Esa mañana hablaron poco. Ella sentía el aroma a jabón de lavanda que, cosa curiosa, él había optado por adquirir en la última compra de supermercado. Con el chango repleto, había pasado por el sector Perfumería y adquirido cuatro panes. Con su mujer hablaron de ciertos recuerdos que ambos recuperaron sin la menor dificultad. Ella, evocó un viaje a Brasil. Una cena con amigos en la que habían comido pescado grillado. Él la siguió en esa serie de asociaciones libres que es una charla. Fluía espontáneamente, como un colibrí moviéndose grácilmente sobre la superficie de la magnolia que ella le había pedido casi como regalo de cumpleaños. Él sabía que ella amaba las flores. Hasta había pintado algunas como autodidacta, porque el arte latía en ella como un corazón joven que galopa a todo correr. Tres delicados cuadros de flores (jazmín, tulipán y un ramo de margaritas) iluminaban el living comedor. Le susurró que era una gran artista. Ella lo besó en la mejilla en un estruendoso contacto de piel contra piel.
-Me voy al trabajo-le dijo ella. Partió, rauda para el comedor, lista para un café con leche apurado. Le gritó desde la puerta, minutos más tarde, que partía. Él se paró de la reposera y le tiró un beso a través del vidrio de la ventana del frente, donde estacionaban sus autos.
Los chicos despertaron. Los agasajó con un desayuno imponente, como los de la corte imperial de un Zar.
Y sí, ellos merecían lo mejor. Su mujer sabía que él era un hombre ejecutivo, desenvuelto, pero también capaz de hacer lo imposible por robarles una sonrisa a ambos. Una vez tomado el desayuno, lavadas las legañas de toda la noche, supervisó la ceremonia del vestido y, cuando se cercioró de que todo estaba en orden (es un modo de decir, a esa casa los chicos la dejaban todo el tiempo patas arriba) los llevó al colegio.
Regresó a su casa. Escuchó el silencio. Tan sólo el motor de la heladera, levemente perturbador, lo irritó. Porque convengamos que una casa sin silencio no es una casa. Y una casa sin alboroto tampoco es un hogar. “Tiempo al tiempo”, pensó. Venía escuchando el sonido de la gota que horadaba el metal de la pileta de la cocina desde hacía meses. Estuvo a punto de renunciar a realizar ese esfuerzo. Pero algo, una voz interior tal vez quién sabe, quién podría saberlo, una voz persuasiva le decía que debía poner manos a la obra. Abiertamente al dictado de esa voz interior lo hizo. Arregló el cuerito de la canilla. El goteo se había naturalizado de tal modo en ese hogar, que habían dejado de percibirlo. “¡Basta!”, se sorprendió pensando, casi en un grito intempestivo. Y con un enorme poder de determinación y acudiendo a sus saberes modestos de plomero amateur, lo logró. Cesó el goteo. Se sintió orgulloso de semejante hazaña. Él era gestor. Pero en sus ratos libres se consagraba a escuchar música. Su pasatiempo favorito. Acariciaba como un atesorador los vinilos y CDs. Guardaba recitales grabados en vivo en DVDs. Desde los más exquisitos hasta los más populares.
Alejandro salió al jardín nuevamente. Ahora la radiación solar era fabulosa. Esa tibieza de paloma torcaz lo cubrió como si fuera una manta tersa y suave. Nuevamente fue a la reposera. Estaba cansado. Había trabajado buena parte de la semana y justo hoy que era viernes recién tenía actividad por la tarde. Se dijo: “Esta mañana es mía”. En la casa estaba a solas pero íntimamente sentía que eso era algo bueno. Siempre conviene aprender a estar solo. De hecho su hermano no estaba casado ni en pareja y pasaba largas horas en soledad ensimismado en sus tareas en el estudio de un abogado perezoso. El trabajo duro recaía sobre él. Habían hablado muy seriamente de ese tema. Le había aconsejado a su hermano que dejara ese estudio. Pero su hermano había aprendido a estar solo. Todo sabemos que la soledad es una caja vacía. Y todos sabemos que el silencio es otra caja vacía. Ambos están allí, a la mano, para colmarlos de algo. Más tarde o más temprano eso llega. Evocó entonces una melodía muy dulce de una banda de rock de sus amores. Ese sonido era la canción “Imágenes paganas”, un tema extrañísimo de Federico Moura. Me atrevería a decir que misterioso. ¿De qué secreto lugar habría nacido? Siempre había sido una incógnita para él: “Moura compone otras cosas. Esto es distinto”, corroboró cotejando mentalmente el resto de su discografía. Fue entonces que comprendió dos cosas. Podía colmar el silencio disfrutando de él, o bien podía poner el álbum de Virus para escuchar esa canción. Eligió el camino más difícil: como la había escuchado tantas, tantas veces, la había memorizado. Comenzó entonces a tararearla, primero. Luego a cantarla. A cantarla como si la interpretara en un show. Él solía ser el alma de las fiestas. Confiados, sus amigos lo invitaban para que eligiera la mejor música y amenizar una noche de cervezas (no era hombre de whisky). Quiero decir: era un conocedor de la música. Un coleccionista. Un melómano. Sabía retener con soltura una melodía. Sabía también silbarla, como su padre.
Y fue entonces que cantó:
“Vengo agotado de cantar en la niebla
Por la autopista junto al mar hay gitanos
Van celebrando un ritual ignorado
Mis propios dioses ya no están, espejismos
Un remolino mezcla
Los besos y la ausencia.
Imágenes paganas
Se desnudan en sueños”.
¿Cómo diablos ese sonido mágico y perfecto había podido ser concebido por Moura? Él no era compositor pero admiraba a algunos. “Cole Porter, Miles Davis, John Coltrane, Miguel Abuelo, Andrés Calamaro, Javier Calamaro, el Gato Barbieri, Michel Camilo y así siguió anotando mentalmente y en hilera el largo equipo magnífico de sus favoritos. Pero nuevamente se interponía entre él y lo que tenía que hacer la canción “Imágenes paganas”:
“En el espejo, reflejos viajeros
Un apagón sentimental
La ruta pasa
Vuelve el deseo y la ansiedad
De este cuerpo
Mi boca quiere pronunciar
El silencio”.
Bruscamente silencio el canto. Al punto de que alcanzó la más profunda introspección. “Mi boca quiere pronunciar/el silencio”. Se detuvo. “Pronunciar el silencio…”, “¡Pero esto es milagroso!”, se dijo. “¡Es providencial!”. “Pronunciar-el-silencio”. Deletreó en tres palabras, resumiendo el ábrete sésamo que lo conduciría del hastío del silencio hogareño a pronunciar de modo inolvidable y expresivo lo que él consideró era el silencio. Secundado por su jardín hospitalario se tiró cuan largo era sobre el césped. Un pasto mullido, cuyos panes él mismo había supervisado fueran plantados de modo certero. Miró al cielo. Mirar el cielo saben ustedes que es una forma de percibir la inmensidad más completa. Se experimenta una sensación de libertad. Como mirar el mar. De sentir aquello que indefinidamente ha existido y existirá. El infinito. Lo incontable. Y más allá las galaxias. Y más allá otras galaxias y otras. Y otras más.
“Pronunciar el silencio”. “Reflejos viajeros”. “La ruta pasa”. “Vuelve el deseo y la ansiedad/de este cuerpo”. Vibró, vibró de emoción escuchando esa canción que guardaba dentro de sí como un tesoro. Él era ahora una caja de música. Las resonancias de la canción de Moura lo estremecieron. Como si esa canción lo habitara de cuerpo entero: sus cuerdas vocales, el sacro, las escápulas, el estómago, el hígado, los glúteos, los antebrazos, los dos huecos poplíteos (eso zona módica detrás de las rodillas), la campanilla, el esófago, la lengua que, con mansedumbre, se deslizaba para emular esa canción ajena, de la cual ahora se apropiaba. Pero en verdad eran los dos compositores de ese tema los que se habían apoderado de él. La música lo invadió hasta límites inconcebibles. No había tocado un solo CD o vinilo. Pero ese mediodía, en esa casa hubo música. Una música que creció como lo hacen las ondas de un lago al arrojar una piedra. Regresó al living comedor. Se sentó a tomar un mate frío y desangelado que había sobrevivido. Lánguidamente el agua se desplazó del pico del termo hasta la calabaza cubierta de cuero. Y desbordar. “¡Mierda!”, gritó esta vez en voz alta junto con una interjección. Precipitado secó lo mojado con un trapo rejilla. Nada podía detenerlo ahora. Se sentía el hombre más jubiloso del mundo, el esposo bendecido para siempre (porque un amor definitivo es para toda la vida y aun así prosigue), el padre más afortunado de la tierra, el hermano más querido, el hijo amado por sus padres. Y fue entonces que haciendo contrapunto, el silencio habitado por su voz junto con el tarareo de la melodía lo volvieron un hombre con los pies sobre la tierra y el alma por las nubes. Él amaba la música. Y las esferas celestes del sistema solar en su fricción las unas con las otras (aunque suene a disparate) sonaron emulando la canción de Federico Moura. El living comedor era ahora el continente de la magia y la fascinación. Escribió con su dedo índice en el aire el fragmento que tal impacto le había causado: “Pronunciar el silencio”. Prácticamente pudo ver esas letras dibujadas en color rojo (ese había elegido) colgadas del aire. Eran muchos estímulos para un solo día. Había vibrado y había olvidado y recordado. Esa vieja canción de pronto lo llevó al día en que con Catalina habían veraneado de novios en el balneario de Miramar, en la costa atlántica argentina. Y él le había soplado al oído esa canción de Federico Moura a su mujer, explicándole luego de su enigma. “Pronunciar el silencio”, le dijo él. Ella se encogió de hombros, ensortijándole el pelo, como diciendo “¿Cómo averiguarlo?”. Y de pronto el mar allá, muy lejos, a proa, en lontananza. Ellos acá, donde ustedes pueden verlos, abrazados, como si adoraran a un Buda en un templo. ¿Era un templo el mar? Y fue entonces cuando la besó, mientras le calzaba diestramente la sortija en el anular. Porque en el comienzo, en su comienzo, había sido la música. La música de las esferas celestes. Llegaba a tiempo para que ese círculo perfecto del anillo fuera al encuentro del dedo tan anhelado. Se soltó del abrazo, divisó la rompiente, se aproximó a la orilla y se dijo “Un remolino mezcla”. Y fue entonces cuando el agua lo devoró.