La sorpresa fue cuando vi las fotos del álbum. Ni el orden ni la secuencia cuentan. Creo que nunca recorro los álbumes en orden ni concierto. Empiezo por el final, sigo por el medio, salteo las fotos aburridas o demasiado similares, despacho de una ojeada dos seguidas, una detrás de la otra, sin solución de continuidad. Ese deambular caprichoso por la superficie que alberga tantos tesoros familiares suele provocarme emociones encontradas.
Ver fotos propias es una tarea incómoda. Uno está acostumbrado a verse en el espejo todos los días. Pero eso no es irrevocable. Todos los días nos miramos y todos los días somos el mismo. Las fotos, a diferencia de los espejos, no producen narcisismo, porque la réplica permanece en el pasado. O porque uno no se reconoce en esos trazos, en esos dibujos quietos e inertes. O, quizás, uno se reconoce demasiado y lo que reconoce no le gusta. Uno está acostumbrado al movimiento. Incluso cuando estamos quietos nuestro corazón sigue latiendo. Las fotos son un producto tecnológico. Las fotos detienen cuando en realidad nunca nos detenemos. Las fotos, como dice Antonio Muñoz Molina, siempre terminan por ser retratos de extraños, incluso las que nos retratan. ¿Quién puede decir que esa foto de los cinco años se nos parece en algo? Alguien que no nos conoce de chicos quizás no acertaría a unir la réplica con su original.
En la foto estamos papá, Federico y yo en el Zoológico de La Plata. Eso es raro. No tengo recuerdos de papá llevándome al zoológico o llevándome a otro sitio. Es más, a papá lo recuerdo siempre en otro sitio. En su taller, quizás. Sí, en su taller. Lo recuerdo lijando el algarrobo, serruchando una biblioteca, pasando la lezna al roble, barriendo el aserrín, clavando una silla o, a lo sumo, afanado cepillando el borde de una puerta.
La foto es una toma lateral de nosotros tres. Federico es demasiado chico para darse cuenta incluso de que lo que tiene delante es una jirafa y no un árbol. Aunque su carita atónita y perspicaz no concuerda con esta suposición mía. Federico está a caballo de su cochecito, con un mameluco marrón claro, una remera roja y la sombra de un árbol se derrama sobre el eje izquierdo de su cuerpo, como si estuviera manchado de algo negro como petróleo. Papá tiene puesta una camisa a cuadros celestes y blancos y un pantalón azul oscuro. Unos anteojos negros de marco rectangular lo vuelven una imagen anticuada y permiten cobrar conciencia del paso del tiempo. Yo también soy chiquito. Más grande que Federico, claro está, pero mucho más chiquito que papá. Parezco algo minúsculo a su lado, algo diminuto y frágil. Liliputense. Yo sí que reconozco a la jirafa, porque la estoy señalando, le estoy indicando a papá con un ademán que ese bicho de cuello interminable vive en el África y tiene unos cuernitos diminutos e inofensivos. Que para beber debe inclinar en pendiente ese cuello portentoso y que puede verlo todo (incluso a mí mismo) desde esa atalaya vertical. Tengo puestos unos pantalones grises con pitucones y una remera verde con un enorme dibujo de un árbol con retoños.
Esa es la descripción sumaria de la foto. Pero esa foto me provoca estupor. Yo no tengo recuerdos de papá a mi lado, de papá acompañándome a ningún sitio. La foto, sin embargo, lo atestigua. La foto es una prueba irrefutable, empírica de que esa presencia tuvo lugar al menos una vez, la vez que registra la foto.
Simone de Beauvoir diría que estoy ante un escándalo metafísico. El escándalo está dado porque hay dos versiones que pretenden dar cuenta de un mismo hecho pero que mutuamente se repelen. La dualidad no está contemplada como posibilidad. ¿A quién debo hacerle caso? ¿A la foto, que ha congelado ese instante como una prueba irrefutable? ¿A mí mismo, a mi injusticia o a mi negligencia que no han registrado nada de ese instante precioso?
Saco la foto del álbum. La guardo debajo del vidrio de la mesa de luz. Me gusta esa imagen de los tres juntos, en una escena despreocupada, feliz, eternamente feliz, casi paradisíaca. Por eso me gusta la foto. Porque, a diferencia de la realidad, me permite imaginar que siempre seremos felices, que por una vez estaremos riéndonos y celebrando la perplejidad de ver irrumpir toda el África en una jirafa, en el centro de la Provincia de Buenos Aires.
Tendría que preguntarle a Federico qué piensa él de la foto. Seguramente se reirá de su carita esférica, cachetona, de sus rulos verticales y enhiestos. Quizás se adueñe a su manera de la idea de las fotos como retratos de extraños. Tal vez se perciba como otro distinto de sí mismo y ese anacronismo lo divierta. La foto de Federico, sin embargo, es una réplica de su cara actual. La diferencia, tal vez, estribe en que, conservando la vigencia de los rasgos, ahora su cara es más alargada, más filosa y que, en vez de rulos, ahora tiene el pelo lacio y muy largo y el mentón como un triángulo isósceles invertido. Pero ese desajuste no lo desconcertará. Él siempre sabe qué hacer y dónde poner las cosas que lo sorprenden gratamente. Yo, en cambio, me siento desbordado por las sorpresas gratas, como si me embriagaran de un modo tal que no puedo con ellas. Afloran en la piel, en unas lágrimas o en un corazón encogido. Dicen que eso es ser sensible. No lo sé. Hay siempre tantas versiones.
La foto no está fechada. Puedo calcular de un modo estimativo mi edad. Cuatro, cinco años. Vuelvo años atrás en el tiempo y esa foto me hace ser yo mismo. Esa foto me hace ser yo mismo con papá, que es en realidad lo que más me importa. Esa foto nos hace acompañarnos para siempre. Moriré yo, morirá papá y seguiremos juntos, desenvolviéndonos allí dentro, en la foto, de un modo independiente.
Guardaré esta foto para mostrárselas a mis hijos y también a mis sobrinos. Quiero que sea ésa la imagen que guarden de su padre, de su abuelo y de su tío. Esa foto tal vez sea en el fondo una versión. Otra versión. La versión en abismo. La versión que yo ignoro o desconozco o, sobre todo, la que no quiero ver. La que no puedo ver, si es que esto puede verse de algún modo.
Repaso mis recuerdos. “Papá junto a mí”. Enuncio la foto, la verbalizo, la pongo en palabras para apropiármela de un modo más tangible. Ni la foto ni la frase deletreada “Papá junto a mí” están entre ellos. Esa foto no está entre ellos. Pero miro la foto que tengo delante de mis narices como una evidencia. Como cuando de chicos encontrábamos una figurita difícil y la atesorábamos. La foto nos congela, nos enmudece. Eso es lo terrible. El silencio. No podemos decirnos nada. En las fotos uno no habla. Yo señalo una jirafa de modo gestual. Una jirafa, debo reconocerlo, es en realidad algo anómalo. Estamos juntos pero en silencio. No nos decimos nada. En ese momento bastan los ademanes.
Riéndonos papá, Federico y yo. Juntos. Para siempre. Casi, casi en el paraíso. En esa zona oscura, abismada de la memoria habitada por un optimismo doloroso. Nuestra secreta, masculina trinidad. Debajo del vidrio de la mesa de luz. Cachetones. Diminutos. Cuadriculados. Perplejos. Risueños. Sabiendo que en el fondo eso nunca ha sucedido y que nunca tendrá lugar. Pero jugando a que sí.