Uno
En foco
La imagen se refracta. Y en el giro de la ráfaga, el giro en redondo digo, se configura una circunstancia con un centro inmóvil, con un núcleo que es de un verde intenso. La intensidad del verde además de su inmovilidad contrasta con el movimiento fuera de control de las hojas, pardas, marrones, parduscas, amarillentas. El conjunto adopta la forma del embudo. Las hojas verdes del fondo, del centro de la imagen, son el lugar en el que se posa el ojo ante la primera mirada que se echa a la imagen. Porque el remolino funciona como un dispositivo que introduce un movimiento que no solo gira sino que desemboca en un punto. Como quien dice: “el centro de una circunferencia”. Para el caso, las hojas verdes. Es el foco. El foco está puesto en esas hojas verdes de un tono claro (podrían ser verdes oscuro, como ciertos musgos). Los Bosquecitos en otoño ofrece el movimiento, estos deslizamientos, estos desplazamientos. Sí. Exacto, esa es la palabra. La metáfora exacta de esto que sucede en la imagen. Desplazamientos. Porque por más que sea un giro. Y por más que sea en redondo el desplazamiento existe. Las hojas dejan de estar en el sitio en el que permanecían para ahora estar en otro. En su sitio natural. En el sitio que les había sido asignado. Podría incluso acaso permanecer en el aire sin estar en ninguno en particular. Agregaría que existen matices. Matices entre las hojas que no solo responden a su color sino a su textura, a su relieve, al modo en que adivinamos si las tocáramos serían distintos en un lugar que en otro. También sus posiciones son distintas en la imagen. Desde las que están más cerca del corazón verde de la fotografía hasta las que están en el incipiente inicio del remolino. Matices también en la imaginación que las supone sobre un árbol del que ahora han caído, del que ya no forman parte, del que se han independizado. De modo que también la imaginación de desata. La imaginación comienza a funcionar. La suposición. La imagen configura también esta suerte de torbellino, de ciclón, que adoptan determinados fenómenos meteorológicos. O bien han adoptado la forma de un caleidoscopio. ¿Y respecto del aire en movimiento? El viento impacta en ellas, las ha conducido hacia punto (las citadas hojas verdes son ese centro). El viento es lo que se ha vuelto el instrumento para que ellas de pronto luego de una muerte producto de haber caído de los árboles, cobraran vida, se agitaran, casi con vida. Como si hubieran resucitado de ese mortuorio instante del que provenían, caídas, para revivir de modo que ahora sí, en este momento están en condiciones de volar ilimitadamente. Ahora bien: el hecho de que vuelen en remolino, hace que su vuelo sea un vuelo restringido. Limitado. No es como el de las aves que se remonta, va y viene. Se detiene en una rama para recomenzar. Regresar. Se marcha. Se alimenta del pez. Recupera altura o descenso. No. Ese movimiento/vuelo de las hojas en redondo señala una dirección, es cierto, pero también señala que en esa pérdida de vida, en esa muerte, las hojas muertas están en condiciones aun de que lo mortuorio de pronto reviva. Cobre nuevamente una dimensión vital. Casi por arte de magia. Y en ese revivir puede adivinarse una inicial primavera. O bien puede apreciarse una indescriptible recuperación de la clorofila que destila por dentro de ellas. Irriga por sus interiores. La clorofila es lo que también está en las hojas del centro. Son las hojas que están invictas porque no han muerto, no han perecido Son las hojas que han permanecido indemnes pese a la llegada de este otoño de una intemperie tan destructiva, que las ha arrojado al suelo de los senderos, junto a los árboles. El universo entonces queda reducido a un conjunto de hojas en giro, algunas aún vivas, otras muertas, otras seguramente en inminente proceso de morir. Porque es tiempo de morir para las hojas. Las hojas muertas en su loco girar también transmiten la emoción de la agitación. Ese movimiento exterior que al ser visto u observado impacta en los interiores del ser humano. El sujeto observador en su cuerpo experimenta el vértigo. Al compás de ese giro el ser humano se marea, su ánimo se muestra desapacible. El ser humano está asistiendo al espectáculo de una experiencia del orden de lo vital en tiempos de muerte, como lo es el otoño. O de una mínima expresión vital. Ya ven. El único verde que puede apreciarse con vida es el del centro en una ínfima cantidad comparada con el resto del conjunto de las hojas al girar, agitándose, vertiginosamente, alocadamente. En esta visión hay un especular. Uno observa y pienso en que el movimiento también. Y en esa dimensión del tiempo es también estación del año. Esta visión de tanta claridad, tan inconfundible, nos merece una reflexión acerca de que la vida del año, la vida humana, es tiempo, es movimiento, es reverdecer, es muerte, es ocaso, es final de una etapa, de una estampa en que los cuerpo se secan, se arrugan (me refiero a las hojas) y muy probablemente por fin llega otra, para el caso, una etapa por fin irremediable. Indefectible. Jamás anhelada. Negada. En la que en el caso de la vida humana habrá pocos vértigos y poco reverdecer sino mucha decadencia. He estado esta tarde de otoño en Los Bosquecitos. He caminado sus senderos. Me he adentrado en sus árboles. Acariciado lo rugoso de sus troncos. He tocado también las raíces más añosas. He pisado colchones de hojas amarillas en la marcha, marrones, pardas. He sentido bajo mis pies ese suelo que me parecía tan mullido. Pero también las hojas se han agitado a mi alrededor cuando una ráfaga irrumpía. Y trazaba un remolino. Mi caminata no fue demasiado extensa. Pero fue lo suficiente como para que yo evocara esta imagen, esta estampa. Corroborara que no es lo mismo un remolino alocado, una visión vertiginosa, que una caminata apacible. La vida en Los Bosquecitos puede consistir tanto en un remolino de ojos (¡pensemos tan solo en una tormenta!). O la apacible visión de un recodo. Y somos el resultado de ambas posibilidades. De ambas dimensiones. De ambas manifestaciones (mejor). Pero también somos el resultado los seres humanos de muchos otros factores. Y terminamos asistiendo en una caminata por un bosque a un espectáculo que tanto puede ser ocasión de júbilo como de éxtasis. Sin embargo, la mente en ocasiones entra en remolinos, padece, sufre remolinos. La vida, ya ven, está a merced del tiempo. Como cada estación. Como cada hoja de árbol que ha sido obligada a caer producto de un ciclo al cual no puede sustraerse. Y también nosotros giramos en nuestros pensamientos. De toda índole. Y cuando digo “de toda índole” digo buenos y malos. Celos, irritación, melancolía, alegría radiante, efusividad, tristeza. En fin, lo que sabemos. Porque la mente es este remolino. Ha sido concebida o nacido por generación espontánea bajo estas condiciones. A veces giramos en falso. Pero siempre está ese verde para permitir el anclaje. El que nos permite distinguir. Esclarecer. Tomar como punto de referencia. Y darnos cuenta de que pese a que estemos en una tormenta de viento, el verde salva. Porque siempre la savia, hace estallar las intensidades de la emoción, del consuelo, de la seguridad tan necesaria para eludir la zozobra interior o exterior. La savia es como la sangre que bombea. Nos alimenta. Y también nos fortaleza. Como a esos troncos añosos. Que son (o parecen) indestructibles.
Dos
En vilo
Aquí la clave ya no es el remolino, el giro en redondo, sino la altura. Las copas. Las ramas, el follaje, se iza hacia un punto del cielo que nos permite distinguir distintas formas, figuras, como si fueran ellas mismas partes de otra clase de hojas, más dispersa. Pero vegetal al fin. Se trata de un panorama según el cual las ramas (oscuras) aun albergan hojas. No son ramas carentes de hojas. Aun las hojas se aferran a los árboles, al ramaje, a esa superficie que, áspera, para nada tersa, por cierto, esa que tienen los árboles, a diferencia de las eventuales flores que denotan otra fisonomía. En tal caso las flores darían sensación de una entidad exquisita (o algunas de ellas al menos, como el jazmín), si son aromáticas más aún. Si hubiera flores estas hojas quedarían completamente deslucidas. Completamente pálidas. Porque se trata de hojas que son prácticamente deshechos pese a que se trate de productos naturales y de que uno sepa que alguna vez, cierta vez, estuvieron reverdecidas. Y sin embargo ahora son las protagonistas de esta fotografía. Han cobrado una identidad dominante. Han ganado en singularidad. Las hojas pegadas, aferradas los delgados tronces, se resisten a caer. Ofrecen resistencia a la gravedad. Son obstinadas. Persisten en permanecer en un lugar al cual no estaban dispuestas a renunciar. A deponer de él. A dar lugar al vacío. Porque ¿qué hubiera sucedido si ellas hubieran caído? Imagínense. Hubiera sucedido lo previsible. Hubiera llegado la nada a este lugar. La nada. No, mejor: el vacío. Las ramas, el ramaje, hubiera quedado expuesto a la más completa desnudez. Hubiera quedado en un vacío que no se hubiera podido apreciar siquiera como algo atractivo o siquiera con el deseo más mínimo de detenerse en él. El vacío hubiera sido esa sensación inquietante (porque toda inexistencia lo es) de que donde hubo un ser vivo ahora no hay nada en su lugar. Algo se ha extinguido. Algo ha perdido para siempre. O, en todo caso, ha cambiado de estado. Lo que no es exactamente lo mismo. La vida ha perdido la posibilidad de ser mirada. Ha perdido la posibilidad de ser paisaje. El universo/Los Bosquecitos aloja en otoño en grandes cantidades, como se podrán imaginar, árboles en estas condiciones. Lo importante es detectar cuáles nos deleitan, cuáles nos gustan para acercarnos, mirarlos, apoyarnos contra su tronco. Percibir su altura. Medir la nuestra frente a la suya. Y poder apreciar ese conjunto de hojas que rodean al árbol, que son el árbol, aunque hayan caído de él. Son parte de él aún. Por más que no estén aferradas a sus ramas esas hojas le siguen perteneciendo. Son hojas que lo rodean, lo circundan, están por debajo de él. Sin embargo, por más que estén muertas siguen teniendo un significado. Y un significado importante. Porque esas hojas agitadas por el viento cobran vida. La misma vida que quizás les ha sido huerta por el ciclo de los estados que atraviesa la materia en curso. El viento ahora les hace recuperar (como aquel remolino del comienzo ¿lo recuerdan? en el centro del cual había un botón verdee de hojasw). Estamos entonces en un bosque. En un bosque en otoño. En el otoño de Los Bosquecitos. Estamos en un país: estamos en Argentina. Conozco este otoño mediante imágenes y relatos de sus fotografías múltiples. Yo no he estado allí jamás. Pero puedo hacerme una noción de conjunto del paisaje. Y también puedo imaginar (sin demasiado esfuerzo), cómo debe de ser caminar por sobre los senderos de Los Bosquecitos. El calzado hace crujir las hojas, las hojas cuya materia de pronto ha cobrado espesor, ha cobrado una dimensión más rígida. Las hojas crujen, se parten en mitades o bien se abollan, se hunden más aún en la tierra. Las ramas dejan caer de tanto en tanto nuevas hojas que vienen hacia mí o veo caer de más lejos. Pienso en muchas cosas en esta caminata en que asomo mis ojos al cielo. En que elevo la mirada para salir del suelo en el que tanto me había detenido para observar las hojas. Me detengo en los ramajes. Miro las hojas marrones. Pero algo más: por sobre todo elevo mi mirada al cielo. El cielo es mi referente en este caso. No. No exactamente. El ramaje con hojas secas lo son. Pero reenvían al cielo. Los ramajes son delgados, no se trata de ramas gruesas. Y de pronto, lo insospechado. Un blanco por entre todos los ramajes, a través del cual puedo una perspectiva mayor del cielo. Una suerte de majestuoso blanco por dentro del cual puedo apreciar el cielo. Un espacio abierto. Y cuando digo “espacio abierto” quiero decir precisamente eso. Como si me hubiera abierto una puerta, una ventana, un libro con ilustraciones, un álbum con fotografías (como estas), un link en la computadora que envía a una publicación (como esta), Veo ahora un cielo que no es celeste. Es ciertamente nublado en el día de hoy. O así lo pareciera. Y al mismo tiempo algo se he introducido en mi mente. La idea de tejido. La imagen plástica de un conjunto de hilachas que conforman una totalidad producto de un tejido que ha perdido su naturaleza compacta. Puedo apreciar estos árboles, estos ramajes con troncos que son hilos con espesor. Y existe ese contrapunto entre el blanco del cielo o el gris del cielo, el negro de los troncos, el marrón de las hojas. Se ha generado una totalidad que es opaca (no existen brillos en esta imagen, no existen colores precisamente estridente, es más bien opaca). De ese espacio, de ese blanco, de ese hueco entre los árboles puedo apreciar también que no están todos pegados los unos junto a los otros. Sino que están ligeramente separadas las ramas. No se superponen. Tienen espacio para respirar. Las ramas son alargadas como vainas. Son varas inclinadas. Podrían ser como cimitarras si tuvieran filo y fueran más gruesas o tuvieran comba. Son esmirriadas extensiones del tronco. Son a su vez formas que evocan con las hojas en ellas una suerte de imagen que plasma lo detenido de lo que está en movimiento. Porque el viento las agita. Y se caen rendidas frente a las ráfagas. Y la vida de estos árboles es una que sabemos que en algún momentos cesará. Es efímera y extensa a la vez. Por ahora permanecen en un estado de paréntesis en el cual han perecido sus hojas (pese aun así, las sostienen). Las toleran. Si pensáramos en estados de ánimo, diría que los árboles, las ramas, son tolerantes con hojas inútiles. Hojas que ya no sirven. Hojas que han perdido todo sentido. Los árboles también puede que caigan con alguna tormenta, con tremendos temporales que arrecien. La imagen me hace echar los ojos al cielo ¿Estoy en la fotografía o estoy en Los Bosquecitos esta nublada tarde otoñal? ¿estoy en mi casa escribiendo o estoy bajo la sombra de la copa escasa, ínfima, de estos árboles? Sería interesante leerlo en buena literatura. Esa en la que los pasadizos conducen de un espacio a otro. Como Alicia caía de un mundo a otro. De una dimensión a otra. Con solo atravesar un cubículo. Yo soy capaz de salir o ingresar de un espacio a otro gracias a la escritura. Puedo entrar o salir de Los Bosquecitos. Ahora estoy donde ustedes me estén leyendo. Está mi escritura pero en verdad estoy yo mismo. Mi corporalidad. Y por lo pronto aquí me detengo. Con estas hojas aferrándose con uñas y dientes para no derramarse, caer de las ramas. Para no derrumbarse, caer en el suelo. Hojas que hacen lo imposible por mantenerse en su sitio sin ser arrojadas al suelo, cansado el tronco de haberlas sostenidos todo el año. O probablemente no hablemos de estados de ánimo: hablemos de estadios de vitalidad en la naturaleza. Las hojas pretenden preservar el lugar que las albergó durante tantos meses. Pero les ha llegado la estación funesta. La estación fatal. El mes fatal. La semana fatal. El día fatal. Y miren, puedo apreciar una que el viento hace girar antes de estrellarse de modo estrepitoso contra el suelo del bosque, donde yacen otras de sus semejantes. Siento tristeza. No puedo sino darme la vuelta. Y marcharme rumbo a otro rincón del bosque. Donde exista la felicidad.
Tres
Oleo en amarillo
No sé ustedes. Pero yo percibo muchos planos. Un primer plano de algunas hojas prendidas sutilmente de ramajes. Su fisonomía es verde en términos generales. También un amarillo que denota una suerte de transición hacia la caída. ¿Por qué se sentirá peligro, inquietud frente a la inminencia de la caída? ¿duelo por esas hojas que nos parecían tan bellas? ¿duelo por la vida que ha dejado de serlo, que se ha perdido? ¿duelo por eso que considerábamos belleza y ahora ha dejado de serlo? La caída, la previsible caída que les espera. Destino inexorable. No puede haber otro proceso más que el deslizamiento, la transición quiero decir, luego la permanencia en la superficie hasta la descomposición para finalmente devenir humus. Serán abono para la tierra. Pero ¿quién sabe? También puede que alimenten a algún animal herbívoro. Les propongo regresar a los planos. Un lago. No. Un ojo de agua mejor. Esos espejos de agua en los que es posible reflejarse. Que nuestra sombra se refleje o nuestra imagen simplemente, desde algún plano. Que el sol chisporrotee en unos estallidos de sol, en toda su belleza, conformando pequeñas fogatas porque esa lumbre diera la impresión del fuego si uno llega al mediodía, observa el agua (sobre todo en verano) y el los reflejos en el agua son completamente luminosos al mismo tiempo que encandilan. El agua acoge al mediodía, lo recibe. Producto de la brisa o las ráfagas, el agua se agita. De modo que en esas pequeñas crestas este espacio que ¿quién lo diría? parecía tan calmo, de pronto, producto de un giro de ráfagas o de un temporal cobra un movimiento inesperado e indescriptible. ¿Y qué sucede con el brillo de los árboles en el agua? El brillo se mueve, se agita. Las aguas se mueven. Esos reflejos comienzan a desplazarse, a inquietarse, a dejar de permanecer inmóviles. Las sombras de los árboles (¿pongamos que son unos alerces, aunque jamás lo sean?), se desplazan, tiemblan, se estremecen. Y en ese temblor diera la impresión de que hubiera vida. De modo que en un otoño en Los Bosquecitos, Argentina, en que todo parecía muerte, de pronto asistimos a la vida. O a lo que da impresión de vida.
El agua. Puede haber por debajo de ella peces. O bien musgos o algas. Es un agua para nada cristalina sino opaca. Más aún en otoño, en que las hojas han caído, han entrado en descomposición. Y esa opacidad ha hecho que no tenga la transparencia diáfana del agua de ciertas vertientes, de ciertos lagos de la Patagonia argentina, de ciertos arroyos cristalinos Es un agua casi en putrefacción. Pero ¿acaso no estaré siendo exagerado predicando semejante cosa del agua de este lago? Pienso que sí y pienso que no. Habrá zonas del ojo de agua que seguramente están llenas de hojas que se han podrido. Esa zona de las aguas dudo mucho que se haya mantenido indemne. Es agua que en conjunción con las hojas, en un conglomerado por cierto nada grato a la mirada, nada estético frente a una flor (¿un jazmín, nuevamente?), es una imagen que es como un estruendo de fealdad, produce rechazo.
Pero lo cierto es que esta agua tiene ese rasgo singular. En ella se reflejan árboles. Árboles con su ramaje. Son árboles que dieran la impresión de dotar a ese ojo de agua de un dibujo, de formas, de imágenes, de figuras, de todo un conjunto visual como un fresco que registra el otro rostro del bosque. Se trata de imágenes que gozan de destellos. Es la imagen que no alcanzamos a contemplar cuando miramos el árbol erguido sobre el sendero. Esta imagen del árbol que permite apreciarlo en su imagen sobrecogedora (incluso sobrecogedora la imagen de la fotografía), es una que vista desde este otro ángulo pinta con otra pincelada. Ya no en su volumen. En su tridimensionalidad. Pero estas imágenes dotan a este bosque de reflejos que lo identifican. Le confieren una identidad desde otros insospechados puntos de vista. Desde otros planos. Desde otros recursos. Quiero decir: naturales. Esas imágenes, esos reflejos, refractan el otro lado del bosque. Su rostro invisible. Esa que solo ellos son capaces de revelarnos. Ahora sí tenemos una imagen del bosque más completa. La jamás había concebido. La inconcebible. Los Bosquecitos se muestra magnífico. Se muestra soberbio. Pese a que estemos en un día que no es precisamente radiante, luminoso, soleado. En el que existan rayos de sol que puedan impactar sobre las aguas. Sí, estamos en condiciones de apreciar un brillo. El brillo del agua sobre el que se recortan las figuras de los árboles. Me siento junto al ojo de agua. No arrojo una piedra. Ese sería un lugar común. Tampoco me inclino por arrojar piedras al agua. Menos aun introduzco mi mano en el agua. Jamás agitaría una superficie en calma que aspiro a que permanezca en su estado de armonía. De quietud. De serenidad. Entonces suceden otras cosas. Acontecen otros sucesos. Tiene lugar la contemplación (he contemplado muchas cosas en mi vida a solas, que no las he compartido con nadie ni las compartiré, porque ha habido revelaciones, descubrimientos, reflexiones privadas que de inmediato se marchitarían si yo las revelara). En esta contemplación estoy en condiciones de reflexionar pero me doy cuenta de que más que reflexionar lo más inteligente, lo más sabio es entregarme a mi humanidad sensible: la percepción. Sentir, experimentar, apreciar, capturar esa agua tan quieta que a su vez me pone en tal estado. Ya los remolinos de mi mente no se agitan. He visto el lago. O la laguna. He asistido a la laguna. Permanezco en silencio. En el lago. En la laguna. En el silencio interior. Estoy llamado a permanecer a solas. A contemplar. A asistir a su belleza imponente. No me parece precisamente lo que se dice un destino modesto. Más bien todo lo contrario. El ruido abruma. Las multitudes me perturban porque me producen una sensación invasiva. Hasta la conversación llega un punto en que me aturde. Es entonces cuando le pido a Celina que me permita retirarme a solas a una caminata por Los Bosquecitos, su barrio. Su barrio que es una reserva ecológica. De modo que sentado aquí. Al borde del agua. Al lado del lago o laguna. Abismado. Como si estuviera en las profundidades del agua, medito. Reflexionando acerca de tantas cosas que no tendría sentido ni tampoco lo tiene enumerarlas. Se trata de reflexiones que no son ni prohibidas ni reprensibles ni dañinas, ni destructivas. Solo me guardo estos pensamientos que nacen, irrumpen y morirán en Los Bosquecitos conmigo. Han nacido, se han desplegado, se han interrumpido para que pudiera paladearlos. Por fin se han ido. Me han abandonado. De pronto. Se fueron. ¡Chas! Algún día, lo sé. Así como estas hojas perecen, a mí me sucederá lo mismo. No pienso en eso a menudo. Pero a en ocasiones sí sucede. Esa es la primera forma de morir. Pensar en la la muerte. Pero es bueno pensar en los límites. Claro que para pensar en la muerte hay que disponer de valentía. Es frecuente que se eludan estos pensamientos. Se los teme. No resulta fácil afrontar el reto de sabernos mortales.
Ahora sí. No arrojo una piedra. Arrojo una hoja al agua. Una hoja amarilla. Arrojo una hoja al ojo. Una hoja amarilla. Porque irrumpe el color amarillo en una hoja que cae a mi lado. Parece un bote. Flota con al compás del viento. Mírenla. Se agita. Pero si tan solo parece un barco de papel. Tiene su tronco. Las irrigaciones. Me detengo en ella en detalle. Me detengo en el amarillo en contraste con lo oscuro del agua. Me detengo en el amarillo en contraste con el pardo de los troncos. Me detengo en ella en contraste con el de las pasturas. El amarillo es un tono vivaz. Llamativo, que captura la mirada, uno no permanece ajeno a él. Se trata de un color frente al cual uno no permanece indiferente. No puede hacerlo. Impacta sobre uno. Y flota ese bote amarillo. Y navega ese bote amarillo. Y boga. Ahora me dejo llevar por esa hoja que flota como una nave o quizás como una carabela al compás del viento. Y por fin soy.
Este trabajo es una propuesta interdisciplinaria a cargo de Adrián Ferrero, autor de las prosas poéticas, y de *Celina Ortelli, fotógrafa argentina de la que añadimos su CV:
Celina Ortelli nació en La Plata, Argentina. Reside en Los Bosquecitos, Brandsen, Argentina. En cuanto a su trayectoria, puede apreciarse de qué modo ha ido articulando la fotografía con las artes plásticas, empapándose la una de las otras. En lo relativo a sus estudios, realizó un taller de Astrofotografía en septiembre de 2017 en el BAF. Un taller de Lightpainting, en mayo de 2017, en el BAF. Un taller de retrato, en 2015. Y en la Escuela de Fotografía de La Plata, entre 1996 y 1998 realizó estudios de fotógrafa. Entre 2015 a 2019 un taller de pintura al óleo, con la Prof. Carla Rivera Pereyra. En el orden de sus publicaciones de pueden mencionar fotografías en la Revista de Paracaidismo de Brasil (2003), foto de mercados bolivianos en Revista Americana JPG Magazine (2008), fotos de la Estancia La Postrera en el libro Perdón por ser virtuosa-Tomo II-Ajusticiada por AINEÉ. En el rubro exposiciones fue seleccionada por el sitio EYEEM para una muestra junto a varios fotógrafos del mundo (2011), Teatro Argentino de La Plata (Serie de retratos de Cartagena, 2015), Centro Cultural El Medio Aljibe-Imaginación Pintura Foto Arte, Exhibición de Pinturas al óleo y serie de retratos de Estambul (2017), Centro Cultural El Hormiguero (no arte). Exhibición de pinturas al óleo y serie de fotografías de la Cordillera de los Andes (2018) y Centro Cultural Don Eyler, Exhibición de pinturas al óleo (2018). Realizó previamente dos publicaciones interdisciplinarias en colaboración en Vagabunda Mx, entre sus fotografías artísticas y las prosas poéticas del escritor y crítico literario Adrián Ferrero tituladas, respectivamente, “Instantáneas de Los Bosquecitos, Argentina” (2021) y la segunda, “Otoño en Los Bosquecitos, Argentina” (2021). Está en proceso de culminación un trabajo interdisciplinario de astrofotografía y prosas poéticas.