Celina Ortelli. Invierno en Los Bosquecitos.

Uno

Un laberinto de cristal

Me interno en el bosque (las solapas del abrigo apretadas, las manos en los bolsillos, los dedos bien apresados por entre los guantes) y camino sin pausa. Sé que cada  detención serán unos grados que descienda la temperatura de mi cuerpo. De modo que agito la caminata. Me agito. Agito el aire en torno de mí. Me sale vapor por la boca. Un vapor que se condensa el afuera merced al interior de mi cuerpo, como si se tratara de bruma. Como si fuera niebla. Como si estuviera saliendo de mí todo Londres. Todo Praga.  Estoy a punto de trotar y me detengo. “Podría tropezar”, me digo, en un arranque de prudencia. “El terreno es resbaladizo”. Otro arranque de prudencia. Hay de tanto en tanto rocas también. Algunas parecen escarpadas, si bien este no es terreno montañoso. Sin embargo la nieve conquista. El espectáculo majestuoso de los árboles nevados da la impresión de que hubiera sobre ellos una capa de cristal. Cuando es de día siento la belleza inaudita de este lugar que hace que estemos más juntos aún que cuando la casa está sin nieve en torno. Cuando en entorno de la casa es todo de verde. Y nada de blanco. No se alternan un juego de colores, una paleta que conjuga diversos colores (incluso el de algunas plantas). Nos acostumbramos a las ceremonias de interiores: el café, el té verde, el brandy, a las cansadas un whisky él. A las cansadas un licor de naranjas yo. Me gusta la leche tibia con canela. De tanto en tanto le agrego miel. Preparar un flan de claras. En fin, somos de hábitos frugales. Ensaladas, algo de pasta, arroz blanco con aceite de oliva y queso sardo, verduras al horno o a la sartén sin demasiado aceite. La vida aquí no podría sino ser apacible. Se podría decir que existe entre el medio ambiente y nosotros armonía. Estamos en el lugar justo con el tiempo ideal (sí, aunque no lo crean, el frío en Los Bosquecitos no deja de ser un deleite) y la compañía perfecta. Pero permítanmelo, regreso al exterior. Mi caminata se ha diversificado, como esos ríos que irrigan hacia distintas brazos, en torno de diversos rumbos. He tornado primero a la derecha, luego a la izquierda, luego a la derecha nuevamente. “Pero esto es laberíntico”, me digo. “Un laberinto de cristal”. Incluso podría haber un minotauro cerca (sonrío). Imaginaría en tal caso estiércol. Paredes que encubren pasadizos. Teseo cerca. Ariadna que le tiende su hilo de seda. Yo estoy necesitada de mi hilo de seda. Necesito tirar de él para orientarme en esta inmensidad de Los Bosquecitos. El clima no es hostil gracias a cómo estoy vestida. Pero mis pies sí sienten, pese a las botas y a las medias de abrigo, esa temperatura de intemperie. Estoy a la intemperie como suelen estarlo las plantas, las aves, los quelonios, los mamíferos salvo los animales domésticos. Me pongo en su lugar. Por eso se queman. Solo quedan los troncos y las hojas más fuertes, más gruesas, de mayor espesor. Por lo general se trata de coníferas. Me siento indefensa. Mi vida ahora es de intemperie. El universo es la intemperie. Pienso: “Por la noche será todo artesanal, todo hospitalario, todo hogareño”. Aquí estoy, destemplada, cruzando un bosque en el que puede haber ocho peligros. Un peligro. Dos peligros. Tres peligros. Cuatro peligros. Y así siguiendo una cuenta  que en este punto detengo. Bostezaría. Los peligros no se cuentan. Se viven. Se temen. Se padecen. El peligro es sinónimo de pánico. El peligro surte un efecto de pavor. Uno imagina que puede estar delante de un Triceratop. Los agresivos dinosaurios depredadores de la Prehistoria, como recordarán O esos seres que habitan buena parte de la cinematografía occidental. Monstruos. Había, ahora que lo recuerdo, uno en particular, un ser temido, que habitaba el frío. Un monstruo todo color blanco. No diré su nombre, pese a que lo sé. Pero no. Sí lo diré. Se llama Yeti. O así lo apodaba la sabiduría popular de esos espacios tan distantes. Lo dije porque hay personas que no lo conocen y este sonido, esta palabra puede despertar toda una serie de resonancias, como sucede con los sonidos, con los escritos, que provocan asociaciones. En ocasiones, como esta, son capaces de potenciar el miedo. Investiguen. Busquen. Indaguen. Del mismo modo en que yo estoy incursionando, explorando esta zona peligrosa porque podría caerse una rama sobre mí. O más terriblemente un árbol. Un tronco seco que vacilaba en su estabilidad vegetal antes de que llegara esta estación tan inclemente. Pienso en el verano. La pileta de casa. Yo junto a ella bebiendo un jugo de naranjas recién exprimido. En ocasiones, por las noches, en cambio, un perfecto Malbec con Fernando a la orilla del agua, sobre las lajas de piedra de la pileta o bien sobre sentados a la pequeña mesa de madera. Es que es tan bello el verano. Es la estación de la plenitud. Es la edad de la plenitud. Es la edad de la realización porque el cuerpo entra en acción, el cuerpo se descubre de toda esta vestimenta que a mí me resulta molesta. Me perturba porque me impide moverme en libertad. Pero no se confundan. No quiero con esto que piensen que desmerezco al invierno. Una época cruda, violenta, agreste, salvaje por sus temperaturas, por sus tormentas de nieve, por sus paisajes. No obstante, Los Bosquecitos es un lugar en el que en lugar de haber tormentas de nieve simplemente nieva. Los Bosquecitos es también sus elementos. Estar afuera no es estar a salvo. Uno puede morir de frío en la nieve. No hay trineos (sonrío). El auto en ocasiones se atasca. Debo llamar a Fernando, que viene, celular en mano. Lo señala (señalando mi llamada) y me dice: “Te encontré”, como si me hubiera buscado durante toda la vida hasta por fin llevarme consigo de viaje a Costa Rica, donde estuvimos cuando nos casamos. O bien como si en medio de una multitud extraviada de pronto hubiera dado conmigo.  O bien como si fuera un Teseo que ha llegado luego de que los llamados o las huellas de una Ariadna. Su voz quizás. Lo hubieran llamado de modo convocante. Pero estoy en Los Bosquecitos: el clima sin embargo me invita a la caminata, a jugar a que estoy habitando una zona mucho más montañosa que Los Bosquecitos. Una zona mucho más al Sur que Los Bosquecitos. Una zona también europea ¿por qué no? Los Alpes suizos. Juego. Juego a muchas cosas en mi caminata de niña por el bosque de Los Bosquecitos que va de mi casa de maderas, de mi cabaña a lo de mi abuelita a llevarle la comida (¿panes? ¿una torta?) en una canasta de mimbre cubierta con una servilleta a cuadros. Mi abuela habita una cabaña cerca de este bosque de Los Bosquecitos. Esta historia que yo vivo ha sido narrada por alguien. Por alguien inteligente. Por alguien culto. Por alguien de una enorme sensibilidad creativa, sobre todo. Por alguien que habitaba la sensibilidad de un niño porque en su mente (y en su capacidad de sentir, de amar), pudo recrear esa mente infantil. Ingresar en ella. A partir de ese punto de vista ver el mundo con esos ojos. Yo estoy camino de lo de mi abuela. Mi abuela me tejía bufandas. A mi esposo también. Sigo caminando. Sé que por delante de mí habrá una cabaña. Sé que por delante de mí está la cabaña de mi abuela. Sé que por delante de mí hay un peligro, no ocho, como dije. Ese peligro es un lobo. Sé que por delante de mí hay un lobo dentro de la cabaña. Yo no llevo una canasta. Yo no llevo panes. Pero sí hay un peligro. Sé, por lo tanto, que por delante de mí hay lobo que ya está satisfecho (ha devorada a mi abuela) y me aguarda. De modo que es un peligro, ya no ocho. Sino uno. Pero grave. ¿Podré sobrevivir al peligro como ahora debo sobrevivir al miedo? ¿como antes debí sobrevivir al frío? ¿podré ser capaz de aceptar que la vida que pensaba que iba a tener sería tan larga como una línea de una mano, esa que me prometía sin yo saberlo ser devorada por un lobo? Ese lobo. Ese lobo me está acechando. Un lobo. Ese lobo. ¿o esta loba? Su marca de género no es el punto. Sino su especie. Ese o esa que estoy viendo. ¿acaso la ven, lo ven? Me ha mostrado sus caninos. Puedo ver sus dientes filosos. Con una punta aguzada como una aguja. Yo he regresado al camino pero no corro porque sé que si lo hago será mucho peor en el caso de los lobos. Solo puedo pensar en mi abuela. Regreso a casa a paso lento. La cabaña de mi abuela era un cuento. Un cuento que había escrito un escritor de nombre europeo. Luego traducido a nuestro idioma. Leído por nuestros padres o en la escuela. O por nuestros abuelos. Luego leído a nosotros o por nosotros. Como mi abuelita, que ahora ha sido víctima del lobo. Había escrito a medida que caminaba. Cierro la puerta detrás de mí y entro a la cabaña. Y grito:

-¡Lobo estás!

Invierno en Los Bosquecitos. Foto: Celina Ortelli.

Dos

Tallaré la nieve

La senda está semi-abierta. Acabo de ingresar caminando ¿Por qué camino tanto en el

invierno cuando durante la primavera y el verano soy todo automóvil? ¿soy una mujer al volante que se desliza por el mundo sobre ruedas? “Deslizarse sobre ruedas”, es una frase, prácticamente un refrán o una frase que es un lugar común, de la sabiduría popular que expresa la idea de que “la vida fluye sin interrupciones ni obstáculos”. Ahora recorro el sendero. A mis lados: coníferas. Coníferas nevadas. Algunas más que otras. Soy una mujer que se consagra a las caminatas. Solo eso. Me limito a ser alguien que se consagra a las caminatas. Llegaré a destino. A un destino donde alguien me espera (abrigado). Habrá un hogar a leña o acaso él habrá encendido la salamandra. El ambiente será cálido. Sentiré la tibieza del cuerpo de Fernando. Ahora percibo un cierto aroma agreste en torno de mí. Un aroma que tiene que ver con todo aquello que no soy. Con todo aquello que los humanos no somos. No. Me corrijo. Hay humanos que sí lo son. Lo son  porque son de naturaleza animal. Se caracterizan por manejarse con las mujeres con una naturaleza completamente desprejuiciada y también ejerciendo una seducción irresistible. Es un aroma que suele conquistar a muchas mujeres. Sin embargo, oh, sin embargo, yo me siento conquistada por este sitio, por este este espacio, por este paisaje, por este lugar, por la persona que amo, por la persona que me espera de puertas adentro del exterior de Los Bosquecitos. Soy una extranjera que camina. Alguien que sin embargo está en casa y se siente una extranjera. De pronto experimento una sensación de extrañamiento. Como si la vida fuera o tuviera o fuera un absurdo. Experimento la incertidumbre de lo que soy, somos con Fernando, he sido. El futuro se vuelve una urdimbre de pensamientos como un remolino incierto. De pronto es como si hiciera las cosas sin un motivo. Sino por una inercia a la que debo responder porque estoy inmersa en ella. Es una inercia que me conduce por entre este habitar Los Bosquecitos. Pero no se trata de una inercia producto de un movimiento previo con su punto culminante que sería haberme detenido aquí. Haber llegado a Los Bosquecitos. Es que el invierno…Es sabido…El invierno hace que sintamos que los lugares, nuestros lugares, sean espacios extraños. Ya no nos sentimos en casa (pese a los leños en el hogar, pese a la salamandra, pese a las bebidas espirituosas, pese a los velones con incienso por las noches). De modo que yo ya no soy yo misma. Este lugar sí lo es. Tengo la certeza absoluta. Estoy con  mi abrigo y sueño en muchas cosas. Podría salirme al camino otra mujer a pedirme limosna. Pero ¿en Los Bosquecitos? Este barrio es una reserva ecológica. Se supone que poca o nada de gente que no sea del lugar puede ingresar. Pero la extranjera soy yo. Como aquel cuento de Julio Cortázar, “Lejana”, en el que una mujer se acerca en un puente a otra mujer que está pidiendo dinero, a una mendiga, le pide limosna, la abraza, la toma por el brazo, quiero decir, y de pronto intercambian identidades. La mendiga es ahora la burguesa que le tenía piedad. Esa que sentía una inmensa conmiseración por ella. Tanta que llegaba al punto de tomarla entre una mano y la otra. En tanto la burguesa es la mendiga. Ataviada con ropa en un estado calamitoso. Ahora dejo de pensar en Alina Reyes. Yo claro que podría cambiar mi identidad por la de otra persona ¿por la de quién lo haría? No quisiera caer en el lugar común de una estrella del espectáculo, de las que abomino salvo las buenas actrices que son sobrias. O las intérpretes y cantautoras que son verdaderamente virtuosas. Sino de alguien de la cultura. Alguien que haya logra conquistas. Conquistas importantes para la Humanidad. Parra la civilización. Ahora bien: ¿quién podría ser? ¿en qué cuerpo podría ingresar para cambiar el mundo? ¿qué mujer abrazó al mundo al punto de cambiarlo? ¿qué mujer se abrazó a sí misma, primero, para darse seguridad y tenerla luego para afrontar al mundo en un medio completamente hostil? Ya sé. Y estoy a punto de gritarlo: “Madame Curie”. La primera mujer que fue Profesora en la Sorbonne. Una mujer que investigó y trabajó sobre la radioactividad. Una mujer que lo hizo junto a su marido. Sí, sería Madame Curie. Es una heroína importante entre mi gran panteón de personalidades. Están también las artistas. ¿Por qué no pensar en una artista como Camille Claudel? Es una pena una vida de tanto sufrimiento. Una vida de tragedia. Una vida en la que estuvo internada los últimos treinta años de su vida en una manicomio y habiendo estado sana no la dejaron salir de allí. Su hermano, el famoso escritor francés Paul Claudel, que fue quien la quiso internar, la fue a visitar solo siete veces. Pero, ahora que lo pienso, bien podría ser Lola Mora. Una mujer argentina consagrada al arte de la escultura. A mí. A mí que me gustan las artes plásticas. No precisamente la escultura pero sí la pintura. Juego. Juego a que camino por el sendero de Los Bosquecitos siendo Lola Mora ¿En qué pondría su atención Lola Mora? ¿en qué se detendría? ¿en qué detalle miraría este invierno de árboles tallados por la nieve tan blanca como el yeso? Es la temperatura a la que ella no trabajaría jamás ni quizás la época del año. Le dañaría las manos, los dedos. Eso arruinaría su instrumento de trabajo para siempre. Lo que significa que no podría seguir ejerciendo su arte. Ella realizó muchos monumentos públicos. Creo que fuentes. Y ahora que lo pienso se detendría en el color blanco. Ese blanco tan puro del algodón. Indudablemente el blanco es el color que ella elegiría para mirar. Los cristales opacos sin que el sol les pegara. Esa nieve que ella convertiría como si fuese yeso en una estatua. Una estatua no de nieve. Una estatua de yeso color blanco. Una estatua de blanco de yeso. El blanco de Lola Mora sería el blanco en el que pondría el ojo. El blanco que distinguiría ese paisaje de otros. Un blanco que se parece mucho al de los elementos con los que ella trabajó. Un blanco que le permite ser una escultora que no se detiene en el mármol negro de Rodin. Una figura odiosa Rodin. Olvidémoslo. Apartemos al genio. El hombre de genio suele ser portador de miserias. Como el resto. Pero una imagina en un artista dotado una ética proba. Pensemos en Lola Mora. Esta Lola escultora. Esta Lola argentina. Escultora. Artista que realizó la Fuente de las Nereidas o el Tocador de Venus, en la Costanera Sur de Buenos Aires. Los Bajorrelieves de la  Casa de la Independencia, en San Miguel de Tucumán, en 1900. La Estatua De la Libertad, en Plaza Independencia, en San Miguel de Tucumán. Y el Monumento a Alberdi. Se trata de obras que si bien no son monumentales no dejan de llamar la atención realizadas por una mujer en aquel tiempo histórico. Se trata de obras públicas. Así las definiría en términos más o menos convencionales. No se trata de piezas para museos de arte ni de colecciones. Sino para formar parte del paisaje urbano. Y yo pinto. Y yo pinté. Y yo hice retratos. Y yo saqué fotografías. Y yo saco fotografías. Lo sigo haciendo. Y siento una particular inclinación por la astrofotografía. Y por la luz. Por fotografiar la luz. Desde a Los Bosquecitos a la luna, desde la luna a las estrellas, desde las estrellas a la Constelación del Sur. Porque también la astrofotografía me permite el registro de lo más enriquecedor de una constelación: lo que nos devuelve la imagen de nuestra verdadera pequeñez. De nuestra verdadera magnitud de humanos. La nieve moja mis botas porque esta vez estoy sin el auto. He ido a un mercado que queda dentro de Los Bosquecitos. He comprado chocolates para Fernando. No para mí. Para mí habrá castañas saladas. Esas que Lola Mora cierta vez ha de haber probado. Ha de haber degustado. ¿Con su hombre? ¿con un Fernando. que no es este Fernando que tengo a mi lado mientras come su chocolate, pero fue aquel Fernando? ¿Un Fernando que amó? Lo siento. Tal vez me ha asaltado un arranque emocional. Pero es que las emociones en Los Bosquecitos me cobran una intensidad más potente. Vivir aquí me hace pensar solo en una cosa. En decirme una frase al haber pensado en Lola Mora: “Tallaré la nieve. Haré una fuente. Navegarán los peces. Y yo veré la luz chisporroteando sobre la superficie de las aguas. Apenas tornasoladas, Peces con escamas de colores. Peces que nadan agitando sus colas como tules. Peces con branquias que son sutiles”. Porque estamos en invierno. Pero mi imaginación, de una profundidad que me han hecho notar, me permite estar, ahora mismo, en el verano en todo su magnífico esplendor”.

Invierno en Los Bosquecitos. Foto: Celina Ortelli.

Tres

Final de partida: epifanía

La casa está vacía. He ido a despedir a mi marido que se iba con sus amigos a jugar al fútbol. A una cancha de fútbol cinco, esas canchas de fútbol techadas, cubiertas. Ahora difícil sería de otra manera pensar en un partido verde junto a verde. Debo reconocer que también soy deportista. El universo es distinto para un deportista. Es un descubrimiento incesante poder apreciar algo nuevo a cada instante. Una nueva hoja que cae. Una gota de lluvia que, cuando se refugió del partido le mojó la cabeza y se derramó hasta su rostro dejando un pequeño sendero que luego chisporroteó cuando le pegó el sol. Luego fue tornasolada. Esa gota tornasolada es observada por un testigo del partido, quien a su vez queda maravillado por lo significativo del cuerpo. Ahora estoy a solas. Puedo hacer muchas cosas. Tejer ¿por qué no? No se trata en mi caso de una tarea doméstico como aficionada sino de una vocación. Es en mi familia una labor de naturaleza inmemorial. De proseguir una conducta completamente ancestral. Continuar una ruta que señalaron mis mayores, enlazando hilos de lana, enlazando hilos para formar figuras que formarán una prenda. Las mujeres de mi familia desde que tengo memoria son quienes a su vez me han referido de las hazañas de las grandes tejedoras entre nuestras ancestras. Guardo muchas prendas tejidas por familiares. Por mi hermana Inés, que me ha regalado un gorro. Como podrán imaginarse, para este invierno en Los Bosquecitos es la prenda ideal. Y en mi familia hubo  telares. Mi abuela me contó de las prendas que se tejían. Yo soy diestra en el tejido. Me han impartido lecciones. Inés también sabe. Cierta vez le tejí a Inés una pequeña mantilla. Y a mi madre un poncho. Se trata de esos regalos especiales, para el Día de la Tejedora, como existe en Argentina. Es completamente cierto lo que acabo decir. En Argentina hay un Día de la Tejedora. Le tejí a mi esposo unos guantes para los inviernos de Los Bosquecitos. Precisamente ayer salimos a caminar luego del almuerzo. Se abrazó a mí, Fernando se abrazó a mí. Si seré tonta. Digo: “Fernando” como si necesitara nombre. Y es mi esposo. Conoce cada uno de mis movimientos. Hasta el modo en que me detengo frente al lavatorio para cepillarme los dientes y la velocidad a la que lo hago. Suele hacérmelo notar ¿qué? La enorme velocidad a la que me cepillo los dientes. Es cierto. Diera la impresión de que en Los Bosquecitos fuera a ocurrir algo terrible, una tragedia, una amenaza y yo fuera a desaparecer al punto de que no pudiera dejar nada pendiente. O de que estuvieran por llegar visitas. O de que en Los Bosquecitos estuviera por caer un cometa. El universo estallando en nuestro living. Como si la salamandra no alcanzara. Como si el hogar a leña fuera poco. Escaso el calor. Como si la cocina no diera el suficiente gas. Como si yo no tuviera la luz interior que hace que pueda vivir. Esa energía vital que permite que ande en aladelta. Que pinte. Que saque fotografías. Que viajemos con  Fernando por el mundo entero desde que estamos casados e incluso desde mucho antes, estando de novios. Desde que fuimos con papá Juanbau antes de que falleciera. Desde que cada domingo en que viene mamá, llega con una torta de manzanas acaramelada. La desfondamos sobre un planto enorme en la mesa del living para las ceremonias de interiores. Mi madre, Manuela, Mañe para nosotros, para todos los afectos (incluso algunas vecinas o vecinos), es la que tiene el don de la simpatía. En fin, el universo en mi interior. Porque efectivamente sin esa luz brillante, sin esa luz a partir de la cual, pura energía, yo soy esa persona que puede actuar, recordar, emocionarse, temer, construir y, todo aquello que no podía hacer Funes el memorioso de Borges, que era dejar de recordar todo cuanto veía o vivía, yo no podría siquiera concebir el mundo, este mundo al menos (ignoro qué me depara ese lado del universo, en el que ahora está mi padre Juanbau, cuando trazo esa línea entre lo que sé de lo que ignoro). Yo juego con asociaciones libres: ideas, luz, brillante, energía, cometa, estrellas, sol, diamantes, Navidad, chispas, estrellitas, campanas, alegría, regalos, muérdago, puertas, velas, velas, nueces, champagne, sidra, turrones, castañas, almendras acarameladas, puerta de lo de mamá. Esa puerta entrañable en la que durante toda la vida jugamos con Inés. Y ahora entramos y salimos para ver a mamá. “¡Mañe!”, le gritaba papá desde la puerta cuando iban a ir a lo de su hermana Amelia a almorzar y ella se queda detrás, buscando siempre, cada vez algo que había olvidado. Es tarde en Los Bosquecitos para seguir haciendo asociaciones libres. Sería ideal una Navidad aquí. Una Navidad en Los Bosquecitos. ¿Por qué no inventarla? Mañana traeré un pino. Pero antes de comprar un pino y adornarlo con guirnaldas, me consagraré a caminar por el pinar. Me detendré en cada uno de ellos, los estudiaré, los miraré en detalle, observaré sus copas nevadas mientras voy comiendo una barra de chocolate con leche. El frío cala los huesos porque no traje campera. Miro el pinar. El pinar a mis lados deja entrever a lo lejos las tranqueras. Las tranqueras nevadas. Siento que el mundo se abre ante mí, se abre a mí, se abre a mis pies cuando antes se cerraba. Cuando antes el mundo parecía que no tenía salida ahora miro esta tranquera y me doy cuenta de que la actitud es lo que cuenta en una vida sometida a altibajos. Porque se han abierto las puertas de Los Bosquecitos. Y cuando digo: “Se abren las puertas de Los Bosquecitos” me estoy refiriendo a que se abre literalmente el universo.  “Ábrete sésamo”, me digo sin embargo. Un fórmula para que el universo no deje cerrar al universo con límites. Los Bosquecitos se ha abierto a mi mirada. Logro verlo bajo otra luz. Es una luz que podría decir que lo miro a contraluz. Es una luz que no tiene que ver con una luz del día o de la noche. Es la luz que tiene que ver con saber, estar seguro de qué clase de tierra pisa una. No se trata de saber si este lugar es seguro o es peligroso. Porque hay una tranquera y hay un serenjo o un guarda. Lo cierto es que delante de mí hay una luz intensa o difusa. No me doy cuenta. O si se trata de una luz que me encandila. Me estoy refiriendo a que una cierta clase de claridad que ilumina el mundo. Me estoy refiriendo a cristales. Y esa misma claridad, que no tiene que ver con que sea de día ahora y que luego exista la noche, sino con otra clase de claridad. Esa claridad que nos permite distinguir quiénes somos de una vez por todas. Nuestra identidad. Los matices de nuestro carácter. Y me digo: “Papá Juanbau, mamá Mañe, Inés, Fernando, mis queridos perros que amenazan siempre con superpoblar este barrio o bien con ensuciar con barro o lodo, con darme trabajo con sus deposiciones cada rincón de la cabaña o del parque”. Todo me permite descubrir, de una vez y para siempre algo primordial. No. Más aún. Algo que va a la esencia de las cosas. Y me digo, a estas horas, en este día: “Los Bosquecitos es mi lugar en el mundo”. James Joyce, el escritor irlandés del siglo XX, uno de los  máximos exponentes del movimiento modernista europeo, entendía que una “epifanía” era una súbita manifestación espiritual como una súbita necesidad de capturar el tiempo según una poética del instante. En este instante, en este preciso instante uno descubría algo porque se producía una revelación. Yo he descubierto que mi destino está aquí, subyace a Los Bosquecitos. He tenido una suerte de gran certeza abruptamente pero sutilmente a la vez que se ha derrumbado sobre mí como evidencia, como una cierta clase de intuición metafísica también ¿Llamarías a eso una epifanía? Por lo pronto, no le pondría nombre. Solo diría, en todo caso, si fuera necesario expresar lo que soy, lo que siento, lo que experimento en este lugar, en este tiempo: “Los Bosquecitos en invierno es por circunstancias de destino, el punto de llegada a un lugar de partida que fue el vientre de mi madre”. Y me digo en mi epifanía: “Los Bosquecitos en invierno, Argentina”. Final de partida.

Invierno en Los Bosquecitos. Foto: Celina Ortelli.

Este trabajo es una propuesta interdisciplinaria a cargo de Adrián Ferrero, autor de las prosas poéticas, y de *Celina Ortelli, fotógrafa argentina de la que añadimos su CV:

Celina Ortelli

Celina Ortelli nació en La Plata, Argentina. Reside en Los Bosquecitos, Brandsen, Argentina. En cuanto a su trayectoria, puede apreciarse de qué modo ha ido articulando la fotografía con las artes plásticas, empapándose la una de las otras. En lo relativo a sus estudios, realizó un taller de Astrofotografía en septiembre de 2017 en el BAF. Un taller de Lightpainting, en mayo de 2017, en el BAF. Un taller de retrato, en 2015. Y en la Escuela de Fotografía de La Plata, entre 1996 y 1998 realizó estudios de fotógrafa.  Entre 2015 a 2019 un taller de pintura al óleo, con la Prof. Carla Rivera Pereyra. En el orden de sus publicaciones de pueden mencionar fotografías en la Revista de Paracaidismo de Brasil (2003), foto de mercados bolivianos en Revista Americana JPG Magazine (2008), fotos de la Estancia La Postrera en el libro Perdón por ser virtuosa-Tomo II-Ajusticiada por AINEÉ. En el rubro exposiciones fue seleccionada por el sitio EYEEM para una muestra junto a varios fotógrafos del mundo (2011), Teatro Argentino de La Plata (Serie de retratos de Cartagena, 2015), Centro Cultural El Medio Aljibe-Imaginación Pintura Foto Arte, Exhibición de Pinturas al óleo y serie de retratos de Estambul (2017), Centro Cultural El Hormiguero (no arte). Exhibición de pinturas al óleo y serie de fotografías de la Cordillera de los Andes (2018) y Centro Cultural Don Eyler, Exhibición de pinturas al óleo (2018). Realizó previamente dos publicaciones interdisciplinarias en colaboración en Vagabunda Mx, entre sus fotografías artísticas y las prosas poéticas del escritor y crítico literario Adrián Ferrero tituladas, respectivamente,  “Instantáneas de Los Bosquecitos, Argentina” (2021) y la segunda, “Otoño en Los Bosquecitos, Argentina” (2021). Está en proceso de culminación un trabajo interdisciplinario de astrofotografía y prosas poéticas.

Artículo anterior«Las consecuencias», ¿hasta dónde mentir para proteger a nuestros seres queridos?
Artículo siguiente«El comediante», una película de humor negro intergaláctico
Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.