Ahora es un recuerdo. Pero creo que él no me esperaba. Quiero decir: no esperaba mi visita. Ahora que estoy escribiendo esto en una madrugada de tormenta él no puede sacarme la duda. Para llamarlo y preguntarle de paso cómo van sus talleres, su alumna que ganó un premio importante hace poco. Él fue a la presentación porque me lo mencionó un común amigo que lo encontró allí. Había ido a darle seguridad a su alumna, presencia. ¿Cómo no iba a estar si es un gentleman? La cátedra de Guión cinematográfico en la Universidad Nacional de La Plata de la que fue alma mater sé que supuso un trabajo a consciencia. Un trabajo duro. “La Plata fue una ciudad extranjera para vos”, le diré a Leopoldo dentro de un rato, cuando hablemos. “Viviste en ese espacio ‘entre dos’ que es la ficción, que juega en el punto justo (y peligroso), en varios dominios: la imaginación, la fantasía,  ¿el recuerdo? ¿el inconsciente que como un chispazo aflora?” (lo digo o lo pienso, ya no lo sé, y ya lo estoy diciendo, o escribiendo en esta pantalla).

     Lo cierto es que yo pude haber llegado. Haber tocado el timbre. Haberme atendido tu madre mientras se secaba las manos en el delantal. Y con una infinita bondad me pudo haber besado y con esa misma infinita bondad me pudo haber dicho: “Pasá. Le aviso a Leopoldo que llegaste”. “No quiero molestar”, le pude haber dicho. “Sé que a veces está muy concentrado traduciendo, escribiendo, aun en día sábado, el taller al que yo vine que él coordinaba hace ya tiempo era los días sábados, aquí mismo” “Te equivocaste”, recuerdo ahora que me pudo haber dicho su madre con alegría. Y agrega: “Estoy cansada de verlo trabajar, de tanto sacrificio”, me dice. “Pero le ha valido mucho reconocimiento (pude haber agregado). Ha valido la  pena”, le respondo con cierta contestación que aspira a justificarlo y a pensar, como dice Jorge Semprún: “La escritura o la vida”. Porque sé que ella lo ve trabajar y le gustaría que él se diera un breve respiro. Pero también sé que le gusta verlo realizarse y triunfar en su vocación. Una vocación para la que se entrenó casi toda la vida. La vida entera. Fue precoz. Es precoz en este preciso instante. Y ese respiro no llega. No se detiene. Es un trabajo incesante el de Leopoldo. No hay pausas. Se levanta muy temprano. Creo que a las siete a de la mañana si mal no recuerdo que mencionó en una entrevista que leí. Empieza a trabajar. Yo no tengo esa disciplina. Trabajo mucho. Pero no me pondría el despertador para comenzar un día de trabajo. Me despierto. Desayuno sin prisas. Frutas. Tostadas. Y recién ahí sí, luego de un buen rato de estar despejado, trabajo intensamente toda la tarde hasta la noche. En fin (me digo) cada cual tiene su estilo. Su estilo de vida. Elige tanto su camino como su destino. Elige las palabras para sus textos. Elige qué callar. Y qué nombrar. Lo que a su vez irá cambiando con el paso del tiempo. Uno nombrará o narrará ciertas escenas después o antes. O al revés. Las olvidará o las recordará sucesivamente.   

     Se siente olor a un aroma sutil. ¿Cómo diríamos? Un aroma a jazmín que se ha apoderado de la casa por un sahumerio que Leopoldo, cosa rara (no solía hacerlo cuando iba a su taller, hacia los años noventa), ha encendido. Más tarde, cuando ya haya venido a mi encuentro me habrá explicado: “Regalo de una alumna. Sabía que en ocasiones las flores me gustan. No sé. El jazmín del país. La magnolia. En el jardín tengo pocas. Ninguna de ellas da un aroma como la gente. Ninguna de ellas da frutos. Podría tener un limonero. Podría exprimirlos para una limonada con mucho hielo en verano. Es refrescante una limonada en verano”, me podría haber dicho. Yo callo (no en ese momento, en ese momento estoy en la puerta con su madre, callaré cuando hablemos, cuando por fin entremos y ella lo haya llamado). Luego su madre pregunta sin darme tiempo siquiera a pensarlo: “¿Café, té, mate? ¿Dulce o amargo?”. Ella, prácticamente en un ejercicio de prestidigitación, de adivinación, se ha adelantado y me ha alcanzado un mate riquísimo, ya lo he probado (ahora sí puedo contárselos, ahora que lo escribo, ahora que lo estoy escribiendo en un work in progress). Me cebará más de uno. Hasta que en un momento sucede que se detiene, demostrando sus modales. Parece haberse arrepentido de que ha sido veloz su intervención. O de que puede perturbar el objetivo de mi visita. Interferir entre el motivo por el cual yo estoy en su casa (hablar con Leopoldo, ir de visita a su casa) y lo que ella está haciendo o diciendo. Llama de pronto:

     “-¡Leo! Te vino a ver un amigo”. “¿Cómo sabe que soy un amigo?”, me pregunto. Ella es memoriosa. Tiene olfato (huele los jazmines). La interfiero a ella por la hora a la que llego también. Porque sospecha de una sola mirada por mi fisonomía haberme visto en un cumpleaños a la pasada, cuando traía una bandeja con saladitos de atún con mayonesa. Y pequeños lemon pie individuales. Pero sin embargo no recuerdo haber ido a ningún cumpleaños de Leopoldo. Entonces tal vez me pudo haber recordado de cuando era alumno de Leopoldo. Una mujer con capaz de poner en orden incluso recuerdos muy lejos de modo prodigioso. No sé por qué, pero me la imagino lectora. Instruida.

     De pronto irrumpe delgadamente Leopoldo. Siempre tan joven. Parece no haber envejecido jamás. Un joven eterno. Haberse mantenido en una edad a la que realmente resulta milagroso conocer a alguien a esa altura de la vida. Yo, por mi parte no estoy arrugado, soy algunos años más chico que él, pero ambos somos hombres. No estamos en la adolescencia en que ciertos jóvenes parecen crecidos en exceso. Nuestro porte es el de una lozanía que nos hace destacar de otros adultos, demacrados, deteriorados, con señales de descuido. Obesidades, en particular en el estómago. Calvicie (yo sí soy pelado o tengo buena parte de mi pelo caído). Leopoldo no.

     Me conduce a su estudio. Allí es donde está el sahumerio con aroma a jazmín que emitía su aroma al resto de la casa en una atmósfera gratificante. Lo señala: “No habitúo. Un regalo. Te lo dije”. “Lo supuse”, le respondo, resignado, porque los sahumerios, ni siquiera los de aroma a maderas me gustan. Luego me convida un mate. Es matero, como yo. Como su madre. Esa tarde no hablaremos de demasiadas cosas esenciales, pero en verdad hablaremos todo el tiempo de ellas. Cosa curiosa. Paradojal ¿no es cierto? Y él lo supo. Y yo lo sé ahora que lo evoco a él, que lo convoco en esta escritura, con la escritura, en esta madrugada de octubre de 2022 en que escribo esta crónica de un encuentro que tuvo lugar y jamás tuvo lugar. Y recuerdo ese encuentro tan entrañable de maestro de escritura a discípulo que aun titubea al escribir si bien tiene momentos poderosos. Pese a que hace tiempo he dejado de asistir a talleres de escritura porque he querido crecer o equivocarme a solas. Pero también cuando me siento a corregir, el eco de su sus consejos resuenan en mí. Quiero decir: los talleres tienen un techo. Como la Universidad (pública, la mía). Los espacios formativos (cualquiera sea), hay un momento en que sentimos que es el momento de abandonarlos. Si es posible en los mejores términos con todo el mundo. Si de veras somos creadores, nos emancipamos, debemos comenzar nuestro un sendero decisivo por las nuestras. Podemos, eso sí, frecuentarnos con escritores o escritoras amigos. O con los mismos maestros. Desde el lugar de colegas o de amigos. Como hoy. Como hoy mismo en que estoy en casa de Leopoldo, percibiendo el aroma del sahumerio que él no eligió pero sí aceptó. No somos amigos, eso  es cierto. Pero un maestro como él recibe en su casa a un discípulo.

     Todo se trata de un mecanismo. Se encuentra ese núcleo duro a partir del cual uno va a trabajar. Indaga. Profundiza. Investiga por donde se lo dicta el olfato. Las lecturas. El oficio convengamos que también es importante. Pero no es lo único. La pasión sí. Esa tensión que  se establece entre el deseo por cumplir un objetivo y el hallazgo definitivo de la expresión, de la frase, del adjetivo anhelado. O no, de saber quitarlo. De retirarlo del texto. Hasta llegar al artículo, el capítulo o el poema. Un momento de absoluto. Una esfera para Cortázar. Son importantes los recuerdos de ciertas lecciones de los maestros de escritura del pasado para ver de qué modo dialogan con este presente histórico en que uno no está más en su compañía, salvo en una visita. Le puede pasar títulos de libros, contraseñas acerca de nombres de autores o autoras. Asesorarlo sobre cómo corregir un cuento. Porque este momento está teniendo lugar y jamás ha tenido lugar. Y esto no es un juego de palabras. Es la pura verdad. Hay rastros de intercambios del pasado: sus clases. Mis cuentos que escribí allí. ¡El primero en limpio! Yo me siento junto a la ventana. Descorro las cortinas, aun a sabiendas de que perderemos una cuota de privacidad porque nos verán los transeúntes o los vecinos. Pero no hay nada que ocultar, por un lado. Es todo tan transparente. Por el otro, la luz entra a raudales. Parece una cascada llena de frescura. Habrá mucha luz para ver su estudio, su biblioteca. Verlo a él cuando habla o gesticula con motivo de narrar alguna anécdota de algún viaje. Algo que ha descubierto en un libro. Una risa. Por un chispazo de inteligencia que despertó un fragmento para la novela que está escribiendo. O quizás poner un álbum de música. Porque de pronto sí, pone un álbum de fados. Pone a Mísia. Y me habla de Portugal ¿Qué puedo decirle yo de Portugal? Balbuceo algunos nombres de escritores. El previsible Saramago. El más exquisito Pessoa. Pero él conoce muchos secretos de Portugal. Y como un  prestidigitador me los dice esa tarde en que me instruye sobre la música, algunas palabras clave de esa lengua, autores, canciones, la fisonomía de ciertas ciudades que visitó. Y de pronto se detiene. La vista fija. En el aire. La sostiene “¿En qué estará pensando Leopoldo?”, me pregunto. “¿En un puerto?”.

     Pasamos a otra cosa. “¿Me permitís?”, le pregunto cauteloso, no porque lo crea tacaño o egoísta sino porque no sé si prefiere reservar ese secreto que tanto acaricia un escritor: su  caja de herramientas. Su biblioteca. Allí hay tesoros. Hasta puede haber misterios. Alguno que desconcierte. Pero de pronto me detiene con una mano suavemente, imperceptiblemente. Me detiene con infinita amabilidad, la misma de su madre cuando me recibió. En esa casa efectivamente reina la dignidad.

     Y comienza a deslizar sobre el escritorio: una Angela Carter, una Alice Munro, una Virginia Woolf (la de los cuentos, que son rarezas, ya me contará luego que tiene uno fantástico fabuloso), una Eudora Welty, una Jean Rhys, una Mary Shelley (no la de Frankenstein o del moderno Prometeo, sino la de sus últimos libros, un ensayo que ella escribió luego de que muriera su marido y pasara sus últimos años en Londres, ordenando los manuscritos de Shelley), una Sylvie Germaine, una María Martoccia, una Vita Sacville West, una Elvira Orpheé, una Tununa Mercado, una Mirta Rosenmberg…Y de pronto corona la pila con un Chéjov. Reinando, un Chéjov invicto con su tono sereno y en voz baja, entre todas esas damas de letras. Me desconcierta ese objeto en la parte superior de la acumulación que ha hecho de tantas autoras. Chéjov es importante para él, evidentemente, como para sentir que puede o debe estar en la cúspide. Entonces, con una mano hago un gesto como si hubiera dejado incompleta la lista: “Falta un Joseph Conrad”. “Tenés razón”, agrega consternado por lo desmemoriado. Suma El duelo. Una edición de lujo en inglés. No me desconcierta sin embargo. O finjo que no lo hace. No lo sé ahora que ha pasado el tiempo. En que estoy en casa, una noche en una madrugada de tormentas, no a solas, pero sí a solas. Sí hay fantasmas en la habitación. Buenos fantasmas. “Vos lo sabés, le digo: una charla sobre tu poética, varios artículos, comentarios, difusión por las redes sociales. Narrar tu taller junto al del resto de mis seis maestros de escritura. Pero cada uno en su singularidad. Tus aportes al campo literario de nuestro país”. De pronto se acerca. Calla. Y sin articular palabra, acera su dedo índice sobre sus labios: “shssss”. Se escucha como podría escucharse el pétalo de un rosa que cae sobre el suelo de un jardín. Sobre el césped ¿Pueden imaginar esa sutileza?

    Regreso a esa tarde de Tolosa. En que hay un sahumerio que lo invade todo de jazmines. Aunque ni a él ni a mí nos gusten los sahumerios porque nos recuerden a algo hecho con el objeto de producir una repercusión, digamos, efectista. Por otra parte está ese costado de las ideologías New Age. No tenemos nada contra la New Age. Pero no es lo nuestro. Él me lo dice o me lo da a entender. Lo nuestro es la buena literatura. La escritura a fondo. La escritura llevada hasta sus últimas consecuencias. La escritura que se corrige obstinadamente. La escritura que en mí en este momento, en esta madrugada de tormenta se vuelve exigente, rigurosa. Pero también cuidadosa. Respetuosa. Pero él ha escrito un material sumamente valioso sobre crítica literaria para periódicos o diarios del mundo. Incluso en su idioma original. Es un coloso. Y el sahumerio entre nosotros. Esa barita, ese palito cachuzo. Con una brasa en el extremo que comienza a inclinarse hasta quedar reducido a cenizas. No una flor prístina. Esto es algo distinto. Un objeto que parecía vivo que de pronto se diluye. El olor a sahumerio me ha impregnado la ropa. A él también. Lo comentamos. Él ríe. Yo río.

     “Ah, lo olvidaba”, agrega. Y saca diestramente una Clarice Lispector. La agrega a la pila (¿o la agrega a una lista infinita de mujeres desconocidas por completo?). Ella sí, coronándola. Ya la pila es altísima. Yo me preparo a ser todo oídos, es decir, a escuchar a la literatura viva. Esto es, a la literatura que habla a través de la voz de alguien que la encarna. Esto es: que ha hecho de la poética un cuerpo. Un cuerpo que como un tegumento cubre ese saber, esa poética. Su sístole y su diástole señalan el ritmo de su escritura Su hálito o su soplo. “Una poética del cuerpo, Leopoldo”, pienso.  Alguien cuyos tendones, escápulas, metatarsos, metacarpos, cuádriceps, costillas, faringe, laringe (desordeno nuestros órganos, sistema óseo articular, aparato circulatorio, sustancias vitales), es la poética viva en un soma. Palabra encarnada. Verbo que es carne. La palabra, el verbo, que de pronto en un soplo dice, pronuncia la verdad absoluta. Incontestable. Pero se trata de otra cosa. Más que un saber se trata de un particular tipo de experiencia. Me acerco. Lo tomo del hombro. Le pregunto:

     “¿Todo esto es la experiencia de la poética?”. Calla. Primero Calla. Permanece inmóvil. Lo percibo reflexivo. Pareciera cobrar un cierto optimismo como para sincerarnos. Él delante de mí no tiene que ocultar todo el trabajo que ha supuesto encarnar en su cuerpo las palabras. El tiempo, el esfuerzo, el sacrificio. Pero también el placer del texto. El placer de leer a  muchas mujeres. No debe ocultar nada. “Sí”, me responde sin dudarlo un instante, con la perentoriedad, la sofisticación, el cansancio. “Justamente estaba traduciendo a Chéjov y mis lumbares y mis cervicales me dolían”. “Comprendo”, le digo, porque a mí me pasa exactamente lo mismo con el cuerpo cuando paso muchas horas escribiendo, lo que de veras ocurre. Y con la vista. Yo sé lo que significa también seguramente no a su talla pero sé lo que significa encarnar una poética. Encarnar la poética en un cuerpo en tensión o, en cambio percibirlo en distensión, Su cuerpo percibe tensión y luego distensión. El agua para mí es un bálsamo. La literatura: también un silencio. Un mutismo. Como si hubiéramos ingresado al territorio sagrado del misterio. El que desconocemos que hace que escribamos ciertas historias y apartemos otras. Pero Leopoldo tiene un archivo fenomenal. Yo soy un caos. Guardo todo en la PC o en la Notebook, eso sí. Pero no escribo a mano. Es algo inconcebible para mí. Porque veo y admiro su última novela, la que está preparando, en una carpeta con folios y dentro cada página o  cada capítulo de lo que será próximo libro.

     Y de pronto nos ponemos a hablar de textos. Los que se ocultan en las napas más recónditas del cuerpo (metatarsos, metacarpos, faringe, laringe, molares, sangre, alvéolos: cuerpo, soma). De pronto veo que se estremece. Porque encarnar la literatura es un trabajo de muchos años. Muy arduo. De formular muchas elaboraciones teóricas y prácticas. Está la formulación de la didáctica de la escritura, que es la que él pone en juego en sus clases particulares o en las de la Universidad. Y esa puedo jurarles que es de oro.  No de plata.

     Hablamos luego de premios. Distinciones. Sus traducciones a las lenguas del mundo entero. De la ansiedad por conocerlo que manifiesta tanta gente que lo respeta, que respeta su trabajo. La belleza de su prosa. Las soltura en sus novelas o sus cuentos. Y a él.

     En un momento tirás de una hilacha del pasado. Algo se libera. Seguramente un recuerdo. Luego te detenés. Me detiene. Y me dice, como en un salvoconducto, como en una suerte de gran confesión o de gran salvación: “Fado”. Luego calla. Y yo pronuncio, a mi vez haciendo una asociación libre para la cual él me ha dado el pie: “Ataúlfo con sus secretos poderes”. Le contesto en un gesto cómplice, que muy pocas personas conocen porque ese cuento fue el  primero que escribí con consciencia de estar realizando un ejercicio narrativo placentero. Y le guiño un ojo. “Me alegro. Te agradezco tanto que hayas elegido una frase de ese cuento extraviado en mis sucesivas mudanzas para tu libro de poesía. Es el último vestigio que me quedó de él. Solo me quedó su título porque fue el primero. Y además el primero que fue en tu taller donde eso tuvo lugar. Gracias”. La escena se esfuma delante de mí. Ahora, aquí, no recuerdo otra palabra en mi palabra. Una clave. La clave. Esa llave que al ingresar a la cerradura abre la puerta de un Edén, en el que él olvidará todo lo que no haya sido la dicha de esa pila recóndita de libros que lo ha colmado de felicidad. Mucho más sabiendo que leo mujeres, no con tanta intensidad como. Pero yo siempre voy a apreciar el talento. La suya es una biblioteca infinita. Guardo dos libros de Leopoldo en casa, que fueron su regalo, en una clase en que a todos los alumnos nos permitió elegir de una caja de los que ya había leído y evidentemente por leídos o por releídos no tenía sentido seguir guardándolos. O por falta de espacio. “A otros les serán más fecundos”, agrega. Yo elegí, sin conocerlas, lo recuerdo, una Peri Rossi, una Susan Sontag. Una novela y un libro testimonial de la guerra de Vietnam. Son libros de primer nivel. ¿Algún otro? Creo que no. Y de pronto todo se esfuma. Él se esfuma. Su madre se esfuma. Tolosa se esfuma como una patria que nunca ha existido porque yo he dejado de escribir en esta madrugada de tormentas. Yo estoy afuera, antes de haber entrado. Estoy a punto de tocar el timbre para entrar. Veo a un hombre que pasea a un perro ovejero alemán. ¿O es un doberman? Me provoca tal repulsión la gente que tiene de mascota a un doberman. Un perro de guardia. Esbeltos este perro y este hombre. Me observan. Me vigilan haciéndose preguntas. “Gente chismosa. Un vecino. Curiosea mientras pasea al perro”, me digo antes de haber entrado a lo de Leopoldo. De pronto al ingresar al estudio descubro a dos personas que han irrumpido, un par de presencias por él muy queridas. Luego se marchan. Dos amigos, dos amigos que tendré la dicha de conocer más a fondo mucho después. Si bien los había visto en presentaciones de libros de otros autores o del mismo Leopoldo, con la música a su cargo. Pero se marchan. Dejan la estela de su presencia. Una brisa. Tienen libros entre sus manos. Es más, están hablando de libros, seguro que Leopoldo les ha prestado o regalado alguno. Me inclino a pensar con más énfasis, con más certeza, que se los ha regalado que prestado. Leopoldo es así. Y ahora toco el timbre, en una cinta de Moebius que sin embargo no nos desconcierta ni a ella (su madre) ni a mí (quien ha dejado de escribir esta crónica esta madrugada de tormentas). Me pregunta qué quiero tomar. La escena de pronto se congela en una instantánea. Descubro que se ha vuelto circular. Nos miramos con su madre. Dejamos de hablar. Este episodio (mi visita) se repetirá varias veces en mi memoria toda vez que me marche de la casa de Leopoldo. Porque será mi forma de descubrirlo cuando reconstruya su taller. Cada vez que lo recuerde a él como maestro de escrito. Llega Leopoldo. Sucede todo lo que acabo de narrar recién (el sahumerio, la biblioteca, las cortinas, la pila de libros, Chéjov en primero en su lugar culminante, la literatura encarnada, cervicales, lumbares). Y rigurosamente todo vuelve a suceder hasta que se hace de noche. De pronto: irrumpe Lispector. Él está a punto de cerrar la puerta para despedirme y su madre antes con amabilidad me da un beso y (deténganse en este detalle), me acomoda el cuello de la camisa. Y ahora soy yo mismo quien se esfuma. Me desvanezco. Desvanecernos. Porque después de pronunciar la palabra “Fado”, nuestro destino, esta encrucijada en Tolosa era la de los dos culminar en esta presencia para siempre. En este intercambio de libros y palabras. De sinceridad y gentileza. De su madre ofreciéndome un mate adelantándose a mi respuesta. Ella adivinándolo. Una tarde en Tolosa en la que ha habido un cruce de caminos. En la que hemos encontrado el común destino de la vocación por una palabra que es y no es la misma (sus novelas, sus cuentos, sus artículos para el periodismo cultural, sus libro de entrevistas a cantoras; y en cambio, mis cuentos, mis poemas, mis artículos, la tesis doctoral). Mecidos por una canción que al final era la misma. Un fado. Nos ha llegado a ambos. A mí más tarde. Para que vuelva a comenzar esta cinta de Moebius. En la que este encuentro vuelve a comenzar. Sinfín.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Se graduó como Profesor y Licenciado en Letras en 2005. Y se doctora en 2014 como Dr.en Letras, todos grados y posgrados en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP, Argentina). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 edita su libro “Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas”, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, “Melancolía” (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía “Reloj de arena (variaciones sobre el silencio)”. Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos obtenidos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Escribió un cortometrabaje que permanece inédito. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores y autoras de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Se vio beneficiado con premios y distinciones internacionales y nacionales. Se formó en los talleres de escritura creativa ejercida por María Negroni, Leopoldo Brizuela, Gabriel Báñez (de quien se siente discipulo sobresaliente) y, el más reciente, en Buenos Aires, con Susana Szuarc.

2 COMENTARIOS

  1. Qué bello regalo encontrar esta nota sobre el querido Leopoldo. Fue mi primer maestro. Asistí a sus talleres varios años, por allá por el 2010. Leía tu texto y recordaba su casa de Tolosa, su madre, su biblioteca, sus modos y expresiones, todo como lo contás. Y su generosidad. Qué tristeza que se haya ido tan pronto. Pero cuánto nos dejó. Se lo extraña. Hace unos días fue su cumpleaños, imposible olvidar esa fecha.
    Gracias, Adrián, por traerlo a nosotrxs a través de tu escritura.

  2. Muchas gracias por tus palabras, Andrea. Fue un autor de una talento superlativo. Y, por otra parte, generoso. Abrió puertas a colegas y alumnos. E impartió clases a propósito de literaturas de las cuales, como él dice, no se escuchaban voces oficiales, sino apenas un rumor. Cordial saludo, Adrián

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