Caudillo. Fuente: Autónomos y emprendedores.

 Telón

(Durante toda la obra se escucharán motores que se apagan y encienden, a un volumen moderado, de golpes de herramientas, murmuraciones ininteligibles, ausencia de música siempre)

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Obertura

Invitación, desafío, aceptación, desvío hacia la dramaturgia del sujeto

Cierta noche, una amiga escritora me escribió un correo electrónico. Me dijo que si me quería divertir escribiera algo, un cuento, un poema, una prosa poética, lo que quisiera sobre un taller mecánico. La consigna era vaga. Demasiado amplia como para no desplegar una imaginacion frondosa como la mía que escribo cuentos y poesía. Era un reto. Lo acepté. No suele amedrentarme en la escritura. Debo reconocer que era una consigna extraña porque no veía el modo en que una cosa se compaginaba con la otra. Un divertimento, del que sospechaba participaban otros escritores y escritoras, bajo la consigna de que abordara un taller mecánico. Pensé. Y reflexioné. De modo que recordé que a dos casas de la mía hay un taller mecánico. Y que podía imaginar, ahora sí, una historia sobre algo así, a partir de lo que había escuchado al pasar, o supuestamente podía llegar a ocurrir allí dentro (las puertas corredizas son siempre misteriosas). O bien lo que me habían contado mis amigos o  parientes que les había sucedido al llevar a arreglar sus autos allí (es un afamado taller de la ciudad). Dado que es una historia en la que hay tanto que ocultar como tanto para decir, opté guardarme toda una serie de secretos de los que estoy enterado de este taller mecánico. O de mujeres un hombres que lo visitaron o se vincularon con él. Describir, narrar, evocar, jugar con chismes, referir hecho de los que fui testigo. Otros que había inferido por indicios. Empecemos esta trama, esta dramaturgia, a partir de indicios, de hilos de los cuales se tira para luego, mediante un mecanismo semántico, alcanzar alguna clase de construcción creativa.

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Escena Uno

Premisas para una narrativa de la identidad

Lo que sigue viene a cuento de lo narrado respecto del taller mecánico. Es decir: en los efectos que  caudillo, capataz, cacique (así serán los sucedáneos del nombre de este sujeto varón que comanda a golpes de fusta  el barrio). Él es el dueño del taller mecánico, un hombre de unos cincuenta años, un poco más a decir verdad, pasados los cincuenta. Lo sigue es lo que  producía en el barrio. Les ruego tengan paciencia. La paciencia es la premisa para todo logro prolijo. Es la gran amiga de todo lo que termina siendo una buena producción, una producción que podría llegar a ser premiada por lecturas certeras o una conquista en un territorio creativo. Alcanzar un momento culminante. Un avance en la escritura inesperado. La historia es larga. Vamos ver. Ustedes sepan esperar o esperarme. Tenerme paciencia porque contarla no será simple. Tiene sus vueltas, sus enroques, su sinuoso recorrido también conmigo, ideas y retornos en el tiempo, no se trata de una historia lineal. A veces se parece a un laberinto. Y a veces se  parece a un cinta de Moebius. Y este es el relato de una identidad que adopta la forma de una dramaturgia. En particular de dos sujetos. La mía y la de otro que a continuación presentaré. No es el retrato de un espacio. No el de un topos. No el de una temporalidad. Es menos sobre un taller mecánico que sobre un mecánico singular dueño de ese taller que también trabaja en él: Caudillo. A cara descubierta, con los oídos bien abierto, los ojos desorbitados cuando escucha algo sorprendente, excitado ante un rumor que de pronto se desata de modo inminente. “Inminencias”, esa es una buena palabrea para Caudillo. Está al tanto de inminencias. No quiere perderse nada de lo que lo rodea al taller. De lo que sucede en el barrio, no solo en el taller. A esta historia vale la pena escucharla. Porque esa escucha es reveladora de la condición humana. Se la escucha como a los chismes. Circula, deambula, se propaga como la pólvora. Es cierto que suele repetirse en todos los barrios de La Plata, ciudad en la que resido, en Argentina, de un modo distinto. Pero sin embargo de un mismo mundo. Esta es la historia de un desencuentro. O de un desprecio. O de una indiferencia. O de una antipatía. O de una secreta estima que jamás se manifestó o porque no pudo hacerlo porque no se consideró al otro protagonista digno de conocerla. Hay una distancia lo impide. A lo mejor se trató de todo eso junto. Es ambiguo. Como la historia que voy a contarles al  oído como el chisme. Es un relato sobre la ambigüedad pero también sobre la certeza. Porque los chismes son ambiguos. Dicen y no dicen la verdad. A veces decididamente mienten. Y a veces son deformados. Y narrar la ambigüedad les puedo asegurar que no es nada fácil para un escritor acostumbrado a  historias claras, tramas que se disciernen con facilidad y palabras seguras. Aquí sucede que  hay partes en que la trama debe ser adivinada. Cuesta narrarla porque uno no sabe qué va narrar y cómo lo hará. O peor aún: cómo deberá hacerlo. Cuándo debe exasperar la imaginación. Cuándo debe crisparla. Cuándo el relato debe ser apacible. Cuándo los caracteres deben estallar. Cuándo la palabra ser evanescente. Es la historia de un cierto modo de narrar. Porque los chismes son historias. Historias ambiguas. Y los chismosos también son  narradores aunque no escriban. Juegan con formas de la ficción. Para hacerla corta. Esta es la historia de una inquietante incertidumbre.  

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Escena Dos

Desarrollo/conflicto(s)

Cambios en la focalización del objeto

Él escribía sus cuentos, sus poemas, sus artículos para revistas de su país, de EE.UU., México y Venezuela. Residía en Argentina, más  precisamente en la ciudad de La Plata. En la Revista de México realizaba toda clase de publicaciones: crónicas de viajes, trabajos interdisciplinarios, cuentos, poemas, ensayos, artículos de crítica literaria, había veces en que entregaba artículos sobre su propia identidad de escritor, donde desarrollaba cuáles eran o habían sido sus intereses, inquietudes, a lo largo de toda su vida, o en el presente. Una arqueología, en palabras simples. Otro relato de la identidad de un sujeto. Cuáles eran los temas que lo ocupaban en el presente o lo habían desvelado. De modo que Mateo (así se llama el protagonista de esta historia ambigua, ambigua para el mismo Mateo, que está procurando desambiguarla), nuestro Mateo, es un personaje cultural. De la “alta cultura”, diría un pretencioso solemne en un Congreso de Teoría y Crítica literaria, de los que son tan abundantes en La Plata pero de los que Mateo huía despavorido si lo invitaban. Nada peor que un Congreso de Teoría y Crítica literaria. Prefería conferencias sobre la pintura y, o artes  plásticas en general, especialmente, las acuarelas de Turner.  

     También había hecho una carrera universitaria muy exigente en la Universidad Nacional de La Pata. Era una ciudad chica, en la que solía haber muchos chismes circulando, ávidos por descubrir los secretos o estar al tanto de las vidas de las personas. El ingreso salarial de cada hogar, si tenían propiedades, los autos en los que viajaban, las casas en las que vivían, el barrio en el que residían, si había mudanzas a lugares más cotizados, si la gente era casada, juntada o separada. También saber si con o sin papeles. Naturalmente no omitir jamás el capítulo veranos en enero en la costa atlántica argentina. Si Pinamar o Cariló (balnearios por los que desfallecían los platenses, eran personas importantes si iban a Pinamar o Cariló). En cambio, si uno iba a Aguas Verdes, Mar de Ajó, Costa del Este, la tradicional Mar del Plata (“La Feliz”, le decían algunos con ironía despectiva, otros muy seriamente, porque no eran despreciativos). En fin, otros balnearios, eran lo que en Argentina suele denominarse “un grasa”. Un grasa viene a ser algo así como alguien que no tiene clase, que no es distinguido, que le falta refinamiento, que no goza de categoría, que no formaba parte de esta selecta aristocracia que la alta burguesía o la clase patricia pensaba tenía simplemente por alojarse en una casa más grande o lujosa, un chalet o un  departamento más elegante que el resto. Y que los demás tuvieran casas más lujosas, en La Plata solía ser sumamente importante. Es más: formaba parte de buena parte de las charlas de los matrimonios antes de irse a dormir. Pero si eran chicas pero elegantes, vaya y pase. Eran realmente inconcebibles para un alma acostumbrada a razonar como Mateo, un universitario que escribía libros y escribía para Revistas extranjeras todo este conjunto de razonamientos y prácticas tan sin asidero que vengo enumerando. ¿Me siguen? O, en todo caso, esta ideología. Sí, era una ideología  social. Mateo hubiera pensado las cosas en estos términos. Con esa palabra lo hubiera definido. Mateo prefería los balnearios tranquilos. Como Ostende o Mar de Ajó, adonde  había ido cierta vez con su hijo, con su ex mujer y todo el resto de su familia (dos hermanos con sus novias, padres). Recordaba que se había traído una rama de no sé qué árbol que había encontrado en una caminata con su ex mujer por la orilla del mar, que le había gustado tanto, tanto por su forma, que se la había llevado a su casa. La había barnizado y luego la había puesto como adorno en su living, aunque no fuera un objeto precioso. Un jarrón de peltre, por ejemplo. Como se habrán dado cuenta, a Mateo el lujo, salvo que estuviera administrado por personas muy sobrias, criteriosas, austeras, que hubieran heredado ese dinero (sobre todo) o lo hubieran ganado honradamente  (preferentemente no empresarios), que no fueran dispendiosas sino equilibradas y generosas, sensatas y que no derrocharan el dinero en viajes a Miami o a balnearios de moda en la costa mexicana. Gente que no se metiera a  shoppins ni free shops a hacer desmanes con las tarjetas de crédito, las cosas iban bien. Ahora, la gente que actuaba del otro modo, le caía muy mal. ¿Por qué renunciar al lujo si uno goza de él legítimamente, no lo ha robado, no es un corrupto, no tiene negocios sucios ni tiene tratos con la mafia? Hay gente que maneja el lujo porque maneja el dinero con criterio, pero que pese a ser lujo, es austera. No hace exhibicionismo vulgar. Muchos compran libros. No perfumes o joyas. No pudo evitar pensar en una familia de mucho dinero, que tenía muchas casas y varios  hijos. No habían hecho un solo viaje a Europa. El único lujo que se habían dado había sido un viaje a Bariloche. Les habían querido dejar todo, absolutamente todo a sus hijos. Habían vaciado su cuenta en banco y la habían repartido por partes iguales entre los cinco. Las joyas de las madre ella las había vendido para evitar disputas y ese dinero regalárselo a sus tres hijas mujeres y evitar problemas en la repartija. Peleas y discordias. Claro que algunas no entendieron cómo se había podido desprender de tesoros familiares tan antiguos. Pero sabían cómo era la madre. “La paz y la unión familiar es lo más importante. Esto es lo más importante. Siempre, hijas”, había respondido su madre, unos días antes de que la internaran para morir, ella sí, en paz. Sus cinco hijos además de adorarla la admiraban. Al igual que a su padre. Lamentaron esas pérdidas como una tragedia. Eran personas excepcionales.

     De Mateo no podría decirse que fuera un hombre que aspirara al lujo sencillamente porque no estaba pendiente de los bienes materiales. De comprar y vender. De sueldos altos. De ingresos que superaran más que lo necesario para vivir dignamente. Sí de reconocer que trabajaba muchísimo. Es más. Trabajaba todo el tiempo en sus artículos, crónicas, poemas y cuentos. Y sí era sumamente estudioso. Mucho. Y sí estaba pendiente de la higiene. Mamanejaba su dinero con discreción. Eso sí: le gustaba hacer buenos regalos a la gente que quería cuando cumplía años o porque sí. Un día se le ocurría comprar un buen regalo a uno de sus hermanos y otros día a otro (jamás había hecho diferencias, por eso se llavaban tan bien los tres) o naturalmente a su hijo. Iba a una casa de ropa de hombre y les compraba un traje caro. Él prefería comprar buenos libros (o excelentes) y álbumes de música o films en DVD, por más que él sabía que todo eso era historia antigua (sé que van a reírse). Pero es que él era tan antiguo. Tan anticuado. Como se sentía cómodo tal como era, coherente entre lo que escribía y el modo en que vivía, su vida le ceerraba. La gente no solía tener una buena opinión sobre Mateo. Sí intelectual. Ponderaban su capacidad creativa e intelectual. Al menos eso era rescatable. Y solo los afines a su ideología.

     No solía caer simpático en primer lugar porque se había divorciado y no “había rehecho su vida”, como quiere el lugar común. Suele ser algo pecaminoso en la sociedad platense semejante vacante en la vida de un hombre. “¿Será a esta edad onanista?”, pensaban con malicia. En n cambio, sí disfrutaba de cosas que durante su vida matrimonial no había podido gozar. Ahora escribía sin las interrupciones de las rutinas de cuidar de su hijo pequeño. Ir a almorazar a lo de sus suegros. Desayunaba, a la mediatarde comía un plato lleno de frutas cortadas y peladas a eso de las cuatro de la tarde. Seguía escribiéndo hasta la noche. Su vocación principal era escribir. “Se realizaba en su vocación”, diría alguien sabiondo. Por fin podía alcanzar la realización con su hijo ya crecido que vivía solo. Se veían los fines de semana. Hablaban mucho de temas importantes para ambos. Pero no había pegoteo de ninguna de las dos partes. Cada uno tenía y sentía la libertad de actuar y snetir lo que mejor quisiera.

     Cuando se había casado, su tío, el hermano mayor de su padre, le había regalado un aparador de madera y vidrio para el living, que era un regalo tan caro, tan caro y de tales proporciones que Mateo lo conocía. Él era un hombre sumamente sobrio y austero. Mateo supo que era un premio por una conducta de muchos años de estudio y de trabajo. Y de ética que no había transgredido. Por sus principios. Se había emocionado mucho y de pronto había roto en llanto. Un llanto emocionado con la garganta estrujada. Fue el mejor regalo de todos cuantos recibió. Y lo sintió como un reconocimiento. Y como un acto de amor que se había dilatado demasiado. Pero que por fin llegaba. Su tío le había demostrado mediante este gesto, aunque fuera un gesto material, que era alguien importante. Su casamiento lo era para él. Que él como sobrino era alguien que él valoraba. Su tío no sabía cómo demostrar el afecto. No era un hombre demostrativo. Pero jamás había sido agresivo con él. A diferencia de otro que había sido hostil. Este tío, muchos, muchos años después, se quedaría paralizado frente a iniciativas que tomó Mateo. Tan creativas, intelectuales en publicaciones. Ni sabía las que le esperaban desde aquel 1998. Para para Mateo aquel 1998 era demasiado apacible, formal, tranquila para inquietar a su tío, una persona importante en la ciudad. Una persona con prestigio. Mateo lo lamentó. Lamentó siempre si le había causado un disgusto. Pero él quería e iba a ser él mismo. Porque quería ser honesto. Lo que es sinónimo de decir la verdad. Y tal cosa suele volvernos impopulares. No tenía pensado traicionarse. También hubo satisfacciones en la familia. Se doctoró en Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Eso su tío también lo valoró. Además de a sus libros.

     Cuando el hijo de Mateo se había ido a vivir solo, su padre se dio cuenta de que necesitaba un lavarropas. Se caía de maduro. Incluso su hijo le había comentado que tenía uno que no podía usar. Era un regalo caro. Pero le regaló el mejor. Como su tío lo había hecho con él con el  aparador. Un hijo toda la vida es un hijo. Y después, cuando todo termina,  también. Lo cierto es que ahora su  hijo tenía cómo lavar y centrifugar en instantes sin necesidd prácticamente de dejar tendida la ropa. La ropa salía seca. Y tampoco hacía falta la plancha. Porque la ropa ahora viene preparada para ser usada nada más que doblándola.

     Es curiosa la vida. En ocasiones es circular o regresa como un boomerang. Porque ahora Mateo, luego del divorcio, residía en la casa que fuera de mi tío paterno, el que le había regalado el aparador para el living. Sus padres se la habían comprado con facilidades que su tío les había dado (era un hombre muy generoso, excelente persona) y había quedado para él.  Mateo tenía su escritorio que daba a la calle. En una época trabajaba con su Notebook, escribiendo todo lo que les acabo de enumerar para las Revistas internacionales o de Argentina. Pero en otras oportunidades trabajaba en una PC. Ahora estaba trabajando en una PC. La prefería porque cuando trabajaba con la Notebook se veía desde la calle todo el tiempo que él estaba con la computadora, a qué hora lo hacía, cuánto permanecía en el escritorio, si pasaba el día entero escribiendo o solo por las mañanas. Y Mateo tenía la rutina de escribir a diario muchas horas. Poca gente podía entender tal cosa. Era incomprensible para ella que estuviera escribiendo por trabajo casi todo el día. A través de las cortinas se veía el brillo lunar de la pantalla, que delataba sus actividades. Pero nadie sabía que eran intelectuales y creativas. Eso daba pie a personas indiscretas a hacer comentarios desagradables al pasar, a ser la comidilla del barrio cuando no a escuchar barbaridades fuera de lugar respecto de otros temas. Mejor lo dejamos acá. ¿Les  parece? Sí diría que los que pasaban sabían perfectamente que él los escuchaba. Y también sabía que lo hacían (es decir, hablaban en un tono alto) deliberadamente para que él los escuchara. Como prácticamente pasaba todo el día trabajando en la computadora para las Revistas o sus libros, la demanda era exigente y a veces hasta urgente. Allí trabajaba concentrado pero fastidiado por los comentarios al pasar de esa gente impresentable del barrio. 

     A Mateo le gustaban las artes plásticas. Como aficionado. Le gustaba mucho la pintura y la escultura. También la fotografía. Le interesaba lo expresivo de las artes plásticas. Como en la literatura. Y de la fotografía el instante capturado si era acertado. Desde lo creativo parcialmente la crítica literaria y la teoría literaria, realizadas con talento, en mucha menor medida también podían ser originales. Pero convengamos que las humanidades son disciplinas donde también lo expresivo se pone en juego todo el tiempo. El pensamiento suele ser ser creativo y tender a la originalidad si está formulado por personas serias, con capacidad imaginativa para ejercer en cualquier dominio del trabajo. Había pensado en hacer una Maestría en Historia del Arte. Pero había desistido porque le gusta apreciar el arte informalmente. Ser un espectador del arte. Disfrutarlo. No manejaba técnicas para realizarlo. Al igual que con la música. Le gustaba escucharla pero no sabía tocar ningún instrumento. Había renunciado a las artes plásticas. Incluso a abordarlas a modo de aprendiz. Tampoco sabía interpretar canciones con una voz virtuosa. Cada vez que podía hacía búsquedas en la Internet sobre pintores, escultores, artistas de happennigs, fotografías paisajísticas o artísticas. Todo el universo de las artes plásticas o las artes visuales eran su pasión. Su segunda pasión después de la literatura o, más ampliamente, la escritura. Pero la escritura, la literatura eran inamovibles. Como el granito.

     Y como para cerrar definitivamente la vida laboral de Mateo, me referiré a sus libros. Sus libros de cuentos, que debía escribir, corregir, revisar, encontrar editor, que lo aceptaran, negociar toda una serie de cambios que pretendían hacerles a su contenido, sus libros de poemas y de cuentos. También de entrevistas. Le gustaba por igual escribir tanto cuentos como poemas. Pero sospechaba, acariciaba la sospecha, por comentarios de conocidos y familiares, de entendidos que lo habían leído, que era mejor cuentista que poeta. Mejor prosista. Había asistido a muchos más talleres de escritura de narrativa breve que de poesía. Su prosa era más vigorosa. Más audaz también. Por eso ahora estaba cursando un taller de poesía en Buenos Aires.

     No hice todo este friso de la vida de Mateo con el objeto de pintarlo de modo elogioso (estaba lleno defectos, pero les puedo asegurar que era un sujeto de buena  madera), sino para que comprendan el por qué de que buena parte del día o casi todo el día lo pasara en el escritorio preparando sus distintas publicaciones o adelantádolas para no tener a último momento que ponerse a improvisar un trabajo sin ningún grado de elaboración ni creatividad. Ni menos aún: de originalidad.  

     Se psicoanalizaba. Una vez por semana. Por videollamada por la pandemia de COVID-19, y como era muy enfático en su modo de hablar, a veces desde la calle algún vecino escuchó comentrios de alguna sesión. Su vida privada quedó al descubierto. Precisamente, fue el caudillo. El caudillo del taller mecánico. He hizo correr la voz. Cada jueves, entonces, en que tenía terapia, el caudillo rondaba por los alrededores del estudio de Mateo, donde eligió tener las sesiones (evidentemente con desatino), atento a pescar sus intimidiades y secretos.

     Había tenido una patología mental ya superada que tendía a que los pacientes se aislaran en lugar de salir a la calle, de salir al mundo, de integrarse, de socializar ampliamente o de llevar una activa vida de puertas afuera. Si a eso sumamos la cuarentena por la pandemia más la vida introspectiva de Mateo, su trabajo sedentario y exigente que él volvía más exigente aún, la combinación era letal a nivel social. ¿Era un ermitaño, él que durante toda su  vida había había gozado de la amistad de tanta gente tan distinta? Durante esta etapa de su vida parecía haber retrocedido en sus vínculos al punto insular de no verse casi con nadie salvo mantener largos intercambios vía WhatsApp o telefónicos.

     Pero ¿a qué viene este repaso de la vida de Mateo? Pues a dos cosas. En primer lugar a pintar el aislamiento de Mateo, que permanecía mucho en su casa junto a su Notebook brillante a través del ventanal del estudio. Eso está muy mal visto entre las personas, digamos, sociables. Para ellas el éxito social, las conquistas de mujeres, la circulación con amigos por los bares, las salidas a cenar, son señal de éxito, una necesidad imperiosa por exhibir su costado más triunfal. Lamento decirles que Mateo no cumplía con ninguna de estas condiciones. Tampoco las añoraba. Y claro. Si se pasaba el día frente a la computadora. No interactuaba. En el barrio se había desperdigado un chisme tremendo: de que vivía jugando a los jueguitos electrónicos, al scrabel, no sé, en los peores casos mirando pornografía, lo que jamás había consumido desde su primera adolescencia. Ya después las cosas cambiaron. “Las cosas son como deben ser”, sostenía un vecino. Que esté loco (una hipótesis que les resultaba atractiva a los chismosos que decían, como se suele decir en La Plata, “está colifa” o “está chiflado”, expresiones equivalentes a “está loco”). Las noticias vuelan como las hojas de los tilos den otoño en La Plata, de a rápidas ráfagas, uno de sus árboles típicos, que tanto abundan en la ciudad. O las hojas de un libro que descontroladamente un viento fuerte agita.

     Junto a donde Mateo vivía, a dos casas había un taller mecánico que tiene muchísimos años de antigüedad. Él no tenía trato con ellos. Más que para saludarse. No tenía nada contra los mecánicos ni contra ningún oficio o trabajo honrado, nada contra los barrenderos tampoco. Esas eran cosas inconcebibles para Mateo. La discriminación hacia las personas por sus empleos. O  al revés, pensar que alguien que es una eminencias con doctorados o posdoctorados es mejor. Puede ser una pésima persona. Pero contra estos sí: él nos les caía simpático pese a que les he avisado en varias oportunidades de amenazas que estaban pasando el techo de su taller por la noche (su cuarto daba al fondo de un vecino y de allí al taller, pero los fondos del taller estaban muy cerca su habitación). No recordaba haber entrado jamás a ese taller, en todos los años en que había vivido en ese barrio. Sí lo habían hecho sus hermanos Joaquín y Ernesto. Lo cierto es que Mateo no tenía afinidad ni ellos, ni ellos con él. A él no le gustaba la gente chismosa o que se burla de los demás. Ni que escucha videollamadas con el psicoanalista de un paciente. Una vez el dueño del taller que no es ni viejo ni joven, en el medio, le había contestado mal. Él venía de un Congreso de escritores. Si mal no recordaba le había preguntado muy amablemente cómo andaba. No, perdón, qué estaba haciendo todavía en el taller tan tarde (eran como las nueve de la noche) y con muy malos modos el caudillo le había contestado: “Trabajando”. Había sido una respuesta cortante. Filosa. No daba derecho a réplica ni a seguir conversando ni a decir ni media palabra más. No le había dicho que estaba “trabajando”. Era una espacie de maleducado que parecía decirle: “Yo no pierdo el tiempo como vos jugando al scrabel o los jueguitos electrónicos. Trabajo como un burro todo día. Como todo el mundo”. Mateo cerró el pico y entró a su casa. Pero explicaciones al margen ignoró el destrato. Sin embargo, el destrato quedó registrado. Se lo había dicho con tan mala educación como si Mateo hubiera estado en Buzios al sol, disfrutando, dándose grandes chapuzones y al sol. Con esa pregunta, qué hacía él le hubiera retrucado con su bendito “Trabajando”. Esa respuesta lo molestó. Y lo molestó mucho. Es más le pareció  prepotente. Y de malos modales. Cuando repasó su día, por la noche, es más. Lo irritó. Y cada vez que hoy en día pasa por delante de ese taller singular y los empleados están afuera entran todos obviamente para no saludarlo. Lo detestaban. Claro. Ellos todo el día trabajando. Él jugando al scrabel. Dicho en otras palabras: no les caía en gracia. Ni a caudillo ni a su troupe.

     La puerta del taller y sus inmediaciones es un circular de mujeres permanente porque el  caudillo es viril y seductor (entiendo yo) para las mujeres que desfallecen por él. De modo que entre que él tiene experiencia, sabe de mujeres, es atractivo para ellas, finalmente se vuelve irresistible. De entre  estas chicas algunas le llevaban el auto para que se los arreglara (o eso fingían hacer, o por algo elegían ese taller y no otro) y en muchas ocasiones caían en sus brazos por sus palabras o por su magnetismo, las mujeres cotorreaban acerca del caudillo por las inmediaciones. Mateo escuchaba los diálogos. Eran entre desopilantes y penosos. Por lo general eran diálogos entre dos chicas. No, si caudillo es todo un galán. Pero tené cuidado padrillo. No preñes a ninguna. Por otro lado caudillo tenía empleados que, desdibujados en mi mirada, tampoco solían saludar o saludan por puro compromiso, cuando no les queda otra, para no darte vuelta la cara, como decimos en La Plata, “para no cortarte el rostro”. En esos casos saludaban sin la menor convicción. Mateo en cambio sí saludaba cada vez que pasaba. La cuestión no era quién era más maleducado sino quién sí lo era y quién no.

     Y caudillo estaba al tanto de todo lo que sucedía en ocho manzanas a la redonda más todo lo que le contaban los del barrio, más todo lo que le contaban los que le llevaban sus  automóviles para que se los arreglara. Y a su vez caudillo repartía de lo que sabía de su cosecha de los del barrio. Entonces armaba unas ensaladas, las deformaba hasta el ridículo, a veces daba versiones completamente infundadas. En otros casos eran mentiras que un enemigo había echado a rodar sobre un rival. Algunos de estos visitantes o vecinos sumamente interesados en las vidas de los platenses por lo general por motivos sentimentales o económicos, en particular en estos dos asuntos.

     Caudillo, estando a dos casas de Mateo, conocía cada capítulo de su vida privada, qué hacía, cuáles eran sus horarios, cuándo iba a tomar un helado, cuándo pedía un delivery y hasta cierta vez había escuchado decir: “Se pasa el día con la computadora, no tiene amigos y está colifa”. No, si no le faltaba nada a este este taller mecánico en donde se tomaban las grandes decisiones del mundo. Mateo se concentró en su trabajo. Al manejarse con sus amigos y su Psicoanalista vía WhatsApp, su vida quedó restringida a las salidas para las compras y diligencias, trámites para sobrevivir a la pandemia. Un refugio antibélico. Después se había dado cuenta que era un refugio de él. De caudillo. De su perfidia. Se había vuelto una amenaza por sus niveles de indiscreción. Por su detallada observación de rutinas. De comportamientos. De la ropa que usaba. Del registro de lo que iba sucediendo en la dimensión espacial desplegada en el tiempo de este Barrio Norte de La Plata. Porque comenzó a dispersar más chismes acerca de Mateo por todo el barrio o con personas claves que dispersarían a su vez los peores. Noticias ávidas por conocer y a su vez propagar más aún esos chismes, agravándolos, volviéndolos peyorativos. En ese barrio todo el mundo estaba al tanto de lo que hacía todo el mundo. Cosa curiosa esta reciprocidad en la avidez por la curiosidad del prójimo. Caudillo sabía lo que estaba haciendo. Era un estratega del chisme. Había un chismoso mayúsculo en el barrio. Apretaba el ventilador y comenzaba a lanzar mierda para todas partes. Entonces caudillo le contó todo sobre Mateo. Y eso fue mortal en la ciudad. Más de lo que en toda su vida hubiera podido imaginar Mateo.

     Con sus hermanos Mateo se llevaba maravillosamente. Se juntaban a comer sushi dos veces por semana. Pero claro, sus hermanos hablaban de fútbol. Él pasaba por alto en un silencio respetuoso ese tema. Y cuando ellos se daban cuenta cambiaban de tema, como pidiendo disculpas, justo cuando iban a cenar a su casa. El fútbol es pasión en Argentina. Mateo lo respetaba. Pero también esperaba que respetaran su pasión por los libros, las artes plásticas, la  música, el cine y el teatro. Como ciertos amores. Con sus hermanos hablaron de que se le había roto el automóvil a Joaquín. De que había ido al taller de caudillo. Pero Mateo no abrió la boca ni ellos naturalmente lo llamaban “caudillo”. Lo llamaban por su nombre, Hernán. Hablaban de la vida de sus hijos. Mateo no “había rehecho mi vida”. No se había vuelto a casar y eso para caudillo debía de haber sido un flanco decididamente atractivo en un hombre  para, de modo hiriente, desprestigiarlo, mediante varias dagas. En un macho como caudillo, perdón, como padrillo, lo exponía a toda clase de sospechas. Desde su falta de virilidad hasta su ausencia de seducción o atractivo. También su socorrida falta de socialización. En fin. Había muchos “hasta”, que como preposición servía para enriquecer de hipótesis suspicaces la vida de Mateo por parte de padrillo. Por lo tanto, luego del barrio entero. O bien la preposición “pero”. Caudillo acariciaba sospechas sobre Mateo. Y no de las mejores.

      El hermano de caudillo era mejor persona. Civilizado. La mujer era hermosa. Ambos eran más educados. Saludaban. Eran amables. Tenían una hija y un bebé, Mateo no  sabía si varón o mujer. Gente como gente. Caudillo atropellaba, intrigaba. En lo único en que pensaba era en las minas, es decir, en las mujeres, como las llaman en Argentina los conquistadores, por más que tuviera su familia (eso sabía Mateo por su hermano Joaquín, en una cena, un comentario al  pasar). A Mateo lo tenía sin cuidado la vida sentimental de caudillo. Digamos que padrillo era un personaje de esos que gozan con enterarse, después conversar con otros, después desperdigar las noticias ajenas como chismes al estilo de un riego por aspersión, en general datos deformados y deformantes. Y, sobre todo, lograban degradar y provocar desprecio. “¡Uy! ¡No sabía! ¿En serio? ¿Él? Jamás lo hubiera sospechado”. Había instalado economía de la sospecha.Y de la suspicacia. “¡Uy! Justo él”.

     Lo cierto es que el taller era un hervidero de chismes. Todos varones entre el personal, como no podía ser de otra manera. Encendían el proverbial gran ventilador. Entre chistes vulgares y comentarios socarrones o soeces, comenzaban a desperdigar mierda. También el taller era un gran embudo en el que se concentraban los chismes. Los hermanos de Mateo le decían, cuando él afirmaba que era chusma, que se equivocaba, porque caudillo era capaz de dar una mano a  cualquiera que estuviera en problemas. Mateo dudó. Puso en duda esta afirmación. En su caso más una expresión de deseos que un hecho constatable. Para él era su  antagonista. Para alguien discreto un chismoso es un antagonista. Sus vidas eran  como un duelo. Entre el vivir discreto de Mateo y el vivir chismoso, dominante, violento, que llevaba y traía caudillo, en sus andanzas por el derrotero que día a día hacía por el barrio.

     Mateo jamás recordaba una sola conversación en la vereda más o menos a profunda con caudillo. Es decir: una forma directa de ser buenos vecinos. Todo eran trascendidos y chismes. Una marmita de chismes. Jamás  había podido hecho amistad con ellos pese a conocerlos desde hacía tantos años. La formalidad obligada cuando no quedaba más remedio que el típico “Hola, qué tal” o un “Chau, hasta luego”. Mateo siempre se  preguntaba en ese galpón qué cosas sucedían. Qué habas se cocían. Qué cosas se planeaban o hablaban. Parecía un espacio gótico en el que podría haber desde algún monstruo hasta alguna loca confinada. Podría haber gente que vivía clandestinamente de modo inadvertido. Podrían llegar a tener sexo con las chicas que andaban por las inmediaciones o las que llevaban a arreglar sus autos detrás de una camioneta. Caudillo les hacía una seña a los muchachos para que se alejaran, con una guiñada, de modo cómplice. Ahí caudillo se convertía en padrillos Se sacaba las ganas. Y estas chicas volvían. O por el auto. O por las noches, para estar con caudillo detrás de un auto.

     A veces Mateo se había preguntado a qué se debía esa incompatibilidad con caudillo. Llegó a dos conclusiones. Por un lado, incomunicación o falta de afinidad innata, de temperamentos. Por el otro, distinta clase de educación, de cultura familiar ¿Hablaban idiomas distintos? ¿Hablaban dialectos distintos? ¿Mateo era un inmigrante que había llegado al barrio y no había aprendido aún el idioma oficial? Ese idioma oficial eran los códigos de Barrio Norte. De la burguesía o bien de casas más humildes pero con la grandilocuencia o la pretensión de vivir en un barrio con status, de afamado prestigio.

     La incomunicación era de su parte directamente proporcional a su antipatía. Caudillo estaba muy seguro de todo lo que él era o hacía (se pasaba el día encerrado con la computadora ¿con Facebook? ¿jugando al scrabel? ¿con Youtube viendo películas o films viejos? ¿practicando escenas de onanismo?). Hipótesis como esta desperdigó caudillo por el barrio. Y la gente comenzó a mirar a Mateo con mala cara. Para colmo no manejaba, no disponía de auto. El colmo de lo humillante delante de caudillo. De lo que caudillo más estimaba: un automóvil. Después de todo era de lo que vivía. Su arquetipo: un auto caro. De modo que lo que Ernesto y Joaquín sí hacían: llevarle sus respectivos autos. Pero para Mateo era misión imposible. Tal vez pensara que afortunadamente, para evitarlo.. Era un descastado. Un bípedo que solo sabía mover los dedos sobre un teclado. Caminar. No tenía ni siquiera una motocicleta. Sí una bicicleta. Móvil por el que caudillo sentía un particular desprecio. Mirar con sus ojos una pantalla durante la larga jornada laboral en tanto él se afanaba en el taller. Mateo para un mecánico era un caso grave. Mateo era “el-hombre-que-pasa-el-día-entero-con-la-computadora-jugando-a-los-jueguitos”. Él no sabía todo lo que trabajaba y todo lo que hacía durante horas y más horas del día, hipotecando momentos preciosos de su vida, pero haciéndolo con una enorme vocación. ¿Qué podía imaginar caudillo que Mateo estaba corrigiendo por tercera, cuarta vez un manuscrito en la Notebook? Porque caudillo veía el brillo de la Notebook a través de la cortina y ponía las manos en el fuego 0por que estaba jugando al scrabel. “Sí, juega al scrabel”, pensaba orgulloso de su adivinanza.

     “¿Qué hacer con este mandamás?”, se dijo Mateo. Tenía oídos atentos, mirada de lince, piernas de gacela, dientes de gliptodonte, mordida de yarará, era despierto, despabilado, cancerbero y ejercía atracción sobre las mujeres. Nuestro galán.

     Es caudillo. Gobierna el barrio con carácter temperamental. Mateo no pretendía ser un personaje destacado del barrio o de la ciudad, una eminencia (digamos, o lo que en La Plata se entiende que alguien lo es, lo que es muy distinto), una personalidad, pero tampoco que se hablara de su vida privada con esa ligereza, la de las noticias de diarios o las de la TV, esas efímeras que las radios emiten por la medianoche. Mateo se hartó de que la tiraran indirectas por la ventana cuando estaba abierta, o que no lo saludara, que se dirigiera a él faltas de respeto, el colmo de la ordinariez. Todo eso se lo debía a caudillo. Consagrado a destituirlo de mi condición de vecino digno en una comunidad de Barrio Norte de la cual sus habitantes no son precisamente anónimos. Como no lo son los habitantes en la ciudad de La Plata. Mateo odiaba la ciudad La Plata. Y había escrito palabras duras, implacables hacia ella en Revistas de NY o México. También hacia su Universidad, que conocía como la palma de su mano.Ellos no se enteraban. O lo hacían indirectamente, cuando subía sus artículos a Facebook. Vivía en esa ciudad por el solo hecho de que su hijo estudiaba Sociología en la Universidad Nacional de La Plata. Estaba en tercer año. Le iba maravillosamente bien. Estaba lleno de amigos. Tenía novia. Él quería estar ceca de él. También sus hermanos vivían con sus familias en la ciudad. Y sus tíos y primos (es cierto, algunos habían fallecido). De otro modo ya se hubiera retirado hacía rato a Buenos Aires o, en otra decisión más drástica, a la Patagonia, a San Martín de los Andes. Un anhelo tan acariciado por Mateo. Soñaba con hacerlo hacia el final de su vida. Cuando dejara la vida profesional o de estar en actividad. Envejece rodeado de montañas, arroyos y aves silvestres.

     ¿Qué podría suceder si Mateo alguna vez entraba al taller a hablar con caudillo? La hipótesis era descabellada y le agradaba menos que visitar un cuartel de infantería. A él no le gustaba meterse en la vida o en las cosas de la gente. Menos aún en sus casas o lugares de trabajo. Este taller era la segunda casa de caudillo. Su territorio. Territorio que él por otra parte delimitaba. Pasaba tantas horas en este lugar en el que seguramente almorzaba, merendaba, consumía alguna colación. A Mateo le gustaba vivir del modo más simple posible, sin hacer daño a nadie, dando una mano a quien lo necesitara, que no solía consistir en arreglar autos, aparatos o adminículos (lo que no tenía nada de malo), sino en todo caso, por el contrario, en contener afectivamente situaciones límite o situaciones graves emocionalmente hablando. No en iniciarlas. No ser causa de infelicidad de sus semejantes. Caudillo era un  cacique. Su tribu: el batallón de empleados. Cacique enviaba señales de humo. Hurgada en más datos. Igual que en un censo. Por otro lado,  con esa apariencia de macho cabrío, imponía (para algunos) respeto. Era prepotente. Bravucón.

     El taller mecánico estaba tan cerca de la casa de Mateo que resultaba imposible evitar escuchar los comentarios que se hacían. Las paredes eran de papel y la acústica su  enemiga. Cero privacidad para Mateo. Por su parte, Mateo cierta vez se había ido al fondo a trabajar a una mesa incómoda con la Notebook, fuera del estudio, para no escuchar los comentarios vulgares y soeces que se decían de él o de otras personas que él conocía o desconocía. En general  eran chistes denigrantes.

     Pero de algo estaba seguro: caudillo no le tenía respeto. Él no sabía si pensaba que él era homosexual porque no “había rehecho su vida” o no estaba rodeado de un harén de amantes. Si era homosexual o puto (llamemos a las cosas por su nombre), era por lo tanto una pavorosa amenaza para su virilidad intachable, múltiplemente probada, permanentemente confirmada, evidentemente exitosa (un padrillo), que podría verse amenazada por un inquietante intento de  conquista, en su peregrina imaginación. Mateo no sabía si caudillo pensaba que él no estaba en sus cabales, motivo por el que encima debía temerle. Y caudillo, al verlo con pocas visitas y escasas amistades decía: “Más solo que loco malo”, frase típica de La Plata. Es un lindo, riquísimo, fecundo refrán, socialmente hablando. Mejor dejarlo ahí. Mateo sí era tímido, es cierto, en cuyo caso no atraía en nada con una posible afinidad entre amigos a un par de personas de su mismo sexo. Mateo no sabía si él pensaba que él era un vago que no hacía nada productivo o alguien que trabajaba en algo misterioso. Incluso quizás a pensar en algo clandestino. Ahora bien ¿qué “misterio” podía tener Mateo? Una buena pista por donde empezar, junto a su rutina frente a la Notebook.  Lo cierto es que Mateo, harto de las frases directas o indirectas que le lanzaban los transeúntes, los habitantes del taller, o bien caudillo, tomó su Notebook. Y mal que le pesó, se fue a la habitación del fondo. Incómoda. Calurosa. Se evitó de ese modo todo efecto dañino de caudillo. Al menos en la escucha su palabra.

***

Escena Tres

Monólogo Uno

A vos te hablo, caudillo. Padrillo. Diera la impresión de que con la fusta y las espuelas, montado en este alazán caminaste el barrio tras algún rebelde o recogiendo noticias de ayer. De hoy. Serán la inminentes de mañana bien temprano. Tu informante oficial (el del almacén, almacén con nombre de mujer, que acumula las pilas de diarios para envolver huevos siempre tan impolutamente blancos, para luego de extenderlos a las patronas, preguntarles quiénes son sus hijos, de qué trabajan, si están casados, de qué trabajan, dónde viven, cuántos nietos hay ya en la familia, que hacía su marido antes de jubilares). En esos diarios están escritos todos los chismes del barrio. En grandes titulares. Las patrona, las que va a comprar, confiadas, ingenuas también en este punto, bien predispuestas al trato cordial, le transmiten la información, que será, ya es, de caudillo. Monta en su alazán. Se las roba para su guarida: el tan celebrado taller. Sede el chismorreo, un hervidero en permanente ebullición.

     Sin embargo te separaría del que envuelve los huevos en el almacén. Hay una abismo entre ambos. Tu temperamento dominante echa por tierra cualquier intento subversivo del almacenero con sus tres hijos saltando por entre las góndolas. Es que él y su mujer son tan buena gente. Irreproducibles las frases que les he escuchado gritar desde el fondo del local mientras miraban la TV ¿Pero cómo? ¿no había clientes que atendiera en este lugar en vez de encerrarse a mirar los chimentos de la TV? No me privé cierta vez de pasar acompañado por una amiga. Definí a la pareja de almaceneros en dos estocadas. Sin malicia. Pero sí descriptivas. Me escuchó, por entre cajas de tomates perita y zapallitos, entre repollos colorados y lechuga capuchina una empleada que iba tres veces por semana a darles una mano. Primero quedé impactado. Luego no me desdigo interiormente. No me importa.

    ¿Y vos caudillo en tu alazán? Visitando las casas para recoger escritos con fina tinta fresca. Los chismes que se han cometido anoche o anteanoche. Las visitas furtivas tres veces por semana nocturnas. Los apasionados besos de despedida. Guardás todo en la mochila. Los telegramas casi levantan vuelo de tan recientes, de tan frágiles sus emociones, de tan vivos. Jugosas anécdotas o rumores que han quedado impresos en papel carta (la computadora para esta misión que sería lenta, por una impresora ¿vieron?). Te das una vuelta por la verdulería de la empleada boliviana. La empleada no sabe escribir pero sí sabe soplar en tu oído todos los chismes no solo del día sino de la semana. Después de seleccionar tu inventario de todos los que te contó volvés al taller. Dejás en libertad a tu alazán (no en el taller, habría olor a bosta, las chicas saldrían corriendo, lo llevás al parque que tenés detrás, que de todas formas ya está juntando también olor a bosta). Lo que te importa son los telegramas, los chimentos, con fragancia a jazmines. Es que son tan aromáticos. Tan cautivantes. Pero para vos tienen fragancia a otras cosas también: los cuentos de la verdulera endulzando tus oídos. Fragancia a esos jugos que tienen las mujeres debajo. En un éxtasis pensás que vas a hacer el primer ensayo con tu mujer antes de irse a dormir. Se reirán a las carcajadas. Al día siguiente con los muchachos del taller proseguirás con tu misión. Ellos van a dar el visto bueno porque eligen las noticias o los secretos más dañinos o los más excitantes, según los temperamentos o la vulgaridad de la idiosincracia de cada cual. Vos no te vas a ensuciar con esas cosas. Depositás el reparto de chismes en sus manos. Te quedás solamente tres o cuatro: los más jugosos, los definitivos. Esos que pican como aguijón de alacrán. O los que calientan por su alto nivel de erotismo.

     Pero no te conformás con esto. Al día siguiente caminás hasta la panadería doblando a la izquierda a tres cuadras del taller. Sí, esa donde venden el mejor lemon pie que has probado. Las urracas se desmayan cuando te ven, caudillo. Padrillo. Se las percibe alborotadas. Salen de detrás del mostrador. Van a tu encuentro, te rodean como matronas ávidas de un pretendiente. Sos irresistible para ellas, padrillo. Pero vos no elegirías una entre ellas para tu repertorio de amantes. No llevarías a ninguna al fondo del taller. Vos picás  más alto. Podés aspirar a algo mucho más ambicioso. Estas son otra cosa.Secretean en tu oído. Hablan sobre los del barrio. Porque de los que vienen de lejos no se atreven a confesarte nada. Es toda gente bien. De mucho dinero que podría tomar represalias. Con las urracas los chimentos vuelan como el polen de un plátano de La Plata, árbol que también abunda en La Plata. Hasta que te hartás de escucharlas vos mismo. Por momentos parecen chimangos. No las tolerás más. Pegan grandes risotadas, inclinando las cabezas hacia atrás al reír. No sabés lo que es conversar con gente discreta. El comadreo del barrio no ha cesado, está en su punto culminante, en su mediodía. La luz irradia sobre las palabras más vulgares ensuciándolo todo. Deja brillantes a las palabras. Sin embargo precisamente en ese barrio nadie conoce a nadie. Se dejan guiar por las apariencias. Las peores enemigas, en un barrio, de las esencias. Pero bueno, vos elegiste ir a escucharlas. Vos elegiste buscarlas. Vos elegiste el destino de capataz de barrio. De cacique de la tribu de los chismosos.Te despedís, ellas quedan suspirando por tu virilidad. Abrís y cerrás la puerta la puerta con dos golpes diestros del pie izquierdo. Es que estás tan ducho. Llegás al taller. Recontás. Tenés los telegramas. Los cuentos del almacenero. Los murmullos de la verdulera. Los chismes de las urracas de la panadería. “Buena cosecha”, te decís. “Mejor cosecha que la de ayer”, te decís. Ahora sí tienen para entretenerse. Prácticamente tenés un orgasmo. Empaquetás todo en tu cabeza. La memoria no te fallará. Mañana habrá debate en el taller. Y circulará la información como por un programa trascendidos. Han hablado las cacatúas, las urracas y el infaltable informante del almacén, siempre tan certero en la precisión de los datos. Porque solicita precisiones. Nadie podría decir que no es prolijo. Hasta para los chismes se esmera en ser perfeccionista. Tal vez te tiene tanto miedo. Pánico de  caer en tus garras.

***

Escena Cuatro

Monólogo Dos

El caudillo en su taller mecánico. Yo en mi estudio. Apenas unos dos metros nos separan pero nos separa el universo porque no hay ni diálogo ni comunicación ni el menor intercambio. Mejor. Tomaría nota de algún chisme a propósito de lo que hago o estoy haciendo en ese momento.  Escribí esta memoria, esta imaginación, esta fantasía, esta sospecha, esta esperanza, este monólogo interior o en tercera persona porque me desafiaron a escribir un cuento  sobre un taller mecánico. El que tengo al lado era el que tenía más a la mano. El que más conocía. Me dijeron: “Lo que quieras escribir”. ¿Qué mejor que acudir a la experiencia empírica? Me tomé en serio el desafío. Y fui desafiante con padrillo. En un sentido diría que fue un juego. Tiré de un hilo y sabía que algo iba a salir. Me alegro de que me hayan invitado a escribir sobre un taller mecánico. Yo no voy a ser tan indiscreto de contar los chismes de caudillo, como dije. Estoy al tanto de varios que no lo favorecen.  Pero mejor lo dejamos ahí.  Debo confesar que estoy al tanto de muchos. Me doy cuenta, me estaba dando cuenta, me di cuenta de que algo importante iba a nombrar, no a chismear. Lo primero que vino a mi mente fue pensar en mi vecino que ha consagrado su vida a conocer los destinos de todos los habitantes del barrio. También de su vecindario de La Loma. No, si estas cosas se vuelven costumbre. Porque ojo. La cosa sigue. Caudillo marca su territorio. Son dos territorios. El de su trabajo, que afecta a sus conciudadanos. El de sus vecinos, que afecta a la vecindad. Pero la de su residencia. Es que disfruta tanto, goza tanto de hablar, de conocer la vida de la gente. Ponerla al desnudo. Como a las chicas.

     Es peligroso lo que eligió padrillo, caudillo, cacique. Jugó un juego que lo pone en riesgo. Lo pone en riesgo de respuestas. Han sido años consagrados a este oficio. Él arregla. Cambia llantas. Yo pongo en su lugar adjetivos. Doy vuelta frases cuando no me suenan felices o los períodos quedan muy largos, formando frases demasiado extensas. Busco ideas nuevas. Si tengo suerte, otras originales aparecen. Yo tengo que imaginar, pensar, razonar, argumentar, interpretar, crear. Él pone los tornillos en su lugar. Tal vez me ponga el tornillo que a mí me falta, a su criterio. En fin. Cada cual opera en su dominio. Pero. Vamos a las cosas. Cada cual es eficaz. Salvo que odio los chismes. A caudillo los expertos lo hicieron ducho en cómo solucionar problemas de los automóviles con rapidez, eficacia, destreza y precios razonables. Un amigo mayor a quien todavía frecuenta que le impartió las lecciones más sofisticadas y sutiles del oficio.

     Y llega el mandamás. Porque el que sabe actúa. Actúa más diestramente el itinerante que recorre el barrio, habla con todos, presta atención a lo que escucha, se acerca para escuchar conversaciones. Yo escribo. Escucho solo a mi texto. Es decir. Escucho a la voz que la imaginación creativa me dicta.

     Caudillo no le ha arreglado el auto a papá, les ha arreglado el auto a mis hermanos. Papá va a otro taller mecánico. La ausencia de auto en mi casa (recordar mi bicicleta), la hace casa de  pobre de capital. Esa ausencia es sintomática. Hace que tampoco visite al caudillo por trabajo. Sería una visita reveladora para él porque empezaría con las preguntas. Yo empezaría a contestar con evasivas. Y para contrarrestar sería yo el que le preguntara a él. Hasta que se diera cuenta de que conmigo no van esas cosas. Es más: están prohibidas. No me presto a estos  juego sucios. De modo que también pensará que además de permanecer todo el tiempo escribiendo. Además de salir poco (estando en pandemia, yo trabajar desde casa, hago la cuarentena, él sale porque tiene sí o sí que ganarse la vida), no tengo amigos, vivo aislado, eso es signo de ser alguien raro. Espanto a la gente. En verdad yo para él soy un enigma. Este escrito que me han invitar a iniciar una amiga y se disparó llegando caudillo/padrillo/cacique/mandmás/capataz/general, se podría haber titulado “Enigma”. Un enigma imposible de descifrar. No sospecha nada de mi vida tal como realmente es. Sigue mis pasos. Con quién estoy. Si la  pantalla de mi Notebook titila. Si bien ya me fui al cuarto del fondo, incómodo como escribo ahora. Durante cuánto tiempo. Para caudillo soy indeseable. Tampoco le doy alimento. Fuera del desarrollo de mi vida ¿Protagonicé alguna vez algún escándalo? ¿alguna situación fuera de lugar? ¿algún episodio desubicado? ¿alguna práctica clandestina? Probablemente para caudillo yo sea una intriga irresoluble. Un caso perdido. Un pobre tipo. No entiende ni mi Notebook, ni que vea poco gente, ni que no tenga amigos, ni que casi no salga, ni que esté mucho encerrado salvo para hacer las compras. Puede que me desprecie, puede que me aprecie por herencia de lazos familiares por la relación con mis hermanos, con quienes sí se lleva bien. Con caudillo/padrillo no hablamos. Lo veo pasar. Me ve pasar. A veces saluda. A veces no. Sus empleados no saludan jamás. Se introducen en el negocio como un forma de demostrar ese individuo indeseable que soy. Corren la puerta corrediza. Reflexiono: “hay mucha gente solitaria que pasa su día trabajando”. No es lo ideal, naturalmente. Es una forma de ser. El carácter de cada uno. Los gustos. Las apetencias. Las posibilidades. Las incapacidades. Las limitaciones. Las infinitas riquezas. Las costumbres. Él solo ve una Notebook con la pantalla encendida a través de unas cortinas algo grises. Un estilo de vida fundado en  jugar al scrabel. No sabe que escribo para publicar ni para que escribo para crear o investigar. No sabe que soy leído. Caudillo lo ignora todo de mí creyendo que lo sabe todo. Ahora, sin que él lo sepa pero yo sí, soy su misterio.

Fuente: Motorpasión México

***

Escena Cinco

Una voz narrada: parlamento

Veo que en este cuento, relato de una identidad que terminó por adoptar la forma de una dramaturgia, no te he dado la palabra, caudillo. Vos tampoco solés dármela a mí. Simplemente te dedicás a hablar sobre mí, acerca de mis señas particulares, de lo que hago o  dejo de hacer, adónde voy, con quién estoy, cuándo vienen mis hermanos a visitarme con sus familias (uno solo está casado, no tiene hijos), cuándo viene mi hijo. Hubieras debido gozar de una merecida réplica. Pero todo diálogo contigo, caudillo, padrillo, cacique, capataz,  resulta imposible. Es un  imposible semántico, diría Rosemary Jackson. Hay una condición de imposibilidad que impide una  comunicación que involucre la sinceridad entre semejantes, seguramente porque no me considerás uno de ellos. A lo sumo un prójimo irrelevante que no forma parte del repertorio de personas que para vos podrían ser interlocutoras para vos. Alguien sin ninguna clase de dignidad. En fin, así has planteado las cosas. Bajo esos términos el intercambio de opiniones, de apreciaciones, de puntos de vista, tus opiniones están configuradas por prejuicios, no por juicios. En ese sentido, sin una base  firme de confianza, un pacto  serio entre semejantes, entre varones, según el cual yo solamente aspiro a un diálogo franco, por un lado, vos a una conversación transitoria en una vereda rota, como  son todas las de  La Plata, con sus baldosas levantadas, destruidas por la falta de mantenimiento, con las que uno suele tropezarse, no podemos dialogar, caudillo. Yo tengo palabras fuertes para decirte,  si soy sincero, como soy siempre. Y vos reaccionarías de modo violento, agresivo, como todo chismoso pescado en falta. Mejor llegar de una vez por toda a un desenlace que aunque, es cierto, te deja inaudible,  sí mediante mi relato, un relato de la identidad de un sujeto, que se convirtió en una dramaturgia de un sujeto, que no ha sido tendencioso sino descriptivo, he dicho la verdad. Y siempre decir la verdad es una de las formas más descarnadas, pero también más incómodas, de ser honesto. Y de no ser chismoso. Al menos conmigo la vida transcurre bajos esos términos.

Fuente: Tecnomax

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Desenlace

Propagación del chisme barrial, debidamente asentado

Acabo de escribir el relato de caudillo. El cuento de caudillo.  El relato de una identidad ficcional pero que todo sabemos son frecuentes en las ciudades chicas o pueblos. “La  noche es para dormir”, dice cierta mañana caudillo, en voz bien alta, gruesa, mirando hacia mi  ventana (en la época en que trabajaba en mi Notebook allí) donde ve brillar como una TV mi Notebook. Con esa misma banalidad toma mi trabajo creativo. Mi gusto por las artes plásticas. Con esa frase hace alusión a mis trasnoches. No se da cuenta. Está demasiado pendiente de sí mismo. De sus chismes que le hierven en la cabeza, en la lengua, en el cuerpo, en su anatomía toda. Pero se equivoca la dramaturgia de un relato. Ese es otro cuento. Ese que escribió él. Ficción. Su frase no fue agresiva. Pretendió ser persuasivo para cambiar mis rutinas. Así como pretende que deje de escribir todo el día. Sin embargo, así como él las duerme (a sus noches), yo las leo (a las mías).

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.