Sobre la mesa del comedor están tus alumnos escribiendo. Doy por descontado que les habrás impartido una consigna de trabajo. No podría ser de otra manera. Quiero decir: que espontáneamente se pusieran a escribir en un taller mientras te disponés simultáneamente a realizar una entrevista a un eventual asistente para conocerlo y aceptarlo o no.

     Ese diálogo se confunde con otros que hemos  mantenido. Pero sí recuerdo que hiciste preguntas sobre lo que leía, qué escribía, si había publicado, dónde. Ignoro (no recuerdo, mejor) qué te puedo haber respondido yo. Que era estudiante de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata. Porque en este preciso momento, sí, ahora, vos y yo estamos en 1994. Pleno menemismo. Yo había leído mucho para lo que suele ser un adulto joven de mi edad.  A lo que se sumaban las lecturas de la Universidad. Y ahora ya estamos en pleno taller, en una clase en que te digo que “Las mujeres tienen olor a duraznos en almíbar”. Y esa frase, me lo decís, te resulta sorprendente, te gusta mucho. Y es más, me decís que coincidís conmigo. De modo que se van fundando lentamente algunos pactos. El diálogo en la entrevista. Algunas frases que digo o escribo que te gustan. Hasta esa escena. Una escena descomunal por lo intempestiva. Yo llevo un cuento, a mi juicio muy kafkiano (yo estaba leyendo mucho a Kafka), y no es un cuento sino una escena. O una situación. Un hombre vestido de buitres. Es decir: un hombre en torno del cual giran buitres,  muchos buitres, él está desnudo pero los buitres, tantos, al ser una bandada, lo visten de la desnudez. Estoy dubitativo con el título, te digo. Entonces ¿sabés lo que hacés vos? ¿tenés idea de lo que estás haciendo vos en este preciso momento? Me arrebatás la lapicera que tengo en la mano y escribís: “Buitres en la llanura a la hora del sexo”. Yo quedo petrificado. No comprendo la relación que establecés entre este situación y el sexo salvo, quizás, por la desnudez del hombre (eso lo estoy pensando ahora que escribo esto, en una noche de octubre de calor, casi una madrugada). A mí ese título no me convence. No me termina de resultar convincente. Me resulta cacofónico, no es del estilo poético o kafkiano que yo quería imprimirle a ese relato que en verdad es una situación o una escena, no un relato, como dije. Como la escena que estoy recuperando ahora que no es una narración. Es una escena. Una escena de escritura por arrebato. Por impulso. Pero vos tenías esas cosas. Cuando estabas seguro de algo con alguien lo cumplías o lo decías.

     La escena, ahora se traslada a tu casa de Gorina, sí el barrio en los alrededores de La Plata en el que reside ahora mi hermano con su familia. En ese momento vos estás haciendo un asado.  Comemos todo el grupo del taller. Es un grupo de personas todas muy distintas, heterogéneo, pero en ese momento podría decir que se trata de personas todas muy afines. No hay roces. No hay desencuentros. No hay antipatías. Hay un encuentro. Vos has convocado a un encuentro. Entonces  de pronto alguien dice Paredón, paredón. El título de una de tus novelas. A mí probablemente por esa insistencia de su título y por esa mención que también había tenía lugar en otro sitio leeré esa novela. Y la releeré. Primero en La Plata. Luego en una viaje a la costa atlántica argentina. Pienso que es una novela muy bien escrita. Y si bien no recuerdo ahora su argumento (en esta noche de tormenta, en La Plata, en 2021), sí recuerdo que me gustó mucho, que su fluidez narrativa es fabulosa, como casi todas tus novelas. Es clara. No es confusa. No es difusa. Vos sos claro para narrar. No sos un tipo opaco en tu poética. Es una poética en la que una se introduce en universos ficcionales en los que no hay opacidades. Por otra parte, ¿acaso debería haberlas? ¿gana un trofeo quien lo hace? Yo prefiero la ficción con espesor problemático, por momentos paródica, por momentos con humor negro o sarcasmo, como muchas de tus novelas. Más que otras como Macedonio Fernández. Leer a Macedonio Fernández a mí para ser completamente franco, aunque me haga impopular, me aburre. Pese a que esta frase me desprestigie, la escribo. “Macedonio Fernández me aburre”. De veras me aburre. Me gusta más la ficción que uno puede seguir, en la que suceden cosas que son problemáticas, conflictivas (o no, puede haber magia, ser un cuento fantástico, o una ficción épica, o la narración de un perfil psicológico que sea inquietante, o un cuento extraño), pero me gusta que un cuento o una novela o un libro no sea un libro tan difuso, de tanta dispersión semántica y discursiva que me hace bostezar.

     Lo cierto es que estoy en la costa atlántica argentina leyendo Paredón, paredón. El libro es de 1992. Si yo empecé a ir a tu taller en 1994 la verdad es que era una novela que habías comenzado a pensar y a escribir hacía poco tiempo. Es el referente de un buen comienzo. Porque esa noche en particular para mí es muy buena. Es inaugural.

     Entonces el asado se diluye. La costa atlántica se diluye. La novela se diluye. Estamos en el diario. Vos sos el responsable de la sección literaria titulada La Caja. ¿Por qué “La Caja”? Me pregunto ahora, con un tiempo histórico de tantos años. De mis 24  o mis 25 años a mis 50 años de ahora. Como te podrás imaginar he leído muchos otros libros. Y he publicado cinco además de muchos artículos, entrevistas, reseñas de novedades bibliográficas, reseñas de films latinoamericanos y artículos críticos. También trabajos interdisciplinarios con artistas plásticos o bien fotógrafos. Todos profesionales.

     ¿Te acordás que  he escrito algunas siluetas o artículo sobre vos? Todos agradecidos. Todos muy afectuosos. Por lo general en mi muro de Facebook. Pero uno salió en una revista cultural de NY. Pienso que hice más que bien en asistir a tu taller. Ahora estoy en el escritorio de una casa, de mi casa nueva que no es el departamento en el que vivía de casado porque me divorcié. Entonces estoy revisando, corrigiendo ese artículo para enviarlo a la Revista de NY que en su sección cultural lo va a publicar. Yo estoy seguro de en NY no te debe de conocer tanta gente. Pero como la revista es hispanoparlamente, seguramente llegue a Argentina. Con mucha más razón si la subo a mi muro de Facebook. Los platenses seguramente se alegrarán. Porque es una evocación festiva. Y a la subo mi Página de Facebook. Y la distribuyo en distintos Grupos de Facebook. Y al día siguiente veo que en el Grupo de La Plata la han compartido 12 veces. En otros lugares la han republicado.

     Y ahora estoy en otra casa. En un PH. Un día sábado. Es tardísimo. Está por amanecer porque yo me he quedado escribiendo hasta muy tarde y leyendo un diminuto, un minúsculo libro de cuentos que escribiste pero se recopiló póstumamente. Todos bellísimos. Todos bien escritos. Y uno de una complejidad absoluta. Literalmente descomunal. No lo puedo llegar a desentrañar. Escribo una reseña del libro para publicar en Facebook. Y al libro lo interpreto pero a ese cuento cuando tengo que llegar a él se me resiste. “Esto es literatura”, me digo. “La literatura que se nos resiste”, la que nos impido por su nivel de complejidad entender su fábula por no su discurso. “Y este cuento me gusta mucho más que Macedonio Fernández”. En este cuento pasan cosas. No es puro discurso. Pero lo que sucede es tan complejo que ha sido concebido por una sensibilidad, una inteligencia y una destreza literaria fuera de serie. De un talento sin precedentes.

     La escena ahora se traslada al taller. Estamos hablando de lecturas extraoficialmente porque la clase no ha comenzado. Entonces me decís que lea dos novelas. Amatista y Músicos y relojeros. Me decís el nombre de su autora: Alicia Steimberg. Es cierto. Tenías razón. Ahora estoy de nuevo en esta noche de octubre de 2021, recuerdo que en una beca bianual que obtuve por concurso de mi Universidad investigué su poética. Y sobre todo Amatista me gustó mucho. Una novela muy onírica. Como otra novela de esa atora La loca 101, también de Alicia Steimberg.

     Y ahora estamos en Gorina, en el asado. No sé. ¿Estamos de pronto sentados uno al lado del otro? Y me decís: “¿Sabés una cosa Adrián? Cada noche de celebración de año nuevo yo subo, cuando está por cambiar el día del calendario, cuando están por ser la doce y un segundo, me escabullo, subo a mi escritorio, y escribo una línea, una frase de la novela que tengo empezada. Es la garantía de que un nuevo año existe. De que un nuevo libro se terminará. De que un nuevo año más el mundo seguirá existiendo”. Yo me quedo paralizado ante esa confesión. Porque de hecho es una confesión. Y es una confesión de escritor. Yo no te imitaré exactamente porque no escribo novelas. Escribí una sola a la que no le encuentro dignidad estética. No quiero ni concebir la peregrina idea de publicarla alguna vez de lo mala que es a mis ojos. Pese a la que algunos conocidos en común le han encontrado méritos. O amigos míos. Para mí es pésima. Lo cierto es que ante esta confesión que me acabás de hacer quedo petrificado. Y pienso luego, lo pienso ahora, en esta madrugada ya de octubre de 2021. En que es cierto en un punto. La palabra para un escritor es una de las formas de la fe. La palabras, el logos, tiene poder. Tiene  poder convocante. Tiene poder sobre el mundo. Tiene poder sobre el universo. De modo que con ese poder vos algo poderoso hacés. Algo que tendrá un impacto sobre el mundo. Le dará existencia y consistencia. 

     Pero estamos en la casa de tu madre y me das el libro La mafia del oro, que sacás de una caja donde hay varios otros, de todas esas novedades que envían a los diarios las editoriales para prensa. Se trata de un trabajo de periodismo de investigación. Me pedís que lo reseñe. A vos solo se te ocurre que yo reseñe un libro así. Me cuesta. No es mi tema. No es literatura, que es en lo que estoy entrenado. Pero es un reto. Es un desafío. Y a mí me gustan los desafíos. Las exploraciones. Con la palabras. Pero bueno, pongo manos a la obra con la mejor buena voluntad y lo reseño. Publicás la reseña en el diario. Y también publicás otra semana una nota sobre la novela Kalpa Imperial de Angélica Gorodischer. Me decís que te gustó. Yo me alegro de que te haya gustado. Porque es una novela que a mí me gusta mucho. Una novela que yo quiero mucho. Singular. A mucha gente le gusta. Es una novela épica en episodios. No exactamente mágica. No exactamente de ciencia ficción. No exactamente fantástica. No exactamente extraña. Pero, ahora que lo pienso ¿por qué tengo que definir un libro según el género literario al que debería pertenecer? ¿Porque me obligaron en la Universidad a hacerlo? ¿lo haría yo si no hubiera ido a la Universidad? Soy un lector voraz. Pero cuando leo disfruto de leer y no estoy pensando en a qué “género” (por cierto categoría muy discutible) pertenece el tal libro. Pienso en que me ha cautivado su historia. En que estoy pendiente de la sensibilidad que propone. De la extrañeza de sus atmósferas. De clima cristalino de su fábula. No pongo en juego los saberes académicos cuando leo. Soy simplemente alguien que disfruta de leer. Soy un lector profano como cualquier lector de balneario que se lleva un libro de cuentos para que ese día sea más atractivo porque ha disfrutado de una experiencia que lo ha enriquecido, entretenido o bien lo ha dejado colmado de gratificación. Como aquel cuento indescifrable que escribiste y que pienso que esta semana, la pucha, tengo tanto que leer por trabajo. Me voy a hacer un rato para leerlo. Total es breve. Es solo a ese cuento. El último del librito si mal no recuerdo. Un libro que es una miniatura.

“¿Cómo se llamaba el libro?”, me pregunta mi hermano.

Pasajes”, le digo yo. “Ya vengo”, me dice mi hermano, que va a la casa del vendedor a buscar el libro que yo había encargado. Es de 1975. Tengo ahora entonces este libro. Pero es de los pocos que no leí. Lo voy a leer. Mucho más teniendo en cuenta que fue el primero. Ahora mi hermano me dice “Tomá. Está en buen estado”. Es cierto. Si bien han pasado tantos años está en buen estado. Porque estamos en 2016 cuando con mi hermano viajamos a Buenos Aires a buscar Pasajes. Llego a casa. Lo llevo al estante donde están tus otros libros. Y lo guardo. No están en hilera. Tengo tantos libros en casa que he tenido que ubicarlos en forma horizontal.

     Son las tres de la tarde de un verano. Estoy escribiendo un cuento. Hace tiempo que vos has partido. Entonces cuando ya tengo el cuento terminado me empiezo a acordar de las cosas que me decías a la hora de corregir uno. ¿Llamaría a eso tus lecciones? Puede ser. Sabías cómo transmitir los saberes sobre cómo un escritor debía ser un buen narrador. Entonces me decís: “Sacá ese adjetivo que ya está presupuesto en el sustantivo con que lo predicás. Y todo esto ¿no te das cuentas, Adrián? Es redundante. Es mucho mejor quitarlo. Dejarlo en suspenso. No, eso quítalo porque si el lector lo construye con su imaginación va a ser mucho mejor que si vos se lo narrás. Evitá lo explícito. Jugá con los implícitos. Mejor dejá volar su  imaginación. ¿Por qué no hacés un blanco tipográfico?  No. Ahí tenés que tener un punto porque la frase es demasiado larga. Se pierde el lector. Lo abrumás. Se pierde entre tantas palabras. No tiene eficacia la frase. La pierde. Porque cada palabra, cada frase, tiene que ser como un latigazo”.

     Ahora no sé si esa frase la leí. La escuché. O de veras me la dijiste vos. Pero en este encuentro imaginario en el que vos estás en la casa de tu madre. Yo estoy allí pero también estoy en mi casa corrigiendo un cuento. Y hemos estado en tu casa de Gorina. Y recuerdo esos frases, con sus respectivas escenas de corrección. Así como hay escenas de escritura. Así como hay escenas de lectura. Hay escenas de corrección. Hemos estado en una escena de corrección. Hemos habitado una escena de corrección de un manuscrito. Vos has estado. Y no has estado. Hemos estado, para ser más precisos. En una master class.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.