Las tardes perfectas
¿Recuerdas esas tardes
en que mirábamos
allá, alta en el cielo
a la bandada de calandrias
en su mágica ceremonia?
¿O a las abejas libar
en la quinta de abuela?
Te confieso
que soy tan corto de vista
que solo alcanzaba a divisar
la casa con su galería solariega.
Vos sí tenías el poder
de rotar en 360 grados.
Veías a Neptumo
en el fondo de Mar Azul,
el balneario al que iban
tu amigos.
Estabas completamente
hipnotizado
por esa magia
infinitamente bella.
Es que tenés el don
de mirar de cerca
como si tus ojos fueran
un microscopio
o un largavista
(para otras circunstancias).
Ahora me podés mirar
a mí de lejos
tan lejos que estás
en ese territorio
paradisíaco y agreste
que con tu mujer
han construido.
Una casa en la que
jamás falta
la resolana ni el pan.
Hospedás al hornero
y la paloma que se tornasola,
estalla como un relámpago
sobre la gramilla
cuando el sol le pega
de lleno en el ala derecha.
El mundo te queda chico
para contemplarlo
con tus ojazos,
lentes que cuando bajás
los párpados
desaparece hasta
emerger en el Lago Escondido,
por la Patagonia argentina.
Es que nos hemos reído tanto.
¿Lo recuerdas?
Nacimos juntos en el vientre
de mamá
Y eso que no somos mellizos.
Pero algo de gemelos del sueño
sí tenemos.
Porque acariciamos
el mismo anhelo
de la lluvia,
las gotas de agua
que van perlando
el parabrisas de papá.
Fue tan
refrescante
en aquel enero
en el que papá manejaba
y gritábamos los dos
de alegría
al llegar a Mar del Plata.
La sal y la arena
Cuando nos bañábamos
en el hotel Antártida
las canillas parecían
la boca de la manguera
de un bombero.
Vos sos capaz
de girar la cabeza
por los cuatro puntos cardinales
sin mover tus plantas
del suelo.
Siempre admiré tu poder.
Simplemente
tenés el don magnífico
de ciertos abedules,
que el viento agita
de modo que su perspectiva
es tan amplia, tan amplia
que son capaces
de ver al abuelo Marcelino
desdentado
porque tiene un problema
en las encías.
Pero regresando a los abedules,
ellos se pintan
color plateado en enero.
Y a mí me resulta
un color gratísimo
en un árbol.
El cardenal acaba de cantar.
Su rumoroso sonido
me invita a escucharlo
exclusivamente,
haciendo a un lado
las tareas.
¿Lo escuchas?
Se trata de un silbido delgado
como un hilo de coser
que se parece al suspiro
del arroz con leche
derrmándose sobre las cazuelas
cuando mamá nos lo servía
para merendar los lunes
en la casa grande
donde antes había vivido
tía Dolores.
Podríamos haber vivido allí
por el resto de nuestras vidas.
Pero ambos queríamos
andar mundo.
Ahora han convertido
esa casa en un lujoso
restaurante donde
seguro sirven sushi
o quizás paltas en ensalada,
con palmitos y aceitunas negras.
Tu corazón de jade
es una piedra
demasiado preciosa
para que lo andes paseando
sin abrigarlo al menos con ese
chaleco térmico
que usaste antes de mí.
En la pileta de la quinta
de los abuelos
juntábamos del fondo
estrellas de mar,
corales, algas, crustáceos,
tan frescos
como si hubiera sido
el Atlántico norte.
Las noctilucas, esos seres
marinos que estallaban
en luz fosforescente
por las noches
en Puerto Pirámides.
Ahora iluminan tu camino.
Entonces en la pileta
navegábamos
en fragata.
Se trataba
de un barco
completamente inofensivo.
Nada más lejano
que un barco pirata.
Es que era
tan exquisita
la fragancia del limonero real
que crecía en el fondo
de la quinta,
junto a la parrilla.
Abuelo asaba calamares.
Yo me quedaba mirando
también a los moluscos
que estaban guardados
entre sus valvas.
En su centro te digo
que descansa una perla.
La más perfecta
que haya segregado jamás
semejante animal.
Sabe rodar, o estarse
quietecita.
Vamos.
Es hora de regresar a casa.
Muy rojo
Yo no tengo palabras
para comunicar
a este conjunto de personas
(el hemiciclo de lectores que se amucha)
cómo me dibujabas
en la espalda,
sobre la camisa celeste
el tatuaje
de una mujer congolesa.
En efecto,
al Congo fuimos
a encarcelar
a aquellos cazadores furtivos
que extinguían
a los elefantes.
Eso tan de marfil
que son tus dientes.
La armonía
con que te reías,
frente a la radiación solar.
Y puteabas.
Y mamá nos preparaba
en esos casos,
con una cucharada sopera
de cacao,
azúcar,
un vaso de leche
chocolatada bien fría.
Brindábamos
por el futuro
“¿Qué nos deparará?”
nos preguntábamos
llenos de prisas
por salir a jugar.
Queríamos vivir
a las apuradas.
Ese vértigo
que luego afectó
a una tía lejana,
tan distante
tan profunda
tan fría
tan honda
como una
anguila.
El comedor de casa,
a su lado el toilette.
Te dabas duchas
con aroma a lavanda.
Mientras yo estudiaba
esa materia horrorosa
para la Facultad
que había desaprobado.
No te quiero mentir,
pero si mal no recuerdo,
era Lingüística.
Vos salías al patio
a lo que había sido
el gran estanque
con tiburones
y ahora era
un macetero gigantesco
colmado
de tierra fertilizada.
Crecían unas portulacas
llenas de frío.
¡Qué plantas más desangeladas!
Carecen del aroma crucial
de toda flor.
Han nacido sin encanto.
Sus flores son diminutas,
como el botón
de un traje gris
sin ojales.
La regadera apenas
dejaba caer un temporal
con remolinos de viento
sobre ellas.
Y nosotros dos
luego nos encerrábamos
a escuchar música
en el escritorio de papá.
Primero a Gustavo Cerati.
¿Te acordás del álbum
Colores santos
que compuso con
Daniel Melero?
Venerábamos los dos
ese tema,
¿cómo se llamaba?
¿me lo recordás?
Sí, exacto, ese mismo.
Ahora que cada uno
vive en su propia casa.
Ahora que tenemos hijos.
Ellos nos tiran de las solapas
para que les cantemos
una canción:
“El brujito de Gulubú”,
de María Elena Walsh.
Conjeturo
que debe haber sido papá
el que introdujo
semejantes novedades en casa.
Tan, tan llenas
de disparates.
Ahora que lo pienso,
también en algunos
poemas míos
juego con el absurdo.
Los escribo mirando
hacia el cielo,
contemplando
esa luna,
tan roja,
tan roja,
Fue después
del despliegue
del eclipse.
El país se paralizó.
En un programa de TV
mantuvieron en suspenso
a toda la platea
hasta que la luna
lentamente se fue tiñendo
de un color ladrillo.
Esa luna
que parecía incandescente
que se guarda
o no,
mejor se atesora
en el bolsillo derecho
del smokin.
¿No te parece?
A ver: empecemos.
DJ
En el tiempo
en el que íbamos
a boliches bailables
como templos,
vos preferías la quietud
de las consolas.
Digitabas los movimientos
de la multitud
(puro sudor y perfumes).
Calculabas los pasos
que los jóvenes darían.
Eran tu experimento.
Subir y bajar
el tono, el volumen.
Calibrarlos.
La gente,
la cerveza,
la gente,
enloquecida,
con pasión,
se abrazaba
con esas luces
de un neón
tan peligroso porque
a uno le quemaba
las pestañas.
Piénsalo.
No es tarde.
Es solo cuestión
de volver a ser
el mismo.
Admitir ese lunar
en el muslo izquierdo.
Comer carne asada
los domingos,
de esa
en la que sos experto.
Después
el postre de nuez:
la travesura de tu hija
bajo las estrictas órdenes
impartidas
por una receta.
Sencillamente delicioso.
Chapeau
Reloj de luna
El último de la hilera.
Yo.
En el medio de la jugada.
Vos.
Chapaleando en un charco.
Yo.
Grácil,
nadando estilo mariposa
en una piscina.
Vos.
En el tiempo de los griegos.
Yo.
En el tiempo de las noches largas.
Aquellas trasnochadas.
Vos.
La bondad de las mujeres.
Yo.
La irresistible mujer fatal
que durmió con vos.
Convengamos
que una vampiresa
en potencia.
Vos.
Los libros
(yo)
cuando ya era
demasiado tarde
para nacer.
(yo)
¿Pero no se puede acaso
hacer tabula rasa?
¿Borrón y cuenta nueva?
Nuevo comienzo.
El agua hasta el cuello.
Yo.
Y luego llegabas vos,
te calzabas lo botines
de jugar al fútbol.
Ibas a la cancha
con tus amigos.
Lloviznaba, lo recuerdo.
Incluso ciertas noches grises
vos atravesabas la bruma.
O como nos decía mamá:
chis-pe-a. o
“¡Qué día crudo!”.
La lluvia te gustaba
pero no te mojabas
porque usabas el piloto
de tío Pedro
y las botas amarillas
de Atilio.
Ahora es tarde.
Ya es hora
de que me vaya de tu casa.
Hace frío en este otoño cruel
en la ciudad,
en la que nunca
me terminaré de orientar.
Es un tiempo
desapacible.
Y no es cuestión
de extraviarse
entre las mantas,
las sábanas.
Dar vuelta la almohada:
su lado frío
girar sobre la cama,
como en un remolino.
Es tan solo una percepción.
Creo entrever,
si me lo permitís
la corola
de tus párpados.
No están tan negros.
Tienen ese color
oscuro
de algunos rostros
cuando se han pasado el verano
encerrados,
componiendo canciones.
El sol no los tocó.
En un damero
de blanco y negro,
su propio ajedrez.
A propósito,
el blanco les sienta bien
a ciertas mujeres.
La piel muy blanca
Cualquier cosa
te vas una tarde
a la casa de tío Mauricio
Se toman una medida
de buen whisky
y verás de qué modo,
que tus pestañas
comienzan a ponerse
de ese color
tan
real.
Tan parecido
al sabor
de esa bebida.
Te arde un poco la cara
(no temas)
es solo
por la exposición solar.
Vamos.
Vamos juntos
a ver la montaña,
como dice
la canción de Spinetta.
“La montaña es la montaña”.
En un ejercicio tautológico
tal
que nos fascina su poesía.
Deleite de príncipes urbanos.
La ciudad fue distinta
para ambos.
Vos acortabas camino
por las diagonales.
Gracias por eso.
Por cinco veces
me llevaste a cuestas.
Las melodías llegaron
de tu mano a casa.
La música
de las esferas celestes
era tu reino.
Te espero acá.
Mirá.
Son solo unos pocos minutos.
Acá estoy de vuelta.
¿Sentís mi abrazo?
El timbre acaba de sonar.
Te sospecho sobre el umbral.
Vienes del centro.
Cenaremos una cazuela de mariscos.
Rabas fritas.
Hoy quise prepararte
tus platos favoritos.
Voy a tu encuentro.
Los chicos han salido.
Te escucho hablar
A través de la puerta
con el vecino.
Hola
¿Ves?
Acá estoy.
Te estaba esperando.
No te mentí