Una escritora sin inspiración convoca a su clínica de novela para elegir al ganador del concurso. Las historias de los aspirantes son todas buenas, pero sólo una será elegida. ¿O todo se trastorna y no sale como se esperaba? Adelanto de Clínica, Premio Sanguasán vigésima edición, de Genoveva Arcaute, publicado en Amazon.
CLÍNICA
Premio Sanguasán de Novela vigésima edición
Primera Parte
El incendio en el barrio de los peruanos fue devastador, dos, casi tres manzanas arrasadas por un fuego producto de la imprudencia o de la voluntad vengativa de un ahorrista estafado. Alguien se había quedado con lo que no le pertenecía y el robo se había velado con fuego y humo. En las noticias hablaron de esos círculos de ahorro –juntas, como los llamaban- tan frecuentes entre quienes no tienen un banco donde ir llevando las pequeñas sumas puestas aparte del gasto diario. Se depositaba la cuota en la casa de uno de ellos, quizá el más persuasivo o el más capaz de defender el pequeño tesoro. Como fuera. Pero podía salir mal. Ese era el rumor más audible en todos los canales de noticias. Con errores, claro, en los números de las manzanas, en los nombres de las calles. Había que ser baqueano para deducir dónde exactamente había sido todo. Pero para las audiencias masivas y lejanas al foco del suceso eso bastaba. La localización aproximada, los motivos fehacientemente aclarados, todo cedía frente al cuadro humeante de casillas mixtas, como llaman a las construcciones que combinan materiales a medida que el constructor los consigue. Parte de ladrillo común, parte de los otros grandes y huecos, parte de chapas onduladas y lisas y madera, sí, madera, en todas sus formas, vigas, tablas, amasijos de aserrín y cola enchapados, madera porosa, descartada y ahora ardiente, como en un descomunal asado: ese era el olor que impregnaba el humo, tapando los restos de enseres y los actores de la tragedia en un ondular fantasmal. Barrio Arroyo Medio, decían, asentamiento semilegal sobre terrenos vendidos por alguien que no era dueño pero sí mandatario de alguna sucesión inconclusa, apuro de los herederos por hacerse de algo con qué pagar costas o picardía de martillero que copa cualquier parche baldío y cuadricula minilotes para los necesitados.
Dos o tres manzanas quemadas, buscan víctimas, y un coro de voces extrañas, con acentos de afuera, y diminutivos como ahorita, reciencito, ahicito, cundían en los testimonios llorosos, de mujeres casi todos, reforzando el dolor por los desencuentros, las pérdidas, las perspectivas. Ominosa flotaba la noticia de algunos bebés calcinados en sus cunas.
Victoriano tenía los ojos abiertos desde que Rosalía lo dejara solo, en el enorme sillón, con el dispositivo para los pies abierto, extendido con su mecanismo terriblemente sólido en tensión, firme e inamovible. Bien lo sabía, para destrabarlo y poder apearse de allí era necesario estirar el brazo, ubicar la tecla durísima y empujar, al tiempo que los talones fueran con firmeza hacia abajo, clavándose en el apenas mullido escabel. Entonces se oía un chasquido metálico, y las rodillas se plegaban y las plantas llegaban tierra firme. Sí, si los talones, las rodillas y el brazo con sus dedos flacos tuvieran diez, quince, veinte años menos. Victoriano había adivinado más que oído, el ruidito de las llaves en las cerraduras, tres, una a veinte centímetros de la otra, a cuarenta de la tercera, cosa de alzarse, y luego agacharse para dejarlo seguro en el departamento. La sordera estaba a un paso de ser total, a un paso pequeño pero sin embargo enorme para su conexión con el entorno. Esforzaba su atención a un punto en que el aire se le llenaba de rumores, crujidos, vocecitas y roncar de motores de toda clase, desde los potentes de las motos, en la escasa distancia del asfalto a su primer piso, hasta los de pequeños aparatos domésticos usados por los vecinos. Y las radios cuyas palabras se fundían sin remedio. Oía mejor los gritos.
Estaba con los ojos abiertos desde que Rosalía había girado las tres llaves a diez metros de su sillón. Y ese insomnio siempre le traía ideas inconvenientes, a saber, estirarse, tentar con el brazo la tecla, inclinarse sobre el anchísimo lateral de su nave y soñar con la fuerza necesaria para mandarla a tres de sus cuatro extremidades… ya, a la una…
Y desistir y retomar el sueño, la orden y el deseo. Esbozar una sonrisa. Hacía tiempo que había perdido la autocompasión. Se había aburrido, claramente.
Solía leer. Pero la vista ahora estaba tan dañada por el regreso de las cataratas que había desistido. No más que las letras grandes en el bajo de la pantalla, en canales de noticias. En especial uno, que tenía buen contraste con las imágenes de arriba y podía leerse con cierta comodidad. Estaba al tanto además de los temas del día, entonces el rato de noticias, era un tiempo ocupado, lleno, opaco, asible, recordable, plástico en la memoria breve que le quedaba. Los juegos que podían hacerse con las pavadas que ocurrían eran infinitos.
El televisor estaba prendido, y la voz en volumen medio no era descifrada por sus sentidos, pero sí el zumbido, el latido del aparato encendido, que vibraba y llegaba a alguna antena de su cerebro, avisándole que había voces en el recinto no demasiado amplio del living comedor donde estaba el enorme sillón tapizado de cuerina negra.
Ya tenía hambre otra vez. La luz había cambiado. Ambos datos podían estar diciéndole muchas cosas diferentes: que se había quedado dormido y el tiempo había pasado más de la cuenta que se hacía en su interior, que el día se había nublado y la sensación de hambre era porque la comida del mediodía había sido escasa, como casi siempre, o insulsa, como cada vez, o había olvidado que había comido, lisa y llanamente y, como siempre, quería empezar por el principio, o sea, con una buena comida.
Cómo empezar a vivir, habiendo olvidado lo vivido. Tan a menudo tenía esa sensación, que se había vuelto cotidiana. Recordaba haber sentido el airecito de la mano avisando que algo había allí que se movía, y de ahí a reconocer el gesto de quien constata que el otro ve, tan tonto no se había vuelto. Ya podía ir sabiéndolo aquella, viejo sí, pero no tonto. ¿Querés que adivine cuántos dedos? Le largó con una ironía que había sido el tono constante de su comunicación. Antes. Antes del sillón, antes de confinarse en eso que era trono y prisión. Lo había traído el hijo con grandes alharacas, decidiendo que casi todo el tiempo estaría allí. El andador a un lado, la mesita con agua, caramelos y pañuelos, y seguro alguna otra cosa más para sobrevivir como un robinson de tierra firme, a menos que uno quisiera ver como isla esos bordes inciertos del sillón, como costas su vista débil, como tormentas los rumores graves que lo envolvían. O como río quieto el parquet que ya no se enceraba. Ahora la televisión echaba gritos de publicidad, estridentes, audibles, algunos jingles no habían cambiado y lo anclaban a sensaciones pasadas.
El texto de Maguán:
Mamá se ahorcó en este lugar. Es una oficina vulgar, gris y llena de los elementos comunes que hacen a una repartición pública “moderna” de la década del sesenta. No es un edificio a preservar ni una caja vidriada y monolítica con pretensiones de diseño, metáfora de archivo o registro. El cielo raso sucio a tres metros de altura, los pasillos y paneles delimitando cubículos según las necesidades de cada administración, la ausencia de ventanas. Es ociosa la descripción de un espacio donde todos estuvieron alguna vez, haciendo trámites un par de mañanas o trabajando treinta años seguidos. Está a mano pero no en el centro, las líneas de transporte pasan en su mayoría por allí cerca porque en algún momento todos los ciudadanos deben registrar o pedir un registro con un número, el correcto, de persona, viva o muerta, propiedad propia o ajena y así. Certificar que uno pagó, pagó, pagó, cada boleta celeste o gris, con su historia en números.
Es deprimente y lo sería aún si mamá no se hubiera ahorcado aquí. Y lo sería para mí aunque yo misma hice muchas cosas para que me trasladaran con el cargo y el sueldo que tengo desde hace casi diez años en otro de estos laberintos-cliché de la organización. Entre esas cosas estuvo el pedido formal con todas las notas habidas y por haber, dirigidas con mi mayor consideración a los jefes superpuestos de la pirámide burocrática de turno. Que fueron minuciosamente ignoradas. También recurrí al eficaz acomodo de un amigo de mi padre, mejor dicho de un amigo de un amigo suyo. Que en vista del aura que tuvo la tragedia no encontró como negarse. Sin embargo, yo sabía que había algo que podría inclinar la balanza a mi favor: la oficina en cuestión estaba vacante, no encontraban reemplazo para el último empleado, nadie quería cubrir el despacho de papeles que pasaban por allí. Claro, de algún modo se entendía: un fantasma había sido visto por varios trabajadores, dispares en cargo y condición. Alguno lo insinuó una vez muy de pasada –para no ser tomado de punto- y el eco cundió y los testimonios salieron sinceros aunque nunca en volumen demasiado alto. Que yo pidiera ir ahí, con mi apellido paterno obviamente y una foja conteniendo sobrecapacitación, les sonó a solución mágica. No hubo obstáculos.
Mi trabajo no iba a ser el mismo de mi madre. Las cosas se habían movido bastante desde entonces. Ella era secretaria del secretario de un alto funcionario jefe administrativo del área de identificación de los ciudadanos, un registro de nacimientos y muertes, pero que reportaba a esferas superiores. Digamos que su función era un misterio para la niña que yo era en aquellos tiempos. Creo que ni mi madre sabía bien qué cosas pasaban por sus manos. Ahora, en mis tiempos, que estaban recién comenzando, era una escalera clausurada, un reguero de agua por los escalones que sobraban debajo de un blindaje chapucero, de lata gruesa oxidada con restos de papeles panfletarios de vaya a saber cuándo, carcomidos no más por el tiempo. Arriba habrían estado, según una pequeña encuesta que fui haciendo entre los rostros que me iban siendo más familiares, las oficinas del primer secretario. Siempre con rodeos, esquivando mencionar el hecho escabroso relacionado con el lugar. Mi madre había sido dejada un poco más abajo, en este triste cuarto. Todavía no empecé a plantearme de dónde se colgó. Eso es un detalle que me interesa pero está después, mucho después que las misteriosas apariciones. Por de pronto quiero aparecer como alguien reservado, no me cuesta nada, soy de poco hablar y la gente que me rodea me ve con algo de prevención. Debe haberse filtrado que pedí venir acá, y eso les habrá parecido morboso o de mal agüero. También barajé sincerarme, o sea, decir que soy la hija, pedir ayuda y hacer de esto un reportaje como para canal 21, pero temo armar un toletole que se vuelva imposible de manejar. Temo que se aparezca alguien con una mesa de tres patas una copa y papelitos o una tabla de esas que aparecen en las películas norteamericanas. No, por el momento inventaré excusas de cercanía de mi casa o de algún familiar, tío o tía, que tengo que asistir de pasada. El caso es que estoy aquí, me salí con la mía y ahora no hay otra posibilidad que seguir. No voy a eternizarme en este lugar tétrico. Pero no creo estar cometiendo ningún despropósito.
Faustine los llamó a diferentes horas. Los citó, cada cuarenta minutos, en su petit-hotel que era en realidad medio petit-hotel, en la calle Juncal. La madera oscura, la escalera de mármol imprimían un clima opresivo, pero viniendo de la calle, húmeda y hostil, Alelí se sintió en un refugio. Empuja y entra al hall. Está en penumbra. Faustine viene bajando la escalera interior, más mármol crema, escalera de película antigua. Lleva puesto turbante, de esos armados, que se ponen y sacan como sombrero, brilla, tiene algo de lamé. Una blusa oriental le flota alrededor del cuerpo, sobre una minifalda que deja ver piernas con medias oscuras y botas con mucho uso, de las buenas. Alelí no conocía más que su rostro, en los sitios de las pantallas que encarecen su talento y su trayectoria, sobre todo su trayectoria como expositora, conferenciante, asistente a seminarios y plenarios. Conoce los vericuetos nacionales, sí, seguro y los internacionales también, pero eso es menos comprobable. Alelí encuentra que nada se ajusta a lo imaginado. Esperaba una dama convencional, una vieja al uso, distante, dura, hermética. Se encuentra con una charlatana que se agarra de su juventud para bromear, le atribuye inocencia, esperanza, ignorancia. “Soy descubridora de talentos” le advierte y Alelí se siente seducida, y repelida. Pasan a un comedor amplio, en una media planta baja, entre sótano y nivel cero de la calle. Ya estaba tomando un licorcito sin querer tomarlo, por insistencia de Faustine, que rodeaba la mesa sin sentarse, como los animales del zoológico. Pasaba las manos sobre la carpeta de terciopelo con dibujos de arbustos y pastores ridículos, acomodaba ramas de eucalipto gris que se desordenaban a su paso, dentro de un jarrón chino enorme que casi no la dejaba pasar detrás de la silla de Alelí. De respaldo altísimo, pana rojo oscuro que le retenía la falda cuando se removía. Y tanto lo hizo que se le fue subiendo hasta el muslo, totalmente enroscada. ¿Estás incómoda? ¿Preferís estar de pie? Yo sí. Pienso mejor. Le preguntó si había traído textos. Le pidió uno y se puso a leer en voz alta, No, leo yo, la voz del autor distorsiona y mejora. Y arrancó con un texto erótico en el que una mujer conocía en la calle a un hombre, el destino, quería decir Alelí, y se iban juntos a un edificio de departamentos, pero no entraban a ninguno. Se escondían en un rincón de la entrada, antes de los ascensores, atrás de una falsa pared con plantas y allí él la manoseaba hasta que la desnudaba de la cintura para abajo y la poseía con furia. Ella gozaba tanto que le pedía más, pero él la besaba en el pelo y se iba. Un relato corto, de cuatro mil caracteres con espacios. Que había salido en una revista virtual. Alelí miraba, de pie, el dibujo de las ramas en la carpeta de terciopelo, y sentía el calor que le subía por la cara, hasta la frente. No por el tenor del relato, claro, sino por la exposición a la que se sentía sometida. La voz de Faustine era tremenda, obscena, cada adjetivo parecía estar equivocado, cada conexión ser incorrecta. Alelí dejó, hacia la mitad de la lectura, de pensar en correcciones. Ya lo reescribiría. Puesta en evidencia, sí, ésa era la expresión que describía su estado de ánimo. Terminó de leer.
-¿Y serás capaz de sostener a lo largo de doscientas páginas a estos u otros personajes, corazón? Preguntó después de un silencio acalorado y rasposo de manos sudadas sobre la carpeta. La empujó a la silla de nuevo,-la alfombra frenaba todo deslizar en ese piso- y la miró con ojos saltones y pintados, bellísimos y verdes, también, que Alelí sentiría omnipresentes durante los sesenta días que seguirían a la primera reunión, no ésta, la grupal, una semana después, aproximadamente.
-Vamos a escribir una novela, ¿sí? De doscientas páginas, a razón de dos por día, siempre lo digo, de la nada va saliendo la historia, despacio, despacio, dejando para el día siguiente lo que ya vemos con claridad. Di-fi-rien-do, se entiende, creo. No pro-cras-tin-nan-do. Buscalo después, corazón. Vamos escribiendo la novela. Vamos haciendo el seguimiento, vamos viendo y pensando. Me traés este cuestionario respondido y ponemos una fecha, después viene el plot, ¿sí? Después buscalo. Entonces arrancamos. Y al final del arco iris está la cazuela con el premio, las monedas de oro, el premio La Fustán, treinta mil dólares, a la mejor novela, que sólo se otorga cada dos, dos, dos años. Y mostraba los dos dedos con sus uñas falsas de rosa chicle delante de la roja nariz de Alelí, que sentía como todo calor se retiraba de su cuerpo y era reemplazado por un temblor de frío falso. Ese frío falso que toma cuando el estómago está vacío o el miedo está por aflojar los diques del cuerpo, abajo, y uno no tiene donde aliviarse. Y las dos cosas tenía Alelí. Las dos.
-Para mí, por adelantado, son dos mil, pesos, pesos, por cada uno de los dos meses. Apenas apruebo tu plan, pagás y empezamos.
Ahora la indignación había reemplazado a la cagadera. El frío seguía, pero era el frío de metal de la oportunidad. Alelí era joven, pero esto ya lo había aprendido.
-¿Y cómo gano el premio yo?
-Lo ganás porque tu novela lo merecerá y porque yo tengo cómo volcar al jurado en tu favor. Este premio lo elijo yo, me toca a mí, me lo deben, ¿sabés? ¿qué más querés que te diga?
-¿Y si no es buena mi novela?
-Elijo otra de las que vamos a trabajar aquí, querida. No sos la única, somos un grupo. Una preselección, que hice yo. Y mando derecho al ganador.
Alelí tenía por entonces ganas de vomitar, la nada que no había comido. Pero una excitación fabulosa la ganaba. El destino, sí, el destino y sus atajos. El destino la estaba alcanzando.
Mapola leyó las dos páginas nuevas que se sumaron a la historia que ya llevaban a medio escuchar. En pocas palabras la historia era la siguiente:
Jano fue de los primeros hologramas que hubo en la ciudad. Gloria y Alonso se fascinaron ante los folletos cuando el psicólogo de cabecera que los sostenía desde la muerte de Jano les propuso la experiencia con una delicadeza digna de quien trabaja con el dolor, con el sumo dolor de los padres que ven morir al hijo, de siete años, de un día para el otro, nada más que porque el conductor que debía traerlo de la escuela retrocedió para que no le ocuparan el lugar, con más furia de la normal, con más fuerza en el acelerador, trabándose el pie en el pedal y arrastrando al niño que tuvo la ocurrencia de pasar por detrás del vehículo, nada más que para arrojar una cosa, nadie supo qué, al compañero que ya iba cruzando la calle. La secuencia era simple: Jano baja a la calzada enarbola el objeto en cuestión, llama por su nombre al amigo, al tiempo que el conductor de la van blanca y naranja salta hacia atrás con fuerza inusitada y lo levanta con el paragolpes y oprime con la rueda haciendo que el cuerpo caiga luego abajo, antes de chocar al auto que estaba maniobrando, aparentemente sobre el lugar reservado para los colectivos. De inmediato fue el llamado, la breve agonía, los trámites judiciales, los consejos a granel, las invitaciones de organizaciones destinadas a consolar en grupo a las víctimas de dolores innombrables, que creían que a fuerza de nombrar lo indecible, éste se iría haciendo tolerable, aceptado, lejano y ajeno a los protagonistas. Nada de eso resultó. El licenciado Braun, consultado de inmediato para asistirlos, un hombre no demasiado joven pero lleno de recursos y caricias, trajo por fin a los padres, que ya se estaban convirtiendo en sombras, en acólitos de un templo vacío, ocupado por una camita, unas láminas y unos cuantos –demasiados- juguetes felices y asombrosamente inmóviles, el inquietante folleto, convincente, poderoso, con una solución absolutamente impensada. Contenía, entre otros textos maravillosamente compuestos, una serie de preguntas entre las que descollaba una que no podía ser desautorizada: ¿cuántas veces han mirado videos y fotos del ser querido después de su muerte? ¿qué reacción se produce? Había opciones, y las respuestas unánimes de la pareja emitidas en una especie de trance sin lágrimas, los señalaban como perfectos candidatos a traer de regreso a Jano, al cuarto, a sus juegos, a sus salidas familiares.
Fue fácil y rápido: entregar todo el material audiovisual que tuvieran y más preguntas, un sinfín de ellas, que respondieron con entusiasmo y precisión. Y lo más notable: sin discrepancias. El precio, enorme, pero podían pagarlo. Ni se discutió. Sobre todo el padre, que intuyendo lo monstruoso de la situación, y el peligro para la salud mental de su mujer que entrañaba aceptar, se dijo que sería por un tiempo, hasta que pudieran pensar en tener un bebé. Que se trataba de un álbum gigante y animado, un poco más que los magníficos videos tomados con la mejor cámara, la de ellos, precisamente. Eso se dijo el padre.
El día en que Jano vino, de la mano de la empleada de la empresa, licenciada en psicología, por supuesto, fue inolvidable. Mamá cayó de rodillas frente a la asombrosa imagen del niño, y cuando volvió unos ojos arrobados a papá y preguntó confirmando “¿no puedo tocarlo, verdad?”, papá simplemente respondió “cuando tengamos el dispositivo virtual” y la empleada “unos guantes hasta el codo, una pechera, que rozarán la imagen”. “Un equipo cada uno, ¿no papá?”, con expresión de niña pidiendo un juguete caro. Y desafiante atravesó con la mano la maciza imagen, provocándole olas de distorsión. Retrocedió asustada, gritando “¿qué pasa?”. Papá la abrazó y la psicóloga la calmó con palabras. Todo está bien. Tengan paciencia. Hay que habituarse. Entonces la figura habló, dijo que estaba cansado pero que tenía ganas de volver a la escuela, que ya se sentía bien y que estaba contento de estar en casa. Subió las escaleras después de preguntar “¿puedo acostarme un rato antes de cenar?”
Diego sale de la habitación, mira la cama deshecha y vuelve a buscar algo entre las cobijas. Es un cuaderno de tapas duras. Es el cuaderno único, que dijo haber perdido días atrás. Apenas había trabajado unas páginas, era de los rayados, cubierto de plástico azul, como todo lo que tuviera hojas y debiera ser llevado a la escuela. Azul, mejor que rojo, tan llamativo. Las hojas gruesas, de buena calidad, la lámina del cruce de los Andes en el medio, el diagrama para anotar el horario y la carátula enmarcada en laureles con la ficha dentro, nombre, dirección, grado, maestra y esas cosas. Un cuaderno de lujo. El segundo del año. Lo había “perdido”, así con comillas. Después de las páginas escolares, intrascendentes, había escrito con los marcadores nuevos, probando cada color, Cuaderno Perdido, pero sin comillas. Entonces, sale y cruza la calle. El enorme edificio del ministerio está deshabitado, de manera que el extenso espacio entre la mole y la vereda, de pasto cortado al ras y árboles altísimos, así como la playa de estacionamiento que cruza la manzana y tiene acceso por las dos calles, es suyo, nada más que suyo. Sabe que es temprano, que los demás llegarán en un rato. Le gusta la soledad de esperarlos. Como si se diera tiempo de armarse, de constituirse en el que es.
El palo borracho ya estaba por las grandes peras verdes llenas de algodón y semillas. Todas las fases del palo borracho eran grandiosas. Querría saber en qué otra parte de la ciudad había un ejemplar más alto, más… Saca el cuaderno del pecho de la campera y un bolígrafo cortado con el canuto masticado. Salvaje, se siente. El único habitante de la isla. Y quiere anotar, pero no anota nada. ¿Qué? El palo borracho es… Se queda mirándolo, con las dos manos sosteniendo el cuaderno cerrado.
Melisa dobla la esquina caminando sobre la parecita que rodea los jardines del ministerio, de pronto se baja, cruza la calle corriendo y se detiene frente al local con vidriera ciega que es la vivienda de Diego, espía entre las rajaduras del papel que la cubre, sin darse cuenta de que Diego la está mirando desde el otro lado de la calle. Y no la llama. Melisa desiste, y cruza, ahora sí, derecho hacia él. Que sigue mirándola serio, esperando que se siente en el pasto, junte las rodillas, las abrace y suspire profundamente.
Ella tenía el pelo recogido en una coleta sujeta con una gomita de toalla de la que colgaba un oso de peluche en miniatura. Sacudió la cabeza, el oso bailó en el aire.
Diego desvió la mirada al adornito y se rió.
¿Vas a ir a la escuela con eso?
No, ni loca, me lo trajo Wendy, yo le di uno para poner en la punta de lápiz, tiene un resorte y escribís y se mueve para todos lados.
¿Lo compraste? ¿Cuánto te costó?
Lo robé, y ella robó el osito, acá en el súper. Cuando lo inauguraron de nuevo.
Antes era Dumbo, ahora es Grandprix. ¿Podés creer que tienen exactamente las mismas cosas? Con Clau marcamos unos paquetes con una crucecita roja y ahora, con las góndolas distintas y todo en otro lugar, que no encontrás nada, están los mugrientos paquetes de harina con la marquita.
¿Y por qué iban a cambiar? ¿Vigilaban mucho?
Más o menos, estaba tan lleno que fue fácil.
Se rieron.
Allá viene Lucio, el nuevo. ¿Sabés, no?
¿Qué?
Nació en un campo de concentración, la madre lo tuvo ahí y se lo dieron a unos policías, el padre murió a tiros en la esquina de su casa cuando se estaban escapando. Los padres, digo, los que se lo llevaron, están presos. La abuela lo encontró y se lo trajo con ella. Vive al lado de casa, siempre habla con mi mamá. Es la del perrito blanco, que parece salchicha, ¿te acordás?
Pero no le digas nada que te conté.
Diego se queda de una pieza. Su cuerpo se hace un bloque, no tiene órganos, no hay distancia entre su mano, que sujeta el cuaderno, plano y duro delante del estómago y su frente, que le duele porque el sol está pegándole, o porque trata de espaciar las palabras de Melisa para que bajen por su comprensión y hagan un todo que pueda asir de algún lado. Y sus pies que tiene contraídos dentro de las zapatillas como si le doliera todo lo que acaba de contarle Melisa, como cuando le cuenta que le pinchan los ojos a alguien o le despegan las uñas. No llega al estremecimiento siquiera. Melisa sacude el oso siguiendo un ritmo imaginario. Se está vengando de unas cuantas que Diego le debe. Igual, no ha dicho nada que no sea cierto. Nada.
Lucio dobla la esquina, viene de su casa, dos calles más lejos. La abuela de Lucio es bastante más vieja que la de Diego, parece enferma.
Los presento: Lucio, él es Diego. Diego, él es Lucio. Siempre Melisa se arroga la delantera, por lo menos en todo lo social. Pero Diego no piensa en estos términos. Melisa es una creída. A ver si el nuevo fuera “la nueva”, que iba a decir. Seguro a criticarla con crueldad. Como ella sabe. Melisa no tiene amigas, no las permite, le parecen estúpidas todas las chicas de la escuela, y peores las compañeras de clase.
Lucio tiene ojos claros, impenetrables, no se sabe cuándo está atento, cuándo en una ensoñación. Te los clava cuando mira, para hacerte decir lo que no querés decir.
Ahora, después de un silencio que hay que llenar, Diego está diciendo, por ejemplo: ¿Ya no ves a tus papás, digo, a los que te llevaron?
Y se muerde la lengua. Melisa lo mira con odio, hace un gesto de desdén. Lucio la tranquiliza con un gesto del brazo, la mano no llega a tocarla. Parece un actor.
Dejá. No importa. Todos saben ya de dónde vengo. No, Diego, no los veo. Están presos. Creo.
¿Y vos los querrías ver o no los querés ver más, por lo que hicieron?
Melisa se para y casi a los gritos increpa: ¡Sos malísimo, Diego Lucero! ¡Sos lo peor! ¿Te gustaría si te preguntara él que pasó con tu papá, como los dejó a vos y tu hermanita con la loca de tu mamá que está internada y ahora con tu abuela que no sabe ni hervir una papa! ¿Qué vos te lavás la ropa, y te cocinás, y que de la escuela están cansados de ir a tu casa que es un local roñoso, tapado con papeles? ¿Te gustaría? Ahí enfrente, ése, antes vendían verdura, ahí, todavía hay olor a fruta podrida. ¿Te gustaría?
Diego mira para abajo pero no lamenta la catarata. Ahora Lucio estará más tranquilo. Siempre hay alguien peor que uno. Pero Lucio no parece necesitar comparaciones. Se sabe especial. Se lo demuestran sin palabras todos. Los que fueron a la especie de fiesta que dio su abuela, todas personas graves, llorosas, emocionadísimas hasta el desmayo. Que pusieron música que jamás había escuchado. Que lo miraron o más bien examinaron rasgo por rasgo, mirando fotos viejas, que se presentaron como tíos, primos abuelos, primos de los padres y así.
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