A Anne no le gusta el fútbol. Tampoco a mí si exceptuamos algunos recuerdos de infancia (gracias a mi hermano mayor ni la pelota ni la épica masculina del oeste me fueron ajenas) y la alegría del 86 en mis cuatro hijitos. Anne, sin embargo y después de disfrutar de un París vacío y veraniego pendiente de la final del mundo Francia vs Italia, enciende su tv para asistir al estallido del ganador y sus expresiones. Sólo reconoce a Zidane, el Jugador, y nota que un contrario, grandote, se le arrima de atrás y le habla. Anne intuye que está en un teatro y que el destino rueda hacia un acto irreparable. Las cámaras muestran los rostros y ve el odio en el adversario. Zidane se aleja, lo esquiva, y el drama sigue. La escena se repite. No, Anne no ama el fútbol, pero el teatro es su pasión, y allí se viene una tragedia. Zidane elude la provocación (es sabido que la lascivia y las bromas sucias sobre las mujeres son recursos corrientes cuando todo está en juego) y retoma lo suyo:
El tiempo del amor, de la alegría, está renaciendo. Quedan unos minutos para el fin del encuentro.
Miro a Zidane bailar, casi aéreo, sin el lastre del otro, como un niño que se dirige al mar que lo llama, como un marino que contempla, lejos del ruido, el horizonte sin límites. Ya está en lo más denso del silencio, en su yo más secreto, que todo artista finalmente encuentra. Esta sensación rara de estar sin ataduras, fuera del tiempo, un solo instante de libertad, un sabor de eternidad –la que entrevió un Rimbaud, un Juan Sebastián Bach. Es la creación pura- el acto sin premeditación, el descubrimiento. Gozo inefable, la posibilidad de crear todo le es dada, la belleza puesta en el hueco de las manos. Es entonces que se devela la verdad de nuestro ser, al desnudo, una millonésima de fracción de segundo y la revelación final: esta dicha, este descubrimiento de que se ha nacido en la Tierra para ser salvado. Para lanzarse hacia el cielo en pos de la pelota nunca alcanzada, que nos lleva a lo imposible, lejos del mal.
Anne Delbée (autora de una formidable recreación de la vida de Camille Claudel) expone lo que el actor sentirá entonces: tiene treinta y cuatro años, es su match de despedida, recibirá esa noche misma el botín de oro y consagrará a Francia campeón del mundo nuevamente. Evoca la infancia en Marsella, la pobreza, sus tutores, el padre sabio y la palabra Nif –honor en kabyla- y sus mujeres, madre, hermana y esposa, que como en una foto de familia con sus dos niños presentes en el estadio berlinés recibirán el tributo de su triunfo.
Y sigue:
Orfeo avanza en plena luz fuera del infierno. Pero por tercera vez, el otro lo insulta. “¡No te des vuelta! “ ZZ no lo va a dejar pasar, no va a ganar la Copa del Mundo a ese precio. Es demasiado alto.
Anne retiene el aire, los dioses terribles entran al estadio. Sin arrebato, con total dominio de sí, el diez se encamina hacia la muerte. Y Anne presencia su transgresión contra el rebaño y su complacencia, la ofensa al éxito, aunque como los héroes trágicos se excluya de la sociedad de los hombres, que arrojan a diestra y siniestra palabras huecas, compromisos, acomodos. El violento cabezazo acierta en el centro del pecho del adversario, que cae cuan largo es. El árbitro pide el video, nadie lo vio con claridad. Pero entonces, la tarjeta roja.
“Desdicha, los dioses, veo, me llaman a la muerte, y la lanza inútil de Héctor rebota en el escudo de Aquiles”. El personaje trágico no discute, afirma, se va. El circo entero se pregunta “¿por qué?” y ni siquiera el ofensor, que declara no saber qué significa la palabra “terrorista” y quita importancia a las ofensas de género, entiende cuál es la gravedad y el sacrificio. La ignorancia es sin duda la más letal de las armas.
Pero las palabras tienen importancia, por lo que dice en clase un alumno apuñala a su maestro, dice Anne, profética . Y Zidane senior: ¿perder? Hay cosas más graves, ¿vio lo que pasa en Irak? En el estadio el padre mira al hijo, el hijo mira al padre, los tres varones entenderán, la enseñanza fluye, Nif.
Expulsado, Edipo toma su ruta. El fútbol es un arte de velocidad y la representación no espera. La hora de la ira pasó, empieza la de la aceptación, la hora de perder a todos aquellos que se arriman a la fama, al show. Ahora es Antígona, el sacrificio de una vida principesca por cumplir una ley antigua y preciosa, por inscribirse en un orden simbólico que no es precisamente el de la virilidad triunfante y ansiosa de trofeos. Que desdeña las copas si hay mancha en lo intocable.
Así interpreta Anne Delbée, así celebra un acto que desmiente el masculinismo que inflama al fútbol y al inmenso negocio de las competencias. Exalta a este varón atípico, singular, de infancia periférica, de esfuerzo por llegar a ser el Jugador, el Botín de Oro, la estrella. Por ese acto se convierte en fantasma errante, que quizá creyó en un teatro más puro, donde el sexo no fuera un instrumento de guerra. Sólo dirá que si actuó así fue porque algo grave había ocurrido.
Más tarde hubo en los estadios sanciones a los insultos racistas, pero no para los otros, para las provocaciones verbales que prostituyen a las mujeres. Los comentaristas criticaron sí al provocador, al italiano, y subrayaron que una victoria se obtiene según las reglas, las trampas ensucian una carrera, un título. Poca cosa.
Retoma Anne el momento: Érase una vez un 9 de julio, el estadio repleto, ciego de electricidad, de banderas, de hombres y mujeres embriagados por Dyonisos, el dios del vino y el teatro, que a veces se ponía la máscara de Apolo, el dios purificador. Y había dos hombres. Uno dispuesto a ganar cueste lo que cueste, el otro que busca la belleza del gesto y sólo cuenta con la belleza del juego para triunfar. El primero se llevó la Copa, y era justo. Es el éxito que estos tiempos eligen.
No se lo otorgan al Ícono, casi un santo, el milagro encarnado, el hijo respetuoso, el marido atento, el Salvador (así consta en los diarios). De pocas palabras, ZZ: “Lo que soy se lo debo a mis padres, porque me enseñaron a trabajar, a ser respetuoso con los otros”, frente al viril “ganar o reventar”. Pero el italiano fue un instrumento de Apolo y el otro, la víctima del sacrificio de Apolo. El primero hirió donde más duele, eligió las palabras que ensucian, pervierten, degradan. ¡Qué rendidor, el truco! Después se olvidaría, y aún las mujeres festejarían el pase, sex and football.
Pero nunca se dijo cuál fue el insulto: ¿Era a su mujer, a su madre, a su origen? ¿Era Troyano, Bárbaro? El mundo estaba aterrado: atentados, desvío de aviones, Oriente frente a Occidente, cada cual con poetas, sabios, músicos. Unos y otros se insultaban e insultaban.
Delbée se desvela por entender, se planta en el dilema de esa cabeza tan portentosa como los pies, y apela a Confucio, a Sófocles, a Brecht, a la desmesura de la masa que esperaba más que una victoria, una muerte. Como en el teatro la de Casandra, la de Desdémona. Para dejar frente a una luz irrefutable la fragilidad de lo humano al desnudo. Sí, Francia perdió la Copa, pero reinventó el Teatro y esa noche aplaudió al jugador, al Artista, al que nos deja, en un féretro, para que permanezcamos en la tierra, para que sepamos que estamos vivos. Porque lo que ha hecho es develar que la humanidad se tienta con volver al fondo de la caverna y se muestra a sí mismo negando satisfacerse con las sombras proyectadas en la pantalla. A costa de su brillo.
Y el espectador sale del teatro sabiendo que otro lo ha liberado. Dice Delbée con denuedo por interpretar este fait divers a la luz de tres mil años de cultura occidental: Entonces me puse a escribir, para decirte simplemente que me quedaré en la luz para aplaudirte, para desearte buen camino después de la gloria, para decir con otras palabras este poema que acabas de inventar. Es posible que un dios nos haya citado, a mí, que jamás miraba un partido, a vos con tus pocas palabras. Tu adversario quería un triunfo, y lo obtuvo, vos buscabas la luz del día.
Has transformado el fútbol en un Teatro de Ideas.
Y aquí el concepto que se nos aparece es el de Hybris, el exceso, la desmesura. Cuando un mortal goza de grandes bienes debe detenerse, no debe sobrepasar la medida, infinitos males le aguardan si osara ambicionar más. Esto no implica que sea culpable de crímenes conscientemente. Edipo es tremendamente feliz, tiene todo lo que un hombre puede desear, pero mareado por su poder condena al criminal que trajo las pestes a Tebas a los peores castigos, ignorando que se estaba sentenciando a sí mismo y atrayendo su castigo.
La muerte de Diego Maradona desata ríos de palabras, elijo el camino con cuidado
Este es el sayo que tejí esta semana. No me fue fácil encontrar qué decir. Me niego a caer en la banalidad del que no puede retener una frase por el solo hecho de aparecer. La 107ème minute, el breve libro de Anne Delbée a propósito del escándalo en la Final del Mundo entre Francia e Italia en 2006 (el foul de Zidane contra Materazzi que le valió la tarjeta roja, que hizo perder a Francia la Copa, aunque no lo privó del botín de oro, ya que esa noche se retiraba además del juego para siempre) me dio la solución. La muerte de Diego Maradona desata ríos de palabras, elijo el camino con cuidado.
Y voy a Píndaro, el poeta de los deportistas, de los que obtienen la gloria en las competencias, de los que son celebrados en los estadios, en las fiestas a los dioses.
En la Olímpica V, Psaumis, el atleta, es celebrado por enaltecer a Camarina, su ciudad, pero el poeta le advierte:
Si un mortal goza de una dicha suficiente, si tiene riquezas y si además obtiene la fama y el triunfo, no es necesario que aspire a ser un dios. (23-25)
Mé matheúsei theós genésthai
Quizá el hombre incurrió en la desmesura, en el disparate que alimenta el mundo hipermasculinizado del deporte, cuyo orden simbólico despiadado convierte a muchos varones en víctimas trágicas de mandatos salvajes que terminan en destrucción.
Tampoco amo el fútbol, me excluye, me irrita, me oculta su disfrute detrás de la suciedad de todos los delitos imaginables.
No niego la belleza del espectáculo sin guión, imprevisible, armónico y caótico. En el que los cuerpos en plenitud se trenzan todos los escorzos posibles, esculturas en movimiento, veloces, hipnóticos. Pero son niños que juegan bajo la mirada de adultos perversos.
Dice Joseph Campbell que el héroe simboliza nuestra capacidad de controlar al salvaje irracional que llevamos dentro. Somos incapaces de admitir dentro de nosotros la fiebre carnívora y lasciva que es endémica en la naturaleza humana.
Pensamiento mutilado, falocrático, que invisibiliza la mitad del universo, que borra entero un orden simbólico, el femenino, que podría ser sanador para” la naturaleza humana”, condenada a una praxis convulsa, cruel, sanguinaria y creadora de dolor e infelicidad.
*Foto 1: A9999 – EFE – 20060711 – ALEMANIA 2006-FINAL- ITALIA VS FRANCIA – DEP – DEPORTES,FUTBOL – A9999 – BERLIN (ALEMANIA), 09/07/06.- Un combo de tres fotografías tomadas de la televisión que muestran el momento en que el jugador francés Zinedine Zidane golpea al italiano Marco Materazzi y el árbitro argentino Horacio Elizondo mostrándole la tarjeta roja, durante el partido de la final de la Copa Mundial de FIFA 2006 entre Italia y Francia en el Estadio Olímpico en Berlín, Alemania, el domingo, 09 de julio de 2006. EFE/WDR – PROHIBIDO EL USO PARA TELEFONÍA MÓVIL ALEMANIA 2006-FINAL- ITALIA VS FRANCIA – BERLIN – ALEMANIA – A9999 DB WDR – jd ab LK