-Una de las dos historias que hay que contar debe ser real y la otra inventada. Tienen diez minutos, mínimo. ¿Empezás?
“Bueno, primera historia:
-Se remonta a muchos años atrás. Yo estaba en la facultad y en esos años había revueltas todos los días. Los bandos peronistas de derecha y de izquierda y las izquierdas no peronistas se peleaban de todas las formas posibles, incluso a tiros. Muchos iban armados. Era común ver debajo de la campera una itaka o una 9 milímetros en el cinturón. Los de derecha usaban sobaquera. Bueno, me estoy yendo. El caso es que estábamos en primero de Letras, ustedes saben, éramos tres chicas, las tres muy amigas de la secundaria y unos pocos varones. Aclaración: los varones de filosofía eran sosos, casi transparentes, cuando no seminaristas. Los de historia muy pesados por estar politizados pero con Rosas y los unitarios y federales. Los de inglés eran homo, y las chicas, las mejor vestidas del mundo, todo les daba asco: los carteles, las asambleas, la militancia. En nuestra opinión eran imperialistas. En francés no había nadie –que se hiciera notar- y en Educación física eran todos como de escuela especial, se tentaban de risa en filo, hacían ruido, se tropezaban con todo y gozaban siendo así de brutos. En cambio, en Letras había dos o tres varones como la gente, entre ellos el chico que me gustaba. Estábamos una noche en clase de introducción a algo, una comisión chica con una profe con cara de ratón y vinieron a levantar la clase para invitarnos a una asamblea en el aula magna para hacer públicas las razones de poner al departamento de letras el nombre de Leopoldo Marechal. Estaban todos armados, eran de izquierda peronista, pero alguien osó decir en voz alta que la derecha también reivindicaba al poeta para ese honor. Sí, dijeron porque fue católico, pero después fue a Cuba y escribió La isla de Fidel y por eso nosotros, etc, etc. La profesora levantó la clase y se fue a su casa, contenta. Y nosotros al aula magna. Aclaremos que en ese entonces humanidades funcionaba donde hasta hace poco funcionó el liceo. Es decir entre el viejo edificio del rectorado y la mole que en ese momento estaba en construcción donde ahora funciona derecho, ciencias económicas y humanidades. Esa mole hecha para controlar disturbios estudiantiles es una trampa mortal si a alguno se le ocurre coparla. Es hostil, con escaleras peligrosas, balcones y pasillos hechos para el control de la policía o el ejército. Algunos de ustedes conocen. En ese momento funcionaban ya dos subsuelos, como catacumbas y el resto estaba en obra. La cosa es que el aula magna estaba al fondo del sector que les describí, cabían más de cien personas, y sus altas ventanas de madera y postigones daban a 48, pero no directamente. En realidad daban a la obra en construcción. Una vista tétrica. Bien, llegamos entonces mis dos amigas y yo y dos chicos, uno de ellos el que me gustaba. Pero con tanta mala suerte que como había mucha gente y casi ninguna butaca, uno de los chicos atropelló y se mandó por una fila y el, resto detrás. Eran butacas como de cine, de madera, resto de la vieja facultad de humanidades donde estudiaron mi mamá y mi papá. La mala suerte es que yo como soy boba quedé última en la punta y al lado de una de mis amigas y del otro se me sentó un barbudo de filo que decían era buchón de los servicios. Un tarado porque en letras estaban los más activistas. El acto empezó a los gritos, los vivas y los aplausos para Marechal. Disculparon a la viuda –ni loca esa mujer hubiera ido a meterse ahí- después, una catarata de consignas. Unos de derecha que habían ido a copar, a romper o como digan ustedes ahora empezaron a los gritos y cantitos. Pero, la cosa iba a pudrirse de otra manera: Unos gritos y unas explosiones que venían de fuera nos interrumpieron. Entraron los que estaban de guardia, digamos, para avisar que llegaba la cana, la montada ya estaba afuera donde había mitín por otras causas y la brigada adentro. Las explosiones eran de gas lacrimógeno. Se armó un desbande impresionante, rajaban para acá para allá, se pararon todos y se subían muchos al escenario, porque pensaban que se podía escapar por ahí porque habían aparecido por ahí los conductores del acto. Nosotros, mi grupo, nos quedamos paralizados. Y uno de los chicos –el que me gustaba- gritó: ¡por la ventana! Estaban abiertas para respirar porque muchos fumaban y el humo era denso y ahora con el gas, peor, casi no nos veíamos. Entonces corrimos deslizándonos por la fila de butacas donde estábamos, de costadito. Yo tenía unos jeans de piel de durazno, apretadísimos y anchos abajo. Por suerte no tenía plataforma en los zapatos porque el largo del pantalón no daba para taparlas entonces los tenía que usar con zapatillas. Y una camperita corta de lona y el bolso zurrón y las carpetas, no solté nada y los seguí, así a lo egipcio. El problema era que a las butacas, tipo cine, se les subía el asiento para pasar pero como eran viejas, el asiento se caía y yo , que era la última –el barbudo había desaparecido en la niebla- me iba golpeando las rodillas a cada paso. Me quedaron tremendos moretones al día siguiente. Nos arrojamos, no pregunten cómo, por la ventana y fuimos cayendo por escombros, fierros, enormes latas con agua sucia y terminamos entre cajas de cartón. Otra de las chicas dijo: ¡¡¡es el kiosquito!!! Rodamos y nos acurrucamos entre las cajas, porque de la ventana del aula magna seguían saliendo pibes y pibas y canas con armas largas. Alguno de los pibes tiró porque se armó la balacera y en medio todos desaparecieron. Estábamos duros de miedo, pero yo había quedado al lado del chico que me gustaba y eso me recompensaba todo. En un rato pareció que se había calmado el quilombo pero de golpe pasaban sombras largas del lado de 48, que estaba ahí nomás. Entonces el chico que me gustaba agarró despacito una de las cajas y la abrió y sacó unas masitas de chocolate con una crema pegajosa adentro que parecían unas tetitas negras- no me acuerdo como se llamaban- no sé si existen todavía. Y empezamos a comer y a comer, de los nervios nos comimos toda la caja. Era difícil poder tragar con los pantalones ajustados y las rodillas en la pera pero debo haber comido como diez. Después que terminamos la caja -como si fuera un plazo- ya no se escuchaba nada y empezamos a movernos como podíamos. Una de las chicas se puso a llorar y el otro pibe se hacía el superado. Después supimos que este sí era buchón, pero bien que se comió una pila de chocolates. Salimos por 48, entre rejas y chapas. En la calle no había ni un alma. El chico que me gustaba me acompaño a casa y en la puerta me dio una cajita de pastillas de anís, esas con forma de corazoncitos, y me preguntó si iba a clase de griego al día siguiente. Seguro, le dije…
De los que estuvimos allí todos desaparecieron, menos yo.
La segunda historia, en diez minutos ¿no?
Bueno. “Yo era chica o no tanto, digamos, nueve años… o estaba por cumplirlos. Era verano, en Mar del Plata, pero no en la ciudad, si no cerca del faro, por la costanera, justo enfrente unas cinco cuadras adentro. Era un barrio residencial, que limitaba tierra adentro con el bosque de Peralta Ramos. Una o dos casas por manzana, pavimento un poco arruinado y lomas. Por eso nos gustaba, a mi hermano y a mí andar en bicicleta. Las bicicletas eran de sobrinos de mi tío, por el lado de la mujer, que iban en febrero. Nosotros en enero. La casa era de mi tía y ese cuñado. En La Plata no teníamos bici porque vivíamos en el centro –Plaza Italia- y era muy peligroso y además en departamento, primer piso, así que a la vereda poco íbamos a jugar. Allá en cambio era esperar que trajeran las dos bicis porque mis tíos las mandaban a arreglar. Después de todo el invierno estaban desinfladas y les ponían a punto los frenos para que no nos matáramos. El día que llegaban nos subíamos y no nos veían más el pelo. Era más divertido que la playa. Íbamos sólo de mañana porque a los grandes les gustaba dormir la siesta y almorzar sin arena. Ahí nos escapábamos. Ese año, apenas trajeron las bicis vino un vecino, ni idea quién era porque muchos alquilaban, pero los propietarios debían conocer a mis tíos. El vecino éste vino a contar que en el barrio había un “amoral”… un amoral. Con mi hermano nos miramos, estábamos espiando y nos dimos a entender que no sabíamos de qué estaban hablando. Pero todos se quedaron preocupados, entonces cuando nos dijeron que no podíamos salir más en bici hicimos un escándalo. Nadie nos quería decir porqué. Pero jorobamos tanto y tanto que nos permitieron salir con recorrido avisado un rato por día. Le prestaron a mi hermano un reloj y estoy segura de que nos miraban –la casa estaba en una loma- sin perdernos de vista más de unos segundos. Y encima les arruinamos la siesta. Entonces volvió la prohibición y no hacíamos más que mirar revistas que mi tía acumulaba todo el año y se llevaba para leerlas todas juntas en verano. Ahí empecé a leer policiales, mi tío llevaba unos tomos que tenían cuatro o cinco novelas del mismo autor, los clásicos y otros más nuevos como Chase. Pero queríamos salir. Un día en que dormían los cuatro nos escapamos por los lugares de siempre. Paseamos por el bosque y nos sentamos a descansar y discutir qué cuernos era un amoral. En la casita no había diccionario. Decidimos que era un delincuente, un ladrón o algo así, pero peor seguramente. Y decidimos buscarlo. Así, agarramos las calles de tierra, que estaban más lejos del mar, y donde las casas raleaban todavía más. Los árboles eran altos y tapaban casitas abandonadas, algunas con diseños raros, todo vidrios o redondas como iglúes. Me olvidé decir que mi hermano había llevado su rifle de aire comprimido, que también estaba en la casa y no se llevaba de vuelta porque en la ciudad hubiera sido un peligro. Le tirábamos a un blanco y él insistía con los pájaros pero no había problema porque nunca les daba. Cada vez que nos encontrábamos una de esas casitas nos acercábamos sigilosamente, mi hermano con el rifle apuntado adelante para investigar. Ya nos volvíamos cuando entre un yuyal vimos un chalecito medio abandonado pero con trastos afuera. Algo nos dijo que ahí estaba el amoral. Entonces dejamos las bicis en el pasto, acostadas, lejos, pero apuntando para donde deberíamos escapar, por las dudas. Llegamos a una ventana pero estaba tan sucia que no se veía nada, apenas que había muebles. Y como bolsas de ropa en el piso. Entonces dimos la vuelta y tanteamos la puerta. Se abrió sin ruido y entramos, el rifle adelante y atrás los dos. En la penumbra vimos lo siguiente: un colchón en el piso y sobre él un hombre… corpulento, dormido, de espaldas, el pelo alborotado y el culo totalmente al aire. Nos sobrecogió la imagen. Nunca habíamos visto un culo tan grande y menos los dos a la vez. El cuerpo se movió un poco al costado, con un sonido apenas audible y la masa glútea quedó de costado. Estábamos paralizados, pero seguros de que eso era un amoral. Después recordé que alrededor de los trastos, entre botellas y zapatos había un par de juguetes, un conejo grande de trapo y un camión volcador de madera, también una cabeza de muñeca pero la vio solamente mi hermano. Yo, no. Apenas nos dimos cuenta de que la puerta abierta dejaba entrar el sol del verano y su luz, supimos que el hombre se estaba despertando y cuando se sentó en la cama con los ojos cerrados, nosotros ya estábamos pedaleando cuesta abajo, con el rifle de cualquier manera sobre la bici de mi hermano y yo pensando que se le iba a disparar en la cara, más precisamente, en el ojo. Y nunca supimos si ese era el amoral o no, si lo atraparon o sigue libre. Pero dentro de nosotros dos la imagen del culo para arriba no nos dejaba ninguna duda…
¡Ya está! ¿me pasé de tiempo? “