Los búhos, Pedro Coronel.

Las tardes perfectas

¿Recuerdas esas tardes

en que mirábamos

allá, alta en el cielo

a la bandada de calandrias

en su mágica ceremonia?

¿O a las abejas libar

en la quinta de abuela?

Te confieso

que soy tan corto de vista

que solo alcanzaba a divisar

la casa con su galería solariega.

Vos sí tenías el poder

de rotar en 360 grados.

Veías a Neptumo

en el fondo de Mar Azul,

el balneario al que iban

tu amigos.

Estabas completamente

hipnotizado

por esa magia

infinitamente bella.

Es que tenés el don

de mirar de cerca

como si tus ojos fueran

un microscopio

o un largavista

(para otras circunstancias).

Ahora me podés mirar

a mí de lejos

tan lejos que estás

en ese territorio

paradisíaco y agreste

que con tu mujer

han construido.

Una casa en la que

jamás falta

la resolana ni el pan.

Hospedás al hornero

y la paloma que se tornasola,

estalla como un relámpago

sobre la gramilla

cuando el sol le pega

de lleno en el ala derecha.

El mundo te queda chico

para contemplarlo

con tus ojazos,

lentes que cuando bajás

los párpados

desaparece hasta

emerger en el Lago Escondido,

por la Patagonia argentina.

Es que nos hemos reído tanto.

¿Lo  recuerdas?

Nacimos juntos en el vientre

de mamá

Y eso que no somos mellizos.

Pero algo de gemelos del sueño

sí tenemos.

Porque acariciamos

el mismo anhelo

de la lluvia,

las gotas de agua

que van perlando

el parabrisas de papá.

Fue tan

refrescante

en aquel enero

en el que papá manejaba

y gritábamos los dos

de alegría

al llegar a Mar del Plata.

La sal y la arena

Cuando nos bañábamos

en el hotel Antártida

las canillas parecían

la boca de la manguera

de un bombero.

Vos sos capaz

de girar la cabeza

por los cuatro puntos cardinales

sin mover tus plantas

del suelo.

Siempre admiré tu poder.

Simplemente

tenés el don magnífico

de ciertos abedules,

que el viento agita

de modo que su perspectiva

es tan amplia, tan amplia

que son capaces

de ver al abuelo Marcelino

desdentado

porque tiene un problema

en las encías.

Pero regresando a los abedules,

ellos se pintan

color plateado en enero.

Y a mí me resulta

un color gratísimo

en un árbol.

El cardenal acaba de cantar.

Su rumoroso sonido

me invita a escucharlo

exclusivamente,

haciendo a un lado

las tareas.

¿Lo escuchas?

Se trata de un silbido delgado

como un hilo de coser

que se parece al suspiro

del arroz con leche

derrmándose sobre las cazuelas

cuando mamá nos lo servía

para merendar los lunes

en la casa grande

donde antes había vivido

tía Dolores.

Podríamos haber vivido allí

por el resto de nuestras vidas.
Pero ambos queríamos

andar mundo.

Ahora han convertido

esa casa en un lujoso

restaurante donde

seguro sirven sushi

o quizás paltas en ensalada,

con palmitos y aceitunas negras.

Tu corazón de jade

es una piedra

demasiado preciosa

para que lo andes paseando

sin abrigarlo al menos con ese

chaleco térmico

que usaste antes de mí.

En la pileta de la quinta

de los abuelos

juntábamos del fondo

estrellas de mar,

corales, algas, crustáceos,

tan frescos

como si hubiera sido

el Atlántico norte.

Las noctilucas, esos seres

marinos que estallaban

en luz fosforescente

por las noches

en Puerto Pirámides.

Ahora iluminan tu camino.

Entonces en la pileta

navegábamos

en fragata.

Se trataba

de un barco

completamente inofensivo.

Nada más lejano

que un barco pirata.

Es que era

tan exquisita

la fragancia del limonero real

que crecía en el fondo

de la quinta,

junto a la parrilla.

Abuelo asaba calamares.

Yo me quedaba mirando

también a los moluscos

que estaban guardados

entre sus valvas.

En su centro te digo

que descansa una perla.

La más perfecta

que haya segregado jamás

semejante animal.

Sabe rodar, o estarse

quietecita.

Vamos.

Es hora de regresar a casa.

Muy rojo

Yo no tengo palabras

para comunicar

a este conjunto de personas

(el hemiciclo de lectores que se amucha)

cómo me dibujabas

en la espalda,

sobre la camisa celeste

el tatuaje

de una mujer congolesa.

En efecto,

al Congo fuimos

a encarcelar

a aquellos cazadores furtivos

que extinguían

a los elefantes.

Eso tan de marfil

que son tus dientes.

La armonía

con que te reías,

frente a la radiación solar.

Y puteabas.

Y mamá nos preparaba

en esos casos,

con una cucharada sopera

de cacao,

azúcar,

un vaso de leche

chocolatada bien fría.

Brindábamos

por el futuro

“¿Qué nos deparará?”

nos preguntábamos

llenos de prisas

por salir a jugar.

Queríamos vivir

a las apuradas.

Ese vértigo

que luego afectó

a una tía lejana,

tan distante

tan profunda

tan fría

tan honda

como una

anguila.

El comedor de casa,

a su lado el toilette.

Te dabas duchas

con aroma a lavanda.

Mientras yo estudiaba

esa materia horrorosa

para la Facultad

que había desaprobado.

No te quiero mentir,

pero si mal no recuerdo,

era Lingüística.

Vos salías al patio

a lo que había sido

el gran estanque

con tiburones

y ahora era

un macetero gigantesco

colmado

de tierra fertilizada.

Crecían unas portulacas

llenas de frío.

¡Qué plantas más desangeladas!
Carecen del aroma crucial

de toda flor.

Han nacido sin encanto.

Sus flores son diminutas,

como el botón

de un traje gris

sin ojales.

La regadera apenas

dejaba caer un temporal

con remolinos de viento

sobre ellas.

Y nosotros dos

luego nos encerrábamos

a escuchar música

en el escritorio de papá.

Primero a Gustavo Cerati.

¿Te acordás del álbum

Colores santos

que compuso con

Daniel Melero?

Venerábamos los dos

ese tema,

¿cómo se llamaba?

¿me lo recordás?
Sí, exacto, ese mismo.

Ahora que cada uno

vive en su propia casa.

Ahora que tenemos hijos.

Ellos nos tiran de las solapas

para que les cantemos

una canción:

“El brujito de Gulubú”,

de María Elena Walsh.

Conjeturo

que debe haber sido papá

el que introdujo

semejantes novedades en casa.

Tan, tan llenas

de disparates.

Ahora que lo pienso,

también en algunos

poemas míos

juego con el absurdo.

Los escribo mirando

hacia el cielo,

contemplando

esa luna,

tan roja,

tan roja,

Fue después

del despliegue

del eclipse.

El país se paralizó.

En un programa de TV

mantuvieron en suspenso

a toda la platea

hasta que la luna

lentamente se fue tiñendo

de un color ladrillo.

Esa luna

que parecía incandescente

que se guarda

o no,

mejor se atesora

en el bolsillo derecho

del smokin.

¿No te parece?

A ver: empecemos.

DJ

En el tiempo

en el que íbamos

a boliches bailables

como templos,

vos preferías la quietud

de las consolas.

Digitabas los movimientos

de la multitud

(puro sudor y perfumes).

Calculabas los pasos

que los jóvenes darían.

Eran tu experimento.

Subir y bajar

el tono, el volumen.

Calibrarlos.

La gente,

la cerveza,

la gente,

enloquecida,

con pasión,

se abrazaba

con esas luces

de un neón

tan peligroso porque

a uno le quemaba

las pestañas.

Piénsalo.

No es tarde.

Es solo cuestión

de volver a ser

el mismo.

Admitir ese lunar

en el muslo izquierdo.

Comer carne asada

los domingos,

de esa

en la que sos experto.

Después

el postre de nuez:

la travesura de tu hija

bajo las estrictas órdenes

impartidas

por una receta.

Sencillamente delicioso.

Chapeau

Reloj de luna

El último de la hilera.

Yo.

En el medio de la jugada.

Vos.

Chapaleando en un charco.

Yo.

Grácil,

nadando estilo mariposa

en una piscina.

Vos.

En el tiempo de los griegos.

Yo.

En el tiempo de las noches largas.

Aquellas trasnochadas.

Vos.

La bondad de las mujeres.

Yo.

La irresistible mujer fatal

que durmió con vos.

Convengamos

que una vampiresa

en potencia.

Vos.

Los libros

(yo)

cuando ya era

demasiado tarde

para nacer.

(yo)

¿Pero no se puede acaso

hacer tabula rasa?

¿Borrón y cuenta nueva?

Nuevo comienzo.

El agua hasta el cuello.

Yo.

Y luego llegabas vos,

te calzabas lo botines

de jugar al fútbol.

Ibas a la cancha

con tus amigos.

Lloviznaba, lo recuerdo.

Incluso ciertas noches grises

vos atravesabas la bruma.

O como nos decía mamá:

chis-pe-a. o

“¡Qué día crudo!”.

La lluvia te gustaba

pero no te mojabas

porque usabas el piloto

de tío Pedro

y las botas amarillas

de Atilio.

Ahora es tarde.

Ya es hora

de que me vaya de tu casa.

Hace frío en este otoño cruel

en la ciudad,

en la que nunca

me terminaré de orientar.

Es un tiempo

desapacible.

Y no es cuestión

de extraviarse

entre las mantas,

las sábanas.

Dar vuelta la almohada:

su lado frío

girar sobre la cama,

como en un remolino.

Es tan solo una percepción.

Creo entrever,

si me lo permitís

la corola

de tus párpados.

No están tan negros.

Tienen ese color

oscuro

de algunos rostros

cuando se han pasado el verano

encerrados,

componiendo canciones.

El sol no los tocó.

En un damero

de blanco y negro,

su propio ajedrez.

A propósito,

el blanco les sienta bien

a ciertas mujeres.

La piel muy blanca

Cualquier cosa

te vas una tarde

a la casa de tío Mauricio

Se toman una medida

de buen whisky

y verás de qué modo,

que tus pestañas

comienzan a ponerse

de ese color

tan

real.

Tan parecido

al sabor

de esa bebida.

Te arde un poco la cara

(no temas)

es solo

por la exposición solar.

Vamos.

Vamos juntos

a ver la montaña,

como dice

la canción de Spinetta.

“La montaña es la montaña”.

En un ejercicio tautológico

tal

que nos fascina su poesía.

Deleite de príncipes urbanos.

La ciudad fue distinta

para ambos.

Vos acortabas camino

por las diagonales.

Gracias por eso.

Por cinco veces

me llevaste a cuestas.

Las melodías llegaron

de tu mano a casa.

La música

de las esferas celestes

era tu reino.

Te espero acá.

Mirá.

Son solo unos pocos minutos.

Acá estoy de vuelta.

¿Sentís mi abrazo?

El timbre acaba de sonar.

Te sospecho sobre el umbral.

Vienes del centro.

Cenaremos una cazuela de mariscos.

Rabas fritas.

Hoy quise prepararte

tus platos favoritos.

Voy a tu encuentro.

Los chicos han salido.

Te escucho hablar

A través de la puerta

con el vecino.

Hola

¿Ves?

Acá estoy.

Te estaba esperando.

No te mentí

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Se graduó como Profesor y Licenciado en Letras en 2005. Y se doctora en 2014 como Dr.en Letras, todos grados y posgrados en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP, Argentina). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 edita su libro “Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas”, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, “Melancolía” (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía “Reloj de arena (variaciones sobre el silencio)”. Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos obtenidos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Escribió un cortometrabaje que permanece inédito. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores y autoras de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Se vio beneficiado con premios y distinciones internacionales y nacionales. Se formó en los talleres de escritura creativa ejercida por María Negroni, Leopoldo Brizuela, Gabriel Báñez (de quien se siente discipulo sobresaliente) y, el más reciente, en Buenos Aires, con Susana Szuarc.