Hubo una primera casa, en calle 34 entre 12 y 13, en la ciudad de La Plata (Argentina). Una casa pequeña. Allí nacimos con mi hermano. Allí se desperezó la primera infancia de los de ambos. Fue la fuente de los descubrimientos. También la de los primeros accidentes. Una quemadura en los glúteos, siendo muy chico, en el baño, a punto de entrar a la bañera, ignoro si por tropezón de empujón involuntario de mi hermano, porque nos mi madre nos bañaba juntos. Este accidente se debió a una estufa a queroseno que mi madre encendía en el cuarto de baño para calefaccionarnos. Caí, me quemé y permanecí en la cama, acostado boca abajo para que la herida cicatrizara.
Hubo también otro accidente: la ingesta de un detergente Magistral (esa era la marca), que se me antojaba como la miel por su consistencia, por su color y por su textura. Lo comí y me causó rechazo de inmediato. El sabor era repulsivo. Pero ya era demasiado tarde. La llegada inmediata y salvífica de mi abuelo materno, la llamada al Hospital de Niños de La Plata, la preparación de una sustancia a base de leche en polvo diluida en agua y otra sustancia, hasta formar un preparado espeso, parecido a la leche condensada, para evitar la intoxicación, que podía ser fatal.
También salíamos a la vereda a jugar (eran tiempos seguros). Sucedían accidentes, como haber cierta vez metido la cabeza entre los barrotes de la puerta de calle y no poderla sacar. Era desesperante quedar cautivo de esos barrotes. Hasta que la destreza de mi madre con un giro perfecto me restituyó al mundo de los bípedos con libertad desplazarse en el espacio. Tuvieron lugar allí los primeros juegos. Yo ya llevaba los genes del profesor, del autor y también el lector que sería muchos años más tarde. Durante 12 años, en distintos espacios o instituciones de adulto joven daba clases no sé si a un auditorio imaginario o a mi hermano, que mansamente se plegaba al rol de alumno que le impartía lecciones acerca de no sé qué tema en cuestión. Estaba también un gran ventanal que daba a la calle desde el cuarto de papá y mamá donde, yo con ensoñación nostálgica reflexionaba o bien me abismaba por las noches. Miraba las estrellas, con un talante de introspección. La habitación compartida con mi hermano, con quien no recuerdo que hayamos tenido grandes reyertas porque tal vez teníamos intereses demasiado diferentes, no arruinó nuestra unión. No competíamos ni jugábamos mucho a los mismos juegos. La noticia impactante en una visita de mis tíos (mi tía materna y mi tío político, su esposo), del pronto nacimiento de nuestro primo, y nuestra preparación de inmediato de juguetes artesanales para él es un hito que recuerdo vívidamente. Una enfermedad de paperas de papá que lo tuvo postrado durante unos cuantos días. Pocas visitas, al menos para mí. El odio hacia la carne vacuna así llamada “churrasco” preparada a la plancha en la que la cocía mi madre, no lograba hacerme probar. Me producía náuseas esa sustancia nutritiva pero para mí repugnante. La prohibición de asistir a la primera comunión de mi prima mayor, todavía hoy no perdono a mi madre. Luego vi fotografías del evento y me indigné más aún.
La presencia de Hermelinda, la señora que limpiaba que hacía más las veces de niñera que alguien que se ocupa de la higiene de un hogar. Jugaba a corrernos por la casa en una situación que a mí me provocaba un vértigo y un divertimento infantil. No recuerdo vívidamente las poderosas bibliotecas de papá y mamá que luego proliferó a ritmo abrumador a lo largo de toda nuestra vida junto a ellos. Pero entiendo que sí la hubo. Ambos eran Profesores en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), motivo por el cual difícil me resulta pensar que dichos libros no estuvieran ausentes. En todo caso habría un escritorio que mi memoria no registra.
Sí recuerdo las iniciáticas canciones para niños de María Elena Walsh a través de papá, los cuentos grabados en LPs de esta autora, seguramente algún intento por emularla (no en la escritura sino por reproducir sus canciones o en un palimpsesto, escribir inspirado en alguna de ellas). El recuerdo, difuso, de un cuento que cierta vez a partir de un cuadro que había en nuestro cuarto papá improvisó. Era la imagen de una niña o adolescente, así llamada Copelia, que él bautizó con ese nombre.. Según la historia de papá atravesaba por toda una serie de avatares. Los juegos a la mancha con mi hermano. Y, ahora, hace no tantos años, enterarme de que mamá había sido Ayudante Diplomada de la materia de Latín en la UNLP, pero que al nacer nosotros dos había optado por una maternidad responsable, por decisión, presente más que por una carrera demasiado exigente lleno de logros o grandes conquistas y premios, hubiera supuesto abandonar la crianza de ambos. Descubrí cierta vez en otra casa libros en latín y griego. Con los de griego me quedé, porque yo había estudiado esa lengua muerta en mi carrera de Letras. Pero los de latín por expreso pedido de mamá fueron donados a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Mamá también fichó una biblioteca de dimensiones colosales de la Facultad libro por libro, en un trabajo invisible catalogación, pero también titánico. Mi padre recibió la Medalla al Mejor Egresado de la Universidad de La Plata, cuando se graduó. Ambos fueron siempre muy estudiosos, trabajadores, responsables y personas de una honestidad intelectual, de un honestidad inamovible. Mamá trabajando afuera y adentro con una entrega que resulta no solo admirable, sino deslumbrante si no tuviera costos tan altos. En efecto, en más de una oportunidad, salió el tema de su paso por el latín en su carrera. Nos explicó a los dos que esa opción no era la correcta, no se arrepentía para nada del nacimiento de sus hijos. Hacer la inverso, hubiera sido o bien sobrecargar a mis abuelos, o bien perderse de momentos memorables con nosotros.
La otra casa que recuerdo es la de la pre-adolescencia o adulto joven. Era una casa céntrica de La Plata y muy antigua. Había pertenecido a una de las tías de mi madre. Juegos con mi hermano. Un jaulón de pájaros que yo al conocer el de mi primo Juan quise emular. Algunas jaulas individuales con jilgueros, cardenales y canarios a los que alimentaba con granos de mijo y hojas de lechuga. Era de dimensiones tan colosales la casona antigua (pero no de lujo), con balcones a la calle en la planta baja que a uno le permitía chequear quién era el visitante que tocaba el timbre.
Allí llegaron los primeros Salgari (apasionantes), Verne (llenos de curiosidades o extravagancias, invenciones), Arthur Conan Doyle, la novela Ivanhoe, de Sir Walter Scott. La serie completa de Bomba “El niño de la salva” con todos sus distintos y accidentados avatares en la colección amarilla de Robin Hood inconfundible por su color amarillo. En esa casa inmensa leí la primera novela, Dailan Kifki de María Elena Walsh, una obra de literatura universal que me marcó para toda la vida en muchos sentidos. Porque escribo cuentos para niños ahora. Y hago crítica literaria o artículos de teoría y crítica sobre literatura para niños argentina y las he publicado en distintos medios de Argentina y del mundo. Después naturalmente que ya ingresado en la Universidad en Letras en la UNLP, vino toda una catarata de voracidad lectora de la que mencionaré sólo algunos títulos. Simone de Beauvoir, Albert Camus, no aun Sartre, (cuya novela La náusea me aburrió). No había descubierto aun su magnífico teatro o sus ensayos. Borges, por supuesto, en distintas etapas a lo largo de toda la estancia en esa casa hasta hoy. Había varios Faulkner, que a mí me resultaba fascinante por sus técnicas narrativas tan innovadoras aún ya bien entrado el siglo XXI. También parte de la obra menos experimental (y más breve) de James Joyce, sus cuentos, su obra de teatro, su primera novela, algunos de sus poemas. En esta casa fue en la que por más tiempo vivimos. La etapa del Colegio Nacional “Rafael Hernández , dependiente de la UNLP. Un colegio al que me costó adaptarme. De modo que recuerdo muchas salidas y haber escuchado mucha música rock. Pero también un casette que a mí me conquistó para toda la vida: las baladas de Los Beatles. Mi hermano que sucesivamente fue empleado en una disquería de La Plata, luego disc jockey en distintas e importantes discotecas, las mejores de la ciudad de La Plata o en eventos, luego su condición de melómano, probablemente herencia de un padre que pasaba con mi madre largas jornadas los fines de semanas corrigiendo los escritos de sus alumnos y papá escuchando bandas de sonido de películas y música orquestal, Cole Porter y Frank Sinatra, Perci Faith, Ella Fitzgerald, entre otros. Mi hermano le hizo conocer otros por su condición también de erudito en ese arte. Y si bien yo estaba más interesado en la música de mi hermano, con bandas de rock nacional que él llevó a casa como Virus, Los abuelos de la nada, La torre (esa primera etapa rock de Patricia Sosa), Andrés Calamaro, naturalmente Charly García, Fito Páez, Fabiana Cantilo, Hilda Lizarazu, música extranjera, sobre todo en idioma inglés. Luego también yo fui armando mi propia discoteca. En esa casa escribí mis primeros cuentos y poemas. Y mi única novela en una PC. Antes los había escrito en una máquina de escribir eléctrica, luego de un curso en las Academias Pitman. En esa casa pasaron muchas cosas trascendentes, como el fallecimiento de mis cuatro abuelos, circunstancia que fue ocasión de consternación infinita para mí porque los adoraba a los cuatro. Algunos casamientos familiares. Mis abuelos maternos venían los fines de semana por la tarde a tomar el té así como iban a lo de mi tío mayor los domingos a almorzar. Digamos que en su reparto del afecto, eran sumamente equitativos y generosos. También en casa se festejaron los bodas de oro de mis abuelos maternos.
Mencioné poco en este escrito, al Colegio secundario, pero era de un nivel académico exigente, renovador y irreprochable. Tuve de docente en tercer año a poeta , narradora y ensayista María Elena Aramburú. Nos dio para leer en especial muy buenos cuentos. Leíamos a Enrique Anderson Imbert y cuentos poco transitados de Adolfo Bioy Casares. Por supuesto el consuetudinario Don Segundo Sombra, un clásico sobre todo escolar argentino. Pero sobre el que nos dio un ritmo creativo de escritura. Cuando cierta vez que vino a casa a dejar uno de sus maravillosos libros de poesía (que yo llegué a reseñar para uno de los diarios de la ciudad y ella afortunadamente a leer, tuvo palabras encomiables hacia la reseña. El último año del Colegio tuvo lugar otro encuentro crucial. Leí Diálogos de Platón, por un lado y a los presocrácticos (Parménides y Heráclito) en la materia de Filosofía, entre otra bibliografía, con la Profesora Beatriz Hebe Crespi o “Checha” Crespi, de quien aprendí sobre arte, Historia, su materia. Era una renacentista. Fue una revelación para mí y más lo fue su curso sobre la filosofía de los existencialistas franceses. Me introdujo en esa escuela de escritores y filósofos que acompañarían mi ruta como autor para toda la vida, leyendo prácticamente sus obras completas, ya de joven y adulto. También tuve a una Profesora, Ana María Lorenzo, de Lengua y literatura, muy trabajadora, de un temperamento fuerte y seguro. Por su perfil daba la impresión de alguien con mucho carácter, trabajadora y una gran Profesora. Mantenía la disciplina con rigor. Fue una excelente docente. Era amiga de mis padres. De modo que todo debió ser muy neutral y yo me esmeré por pasar desapercibido y ser un buen alumno al mismo tiempo sin agregar una sola palabra. Leímos bastante. También El extranjero de Camus (que yo volvió a leer por los menos dos veces más en el futuro) fue un hito.
Esta fue entonces la casona además de los descubrimientos musicales de las grandes lecturas ya complejas también paralelas al secundaria. Y cuando tomé la decisión de estudiar la carrera de Letras en la UNLP y la de ser un hombre culto, en ese último año del bachillerato ya estaba leyendo los cuentos completos, poemas y su ensayos de Edgar Allan Poe, los cuentos de Silvina Ocampo, los de Abelardo Castillo, un impactante Juan Rulfo, los cuentos de Cortázar. Fue allí donde leí El retrato de Dorian Gray en una versión española calamitosa. Un libro muy viejo y hasta diría poco serio para un argentino.
Y ya en mi ingreso en la Universidad directamente el universo de las lecturas fue torrencial. Desde todo André Gide, en sus novelas, libros de memorias, su correspondencias con Paul Claudel, sus viajes a la URSS, pasando por toda Pizarnik, toda Silvina Ocampo, mucho Flaubert, Maupassant, un García Márquez íntegro, Vargas Llosa que se iría completando a lo largo de mi vida, las dos epopeyas de Homero, el Quijote. Shakespeare: Rey Lear, Macbeth y La tempestad, sus Sonetos, que el propio titular de la materia había traducido con un estudio preliminar y mi Universidad publicado. Yo luego leería Othelo y varias otras piezas en traducción sobre cinco tragedias de modo magistral. Toda pasión apagada, de Vita Sackville-West, Jean Genet, Muriel Spark, Milan Kundera, Jorge Semprún íntegro, entre muchos otros. Y una muy buena formación en literatura española porque tuve a la Prof. que se había doctorado en la Universidad Complutense de Madrid, se llamaba Leda Schiavo. Nos dio libros y más libros para leer. Recuerdo como un gran descubrimiento las técnicas narrativa de Juan Goytisolo en Reivindicación del Conde don Julián, literatura de Carmen Martín Gaite. Cursé un seminario sobre teatro norteamericano y leí a Arthur Miller, Tennesse Williams y a Eugene O’Neill. Leí a J.R. Wilcock y al drama que había escrito en coautoría con Silvina Ocampo, Los traidores. Un libro llevaba al otro, además de lo que leía y estudiaba en la Universidad con bibliografía específica y con profundad concepual. La mía fue la de la generación de la fotocopiadora ¿Qué era eso de andar leyendo capítulos de libros o sueltos, artículos de teoría literaria en fotocopias? Siempre fui más un hombre de librería que de biblioteca. Había que leerlo todo y bien. Tomaba apuntes en las clases. Di exámenes orales por lo general exitosos. Era un alumno de nueve, con una nota máxima de diez. Y esa es una calificación que me agrada. Lejos de las calificaciones más bajas, el nueve nos persuade de hemos sido prolijos y cuidadosos, pero que aún tenemos cosas para aprender o aprender mejor. Somos seres falibles también. Deseaba ser un buen alumno y eso me sirvió para la vida entera. Entre un jardín de infantes experimental situado en el corazón de un Parque de La Plata, el Jardín General San Martín, una desangelada escuela primaria de provincia que no fue buena y donde tampoco la pasé bien porque solo logré entenderme de veras con una maestra exigente pero que nos impartió educación por el arte, por la cual entre sus minifaldas y su alto rendimiento y formación, además de su escaso intereses por las ciencias exactas, una complicidad conmigo se consolidó. Luego, hacia 2019, yo escribiría una nouvelle para adolescente, Melancolía, de 2019, basada en la vida de una niño guiado por una maestra modulada y certera. Ella, años más tarde, se diplomaría de Abogada. Me la encontré cierta mañana y me lo dijo sin grandilocuencias.De modo que esta maestra inolvidablemente fue la que haya hecho germinar la primera semilla en un niño que estaba ávido por expresar su sensibilidad, encontrara cauce y fuera estimulada más aún. Tanto ella, el estilo de vida y las convicciones de mi padre y las mías, desentonaban con ese colegio.
La casa de mi preadolescencia, mi primera juventud y mi incipiente adultez se desplegó en esa casona enorme que, por añadidura quedaba en pleno centro de la ciudad, muy cerca de la Facultad, de los bancos, de toda clase de negocios.
La arriba citada casona de enormes patios y amplias habitaciones, también me vio conocer a mis primeras novias, con flechazos con los enamoramientos esperables. Hicimos viajes con mis tíos o bien hubo paseos infinitos por la ciudad cuando yo manejaba el auto de mi padre con suma frecuencia porque él me lo prestaba con libertad.
La casa entonces ya se convirtió en sede de amores, amistades, visitas, cumpleaños o celebraciones, reuniones y fiestas con toda mi familia. Mi tía abuela era Dra. en Historia por la UNLP, docente universitaria, investigadora y había ganado importantes premios por sus libros, luego editados en la UNLP. Supe por la hermana de mamá, hace pocos años de esto, que solía pasar largas horas en archivos tras documentación o material para sus investigaciones. La admiré y la admiré retrospectivamente más aún, cuando me tocó serlo a mí mismo. Me refiero a mi carrera como docente universitario y doctor en Letras.
En esa casa hubo multitud de experimentos y habitantes con mascotas. Desde tortugas de agua hasta peces en una pecera de grandes dimensiones y un perro que tuvo un larga vida pero bastante desangelada. A ese perro yo solía sacarlo a pasear a la Plaza Moreno, la más importante de mi ciudad, porque queda enfrente de la Municipalidad y enfrente de la gótica e imponente Catedral de la ciudad. Mi casa estaba situada a unas tres o cuatro cuadras del Centro Cívico, detrás de la cual había un espacio verde en el cual yo soltaba a mi perro Whisky, de pelambre marrón clara, té con leche o del color del azúcar rubia.
En esta casa también pasaron tantas cosas…Fue una casona por ejemplo en la cual mamá hizo punta con el horno microondas y preparábamos galletas da arroz con queso derretido o hamburguesas caseras.
Mi madre, como antes mi abuela en los años ’60 fue Directora del Liceo “Víctor Mercante”, el otro Colegio secundario dependiente de la UNLP junto con el Bachillerato “Francisco A. de Santo”. Sé que la gestión de mamá en ese Colegio fue muy difícil porque los años noventa fueron los de un vaciamiento del Estado descomunal por parte del gobierno de turno, instaurando una economía neoliberal. Por otro lado, alumnos con pésimos modales. Un Colegio o una Facultad dependientes de la Universidad pública no podía sino tambalearse en un equilibrio de resistencia cultural. Por otro lado, el alumnado no era sencillo de que guardara la disciplina.
Yo hice toda la carrera universitaria de Letras en una Universidad pública en esa casa. Reinaba la teoría literaria en sus aulas, se le concedía una atención singular a Ricardo Piglia, Juan José Saer y Roberto Arlt. Uno no podía dejar de reconocer su lucidez como pensador de la poética, crítica y teórica. En lo que a mí respecta, si bien lo entrevisté a Piglia en dos oportunidades (una de cuyas entrevistas salió publicada en una Universidad de EE.UU., en la Universidad de Maryland. La otra en Alemania, fue un hito para mí memorable.
La otra casa que sí recuerdo con nitidez es una que quedaba en calle 9 N° 225, entre 36 y 37. En esa casa me gradué de Profesor en Letras en 1998. Hubo festejos varios. Muchos cumpleaños. Y fue la que eligieron mis padres como domicilio definitivo durante toda su vida. Yo había trabajado siempre. De empleado para venta al público en una mítica librería de La Plata, luego de empleado del Estado en la UNLP, hasta mis años como Profesor en institutos de apoyo al secundario hasta en colegios privados de una zona residencial, un barrio del Gran La Palta, arbolado y lleno de aves silvestres.
La casa de calle 37 era una casa amplia, con muchas habitaciones, un living, un jardín, plantas, dos anchos ventanales que hacían del living y del comedor de diario dos ambientes luminosos. Allí publiqué cuentos, poemas y trabajos académicos. Leí todo lo que caía en mis manos. Escribí una monografía de Borges como crítico literario para la que leí una abrumadora bibliografía
La siguiente casa importante fue en la que me casé y nació mi hija, que quedaba en calle 49 entre 9 y 10 (a una cuadra de la casona en la que residí tal como más arriba lo detallado ha detallado. Allí formé una familia, crié y eduqué a mi hija y se desarrolló mi matrimonio, que terminó en 2008. Yo fui un gran trabajador, un esmerado investigador y una inquieto coordinador de talleres de escritura creativa. De modo que junto con la docencia universitaria y nuestras rutinas familiares de visitas de amigos o a los de amigos, las carreras por la casa de mi hija a todas las edades (hasta los 8 años ella vivió allí con nosotros) la casa se volvió un espacio de aprendizaje, de juego y para mí de trabajo universitario caluroso. Gané tres beca sucesivas bianuales de investigación por concurso. Un departamento en en planta baja fue en el que habían residido mis abuelos siendo nosotros adolescentes. Solía visitarlos a menudo, casi todos los días, tomábamos mate y confituras. Y luego bueno, estuvieron las reuniones con amigos, los cumpleaños, las visitas familiares, alguna reunión de trabajo, supervisiones de novelas o libros de cuentos de mi alumnos, mis primeros premios literarios, y en 2000 la publicación de mi primer libro. También en 2006, mi primera traducción al inglés: el cuento que circuló por los EE.UU. y que me lo pagaron, además de haberlo difundido en campañas de prensa. En 2005 publiqué otros dos, pero de relatos y otro de investigación. Mis padres, eran personas que respetaban demasiado nuestra privacidad, nuestros tiempos, sabían que llevábamos vidas ocupadas y mi ex esposa daba clases en casa de una disciplina de trabajo corporal, de modo que yo debía no hacer el más mínimo ruido a ciertas horas desde mi estudio que no quedaba tan lejos después de todo del living donde ella trabajaba o mi hija pequeña jugaba.
Yo tenía el título de Prof. en Letras. Obtuve luego una Licenciatura en Letras, ambas en 2005 y presenté el plan de doctorado en Letras al Comité académico de la carrera de Letras de la UNLP. Una puerta se había abierto o una semilla germinado.
La casa no era demasiado grande. Tenía un baño grande, eso sí, otro muy pequeño, en el patio, un diminuto lavadero, otro pequeño baño allí, que yo había reciclado, una cocina en la que comíamos cómodamente porque era muy cálida y uno tenía a mano los alimentos. Era muy luminosa y contaba con pisos de madera y dos patios no muy grandes. En el living se bailó, se cantó, se escuchó música, se disfrutó de una infancia de mi hija que no olvidaré jamás.
Las bibliotecas de mis estudios eran enormes porque además tenían doble hilera en cada estante de amplia madera negra y eso hacía difícil en ocasiones encontrar el libro anhelado. Pero en principio podría decir que tenía junto con mi computadora, una estudio con los implementos necesarios para ser un buen escritor y académico provisto de las herramientas y recursos que requiere esa tarea. La casa tenía muebles muy altos y anchos que cubrían toda una pared. Enviamos a nuestra hija a un Jardín de infantes, el “Gregoria Matorras” que fue muy bueno para el cual yo escribí un par de órbitas de teatro para niños que fueron puestas en escenas.
Toda la casa, con nuestro casamiento, había adoptado un cierto aire lujoso en virtud de los regalos múltiples de nuestros familiares, amigos propios o de mis padres, los colegas que me conocían desde mi infancia en algunos casos. Mamá era la campeona para colaborar con cualquiera que estuviera en problemas.
En esa casa lo leí todo. Desde una enorme cantidad de libros para mi formación académica pasando por todo el resto de lecturas placenteras o que simplemente consideré resultaba importante estar al tanto. Allí también escribí mis cuentos y mis poemas, muchos publicados en revistas culturales, conocí por primera ves la Internet. . Que esa casa fuera en la que habían vivido mis abuelos paternos antaño, sumaba carga afectiva del resto que había habitado.
Y hubo otra casa, que pasé por alto, en 9 entre 36 y 37 en la que viví con mis padres con mi hermano. Había sido la casa de mi tía, el tío que me había regalado ese aparador prodigioso, que me había provocado un sollozo incontenible al ver sus dimensiones. Una casa grande. En la que también conviví con mi hermano pero rompiendo la tradición de las piezas compartidas, esta vez cada cual tuvo la suya. Él tuvo reflejos más rápidos o fue más decidido y eligió la más grande ambas. Yo una que tampoco era diminuta, pero junto a aquella otra poco tenía para hacer competitivamente hablando. Hubo una biblioteca también aquí. Y recuerdo que leí más libros de la la biblioteca de papá. Eran (y son) paredes y más paredes de libros de todo tipo: de literatura española, de crítica y teoría literaria, del gótico, del fantástico, del policial, de ciencia ficción, literatura argentina, entre otros. En esta casa papá compiló y realizó el Estudio Preliminar de dos libros de cuentos fantásticos argentinos y unos de ciencia ficción latinoamericana. También publicó dos libros de sonetos, Días de alquimia con Prólogo de la autora argentina Luisa Valenzuela y La invención del silencio. Excelentes ambos. También está toda la biblioteca de mamá sobre Ciencias Sociales, Ciencias de la Comunicación, algunos libros de literatura que le fuimos regalando porque una vez jubilada se desinteresó de la lectura literaria, en relación a lo que concernía a su pasión por la prensa. Es una ferviente lectora de diarios, revistas y periódicos. La gratifica mucho conocer la actualidad. Apostó a sus nietos, si bien no leía con atorándose. Pero publicó aquí una compilación interesantísimo con los Profesores de su cátedra de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Se trata de un libro en el que se aborda la problemática de cómo la cultura audiovisual o videocultura impactó en el universo de la prensa escrita. Un tema por demás cautivante además de original. Mis padres se han interesados en especialidades distintas de las Letras. Papá en la literatura, especialmente en la literatura española de la Generación del ’27, sobre todo Luis Cernuda (una poesía dolorosa), Borges y Ray Bradbury, entre muchos otros.Ha sido un bibliófilo. Un coleccionista o atesorador de rarezas incluso antiquísimas. Muchas las ha comprado por medios digitales a través de mi hermano. En tanto mamá ha sido no tan aferrada a los libros, con un perfil más de investigadora, apasionada de la Filología y las Lenguas Clásicas y las Ciencias de la Comunicación. Ambos docentes universitarios, terciarios y secundarios. Mamá ha sido siempre una persona desprendida, desapegada y generosa con los objetos y solidaria y colaboradora en todo cuanto haya hecho falta en la familia o con las amistades o colegas. Los libros son para ella importantes pero no son el eje de su vida, siendo una estudiosa con una formación impecable. Ha velado con una entrega encomiable por la vida de su familia u otras personas que se vincularon con ella, pero también ha sido una incansable lectora y una investigadora radical.
Cerrando la etapa de mi matrimonio, residí ya a solas varios años, en una casa de dimensiones dignas, situada en calle 37 entre 9 y 10. Escribí o preparé dos de mis libros en ese lugar. Por lo tanto: inolvidables ambos, al igual que los procesos creativos que supusieron. Escribí cuentos, poemas, publiqué muchísimas reseñas de libros además de entrevistas a escritores y escritoras. También viviendo allí cursé y aprobé mi doctorado. Todavía recuerdo el día difícilmente olvidaba que defendí mi tesis. Fue un día celebratorio. Y en esa casa cocinaba platos frugales pero saludables. Tenía una panadería exquisita enfrente de casa, famosa por sus medialunas o tortas de repostería o confituras. Era proverbial el sabor de su chocolate usado para la repostería. Fue el escenario de fugaces aventuras.
Luego llegué al PH o departamento en el que residí más cercanamente en este relato. Fue una casa confortable y enorme, porque si bien no tiene las dimensiones ni las comodidades ni la sofisticación de la casona de mi infancia, es más moderna. Está también mejor conservada.
La televisión es un objeto que para mí dejó de ser atractivo después de la adolescencia salvo la experiencia de alguna serie atractiva. Lo mío siempre fue el cine o el teatro en vivo o televisado). También las miniseries de los canales culturales. Como el protagonista aquella del Padre Brown de Chesterton u otras series de época.
Si la escritura de la secundaria fue la obligatoria de una educación formal, la de la casona fue la del despliegue de la escritura creativa con los talleres (el de Leopoldo Brizuela y Gabriel Báñez, Martha Berutti, conferencias de expertos del mundo entero).
Un detalle significativo y curioso: en el departamento de mis abuelos paternos, donde viví antes de casarme a solas y más adelante de casa familiar, también escribí allí mi primer cuento infantil una noche de invierno, a mano, en la cocina comedor. Otro hito en mi vida.
La escritura estando casado fue indudablemente la necesidad (y el hallar palabras nuevas) de introducirme primero en la académica. Tanto en PC como en Notebook me consagré a crear. En tal sentido, entablé en particular con Universidades norteamericanas relaciones de mucha intensidad en publicación de mis manuscritos en el seno de sus revistas periódicas académicas. Ellos solían ponderar mis entrevistas a autores y autoras o bien reseñas de libros o films latinoamericanos. Cursé durante mi estancia en esta casa un seminario de escritura con María Negroni (a quien me une una relación frecuentación vía email de cordiales colegas). Trabajé (donde ahora trabajo) en una editorial universitaria, escribí un libro interdisciplinario con un fotógrafo. También publiqué dos libros, una compilación temática de narrativa argentina contemporánea y un libro de entrevistas a autoras argentinas. Diálogos con 30 de ellas. Dos quedaron afuera por distintas razones. Recuerdo en esta casa una lectura total de Manuel Puig, que me sigue gustando mucho, de su obra completa. También leí toda la crítica literaria académica que se había escrito sobre ella. Los libros de Griselda Gambaro, el teatro y el de política y sociedad. El regreso a su dramaturgia. A su modo de pensar. Leí a Rafael Spregelburd, a Mauricio Kartun, muchas autoras, sobre todo argentinas. Además de estudios de crítica literaria, hasta despedirme de esta casa. Diría que me aficioné a las autoras. Mucha literatura infantil y juvenil argentina, con colaboraciones a un blog de crítica literaria o cuentos de ese campo en ese campo de estudio. Leí muchísima literatura infantil y juvenil argentina. Mis colaboraciones eran artículos de crítica y teoría literaria, cuentos infantiles que yo había escrito y algunos monólogos o encuentros imaginarios con distintos autores y autoras de nuestro país o del extranjero.
Con mi hija me seguí viendo y me seguí llevando sumamente bien pese a que no visitó tanto la casa. Tenía un comedor donde había parte de mis libros y la TV junto con la PC, el dormitorio donde había una cantidad copiosa de libros más todos mis apuntes de la
Universidad con fichas, exámenes , notas o producciones escritas debidamente archivadas que terminé sacando a la calle cierta tarde, harto de la proliferación de materia vegetal escrita. Y tenía también la casa una cocina, un baño y una patio en el que atesoraba una planta resistente a temporales: un aloe vera. Yo escribiría tiempo más tarde un cuento sobre esa planta. Y una amiga escritora me regaló un aloe que inmortalizó en otro de sus cuentos. Viví con mi tortuga y un tronco de árbol añoso que había tomado de la calle cierta tarde. Usaba sobre todo el comedor con la PC porque había trabajos académicos que escribir pero también cuentos, poemas y las entrevistas a las que ya me he referido. El trabajo fue portentoso.
Luego me mudé a un PH a 9 entre 38 y 39, un departamento con una cocina con una mesa. La cocina es chica pero en ella se podía comer. El patio era muy pequeño. Lo suficiente para que una planta muy fuerte que compré para que no sufriera los embates de las estaciones cupiera con toda comodidad. Tenía un estudio chico, en el que escribí torrencialmente, publicando en el extranjero, en La Matanza o en La Plata. En esta casa gané premios literarios, vinieron escritores, y autoras, participé de eventos importantes, leí la literatura más exquisita de toda mi vida, recibí a mi familia, mi prima me regaló un jazmín que me dijo que en el vivero le habían dicho que “eran los que no se morían, los que duraban toda la vida”. Tengo un adorno que es la de una aborigen sosteniendo a su bebé esculpida que me regaló el mismo tío que me había obsequiado para mi casamiento el aparador enorme cuando me casé. Y que tanto me emocionó profundamente. Mi querido tío Alfredo. La música y el cine fue la compañía perfecta. Escribí muchos cuentos o poemas grabados de Gelman, Cortázar, Onetti, una grabación de de un CD de autoras.Agregaría que ahora trabajo menos en mi PC y mucho más en mi Notebook, que escribo más periodismo cultural para el extranjero que trabajos académicos. Recibía menos correos electrónicos pero sí muchos mensajes por privado de Facebook, donde soy muy activo o lo fui en una etapa. A esta altura, 52 años, un estilo de vida, mencionaría como lecturas muy gratas la novelística y los ensayos de Siri Hustvedt, completar las de Leopoldo Brizuela, bucear por completo en los libros de María Negroni, la de Arnaldo Calveyra, Dolores Etchecopar, Clarice Lispector, regresé a Borges siempre, lecturas y relecturas, un artista inconmensurable. También Susan Sontag o Antonio Tabuchi. Y realicé también trabajos críticos también sobre autores de La Plata como Néstor Mux, Horacio Preler o Ana Emilia Lahitte, Patricia Coto o Guillermo Eduardo Pilía. En fin. El resto son bibliotecas y bibliotecas y bibliotecas (incluida una sobre ciencias políticas o psicoanálisis).
Ahora vivo en una casa grande. Pero también esa amplitud no obstaculiza la intimidad ni la vida privada del resto. Ahora, mi vida es la edad de la discreción.
Mis libros, mis casas, son mi transitorio refugio de intemperies. Las del alma pero también las de la realidad empírica. Con esos libros, viajo como talismanes por el mundo así como ustedes se acaban de haber mudado de casa en casa, de recapitulación de mi vida a partir de la especialidad de los rincones secretos dentro de los cuales suceden las cosas importantes. Además de una agradecida vocación, aún no saciada.