En otra más de nuestras reseñas vagabundas, toca el turno a Salvar el fuego, una novela a prueba de spoilers, porque te pueden contar de pi a pa el argumento y no cambiaría la experiencia de su lectura. Y es que la más reciente obra de Guillermo Arriaga, que ha recibido el Premio Alfaguara de novela 2020, es una oda a la polifonía de la que tanto habló Mijaíl Bajtín, al encuentro de voces, tiempos y narraciones. Un sube y baja que te agita el pensamiento con la tensión de las tramas cruzadas.
Cierto, en el centro de todo se encuentra una historia de amor de esas pasionales con todas las letras, de las que presientes desde el inicio cómo acabarán, pero no importa, lo que cuenta es vivirla desde las entrañas de los personajes. Porque si algo es Salvar el fuego es víscera, barrio, alcurnia y tempestad.
Claro que puede bastar con hacer caso a la contraportada y decir que la historia trata de Marina, una coreógrafa, casada, con tres hijos y una vida cómoda y de altos vuelos de la Ciudad de México, que se enamora de José Cuauhtémoc, un homicida condenado a cincuenta años de cárcel y que se ha curtido en el polo opuesto de la escala social, en la calle, entre muros de prisión, en la corrosiva atmósfera de su historia familiar.
Pero Salvar el fuego va hasta el fondo del fondo del fondo del abismo y lo que hace es que a través de un hilo conductor, en algunos puntos más en otros menos predecible, te lleva al núcleo incandescente de la consciencia misma de sus personajes principales con una transparencia tal de sus ideas, prejuicios y deseos que resulta abrumadora.
Además, muestra de manera extraordinaria la violencia en la que el país lleva ya sumido desde hace un par de décadas, con un frenesí producto de la guerra de carteles de las nuevas generaciones, donde las reglas han cambiado y los códigos se han trastocado debido al traqueteo desenfrenado de las balas y las luchas encarnizadas de las pequeñas células por obtener el poder.
A la par, la novela nos regala, porque parecieran trozos creados a modo de objetos preciosos, pequeñas narraciones de múltiples personajes de los que apenas sabremos sus nombres, pero que con esas breves intervenciones basta para que se te graben a fuego en la memoria.
Arriaga se encargó muy bien de atenerse a sus propias máximas: “Una frase, una sola, que te cambie la vida”, dice, y continúa en la novela, “no se trataba de pergeñar una de esas frases poéticas (y por tanto histéricamente cursis) que terminaban adornando calendarios con florecitas. Sino de esas cuyo punch le saque el aire al lector y lo obliguen a detenerse a mitad de la página a inhalar hondo. Frases cuya construcción puede ser olvidada, pero no su efecto. Frases que nadie cita, pero que todos recuerdan. Frases que parecen escritas sin mayor esfuerzo, pero que pesan, gravitan. Eso mero: frases con fuerza gravitacional, hoyos negros que devoran cuanto se halla a su alrededor.”
Pues no solo encontraremos frases así, sino fragmentos enteros, descripciones, pensamientos de los personajes que nos obligarán a inhalar hondo, como si se tratase de un gancho al hígado estratégicamente colocado para no noquearnos, pero sí para que sintamos el mareo de su fuerza.
Salvar el fuego es una especie de montaña rusa de la que cuando terminas te quedas enganchado a su adrenalina y solo deseas que pudiera continuar.
Una opción para este síndrome de dependencia narrativa puede ser, como hicimos nosotros y si es que no has seguido la línea cronológica en la producción de Arriaga, leer El Salvaje (2016), la novela previa de Guillermo, también de editorial Alfaguara.