Los cotilleos deshinibidos, eruditos y avaros de Malvón Sabiondo (prócer señero del Parnaso argentino)
Malvón sabiondo es una caricatura de sí mismo
Anónimo turco
Infancia y primeras lecturas
Émulo de la afamada sabiduría y la erudición teutona y sin par de su maestro y mentor, Walter Benjamin (filósofo y crítico literario alemán de entreguerras), Malvón Sabiondo había sido criado en los fondos de una estancia del Bragado, en la Provincia de Buenos Aires, sobre las ancas de un overo rosado y alimentado a gofio, naranja de ombligo, quinotos y macedonia de frutas de latas marca Arcor. Allí, encerrado en el gallinero, cagado por el guano de las gallinas, de los patos criollos y también de los pollitos, había leído vorazmente (y con el sabor arrobado de las empresas furtivas) la colección completa de El tesoro de la Juventud, amén de buen número de farragosos y poco transitables volúmenes de prosa ensayística bonaerense de indagación nacional (Eduardo Mallea, Alvaro Hurlingam y Adalberto Acasuso). La paciencia y el estupor de Malvón se incrementaron en esas jornadas de estudio impar, jalonado por sucesivos momentos de éxtasis místico mezclado con escenas de estoicismo que lo hacían entrar en un trance al que difícil le resultaba sustraerse.
Años formativos y conocimiento del maestro
Luego de una breve pero provechosa estancia en las aulas porteñas del Instituto Superior “Mariano Moreno”, y con una carta de recomendación franca e inestimable firmada por la hermeneuta y docta Hermelinda Sureda (que era, a la sazón, tía segunda de su madre), emigró con posterioridad a las aulas de la Universidad de Marburgo (que había acaparado a personalidades de la talla de Hanna Arendt, Karl Jaspers y al epistemólogo mestizo Karl Tedeschi) para completar sus inconclusos y fragmentarios estudios superiores. Por esos tiempos, era frecuente el iniciático viaje ultramarino para las almas con ambición formativa. Pero también de hombres de mundo. Así lo prescribía la transatlántica costumbre; así lo habían hecho el galardonado, pintoresco y agraciado Lucio V. Mansilla (hermano de Eduarda), Miguel Cané (p), el precursor pero más feo Esteban Echeverría, Horacio Quiroga y siguen las firmas de criollos ilustres en tren de partida. Malvón abordó el «Princesa Solange» y, tras un mes en altamar de ingrata travesía (y tras salir ileso de un asalto de dos botecitos de piratas dedicados al pillaje), desembarcó en el Viejo Continente. Aprendió el alemán justo que necesitaba (ni más, ni menos) con un diccionario alemán-español, en una mano, y un libro de versos de Hölderlin, en la otra. Otro recurso elemental fue también, una versión bilingüe de las Obras Completas de Martin Heidegger. Y las Coplas por la muerte de mi padre, del español Jorge Manrique. Allí, en el calor y el cobijo sajón de las aulas de esa eminente alta casa de estudios, dio con el que sería su maestro, quien ejercería sobre él un esdrújulo magnetismo y que degeneraría con posterioridad en el antagonismo de una tan inopinada como vulgar aversión. Allí, participó en foros y polémicas en las que denostó a la vanguardia primisecular, al tiempo que se nutría en sentido afirmativo de una sólida y nuclear educación clásica (en otras palabras, aprendió casi todo el canon occidental). Allí, también, Walter Benjamin, en un paréntesis a una de sus clases y en un arrebato confesional (y, como se verá poco acertado), le participó de su inusitada costumbre de coleccionar citas ajenas, como otros coleccionan estampillas o pinchan con alfileres mariposas en camitas de algodón o telgopor. Benjamin las copiaba a mano en un cuaderno Gloria de tapas color naranja especialmente destinado a tal efecto. En esa temporada europea, Malvón Sabiondo frecuentó los salones VIP donde se codeaba lo más selecto de la sociedad alemana y en donde se tomaba granadina, tereré en mate de porongo, sangría o ginebra en vasos de cartón. En los salones se escuchaban por esos tiempos las óperas de Wagner, se cantaban a capella villancicos, el canto gregoriano de la iglesia de Sant Gaur, comentaban los prodigios de los libros de Richard Bach y se tarareaban las canciones de Palito Ortega y Tita Merello (tan amplio, cosmopolita y ecléctico era el criterio de sus gustos y preferencias). La variedad, pluralismo y tolerancia del gusto no era un gesto snob de los contertulios, sino un síntoma de apertura a la comunidad universal de lo humano, porque nada de lo humano les era ajeno. El sagrado (o maldito, según su ulterior desmentida) magisterio de Benjamin inculcó poderosa disciplina y cabal conocimiento de las letras a la todavía frugal pero inusualmente dotada mente pampeana de Malvón. Catapultó asimismo al aprendiz en el escalafón de la carrera universitaria, abonó un feliz discipulado y le enseñó a sonarse la nariz; de la ceremonia del pañuelo nada sabía antes. Pero Walter Benjamin también supo engendrar insana envidia, una animosidad más allá de la cordura y un odio inveterado en el ánimo inflamado del aventajado y próspero aprendiz. Diferencias ideológicas infranqueables y un afán competitivo desmesurado (como el que tendría lugar entre Sartre y Camus más tarde) los separaban. Benjamin era marxista y ateo. Malvón, en cambio, desde chiquito había entonado el estribillo de esa canción que dice «no lo esperaba pero pasó» y había recibido una bicicleta colorada, por parte de su tío Sebastián. Ansioso por tomar distancia del ambivalente espectro de Benjamin, un hombre de genio, sin lugar a dudas, recordatorio constante y pertinaz de su ignorancia, su pusilanimidad, su pereza y a la vez de ideales contendientes, que lo hostigaban como el fantasma irredento del padre de Hamlet. Fue así que Malvón decretó su vuelta inminente a la Bonaria (porque así se denominaba antes en apretada abreviatura a la capital porteña, en un natural y casi eufemístico arranque federalista propio de estas comarcas sudamericanas y mercosureñas).
Pero tuvo lugar un acontecimiento extraordinario: visitó China. Delante de la estatua del Buda, le hizo una guiñada de ojos, cómplice, indicándole que aspiraba a la gloria. Y la gloria lo escoltaría para siempre, vendría de su mano. De modo que le hizo varias ofrendas. Como por ejemplo: dejar doce ramos de jazmines en su templo. Oró. Rezó un pésame. Y sin culpa alguna regresó a Marburgo.
La labor programática: el llamado de la patria
Dos años más tarde, esta vez en la ciudad capital de Argentina, se abocó a la ardua superación, separación y despegue de su promotor. Practicó así un corte maestro. Lo más natural, lo más consecutivo, lo menos increpatorio, hubiera sido refutar cada una de las ideas o tesis del maestro alemán, dado que ambos militaban y estaban enrolados en causas litigantes. En Malvón sin en cambio, esa enemistad adquirió ribetes diría que inmorales. Más trivial (quizás también más supersticioso), Malvón optó por retomarlo a través de una copia o un saqueo lateral y refinado. Quería desarrollar sus aptitudes peculiares de hombre de letras sin estar supeditado a la sombra o el encono de alguien que rigiera o dictara su rumbo. El personaje y los ideales de Benjamin estaban en las antípodas de sus principios y de su libre albedrío en el campo de las bellas letras. Así empezó el largo itinerario del parricidio intelectual. La mal pensante, ladina, cuitada y enhoramala miope cabeza de chorlito de Malvón fraguó un plan laboral que conciliaba sus intereses humanísticos con su genuina y vocacional profesión de servicio a la patria. Su mente paladina, villana y compulsiva pergeñó así la idea de, a la manera de Benjamin, pero desvirtuando sus fines y espíritu primigenios, cultivar también el arte del coleccionista de frases (como buen copión y de despiadada envidia que carcomían a Malvón). Compartió algo de la herencia del Benjamin de Marburgo y, de algún modo, se convirtió en su alter ego impresentable, en una imagen especular pero deformada por el extravío de su seso frívolo y glotón. Decidió convertirse en un cazador y recolector de frases estupendas. Devenir un antólogo autóctono de Buenos Aires, pero exhibiendo su diploma de Marburgo (su tesis de doctorado fue sin embargo, desaprobada por un jurado exigente). Había prohijado una neta tendencia a comer costillas de cerdo con puré de manzanas. Cabrito acaramelado. Polenta con pajaritos. El saber para unos pocos no era saber sino privilegio. Por otro lado, tenía bien leído a Herder (es decir, conocía y había tomado nota del Herder de segunda mano que un resumen de los aportes de Julio Etchegoyen incluye en una separata en su volumen sobre los antecedentes del pensamiento moderno). Sabía del folklore, del alma del pueblo, depositaria del sapiencial patrimonio colectivo y que era tributaria de la barriada, de los piringundines y la cancha de bochas de la placita. Los jubilados se sacaban los ojos para ser sus contrincantes. Malvón adoptó el mote de “folklorista”, para lo cual debió cursar un seminario en la Universidad de Buenos Aires (UBA) sobre “Cultura popular: algunos conceptos claves”. Se dijo que el secreto estribaba en apelar al sabor a veces literal, a veces figurado pero siempre un tanto perifrástico de los refranes, las máximas, las sentencias y los dichos populares de Argentina. Se trataría con preferencia de refranes argentinos (sola excepción hecha de algunos de orden ibérico, que le darían una pátina de prestigio a su volumen) y él se ocuparía de registrar, comentar y compendiar ese enorme yacimiento epigramático, emergente y depositario del acervo cultural burgués, occidental, argentino y patriótico. Se trataría de una labor mayúscula, difusora y morrocotuda. El trabajo que se proponía serviría como fomento, aliciente ejemplar y edificante intervención para las futuras generaciones; constituiría un verdadero monumento para la pedagogía del hombre argentino del mañana (de mayor impacto y repercusión, quizás, que la mismísima Ley Federal de Educación). Adoptaría el formato de un manual instructivo de consulta de maestros, profesores, padres y educandos en la mancomunada tarea por erradicar la ignorancia de estos pagos. Estaría llamado a circular de modo análogo al ya mítico y consagratorio Manual del Alumno Bonaerense. Malvón acariciaba la idea, muy en el fondo, de ser el nuevo Sarmiento de la patria. Menuda apetencia, como vemos. Su norte era la revolución productivo-sapiencial, tal como tituló el parte del Ministerio de Educación de la Nación en el que daba a publicidad su mesiánica misión y en el que solicitaba apoyo financiero, anunciantes, empresas que lo auspiciaran. El otro punto era la infraestructura edilicia. También pedía que le proveyeran de viáticos para un sanguchito de bondiola con queso sardo al día durante seis meses. Por otro lado, Malvón no tenía una sola peluca de zonzo (fue precoz y parejamente notoria su calvicie, combatida con masajes capilares y caldo salado de perdiz o de gallina ponedora). Como los refranes eran anónimos, de esta suerte quedaba eximido de pagar los derechos de autor o de citar la fuente. Caramba. Una mezcla de localismo de las orillas de la ciudad, el relieve de amplios campos de la llanura pampeana con el universalismo de sus metas. Pero además, Malvón quería una cuota de gloria y un peculio que le permitiera darse los gustos de bacán consumidor de bienes tanto metafísicos y trascendentales (el fiambrín en el sándwich del domingo, las gracias de una meretriz en un burdel de La Boca o La Matanza, una bombilla plateada con una piedrita roja incrustada en el mango, probablemente un rubí) como terrenales (una biografía intelectual de los tomistas, las memorias de Tolstoi, las Antimemorias de André Malraux). Esas, en resumidas cuentas, eran sus menudas aspiraciones. En unas declaraciones vertidas en el micrófono de Nuevediario, la jornada misma en que anunció e hizo público su entusiasmo programático delante de una bien nutrida conferencia de prensa, dijo: «Sólo persigo la intención de dar estatuto oficial a la cultura subterránea, petrificada y periférica de la calle, muchas veces tapada, desplazada, minimizada u oculta por la implacable Academia; “quiero trabajar en una cruzada por reflotar y legitimar esas voces que hablan en los pliegues de los discursos de la legalidad, sin pruritos de orden lectivo; quiero dar voz a los lumpen-proletarios; quiero actuar a modo de altavoz de estos balbuceos que la autoridad tiene por secundarios o marginales; quiero dar carta de ciudadanía oficial al saber milenario, taiwanés y generacional que albergamos sin saberlo; yo me debo a mi público». Esta última y espectacular palabra despertó sospechas (y también sonrisas) entre algunos socarrones intelectuales de mala fe, que lo tildaron de inescrupuloso, de patán, de canalla, de plagiario, de pretender sacar rédito personal de una empresa nacional, lucrar y convertir a la cultura en un objeto de la farándula, de intenciones torcidas, de llevar adelante una campaña de autopromoción. Pero Malvón hizo oídos sordos a estas difamaciones y atentados a su buen nombre y honor que él consideraba infundados. Además, contó con la unción de cierto Monseñor en ascenso. Hasta fue invitado por el mismísimo prelado que se llamaba Glorioso Elegante a una misa impartida en su diócesis, en la que la emoción apenas le alcanzó al cura para articular unas palabras de agradecimiento para tan noble y encumbrado misionero. Se lo designó caudillo ilustre pero laico. En sumaria ceremonia, luego de una formal invitación, se descubrió un busto con las señas de Malvón para su eterno y mezquino regocijo.
El trabajo de campo
Atento al origen callejero e incidental de los refranes, a la literatura sapiencial, a los banquitos en las veredas de los barrios del Gran Buenos Aires, Malvón avispó el seso y aguzó el oído en sus caminatas y exploraciones citadinas. Realizó un verdadero trabajo de campo. Al estilo de un sobresaliente antropólogo (lo que pasa es que esto no tenía lugar en las tribus de la Polinesia, donde sí había vivido Paul Gauguin). Se infiltró en todo tipo de albergues y células sociales, desde clubes de fomento, pasando por la escuela de Psicología Social de Abelardo Sosías, los boliches de escasa categoría de las inmediaciones de estación Turdera con olor a choripán y milanesa napolitana, el matambrito de cerdo, las pulperías, donde jugó a los naipes, al truco más concretamente. Un gobernador de Misiones le allanó el camino para tomar conocimiento de tan sublime, encomiable y fecundo propósito y hasta le sopló algunos jugosos refranes misioneros en lengua guaraní. Le costó la transcripción y luego la traducción porque pretendía una edición bilingüe. Entrevistó grabador en mano a compadritos, cuchilleros, payadores, catedráticos de las escuelas Leicester, instructoras de las Academias Pitman, baqueanos, bancarios tristes, abuelas octogenarias, jubilados (muchos de ellos tan muertos de hambre que le respondían solo a cambio de monedas de plata fuera de circulación), dicharacheras amas de casa, vecinas con escoba, mate y silla de mimbre en las veredas, las jóvenes parejas en las plazas (un ágora avant la lettre) y toda clase de exponentes de la ciudadanía bonaerense, todos dispuestos a donar desinteresadamente su caudal inestimable de sabiondez. También por contratos millonarios, Malvón fue financiado en su trabajo por una editorial que supo de su proyecto tan noble. Paralelamente, llevó adelante un meticuloso relevo bibliográfico sobre el tema en cuestión, con un corpus (está de moda esta latina y románica palabra entre los académicos, che, y equivale a pila de libros de un solo autor) que comprendía desde el romancero español localizado, el Romancero gitano, de García Lora, y recopilado por don Ramón Menéndez Pidal, pasando por los Evangelios apócrifos, el Tao Te King y los Sutras indios. Para terminar su pesquisa en los cancioneros y los cuentos folklóricos de doña Berta Vidal de Battini. Pero como queda dicho, Malvón no se contentaba con la digna pero resignada miseria de la cita textual sino que además estimó oportuno y hasta imperativo adosarle un comentario alusivo o unas apostillas de su propia cosecha. Esa tarea lo justificaría ante Dios, ante sus compatriotas, ante su primo Benito y ante la sombra terrible de Borges, a quien a veces invocaba o difamaba por lo bajo porque también de algún modo había sido su maestro (y en eso de decapitar maestros era experto; así de ingrato resultaba ser su carácter).
La obra
Veamos plasmado el estro poético, la señera prosa y el ideario completo de nuestro vate Malvón en su letra (cabe aclarar que el original ha sido expurgado de sus óptimas, frecuentes y tan atinadas faltas de ortografía, claro que Roberto Arlt lo superaba en talentos). Tan solo los reunían varias disortografías que en él eran graves. El primer día anotó con pericia de Viejo Vizcacha en su ahora cuaderno Rivadavia de tapas duras y renglones:
Refrán aludido: «Del polvo venimos y hacia el polvo vamos»
Comentario al refrán de Malvón (en letra cursiva): «Es evidente que todos seremos polvo. Cada una de las sacras o profanas almas que hormiguean por ese gran templo herético que es el supermercado Carrefour o Casa Tía, por Avenida de Mayo, Calle 7 o por el orbe entero son producto de una polvareda de gente que pone pies en polvorosa. Si al polvo vamos, la pregunta del millón sería, pues: cuando expiremos el último hálito vital quién barrerá la cocina? Nadie ha vuelto de la tumba para contarlo y ninguno de los que ha retornado del Hades (no confundir con su otra factible acepción, la singular del hada macho) se han atrevido a dar su versión de los hechos. Los fiambres no hablan (y menos si son bondiola o queso de chancho). Otras preguntas que se me ocurren al respecto: el Paraíso, ¿será cierto? ¿cuánto saldrá tener turno, una sesión o pernoctar entre San Pedro y San Pablo en una cama cucheta? ¿Habrá alguna farmacia de turno a mano para comprar jarabe para la tos? Hay un dato, sin embargo, que concurre a refutar esta hipótesis virtual. En los libros de Víctor Mercante (eminente médium y resucitador de Lázaros, Garrincha porteño mesurado y adulador) hay documentación al respecto que informa que (según el testimonio de varios finados testigos oculares y presenciales) la luz no se apaga sino que se enciende en los ojos de los agonizantes. Todos son coincidentes en afirmar la naturaleza fotoeléctrica de una gran luz aluvional (¿un tubo fluorescente, un spot, un candelabro, un velón, un fanal, un sol de noche?) que a todos los aguardaba y con la que se fundían. Al menos eso se desprende de la lógica del slogan publicitario. Y la publicidad, como la novia, siempre tienen la razón. Si es así, cuánto les saldrá la cuenta de la empresa proveedora de luz? ¿O será Zona Franca libre de impuestos a los servicios?”.
Aquí concluyen, ya ven, las inquisitivas cavilaciones de Malvón Sabiondo que, atento a la mayéutica socrática (método de conocimiento consistente en preguntar lo correcto para sacar la verdad que yace y descansa en cada uno de nosotros y no es exterior al sujeto cognoscente, a través de sucesivas consultas) sabe que la perplejidad es el estado que más conviene al saber y no la respuesta terminante y concluyente. Es por eso que son tantas las preguntas que se hacía Malvón. Cabe, sin embargo, una enmienda, sin intentar profanar la inusual sabiduría de Malvón. Es notable la recurrencia de Malvón en el uso del lenguaje soez y la apelación constante a la porquería ¡Pero que no asusten ni intimiden estos detalles al atento y amable lector! Esta proclividad es atribuible desde un punto de vista filosófico a su acendrado vitalismo, del cual era su más refinado exponente criollo, pero también (y sobre todo) a su mente de escasas luces (¿un gaucho de la pampa húmeda, accedería a confesarles las fuentes de cada refrán?) Malvón, como se dice vulgarmente (y para respetar en el espíritu y en la letra a este sabiondo) tiene la idea fija de estar nominado al próximo Nobel de literatura. Con un solo libro publicado pero con ventas masivas, pensaba que tenía alguna chance. Su libro rápidamente trepó a la lista de best sellers cuando se anunciaron los candidatos para aquel premio superlativo. Arqueológicamente, se puede rastrear esta ambición con su correlato biográfico si nos remontamos a su paso por Europa, continente de costumbres exigentes y rigurosas. En esas latitudes, además, en las que el cambio de pesos por euros está barato. Cabe aclarar que es motivo de jactancia de Malvón el proclamar y profesar la ausencia de inhibiciones o complejos, sobre todo en materia de léxico. Su libro abunda en insultos y blasfemias. Así es la humana, tendenciosa y manipulable materia de la que estamos hechos. Porque la razón engendra sueños verdaderamente monstruosos. Les hago una recomendación: pongamos, pues, pies en polvorosa. Good show y vermouth con papas fritas.