Desvanecernos. Obra de Azucena Salpeter.

A ellas

Entreabro la ventana de mi dormitorio y la brisa ya deteriorada de enero penetra en el cuarto, agitando levemente los cortinados que vibran o, mejor sería decir, ondulan al compás de las lenguas que vienen de afuera. En ese sitio del camastro respiro, hundo la nuca y el lugar lejano de la espalda que no veo pero que respiro recostado.

     Dije que era enero. Dije que había brisa. ¿Diré que se me hacía agua la boca por los duraznos que tenía a mi lado, junto a la repisa de la pared? La sustancia de la fruta anega de sensaciones las extremidades: la lengua, las yemas, las comisuras. Volví a respirar sin estridencias, sin llegar a percibir ese sitio hondo del cuerpo que se aplasta cuando el aire queda guardado y sin salida. Después de la respiración hubo un gesto obligatorio: el de pararme. Me icé. En realidad fue como si me levantara a mí mismo en vilo, desdoblándome en dos egos. Fue una sensación instantánea, elemental,  en la que no intervino la volición sino un impulso raro, exótico, que de otro modo me hubiera condenado al malestar.

     Ya en los duraznos, mi mano posada sobre la frutera y en la cáscara afelpada de la fruta, no fui paso a paso. Tomé un durazno entre las manos. Lo sopesé como a un pecho. Después introduje un dedo en él, como quien juega a sentir el sexo pleno de una hembra. El durazno cedió a la presión punzante de mis dedos: el índice y el pulgar que, quién lo ignora, son los dedos del amor. El durazno estalló en un néctar, pero no irradió pulpa hacia los lados ni hacia mí mismo. Simplemente mis dedos se untaron de esa sustancia etérea, refulgente y muy fresca. No estrujé el durazno. Apenas lo manipulé de un modo sutil. Amoldando su forma a mis palmas, buscando hurgarlo y penetrarlo sin la desmesura del deseo pero sí la del placer.

      Con los dedos impregnados de durazno, mojado de esa pulpa y esa libertad húmeda, recordé a Isadora. Ella con sus soleras blancas y escotadas. Ella con su cuerpo brutal y firme, sin fisuras. Ella con su cintura hecha a la medida de mi mano. Recordé que cuando la tomaba de la cintura, mi palma se combaba, cobraba otro sentido: era un envoltorio de su talle, como muelle cáscara de fruto. Recordé nuestros viajes. La noche que en aquella posada de Abisinia hicimos el amor de un modo deslumbrante. Deslumbrante lo fue un poco porque el sol de esas comarcas irradiaba un fulgor incandescente. Otro poco porque sentí que cuando su sexo se entreabría para recibirme, algo luminoso nacía de ese palmo o se descorría, como un velo o un tul que pende sobre la boca de algunas orientales..

     Isadora aturdía mis sentidos. Hablaba su lengua con unos modales de cortesana sin ninguna de sus taras. Delicada, lenta, colorida. Isadora, ahora lo recuerdo, nunca llegó a generar en mí el deseo de la paternidad. Comprendo ahora que un hijo hubiera sido un intruso entre nosotros y yo la deseaba amante para siempre, sin compartirla con nadie, ni siquiera con alguien de mi leche.

     ¿Cuántos años compartimos con Isadora? ¿Uno o un milenio? ¿Cuántos viajes? ¿Amigos supieron que nuestro amor también alcanzaba para estar de a dos con ellos? En fin, siento que hablar de Isadora es una manera de perderla o de que se me escape por la boca, boca que ella habitó y donde tantas veces estuvo guardada. Isadora ahora está en su casa. Yo en la mía. Bastaría que me vistiera, que me abotinara el calzado, que me peinara el pelo en desorden y saliera con rumbo a su domicilio para encontrarnos. Sé positivamente que cada vez que vaya a la casa de Isadora la encontraré. Que cada vez que azote su llamador o su cencerro, ella correrá a mi encuentro, será hospitalaria. Sin embargo, no persevero ni acudo. Me quedo en la cama, jugando con el siguiente durazno de la fuente. Ese durazno que no aplastaré sino que lameré, cuyo perímetro jugaré a dibujar con las paredes de mi boca y la punta algo salobre de mi lengua. Después de jugar con los duraznos, hincaré una dentellada en su carne y su jugo brotará y se deslizará por mis mejillas después, por mis comisuras primero. Así es la física de los cuerpos, así se diseña la materialidad de los flujos, la materia y la sustancia. Yo también soy un flujo de algo. Dicen que de energía. Dicen que de dolor y de goce, de movimiento, de papilas surcadas por texturas y sabores. Eso, de sabores. Saboreo el flujo del durazno femenino, el durazno jugoso y a una temperatura fresca sin ser fría, húmeda sin estar mojada, dulce sin ser empalagosa. No cavilo, es cierto, sólo me inducen a estas incisiones del pensamiento la mera hipótesis de un encuentro.

     ¿Cuándo entró Artemisa en esta historia? Lo recuerdo sin lugar a dudas. Primero fue su nombre: una mención. Su bautismo sucedió a orillas de Egeo, pero eso no constituye un hecho inusitado. Que el sacerdote la bañara en el Nilo o el Éufrates reviste apenas una anécdota anodina. El río purificó cada costra, cada miedo, cada tensión y en esa purga Artemisa se arqueó con su limpieza. Crispada por el agua helada, su cuerpo se arqueó. Sus padres rezaron una oración por Aqueronte y derramaron unas abluciones en un túmulo, sobre la arena. Las orillas, sinuosas, aprobaron estos tributos.

      Fue criada a la intemperie, con leche de cabra y los frutos de la tierra. Ella los recolectaba en persona de pequeña y aprendió a elegirlos con mesura. Aprendió a no dudar de los frutos porque conoció cuáles eran los maduros y los sanos, después de acariciarlos. Dormía sobre la paja, debajo de las estrellas, sin recelar de los insectos ni las alimañas, porque los establos le provocaban una sensación de abatimiento y dolor, de angustia moral y desazón. Despertaba con el lucero en sus espaldas y el sol apenas incipiente, como un pimpollo o una yema. Las zarzas no la lastimaban.

     La primera vez que Isadora me refirió el nombre de Artemisa, fue una noche de septiembre. Isadora hablaba de la música, de la melodía de los dioses o que los dioses aprobarían si hablaran a los mortales. Isadora dijo: “Compongo los ecos de todo lo que le escuché a Artemisa”. Entendí de un modo provisorio que nada debía preguntar al respecto. Reconozco que la curiosidad es uno de mis defectos. Pero también sé reconocer el punto en el que debo callar y reprimir su ejercicio porque la cordura lo aconseja. Una cosa supe, y fue que la música de Artemisa debía ser algo prodigioso, sutil, una suerte de revelación o de milagro, al menos por el modo en que Isadora, que es tibia y parca en los elogios, se refería a ella. Imaginé esa música como una vibración que encandilaba y, al mismo tiempo, hechizaba sin medida.

Desvanecernos. Azucena Salpeter.

     Primero fue su nombre. Pero después fue nuestra primera reunión en la casa de cierto médico que se dedicaba a la talasoterapia. Fui solo a esa cena al aire libre, debajo de unos nogales, con una mesa de roble con mantelería blanca y con carpetas. Después de hablar del mar una y mil veces, de extendernos en las virtudes terapéuticas del océano, de las algas y del placer de veranear en las costas, me aparté del grupo. Sentado en el pasto, sin la transición de un asiento o de un lienzo, me abandoné a pensar en Isadora, en su ausencia que yo procuraba saldar con recuerdos o adivinanzas.

     Miré las estrellas. Miré la luna. Miré el agua que corría sin estragos. En un momento una música me distrajo de mis atracciones. No voltee mi cara para enterarme. Sentí el sonido de una cítara o de un laúd. Un arpa ajena acompañaba la tonada principal. Una melodía indescriptible, tersa, luenga. Casi me caigo o me derrumbo sobre el pasto, en un desmayo. Di media vuelta y vi a la mujer de túnica celeste, con el pelo negro arrobado y la mirada algo perversa, tocando su música para todo el mundo. Recelé. Nadie podía escapar a la fascinación de esos sonidos que no sólo ella ejecutaba, sino que ella misma había hecho brotar a la realidad sonora del mundo. Que quizás en el mundo ya existieran por separado, pero que ella se había ocupado de reunir, de eslabonar como un rosario con sus cuentas. ¿De dónde los sustraía? ¿A quién se los arrebataba para siempre? Demás está decir que no me le acerqué en toda la noche. Era una mujer peligrosa, de una seducción llena de vértigo y probable perdición. Toda fascinación entraña un riesgo. No quise correrlo.

     “Artemisa”, me dijo un ciego que era arquitecto y que estaba a mi lado. “Su nombre es Artemisa”. La anécdota remota de Isadora se unió en mi cabeza con la cítara y el laúd prófugos de esa noche. Los cuerpos de una y otra se superpusieron el uno sobre el otro, pero sin coincidir por completo. Eran dos identidades demasiado netas como para convivir. Eran austeras. Eran bellas. Eran encantadoras. Eran tersas y musicales. Eran virtuosas. Eran irresistibles ambas.

     Esa noche volví a casa y, cosa extraña, soñé lo que nunca sueño. Soñé sonidos. La partitura era algo extraña. Era el trazo de Artemisa. Era su música invicta sonando en mi cuarto con pulseras, rodeando mi presencia de un vaho sensible y brumoso, como las orillas de un puerto o el recinto seguro de un concierto en el momento del aplauso. Pero después de la música de Artemisa, soñé la de Isadora. O no, más justo sería decir, soñé con el silencio de Isadora. Isadora callaba con respeto, con solemnidad, con reverencia. Isadora también recorría el cuarto pero en vez de ejecutar su fuego musical, tocaba un pandero y unos cascabeles. En un momento las dos mujeres se enfrentaban cara a cara, cuerpo a cuerpo. De cada una brotaban unos sonidos nítidos. Allí, en ese sitio, contendían. Yo asistía al combate como un espectador impotente. Sentí el ejercicio de la violencia entre ellas durante un buen rato. La guerra consistía en la emisión de sonidos de la una hacia la otra, de la una hacia la otra. El conflicto se resolvió con la caída de Isadora. Derrotada, se derrumbó en tierra con un golpe seco, terminante y funesto. Asistí a ese infierno sin intromisiones. Detenido en el sueño, no pude recurrir a su auxilio ni por posibilidad ni por convicción. Isadora padeció el golpe sola y sin respaldo. Artemisa me guiñó un ojo, como en una señal de victoria, y salió, invicta, volando por los aires, sin alas, porque Artemisa no es un ser alado sino acuático. Desperté arrebatado por los miedos: el miedo por el paradero y la salud de Isadora, el miedo por el descubrimiento del deseo inminente por Artemisa, del miedo que siempre me provoca la violencia y el choque entre poderes. Me lavé la cara con prisa y pensé: “Se trata de dos mujeres poderosas”. Lamenté que dos mujeres tan perfectas no pudieran convivir, pero comprendí que para ser civilizado y vivir en armonía hay que ser débil, humilde o contrapuesto, por lo menos, que la convivencia entre lo excepcional nunca es pacífica.

     En el momento en el que estaba por comer el primer trozo de pan, tuve acceso a una evidencia: que el factor de la rivalidad entre ellas había sido la música, pero que también lo era yo mismo. Eso lo sospeché esa noche en la que ella inclinó la cabeza para dedicarme sus dos odas y un tercer himno y en la que (me enteré por terceros) preguntó por mis señas a un amigo.

     Era natural que después de ese sueño Isadora desapareciera de mi vida de un modo intempestivo. Un poco porque había sido derrotada en la contienda. Otro poco porque nuestro amor languidecía y yo había empezado a disfrutar vagamente de mis momentos de soledad. También a requerirlos con más abundancia y apremio. Demás está decir que mis labores no eran la causa de esa demanda.

     Dos semanas después tuve un sueño que era la antítesis del antecedente. Soñé que Artemisa e Isadora estaban desnudas en una alcoba y jugaban a besarse y a lamerse de un modo lento e imprevisible; también brutal. Isadora recitaba unos versos exóticos, que sonaban a algo glamoroso y distante. Artemisa la devoraba como un lobo, como si la comiera a dentelladas. Ese juego parecía alcanzar algunos paroxismos, algunos puntos de suma rebelión por parte de una o de la otra. Pero Artemisa siempre llevaba la voz cantante. En los momentos del orgasmo se sacudían con estremecimientos convulsivos que me llevaban a pensar en ellas como mujeres sumamente vulnerables. Simultáneamente, conformaban una completitud inestable pero entera a la vez.

Desvanecernos. Azucena Salpeter.

     Recordé ese sueño durante mucho tiempo y comprendí que no había sido un sueño. En realidad había sido una sustancia, el manjar del durazno, la siniestra amalgama de un amor que todo el tiempo estaba probando su propia esencia, su naturaleza, el grado de compromiso que se ponía en juego en su ejercicio para seguir adelante.

     La noche que Artemisa estuvo en mis brazos, disfruté de toda su sabiduría. Es más, en realidad más justo sería decir que fui yo quien estuvo en los suyos. Esos son los momentos en los que un macho siente que es él en realidad quien es tomado por una mujer. En los que cuando el macho entra, ella dice: “Te tengo”. Eso sólo sucede con hembras poderosas, gatas libres y valientes. Esa noche hubiera deseado inseminarla. Hay mujeres que provocan esa sensación de desear hacerlas madres sin límites ni medida en el momento irreflexivo de un arrebato. Uno quiere anidar en su sexo y dejarse mojar, luego morir, en esos destinos y en esos bienestares.

     La noche de amor con Artemisa no deparó sorpresas sino que avivó milagros y prodigios que yo ya de antaño conocía. Esa noche sentí despertar a mi propio cuerpo y ese despertar lo provocó la música que ella emitía, pulsada por mis manos y mis protuberancias en ebullición.

     Artemisa no era una mujer para permanecer en mi vida. Un poco porque era demasiado poderosa y con mujeres así de tercas y así de imponentes el deseo no es posible sin estragos. Nos amamos largamente y en ese punto de una profunda y total cercanía momentánea (pero no esporádica, porque no podíamos volver a vernos ya nunca más), la intersección se exageró hasta la fusión.

     Conocí, sin que lo confesaran, la intimidad de ellas. Ellas la conocieron conmigo por separado y comprendí, lentamente, casi en un proceso, en un duelo inveterado, que cada uno de los tres conocía los secretos del otro, porque es en el momento de hacer el amor en el que el alma se entrega y se revela. Uno se quita la ropa, las prendas una a una como se quita el dolor, el amor, la mentira, el pudor y el deseo. Ellas contaminadas de mí, yo contaminado de cada una de ellas, fundidos los tres en una situación y en un instante. Yo jugando en sus líquidos y en sus suspensiones. Ellas recibiendo la presencia tonificada de mi cuerpo. La esencia de ellas (una superioridad), la mía  (un poder carnívoro) y la química que sucedía entre nuestros átomos y nuestra materia, abolía  la posibilidad de un vínculo. Éramos pasajeros, juntos, tornadizos, llenos de avatares. Podíamos visitarnos y en ese instante de contacto puro, de pura comunión y de puro toque, terminaba por excluir sus términos isósceles (por excluirnos), hasta por fin desvanecernos.

Artículo anteriorDesde Cuba, música country con sabor latino: lo cubano y lo foráneo, desde su ruralidad
Artículo siguiente«El deseo de Ana», ópera prima de Emilio Santoyo
Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.