'Mural', Jackson Pollock

Todos los días, cuando él ya se ha dormido, entran. Imperceptiblemente hacen girar la cerradura, la falleba cede y ya están adentro. El picaporte no debe chirriar y no chirría. Con incertidumbre pero también con seguridad, proceden a cerrar la puerta, ávidos de anonimato. Una vez dentro, verifican que toda la casa esté a oscuras. Una vez lo encontraron dormido pero con la lámpara del living encendida. La vieron desde afuera y ese día no entraron.

     Día tras día, desde que él se mudó, ellos se sientan en la cocina, preparan un café instantáneo, lo revuelven con lentitud, diríase con parsimonia, sin raspar el fondo de la taza, y dejan que se enfríe. Mientras susurran las primeras palabras de la noche, ambos han disimulado, cuando llegaban, su condición de intrusos, pero jamás de rateros. Ellos no entran para robar nada. Simplemente entran. Quieren permanecer en esa casa mientras él la habite. No son sus amigos. No son sus enemigos. No son sus asaltantes. Simplemente son personas que pretenden entrar en su casa sin ser advertidos. No son seres fantásticos, ni mágicos, ni menos aún malévolos. Se trata sólo de un par de personas imperceptibles que, a sabiendas de que en esa casa vive alguien solo, quieren visitarlo mientras él duerme. Convengamos que es una cierta clase de compañía. Él jamás se ha despertado en mitad de la noche para ir al baño, o sudando, o bien tiritando, muerto de frío. Su sueño es imperturbable y por eso a ellos les es dado permanecer en esa casa de modo incesante, cada noche. Puede parecer un gesto algo perverso. Pues no lo es. Porque en todo este comportamiento hay un puro afán desinteresado que no pretende recompensas. Se trata de entrar a una casa habitada sin robar, sin ensuciar, sin despertar a su dueño. Bien mirado, se trata de un acto gratuito y de carácter neutral.

     Cuando él alquiló esta casa, hace ya cinco años, pensó que sería segura, confortable, suficiente para sus módicas necesidades. Soltero, con visitas esporádicas de mujeres sin demasiados compromisos, el dueño de la casa (en adelante, “El Dueño”) tiene una empleada que va tres veces por semana, limpia, plancha, lava la ropa, hace la cama (que él sistemáticamente deshace cada noche, de modo arrebatador) y cocina algo liviano. Por ejemplo: arroz blanco, ensalada de frutas, una gelatina, ensalada de papas con perejil, ravioles, fideos, lentejas frías sin condimentar. Hasta una vez, llegó al colmo de hervirle garbanzos. Esa muchacha, acaso sin saberlo, deja el campo libre para que los intrusos puedan, cada noche, encontrar en su sitio sin confundirse las tazas limpias, el café descafeinado, el azúcar, a veces el edulcorante, la pava eléctrica, el agua mineral. Es cierto que ya han despertado, en estos cinco años, algunas sospechas. Por ejemplo: el café se termina con mucha celeridad. El azúcar desciende del pote muy rápidamente. El edulcorante al ser agitado su envase, se percibe usado en demasía y con alguna chorreadura en el pico, que forma una costra blanquecina. No obstante, el Dueño es tan distraído que ha terminado por pasar por alto esa escasez. Piensa que ha olvidado que han estado en su casa sus primos el fin de semana y que todos han tomado café con azúcar y edulcorante. Que incluso uno de los primos le agrega un chorro de leche descremada. El Dueño asiste a esta disminución descontrolada de sus víveres con resignación. Acepta que es distraído. Que en ocasiones olvida cosas que hizo. Piensa también que tal vez fue la mucama la que pudo haberse servido un café instantáneo con edulcorante mientras él arreglaba la bicicleta o alimentaba su tortuga en el fondo de la casa. Me olvidaba de agregar que la casita tiene un pequeño jardín en la que el Dueño tiene una tortuga hembra, ya añosa. La alimenta diariamente con acelgas, zapallitos zukini, pepinos, la más habitual lechuga criolla o su variante más exquisita: la lechuga francesa.

     Los intrusos llegan aproximadamente a las cuatro de la mañana. A veces incluso poco antes. Es la hora perfecta. Es la etapa del sueño profundo. La calle está vacía. La puerta puede abrirse sin sospechas. Es cierto que ya en dos oportunidades un patrullero pasó y los miró con recelo, pero al verlos entrar con la llave y encender las luces del living siguieron de largo. Fingiendo naturalidad, los intrusos se han vuelto cada vez más temerarios.

     ¿Que cuánto dura cada visita? Eso depende. Por ejemplo, en otoño, que amanece muy tarde, se pueden permitir tres tazas de café. Pero en pleno verano, además de que el Dueño se levanta más temprano por la luz que  le da de lleno en la cara, deben hacer visitas relámpago. Apenas llegan a tomar en dos sorbos de una taza de café. Lavan y secan las cucharitas en un santiamén.

     Ahora bien: ¿qué sucede con los rastros, se preguntarán ustedes? Por ejemplo, los días de lluvia, con barro en el calzado y mojadura en las ropas, los intrusos procuran frotar bien sus pies contra el felpudo y no dejar manchas negras en las lajas. También hay que tener en cuenta que las tazas deben quedar limpias, secas y guardadas en la alacena. Entonces allí sí hay que aguzar el ingenio. En vez de dejar correr el agua de la canilla hasta terminar de fregar, ponen la tapa a la pileta y dejan que el agua corra apenas uno o dos minutos. Con la pileta apenas llena, enjuagan las tazas y las cucharitas procurando no hacerlas entrechocar. Las secan con unos repasadores mustios, después de haberlas escurrido bien, para que la toalla no quede húmeda con las gotas de las tazas. Deben ser precavidos. Una vez una taza estuvo a punto de estrellarse contra el suelo y casi son descubiertos por el Dueño. Otra vez, una cucharita voló por el aire y cayó al suelo. Por suerte, al ser diminuta y ser plena madrugada, el sonido no despertó al Dueño. El Dueño, gracias a Dios, tiene el sueño pesado. Desde la cocina, oh bendición, escuchan sus ronquidos, lo que los tranquiliza porque les permite llevar las riendas de la situación, en caso de que acontezca algún imprevisto. Una vez, sólo una vez, el Dueño dejó de roncar y pensaron que habían sido descubiertos. Falsa alarma. El Dueño había adoptado una posición inesperada, casi fetal, que suspendió el ronquido pero no su sueño. Eso les devolvió el alma al cuerpo.

     Por suerte la casa no está equipada con alarmas. Tampoco hay perros guardianes ni menos aún cuzcos. Esos perros diminutos y chillones, llenos de moños rosados, tan temidos por ladrones y truhanes por delatarlos como una chichara de inmediato. Eso facilita el discurrir de los hechos, porque si alguna de esas circunstancias ocurriera, ya no podrían entrar a la casa. ¿Y a dónde irían si no van a lo del Dueño?

     El Dueño trabaja por la mañana, a partir de las nueve. Eso permite que no madrugue y les dé más tiempo para permanecer en la casa. En invierno hasta se han dado el lujo, sin inutilizar un solo fósforo, de encender una de las hornallas delanteras. Con un encendedor que uno de ellos siempre lleva encima, la operación es sencilla y segura. Se acercan a la cocina, ponen sus manos sobre el fuego y se entibian de ese frío de la calle del que han venido. Una vez a uno de ellos se le estuvo por encender el puño de un pulover. Por suerte llegó a apagarlo. Hubiera sido fatal un olor a lana quemada en una casa de un solo habitante.

     Para los intrusos el café es ceremonioso. Conversan unas pocas palabras, solo las necesarias. Intercambian impresiones sobre algún cambio que el Dueño haya introducido en la casa y que ellos puedan advertir. Quiero decir por ejemplo que jamás se introducirían en el dormitorio, por una cuestión de principios (no son morbosos, menos aún perversos), pero también de pudor. Porque ellos, pese a ser intrusos, tienen en muy alta estima al Dueño. Saben que se trata de una persona íntegra. Que es trabajador. Que ama a sus amigos y a su familia. Lo saben porque lo han averiguado, no porque se hayan puesto a revisar papeles o cartas o archivos de su PC o correos electrónicos. Los visitantes no son indiscretos. Eso atentaría contra sus principios. Porque ambos son hombres de principios. Sólo un café. Sólo de madrugada. Sólo sin despertar al Dueño.

     Pero cuando el Dueño sale de vacaciones, en verano o en invierno, o bien cuando se va durante el año una semana por trabajo al Interior del país, los intrusos no van a la casa. Entrar en la casa tiene sentido únicamente si el Dueño está durmiendo. Y sólo en mitad de la noche. Sería inadmisible hacerlo durante una siesta, o a plena luz del día, o durante un sueño a destiempo. Hay, como en toda partida, algunas reglas. Esas reglas deben ser respetadas a rajatabla.

     Ellos no reflexionan mucho sobre el carácter de sus visitas. Ni tampoco sobre el por qué. Ni tampoco por la hora. Se trata de entrar y punto. Preparar un café y punto. Endulzarlo, conversar y punto. Más cómodo sería entrar en la casa cuando no hay nadie. No obstante, la visita de los intrusos tiene sentido únicamente cuando el Dueño está durmiendo de madrugada. Y sólo si toman un café instantáneo. Por ejemplo, una vez llegaron y no había café. Se fueron.

     Otra vez el edulcorante faltaba y había que raspar el fondo de la azucarera para endulzar el café. Huyeron despavoridos.

     Sería algo inconcebible, e imperdonable, robar dinero o pertenencias, cosas preciosas o de valor afectivo. El carácter de los intrusos sólo está justificado por una estancia en la casa durante el sueño nocturno y profundo del Dueño.

     Una vez les pasó de llegar a la casa y no encontrar a nadie. Comprendieron que el Dueño o bien había salido con alguna mujer. O bien había tenido un cumpleaños o algún programa. Porque de él no había ni rastros. Se marcharon.

     Por último, una noche aconteció algo siniestro. Pero también único: sonó el teléfono. Sonó y eso los paralizó. Ellos suelen permanecer en la casa durante una hora y media, aproximadamente. El teléfono los aterró y se aprestaban a salir despavoridos cuando escucharon que dejaba de sonar y que el que llamaba no insistía. Ese día tuvieron miedo. Pánico tuvieron. Y también tuvieron suerte. Porque, en caso de ser alguna vez descubiertos, Dios nos libre y nos guarde de ese imponderable, el Dueño puede cambiar la cerradura. O poner otra. O bien denunciarlos. O bien poner una alarma. O bien comprar un perro. O bien colocar un cerrojo. Y cualquiera de esos acontecimientos sería fatal para los intrusos.

     Hasta ahora sus visitas han sido siempre exitosas. Hace exactamente cinco años que visitan la casa todos los días. Jamás el Dueño ha sido despertado por ellos. Jamás el Dueño se ha despertado solo para ir al baño o tomar un vaso de agua y los ha descubierto. Porque ¿qué le dirían? Que no vinieron a robar. Que no son malas personas. Que han entrado en una propiedad privada pero sin la menor intención de herir a nadie ni menos aún de apoderarse de pertenencia alguna. No son vulgares merodeadores. No son ladrones. No son okupas. Sólo son intrusos que tienen la necesidad, la imperiosa necesidad de ir a tomar un café a la casa del Dueño mientras él, de madrugada, sueña en la paz de su hogar. En lo confortable de su cama. Pero sobre todo, mientras sueña con la seguridad invulnerable de su casa.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Se graduó como Profesor y Licenciado en Letras en 2005. Y se doctora en 2014 como Dr.en Letras, todos grados y posgrados en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP, Argentina). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 edita su libro “Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas”, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, “Melancolía” (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía “Reloj de arena (variaciones sobre el silencio)”. Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos obtenidos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Escribió un cortometrabaje que permanece inédito. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores y autoras de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Se vio beneficiado con premios y distinciones internacionales y nacionales. Se formó en los talleres de escritura creativa ejercida por María Negroni, Leopoldo Brizuela, Gabriel Báñez (de quien se siente discipulo sobresaliente) y, el más reciente, en Buenos Aires, con Susana Szuarc.