Entrepoemas
La tempestad
Que los vientos
huracanados de la tierra
arrasen con las mieses,
que el sol ardiente reseque
para siempre
los cauces
del Ródano y el Tigris.
Hoy ha muerto mamá.
Tarde en la noche
recibí el llamado
que me aterrorizó
porque sería
para siempre.
Estoy solo.
La familia, el resto
de mis hermanos digo,
se desbandará en silencio.
Nada podrá borrar
el horror de asistir
a esta emboscada
que escribió el destino.
Solo el majestuoso Shakespeare
sería capaz de capturar
en tres líneas maestras
este estallido inmemorial
del espectáculo de la muerte,
que no por abundar
nos deja una marca fuerte.
Nunca estamos preparados
para la muerte.
Creemos que sí,
pero su llegada nos devasta.
Es un acontecimiento
del orden de lo desprevenido.
Sólo una ópera de Wagner
podría detener
la oscuridad tan temida,
inmortalizando
el reloj de pared,
que señala
las tres de la madrugada.
Esta llamarada intempestiva,
que en mitad de la noche
me toma por asalto,
desteje su amor
para el comienzo
del olvido,
nos deja a la intemperie.
Sin embargo,
es un final sin final.
Y es un final digno.
Mi madre seguirá silbando
la voz eterna
de Ella Fitzgerald,
paseándose por su jungla,
el territorio de las palabras.
En tanto el silencio
se apodera de mí
dejándome demudado
con un libreto
que queda en suspensión.
Comienza por fin el recuerdo,
el derrumbe.
El sufrimiento
luego devenido dolor.
La memoria ahora mismo
dicta su registro:
el de mi primera misión.
Callaré
lo que ya no podré decirle.
¿adónde se marcharán
esas palabras?
Jugué a ignorar por terror
este momento definitivo.
Ha llegado
la historia
que parecía sin fin,
como un cuento
con final abierto.
Es hora
de volver a nacer
en este más acá
que guardaré
en el confín
de un secreto.
Arrojaré al mar
el polen de sus cenizas
conducta postrera
que impartió su decisión.
El destino
que me distingue
como brazo ejecutor
de entre sus demás hijos
no estará exento
de responsabilidad.
Una bendición maldita
recae sobre mí
en este momento
como si fuera un trono.
Acepto el reto, Madre.
Obras completas
Vengo a descubrir
que a mis cincuenta años
la vida nos tiende la celada
de hurtarnos
a los más queridos
por obra de su usura.
Esos en quienes depositábamos
la inmortalidad.
Uno sentía
que eran invencibles.
También los diarios
anuncian como pájaros
de mal agüero
(cuervos, caranchos,
aguiluchos, águilas calvas)
la muerte depredadora
de grandes
estrellas de la canción,
del arte, de la actuación,
los estudiosos, los escritores.
Arrasa la muerte
estas comarcas
de fuegos e incendio.
No resulta difícil
previsoramente
pensar en espejo
nuestro final.
Los relojes de sol,
los de arena, los de pared,
los calendarios.
Cifras, cifras, cifras,
han transcurrido
tan velozmente
(me dije)
como jamás pude
haberlo soñado.
Mi cuerpo pierde
el tono muscular de antaño:
su lozanía.
Mis sienes, mi coronilla,
mi barba encanecen.
Un dolor de rodillas
limita mi marcha
(o acentúa la
humillación).
Una operación
de intestinos
de urgencia
me mantiene en vilo.
En tanto mi hijo
vuela del nido materno
para iniciar
su propio camino.
Ya habita
su propio territorio.
Lo ha marcado
enterrando en el césped
cuatro clavos.
Este es el capítulo
de las pérdidas.
No me termino
de resignar
a esta llegada de ausencia
por sustracción de presencia.
La nada o el vacío
suplantan
a la carne y la palabra que
se marchitan, endebles,
en un eco
que desconcierta.
Escucho la voz
de mis abuelos
que llega del fondo
de los tiempos.
¿Tenía veinte años
cuando partieron?
La imagen de mi abuela,
carismática e inteligente,
no llega a serenarme.
De pronto la escucho
a mi madre
al hablar de sus hermanos
“¿Quién será el próximo?”,
Pregunta retóricamente.
La pregunta,
no por temida
deja de ser
un síntoma
propio del principio
de realidad.
A su vez mi hermano
me notifica cierta mañana
de que uno de nuestros tíos
ha padecido un infarto.
Quedo demudado.
Mi hermano está en casa
y partimos
rumbo al fatal velorio.
Inevitablemente
se agitan fantasmas
aunque no lo busque.
Es una realidad que,
tozuda,
se impone
como una tormenta
de verano.
El monzón azota,
La lluvia anega.
Fallece el abuelo materno
de mi hijo
y él escribe
en una publicación
junto a dos fotos
que registran su estampa
en un veraneo
cerrando sus palabras
con una despedida transitoria.
Consternado le escribo.
Cavilo que su orfandad
es mi copiosa congoja
pero que debo ser fuerte.
Por él y por el resto
de la familia.
Me obstino
en seguir de cerca sus pasos.
Alentarlo
en sus estudios.
Me gusta
comprarle los libros
para la Universidad.
Una carrera atractiva
incluso para mí.
Un nacimiento
(distinto)
acaba de tener lugar.
Mi hijo ha ahuyentado
el cinismo
de la ley de la vida.
Mientras tanto,
escribo, escribo, escribo.
Es el antídoto contra el Mal,
contra la muerte
esa llegada cruel
que solo podemos asumir
sin protestas.
La escritura es
toda ella pulsión de vida.
Mientras ni hijo estudia,
yo leo a Homero.
Me dicen que es el más
universal de los autores
de la Antigüedad
junto con los trágicos.
Asiento a mi maestro,
Juiciosamente obedezco.
Pero ¿por dónde empezar?
Una Ilíada
con vida,
impecable
porque fue
un regalo reciente
me mantiene en vilo
pese a que sé
que estoy leyendo
una epopeya.
Susan Sontag viene
en mi rescate.
De modo que me obstino
en un recorrido
por la biblioteca
que es como un recorrido
por la vida,
“una vuelta por mi cárcel”
Hago planes
para leer a Silvina Ocampo,
a Clarice Lispector.
(Borges, preciso es decirlo,
reina en su olimpo).
También a mí
como en las epopeyas
de Homero
o en ciertas distopías
(¿Bradbury? ¿Le Guin?)
me puede sorprender
la muerte (lo conjeturo).
El ligero pasadizo
que separa fugazmente
dos mundos, me espera.
No imagino mi muerte,
Simplemente sé,
sé que me espera pronta,
como una pantera
en celo
dispuesta a cortejarme.
No podré
escapar a la cita.
Por más que me presente,
medio borracho,
mal entrazado,
luego de haber cenado
un festín
de jabalí
con puré de manzanas.
El Amor,
es una forma de evitar
llamarla a destiempo.
Voy a lo de mi hijo
de visita
con una caja de alfajores
de chocolate y nueces.
El día se anuncia.
Y todo vuelve
a comenzar.
Como la llamarada de luz
en una mañana como esta.
Segundos afuera
Ayudo a afeitarse
a mi padre
en esta madrugada de martes.
La semana
ha dado comienzo
con ambos
hablando
de cosas triviales:
el diario, una tostada
que no ha comido,
sus pies
que están hinchados.
Mientras tanto
lo detengo
con un ademán
de la mano en el aire
cuando está a punto
de comenzar a rezongar.
“Papá, eso no sirve”,
“Eso no te sirve,
ni nos sirve”,
atino a pronunciar.
Me explico no exactamente
cansado, sino
alerta a su sufrimiento
para que no se multiplique
hasta volverse masivo.
Con mi hermano
nos turnamos
en velar por la salud
de ambos.
Le he pedido fotos
de sus dos hijos
(nosotros).
Son sinónimo
de que esta sangre
proseguirá el latido.
Él me las ha
facilitado.
El tiempo aún
no ha golpeado
a la puerta.
Pero ambos sabemos
que un llamado
será inminente.
Nos vamos preparando
para una
inexorable despedida.
Escribir me sirve.
Es el testimonio
del futuro.
Un reportaje
para burlar
a las decisiones
que no se toman
a tiempo.
La palabra
contesta a la muerte
en un acto de rebelión
y de fe.
Escribo antes
de que el inminente día termine.
Pongo ese punto final
que siempre es
el que más cuesta.
No puedo,
pero aún así
he hecho las paces
con la muerte
y con quienes
mantenía deudas.
He perdonado.
Nada alivia más
que olvidar para pensar.
Los míos
nos mantenemos
muy juntos.
Sabiendo que la vida
en su discurrir
nos somete a este pasaje
de un mundo a otro.
“Irse sin partir”, repito.
Ya no será
el ensayo
en el que cierta vez
escribí esa frase.
Papá nos ha dejado
estos libros
de sueño y fuego.
He comenzado
un poema
hasta el punto final.
Todo poema
es un ensayo,
una tentativa preliminar
para el cierre
de una vida.
La muerte, lo presiento,
me anda rondando.
Como un centinela
esperando la orden
para disparar
a quemarropa.