Uno

La mujer del reino

Sentada en el sillón hamaca, mira el jardín. Es primavera en New England. Recuerda que debe regar las magnolias y las fresias. Flores que solicitan mucha agua para estallar en aromas y colores. Sus pétalos luego serán celosamente guardados en secretos cuadernos, junto con algunas hojas. Armará  su álbum, su pequeño herbario, estampado sobre papel. Su jardín de hojas de otoño pegadas con una goma casi imperceptible para evitar que queden impregnadas de una sustancia que podría afectar a su color original.

     Las fresias le regalarán siempre su aroma. Aún en el cautiverio de las páginas. Mirará de tanto en tanto su álbum como el ala sutil de una abeja. Diminutas piezas de un museo personal. Auroras de cristal. Ahora se hamaca mientras el pelo cuidadosamente atado le cae sobre la espalda (es cierto, ya con algunos mechones cenicientos). Alguna vez se ha hecho un rodete. Para nadie más que para el espejo. El espejo oval del dormitorio con marco de caoba. El dormitorio en el que duerme consigo misma.

     De pronto tiene un pensamiento. Se ruboriza. Se asombra, pensando que se ha ruborizado sin testigos. Pero ella es así. Todo le sucede de ese modo en las ceremonias de la vida. Tiene una sensibilidad que le envidiaría el mismísimo Leonardo.

    Se acomoda el calzado abotinado. Se estira el vestido blanco (blanco sobre blanco). Chequea los botones. Su vestido que por momentos le recuerda al azúcar. Con una forma…quién sabe cuál podría ser su forma, se pregunta. Una forma que solemos llamar humana porque a ella se ajusta pero se trata de una convención. Digamos una forma, a secas. ¿al estilo de un guanta?

     Desciende con parsimonia los cuatro escalones. Toma la regadera y la llena. El agua está a punto de rebalsar pero ella sabe cuál es la medida perfecta. Luego se dirige hacia las dalias. A continuación a las fresias. Deja para el final a las magnolias, que reinan en el jardín, como emperatrices.

     Mañana será el día en que tome tres pétalos para su cuaderno. Los tomará de la planta con cuidado de no herirla. Llegando a dejar el pecíolo como pezón erecto. Se aleja bruscamente de las flores. Toma distancia. Y recién después de unos instantes termina. Guarda la regadera, guarda el espíritu atribulado por ese pensamiento que ahuyenta tomando un caracol dañino que serpentea por entre el pasto. Se acerca junto a la canilla. Se cerciora de que no caiga una sola gota.

     Entra. Lava la taza de té sin azúcar. Hoy no ha escrito sencillamente porque ella es de las que saben esperar. Sabe esperar el momento inspirado. A la poesía se la espera. No se la fuerza como a una mujer. A una mujer, con la galantería de la elegancia, se la corteja con una seducción irresistible. Hasta conquistarla. Pero esas ceremonias no están hechas para ella.

     Se sube el pelo en un rodete. Se dice que hoy hará sus plegarias y orará por su padre: su ser sagrado. La noche casi ha caído. Estamos en ese momento culminante del día en el que ya ni siquiera es el atardecer. El cromatismo tiende a ser el negro absoluto. No del todo sin embargo. Enciende el candil y el primer velón sobre la mesa del living. Comienza a cocinar. Se disponía a limpiar las primeras hojas de los alcauciles, cuando de pronto se le ocurre una idea. Deja todo. Aparta la cacerola. Apoya el candil sobre la mesa. Toma un papelito. Escribe el poema con su pluma. Curiosamente (pensaría un lector avezado), escribe guiones entre los versos (otra forma de la distancia: precaución que ha tomado). Ella es así. Una dama extravagante en su simplicidad. 

     Única. Victoriosa y derrotada, Emily Dickinson ha terminado el poema. Lo corregirá varios días más tarde hasta quedar exhausta. Ahora debe reposar, como un almácigo. Vuelve a la cocina. En minutos comienza a sentirse el aroma de la verdura cocida en el hervor de la noche. Mientras ella contempla el suave movimiento del pabilo del velón por el viento que se cuela por debajo de la puerta. Abre la puerta que da al jardín y contempla el cielo. Las primeras estrellas ya manchan el cielo con su inmaculado fulgor.  

 

Emily Dickinson

Dos

La boda

Está sentada en el jardín, sobre un sillón pintado todo de verde oscuro. Se inclina casualmente junto al jazmín del cabo. Su aroma la embriaga. De pronto siente el estremecimiento. Aquel que anhelaba. Un estremecimiento que proviene de debajo del vientre. Ese de las zonas sobre las cuales no tenemos control. Acontece una suerte de supresión. O conmoción. De apertura de diques, de presas que contenían una energía, de ventanas tapiadas que evitaban entrar la luz a raudales. Ella deseaba que esa energía estuviera en libertad desde hacía tiempo. Deseaba que irrumpiera en el mundo. Sus tres hijos varones están bien vestidos, como siempre. Prolijos, recién bañados, no tienen una sola arruga. Ella ha sido una buena madre además de una buena ama de casa durante varios años. También ha dictado clases en Columbia University. Ya ven. No le ha bastado con ser madre. No le ha bastado con ser Profesora en Columbia University. El trabajo es el trabajo. La familia es la familia. Pero ambos a veces dejan de ser lo más importante. Y no alcanzan ninguno de ambos. Porque ¿y el amor? ¿y cuando llega la hora de amar? Tanto el amor por deseo como el amor por costumbre o acaso por falta de vocación en su variante más ortodoxa son variantes posibles. Uno, entre todas ellas, llega un momento en que, si tiene temperamento, elige. Así están planteadas las cosas ¿Amar por obligación compulsiva producto de la decisión de un marido en razón de que sea honesto? En el amor hace falta ser correspondido ¿amar por necesidad de sus hijos? ¿para ser nuera? ¿para luego ser suegra? ¿por su imagen pública de gran scholar? Mira a sus hijos y piensa que habitan un Edén que ella ha perdido hace rato. Algo ha sucedido. Algo se ha quebrado dentro de ella. La zarza se ha quemado. Algo atávico. Una rama ha crujido entre las plantas de los zapatos. Un impulso. Un sentimiento. Un tipo de deseo. Otro objeto en su vida que ha llegado como un regalo a una edad en la que no se aguardan novedades sustantivas. Ahora está en condiciones de contemplarlo de ese modo. Ya nada da lo mismo en este momento. Pero es que sus hijos son tan felices. ¿será ella capaz de ganar su libertad? Lo cierto es que se ha colado el deseo que antes sentía como por una alcantarilla. Se ha marchado. Le da la bienvenida a este otro, tan novedoso. Se ha  marchado de esta casa el de costumbre. Piensa en su horizonte: una cierta clase de persona con una conducta, con un estilo de vida, con un sentido distinto para su vida. Ya no el que tenía hasta ese momento. ¿Será radical su cambio? Ha habido algunas premoniciones. Ha conocido a ciertas personas y ha dejado de acercarse a otras. Ha sentido una atracción novedosa. De pronto, siente el impulso. Es más: se torna impulsiva. Impetuosa como un potro. Deja de mirar a sus hijos. Si los mira demasiado sabe que no tomará jamás esa decisión tan deseada y tan sufriente. Que no tomará jamás esa lapicera. La decisión que ella elegirá para de un vez por todas ser feliz. Sabe que no para siempre. Porque comenzará en esa historia a ingresar la hostilidad. No pretende hacer feliz a otros. ¿Debe pensar en ser feliz ella misma ahora? ¿no suena egoísta? No hay otra opción. Ya no desea a quien se supone debiera. Se acerca a la puerta de la cabaña tan elegante de dos profesionales. La abre. La cierra casi como si fuera una hostia de tan delgada pero al mismo tiempo del modo sutil en que lo hace, sin el menor ruido, deslizándola como un pétalo. Todo lo contrario de como será ella en el futuro: rabiosa. El universo se concentra en una pluma y un papel. La pluma de un ánade (le gusta pensar, un ave que ama). Esas que la seducen por su tornasol. Llega al papel. Un papel que sabe en el que comenzará a escribir un libro de poemas. O un ensayo. Sí. Eso. Un ensayo. Tal decisión le permitirá poner las cosas en su sitio. El orden es importante en esta casa. Así como hay una lámpara de pie. Y hay un florero. Un sitio para las escobas. Unas perchas para ropa. Tener los pies sobre la tierra. Piensa en los universos  concebidos por Ursula K. Le Guin, una autora que ha leído en su momento. Pero esto es algo muy distinto. Tienen un aire de familia. Pero ella escribe poemas, no escribe novelas de ciencia ficción. Y si bien conoce a la perfección los cuentos y las novelas (incluso sus poemas) lee a otras autoras. De otras partes del mundo. Lo hace a hurtadillas. Comienza a darle vueltas por la cabeza la idea para su libro. Sabe de qué hablará. Sabe sobre qué tratará ese libro que aún no ha sido escrito porque aún no ha descifrado los detalles pero sí lo esencial. Sabe cómo será escrito y cómo será cuando esté terminado. Piensa un título. A ver. Pensemos. Un título que condense su espíritu y su letra. Un título que le resulte significativo a ella. Un título que resulte persuasivo para otras mujeres. Un título que inquiete. Un título que sea una síntesis. Pero también que sea eficaz como una tenaza. Letal. Su traductor al español de ese libro, años más tarde, dudará mucho antes de cumplir con su misión hasta finalmente decidirse por la traducción del inglés al español: Nacemos de mujer. La maternidad como experiencia e institución. Autora: Adrienne Rich. Pero ella ha escrito sin embargo otro libro: Of Woman Born: Motherhood as Experience and Institution. El libro se publicará en inglés en 1976, en EE.UU., pero ella lo ignora. En el momento en el preciso momento en que apoya la lapicera sobre la hoja del cuaderno se produce un terremoto. Glaciares se derrumban, estrepitosos. Máscaras se descorren. Trompetas resuenan. Escribe. Escribe. Escribe. Sus hijos juegan, trotan, ruedan como potrillos por el suelo, en tanto ella se desangra. Pero está encabritada. Antes tenía clorofila. Ahora tiene sangre palpitante. De pronto deja de escuchar a sus hijos. El mundo está sordo o ella está sorda mientras el mundo está lleno de ruido. El universo son ella y ese papel. Ella y ese universo significante sobre el que tiene tantas cosas que decir y tantas cosas que apuntar. Apuntar como un francotirador. Y tan poco que callar no tanto ahora sino cuando junte sus cosas y se marche. Sabe que habrá en esa casa terribles discusiones. Confesiones que doleránl Hastiada de callar, es hora de hablar. Hay tantas cosas que desmantelar. Y tantas cosas sobre las que descorrer velos. Y tantas cosas que analizar. Y tantas cosas con las que arrasar. Y tantas cosas sobre las que fundamentar una crítica que dieran la impresión de ser tan angelical. Ha vivido de cerca esto de albergar en su vientre a tres hijos varones. Y sabrá de cerca lo que es tenerlos a una distancia que jamás había imaginado cuando pronunció en su boda: “Sí, acepto”. Es cierto. Lo dijo con algunas dudas que guardó bien de mostrar. Pero este momento, tarde o temprano, sospechó que llegaría. Ahora lo comprende. Es el momento de la conversión. Y comprende (y eso la humilla) que será causante de vergüenza. Sabe que habrá humillaciones. No le importa sentirla ella. Sino sus seres más queridos. No habrá nadie sin humillaciones en esa familia. Una cierta clase de repudio. Y ella comprende, de modo inexorable y desdichado, que en el futuro, en su vida, habrá otra boda. Una boda a la que asistirán otra clase de personas distintas que a las de la primera. Y seguramente serán muchas menos.

Adrienne Rich. Imagen obtenida de Gwarlingo

Tres

La resina del haya roja

De chicas con mi hermana jugábamos a los conejos. Ella era la coneja blanca. Yo la gris. Crecimos. La rivalidad siempre prosiguió, pero nada pudo evitar que fuéramos hermanas que se amaban. No nos contábamos todo. Ella sabía que yo escribía. La gente decía: “De las dos Glück, Louis es la más inteligente”. Gente estúpida. Eso generó terribles complejos en mi hermana. Ella no fue al Sarah Lawrence College, donde en los recreos yo fumaba cigarrillos negros. En ocasiones marihuana ¡Por Dios! Si hasta leía a Allen Ginsberg. Aullido. Atroz. Fui conociendo lentamente a mis hermanas. Armé una buena biblioteca de poetas mujeres. Después llegó Columbia University. En las clases mientras escuchaba a sesudos Profesores hablar de Derrida pensaba en que el haya en otoño deja de ser roja para ser morada. Caen sus hojas como frutos al suelo. Ciruelas del cielo. Automóviles pasan por la calle. Miraba esa haya cada vez que pasaba. Cierta vez me detuve. Acaricié su tronco. Era áspero pero me pareció terso como una emulsión. Fue como un espejismo. El efecto de un narcótico. Dulce como la miel su resina. Su arraigada base a la tierra: una familia con sangre noble. Caminaba en otoño por sobre las hojas mullidas. En su crujir imaginaba la mutilación de un cadáver. Hasta que llegó el día en que después de haber cumplido con el artículo para la clase de Literatura Inglesa Medieval me dije: “Es hora de sentarse a escribir tu poema”. Y escribí el poema sobre el haya roja. Lentamente, deshojé al haya roja. Olvidé todo lo que había escuchado o leído en el escritorio de madera de cedro de casa: Derrida, Barthes, Paul de Man, Harold Bloom, Raymond Williams (todos varones encima, salvo la Kristeva). Esos hombres que elaboraban teorías como ridículos Einstein. Me habían aburrido las teorías. A la tesis doctoral después de defenderla y diplomarme la guardé en un archivo olvidable. Escribí sobre el haya roja en otoño. Ciruelas para una mermelada. Sobre cuando la luz de la luna la empapaba como la espuma del mar. Sentí que toda mi vida había nacido para ser poeta. Eso le sienta bien a una mujer, en especial si todavía es joven. Había borroneado algunas cosas medianamente buenas porque había estudiado mucho. Sabía distinguir lo que era buena de lo que era mala literatura. Ahora todo era distinto. El haya roja, esa que podría haber plantado mi padre, me condujo a una serie de asociaciones libres que armaron el poema. No fue precisamente admirable. Pero fue un poema. El primero de una toda la serie que no se detuvo hasta hoy, hace instantes, en este preciso momento. El tiempo pasó. Yo con porfía escribí. Corregí. Empapada de imágenes, ya no de teorías, el universo se volvió sensible. Pasaron muchos años. Pasaron muchos libros. Corría el año 1999. Llegó un día en que tuve el libro entre mis manos: The Seven Ages. Algo resultaba inminente. Lo presentí. Miamigo argentino, radicado en La Plata, me dijo, en una carta en inglés con una letra que parecía un electrocardiograma certificada, un nombre encantador: Las siete edades. Prometió leerlo cuando se publicara y llegara a Argentina. ¡No! Me comprometí a enviarle un ejemplar. Las siete edades. El título sonaba con muchas letras “s”. Lo advertí porque siempre estoy atenta al modo en que cantan las palabras. Más por dentro de mí que por fuera. El modo en que el universo salpica el lenguaje dejando sus pequeñas, sutiles gotas. En el pasado a medida que fui creciendo hubo uno cuantos premios. ¿A una poeta,  se alegará? ¿puede una poeta ser merecedora de tantas distinciones? Seguí impartiendo clases sin embargo. Siempre fui una mujer ambiciosa. La vida no me enseñó nada. Dicen que soy la mejor. Pero vivo siempre a solas. Aunque tenga un esposo a mi lado. Siempre seré la mujer a solas. La poderosa solterona que se ha casado con la poesía. Obama rodeó mi cuello con una cinta y una medalla de plata. Tenía una inscripción que me honraba. Hasta que cierta madrugada de 2020, sonó el teléfono en casa. Yo dormía. Me desperté pensando que se trataba de una pesadilla ¿No lo era acaso? Me hablaron en un inglés con acento. El llamado era de Estocolmo. Plena pandemia. Había ganado el Premio Nobel. Muchas lo celebraron. Pocos varones admiraron a una mujer triunfal. Demasiados premios en mi vida resultaban indigestos. Había una madurez, producto de estar en los brazos del hombre exacto. Pero también estaba la soledad producto de lo que la poesía no puede decir. Al día siguiente del llamado fui hasta el haya roja. Dejé un tarro de miel transparente junto al tronco, parecido a su resina. Y un ejemplar de mi libro The Seven Ages. Fue mi ofrenda. Si así lo prefieren: una suerte de ritual. Los aborígenes del norte hacían lo mismo (me enteré). No me formulen preguntas. El tarro de miel quedó acomodado en tanto el sol pegaba contra el vidrio y producía reflejos tornasolados. Pero por momentos parecía ámbar. Yo cruzaba la calle. Esa fue la última visita al haya roja. Jamás volví. Regresé a casa algo atribulada Revisé los poemas del libro. Recordé que iba a titular el libro El haya roja. Pero eso hubiera sido revelar mi secreto. Abrir el tarro de miel. Abrir el libro marcando el poema con un señalador de una hoja de esa planta que tome de una de mis excursiones a verlo. Sigo siendo sola, pese a convivir con el hombre más adecuado y más apuesto del mundo. Qué palabra anticuada “apuesto”. Parece de un film de Hollywood de los años ’50. Una mujer como yo no puede vivir casada, aunque conviva con el esposo ideal. Premios, medallas, distinciones, becas, ayudas económicas. Por fin el Nobel. Pensé que jamás se lo habían otorgado a Marguerite Yourcenar. Me avergonzó semejante escándalo. Me marché de Estocolmo rodeada de chismes sobre Sartre, Camus y la Gordimer. Me sumí en el jardín. Estaba descuidado. Con pastizales que me consternaron. “¿Mrs. Glück? You’ve Won The Nobel Prize”. Corté el césped. Hostigué a las hormigas y cuidé de los gladiolos. En pequeñas macetas planté cardos que ubiqué sobre los bordes de los ventanales. La fragancia del jazmín en los atardeceres todos de fuego y oro me despertaba del letargo luego de haber estado confinada en mi madriguera todo el día escribiendo o preparando clases, conferencias. Era mi afrodisíaco. Me levanté cierta noche. Había sido mi cumpleaños hacía unos pocos meses. Miré mi pelo ceniciento en el espejo. Me senté en el gran sillón de pana verde de dos cuerpos. Pensé en el futuro. Miré hacia atrás. Miré hacia adelante. Los premios satisfacen a las mujeres ambiciosas y soberbias. A mí me duró poco el embeleso lleno de esas palmas. Todo tiene sus costos. El peor de todos es haber sido infeliz. Pensé en mi haya roja. En mi padre. Ese era el punto. Llamé a mi hermana. Eran las tres de la madrugada. Creyó que estaba loca o había ocurrido algo terrible. Hablé en un trágico monólogo durante una hora. No podía parar de hablar. En un momento me puse a sollozar. Hasta que llegó el llanto. Ella no llegaba a entender la razón de mi angustia. Me dijo una frase que le había confesado papá sobre mí, días antes de morir. Entonces me calmé. Y con dulzura colgamos.

Louis Glück

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.