Imagen obtenida de Las Rocas Hotel

     Estaban los dos desnudos en la cama. Era una noche húmeda en La Plata, de esas en que pareciera que transpiran hasta las paredes. Él tenía la mirada fija en las aspas de ventilador de techo. Las miraba girar como se mira de modo hipnótico a una mujer bella o bien a algo que deseamos con frenesí. Tal vez fuera la frescura que se derramaba sobre su cuerpo en cueros. Su pecho tenía un vello muy negro, sus pectorales era macizos y a ella le gustaba decirle que un día lo iba a depilar. Se reían. Se reían muy juntos. Una amenaza juguetona. Jugaban. El deleite del amor. El deleite de una mujer cautivada por un atributo sexie de su hombre. Él en cambio se inclinaba por mirar sus pechos. Suaves, muy blancos, con pezones oscuros. Ni un solo lunar. Ni una sola verruga. Ni una sola mancha de nacimiento. Nada. Impecable ese blanco de sus pechos. Ella no dormía. Tampoco dormitaba. En un momento percibió el aroma de las lavandas recién puestas en un florero del dormitorio. Se regocijó en esa suerte de clima que juntos habían construido con su marido. Un clima que tanto les había llevado concretar, esfuerzo de muchos años de amarse, no económicos sino por dificultades de incompatibilidades laborales. Él durante una larga etapa de sus vidas había impartido clases por las noches, eso cambiaba por completo las reglas del hogar, la calidad del vínculo, las rutinas desordenadas, el amor desordenado. Regresaba alrededor de las diez de la noche, agobiado luego del viaje, para comer un bocadillo, ni siquiera sentarse a cenar una comida con calma, e irse a dormir. ¿Cómo entablar un diálogo en el que siquiera se relataran el día de cada uno? El resto era estudio. O reuniones de trabajo. A esa etapa, que la evocaba como un momento tan distante e indeseable, ahora la habían logrado superar. El progreso en ese hogar podía palparse. Había un jardín con margaritas, magnolias y un jazmín del país. Había una pecera enorme con ejemplares de todos los colores, iluminados por una lámpara permanentemente encendida que los hacía brillar aún más. Y tenían una tortuga de cuello muy verde, que deambulaba por el jardín, dispensando curiosidad a cada cosa que llamaba su atención. Habían edificado un hogar sólido luego de algunos años de progreso. En ocasiones ser buenos profesionales no alcanza.    

Facultad de Humanidades y Ciencias. Universidad de La Plata

     Ahora simplemente descansaban de un día agitado cada uno de su Universidad. Ella había tenido que dar una clase de cuatro horas seguidas a su curso de Filosofía, que no manifestaba el menor interés en atender a sus lecciones sobre las discursividades en Michel Foucault. Había tenido una reunión con una colega del área de Lingüística de su Universidad para trabajar la noción de discurso y vincularla con la de texto y el campo de estudios del Análisis del discurso. Le interesaba ver el modo como desde la carrera de Letras trabajan estos conceptos, desde su epistemología. Pero estos alumnos no inspiraban a nadie. Nada los motivaba. No cautivaban a ningún docente, ni al más apasionado. Le quitaban las ganas de impartir clases incluso al docente con más vocación de la ciudad de La Plata. De modo que optó por hacer lo irremediable. Dar las clases con pasión (lo que sí entusiasmó a un grupito) y darles un largo recreo luego de las primeras dos horas. Había tomado un café negro con edulcorante en el bar de la Facultad. Una vez terminada la clase (estaban en pleno noviembre, ya cerrando el ciclo lectivo), ordenó sus fichas. Se calzó diestramente la cartera en hombro izquierdo, como quien realiza un certero ademán resolutivo y se marchó. Se despidió con cortesía pero sin simpatía. Luego subió al auto. Se tomó unos minutos para quitarse el fastidio y no descargarlo en su marido. Siempre hacía eso cuando tenía disgustos con el alumnado. Se quedaba en el auto antes de marcharse de la Facultad. Reflexionaba. Hacía algunas respiraciones que Nora, su instructora de yoga le había enseñado y ella aprendido con un placer que se había vuelto necesidad de supervivencia. Nunca le alcanzó la vida para agradecérselo.

     Por fin llegó al garaje para guardar el auto porque ya se quedaría en casa. Cenaron. Ella dos porciones moderadas de pescado, salmón al horno, más precisamente con ensalada de papas y huevo duro. Ella no podía creer que él hubiera prendido el horno en un jueves de noviembre. La casa estaba poco hospitalaria. Se quitó los zapatos de taco. Le gustaba ir arreglada a clases, no por frivolidad ni afán de seducción pero la prolijidad era importante para ella. Al igual que el aseo. Ahora debía ir a la peluquería. Ya se miraba en espejo del baño algo despeinada y con el cabello en algunas zonas demasiado abultado.

     Él también era Profesor. De Historia del Arte. Estaba Doctorado por la Universidad Nacional de La Plata con una tesis sobre las obras tempranas de Giorgio de Chirico y cómo habían sido la génesis de su composición posterior y de su concepción pictórica. Dictaba sus clases de Historia del Arte en otra Universidad, la de Tres de Febrero, para la cual tenía que viajar porque naturalmente no quedaba en su ciudad. Tenía un cargo full time exigente en esa Universidad en el campus que quedaba aproximadamente a una hora de viaje. De modo que se había resignado o al otro auto que tenían o, cuando quería leer y no aburrirse perdiendo el tiempo el viaje (porque el viaje era para él un tiempo muerto), la mayoría de las veces se iba en ómnibus: tiempo ganado, porque aprovechaba para sacarse las ganas y leer. Había esta oferta de trabajo de parte del Decano de la Facultad de Bellas Artes de esta Universidad, quien lo había llamado expresamente a La Plata, porque él tenía muy buenos antecedentes, una trayectoria importante como investigador y trabajador en medios especializados. El Decano tenía mejores referencias aun de las que él hubiera sospechado y sabía de su vida profesional reconocida y prestigiosa. No había dejado la Universidad Nacional de La Plata por otro motivo más que porque esta era una mejor oportunidad laboral desde el punto de vista económico y hacían falta mejores ingresos en ese hogar. También porque, punto nada menor, podía asistir a las exposiciones que regularmente los Museos de Buenos Aires ofrecían de modo permanente. En los viajes en ómnibus leía a Oscar Wilde, a José Saramago, a Djuna Barnes, a su favorito, el argentino Antonio Dal Masetto, un narrador argentino a su juicio no apreciado en todo el alcance de su talento, a Inés Fernández Moreno, una cuentista eximia, a la mejor de todos ellos: la narradora Liliana Booc, quien había cultivado desde la épica fantástica hasta la literatura para niños y juvenil. También le gustaba mucho, cosa curiosa, la novela picaresca. Un gusto singular. La había leído en el colegio secundario, en el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata y le habían resultado fascinantes. Estudiaba para sus clases en casa, si bien a veces asistía a las Bibliotecas públicas de su ciudad, para hacer consultas puntuales. Eran bibliotecas con un buen fondo editorial. Tenía una propia completísima en su disciplina. Pero también estantes plagados de hileras de novelas, dramaturgia argentina y universal, cuentos para niños, ensayos de escritores, crítica literaria, poesía, ah, la poesía. No había con qué destronar a la poesía. El género más excelso. Reinaba en la cartografía de la literatura, brillante, donde estuviera. Era el diamante de la literatura si estaba bien escrita. Destacaba de modo indestructible. Para los viajes a la Universidad siempre llevaba literatura. Un día llegó a preguntarse si su verdadera vocación en lugar de la Historia del Arte no habría sido la literatura. Lo negaba, procuraba convencerse de que no había sido así, de que había tomado la decisión acertado, para no sentirse tentado de pensar que había cometido un error grave en su vida: equivocar la vocación. Pero comprendió, en largos años de masticar esta voluntad, de medir el placer que le provocaban la una y la otra por qué había tomado esa decisión, que la literatura le gustaba apasionadamente como lector, como lector fascinado que se conmovía ante tanta belleza, tanta inteligencia en otros casos, tantas sensibilidad. Pero impartir clases de literatura lo arruinaría todo.  Probablemente hubiera terminado por odiarla.

     Ella, en cambio, había preferido siempre como lecturas alternativas los libros de entrevistas. No solo a escritores. Los reportajes. A actores o actrices serios. A científicos. A artistas plásticos. A periodistas ya retirados de actividad de larga trayectoria. Y otra de sus inclinaciones era  leer autobiografías o diarios íntimos. Le había gustado mucho la autobiografía de Arthur Miller, que había leído hacía poco, Vueltas al tiempo, editada por Tusquets Editores. También Mi vida, de Isadora Duncan era otro de sus libros favoritos. E incluso, de los diarios íntimos disfrutaba de ir asistiendo al desenvolvimiento de una vida. Desde la juventud hasta la vejez. Y lo que acontecía en esa subjetividad. Los acontecimientos que habían marcado esa vida. Trágicos o felices. Había devorado el extenso Diario de André Gide. Los libros de memorias o diarios de viaje adoptando la forma de diarios de Simone de Beauvoir eran otros de sus favoritos. Las palabras, de Jean-Paul Sartre. Algunos libros de diálogos con Borges los había disfrutado mucho. Ese hombre culto y de familia patricia que había dado vuelta la literatura argentina sin embargo por momentos le daba la impresión de que se burlaba de los entrevistadores. Jugando con su erudición y su sagacidad, su ocurrencia incluso, terminaba por dejar en evidencia su sentimiento (su convicción) de superioridad y la falta de formación o de lecturas de sus interlocutores. Era su revancha por una vida monacal. Por fin le había llegado la fama. Coronado por la celebridad en el mundo entero, todos lo buscaban, era venerado como un Buda. Estos libros ventilaban sus puntos de vista acerca de la literatura. Algunas indiscreciones. Ahora ella con curiosidad leía la autobiografía del gran escritor argentino radicado en el Noroeste Héctor Tizón. Admiraba mucho su narrativa. Sus principios y su coherencia política, estética y social. En eso estaba andaba. Y también por supuesto ella tenía su biblioteca (que era otra, no era la de su marido, cada cual tenía su estudio con su respectiva Notebook). Ella mantenía la hipótesis de que leer autobiografías, libros de entrevistas, diarios íntimos y memorias, este género de libros en los que el sujeto exponía su intimidad o la que consideraba podía hacer pública y hacerla pública de esa cierta manera (naturalmente manipulada), ayudaba a gozar de una mejor calidad de vida. De que la vida de una persona y de una familia ganaba en un alto grado de perfección porque uno no cometía los mismos errores en los que otros confesaban (los más nobles) habían incurrido y los habían lastimado, hecho profundamente desdichados o herido a sus semejantes, generando o gran sufrimiento o bien emociones de culpa en ellos si tenían escrúpulos. Las heridas hacia los seres queridos se terminan pagando muy caro. Había leído el modo en que habían estallado parejas, colapsado familias enteras, fracasado hijos que tenían todo un futuro por delante, suegras que habían malogrado matrimonios. A este género de libros, la “literatura del yo”, como la llamaban los críticos literarios, prestaba especial atención. Digamos que se podía interpretar su opción por una forma del disfrute pero también de la prevención. De la precaución. En esta pareja, uno se inclinaba por la imaginación creativa. La otra por las vidas de las personas, la experiencia de la vitalidad, el testimonio concreto o secreto de las biografías consagradas al profesionalismo y el trabajo idóneo y perfeccionista. Ella era así. Idónea y perfeccionista en su trabajo. Era una Profesora muy respetada por sus colegas de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Tempranamente Doctorada en Filosofía con una tesis sobre Baruch Spinoza, su vida académica había seguido un curso exitoso desde muy joven. Pero nada de meterse en política. Lo que era frecuente en ese ámbito. Se tejían y destejían los destinos de los los docentes. Había intrigas. Conspiraciones. En fin, las miserias propias de cualquier cosa menos de las humanidades. Ella se había entregado por completo a los estudios en profundidad de su disciplina. A la producción científica. Dirigía equipos de investigación. Asistía regularmente a Congresos o Jornadas. Era una pasión para ella el arte de la perplejidad, de la inquisición y de formularse preguntas. Esa era la razón por la que había elegido la Filosofía. Era una mujer que disfrutaba de cuestionar las certezas. De estudiar la ética. Y de indagar en la Historia del pensamiento, de los presocráticos a Michel Foucault, de Aristóteles a Paul de Man. En el medio matizaba con algunas clases de Estética en las que abordaba, precisamente, autobiografías o diarios íntimos, conocedora como era de ese género y de los libros de su disciplina. Pero había decidido por este año armar un Programa de estudios distinto, sin autobiografías ni diarios, que terminara en Foucault. Convengamos que era un buen broche de oro. Era inmenso el legado de este académico.

     Lo cierto es que ahora yacían desnudos en la cama. A ella se la notaba demasiado cansada. Como si estuviera sobrecargada de responsabilidades. Si bien tenían una muchacha que les limpiaba la casa, a veces les hacía algunas compras, como ir a la Feria a traer frutas y verduras que luego lavaba y con ellas preparaba macedonias de fruta, compotas de manzana, higos en almíbar (su especialidad, el postre favorito de ellos), frutillas con crema batida, preparaba mermeladas, entre otras delicias que ellos, cosa curiosa, no exactamente en las comidas sino en colaciones por las tardes o en los desayunos.

-¿Anduvo todo bien hoy?-preguntó él.

-Sí, perfecto. Quedé agotada. No siempre tengo la misma fortaleza ni la misma energía. Sobre todo en los últimos meses del ciclo lectivo. Tené presente que estamos en noviembre.  A veces pienso que el cansancio del año se cae sobre mí en un punto. En un lugar. En un tiempo. Ahora. Y yo interpretando a Foucault y procurando hacérselos interpretar a ellos.  

     Él se acercó, le besó la frente con mucho control sobre esos labios y a sabiendas del efecto que iba a causar. De modo que ella se erotizó. De allí pasaron a los besos de lengua, luego acarició sus pechos, besó cada vez más frenéticamente sus pezones, mordisqueó uno de ellos (eso la excitó más aún) acarició el vello de su pubis, muy suavemente, luego su sexo, ella hizo lo mismo con el de él. Luego tomó sus nalgas y, tomándolas firmemente por detrás, se las acarició, en trance. En un momento ella creyó recordar algo. Y lo detuvo.

-Esperá-dijo.

     Él sentía ese momento muy excitante, la sentía sexie a ella, se sintió frustrado. Ella se levantó. Verificó algo. Luego regresó a la cama. Se volvieron besar. Pero ella volvió a detenerlo. Y él a experimentar la misma sensación de frustración. De fracaso. Pensó que había dejado de atraerla, si bien todo conducía a pensar que no era así. Hasta diría que sintió un cierto rencor por esa mujer excitada que no jugaba con él. No era un hombre tirano. Pero le gustaba gozar del sexo. Tiernamente, dulcemente, pero también apasionadamente. Desaforadamente a veces en el colmo del deseo. Lo habían hecho en casi todas las partes de la casa. Esa casa estaba llena de secretos y ellos de complicidades. En especial en sus primeros tiempos de casados. Luego él se calzó sus pantuflas y fue hasta la cocina. Estaba caliente. Estaba excitado. Tomó dos vasos de agua fría y con el tercero se mojó la cabeza. Experimentó la sensación chorreante del líquido helado, que lo hacía resucitar de la pérdida del frenesí. Tales tentativas que no alcanzaban su punto culminante. Abrió el freezer y tomó un cubito de hielo. Se lo pasó por los labios y las mejillas. Luego por el pecho. Estaba empapado. 

-¿Qué te pasó? ¿qué hiciste?-se rió ella.

-Estaba demasiado caliente. Ardía. Tenía que aflojar un poco. Cuando uno neutraliza una pasión tan desatada queda en un estado de colapso pero también de suspensión del que cuesta recuperarse.

-Perdoname. Es que no puedo. Tenemos que hablar sobre este tema.

-Yo creo que más que hablar hay que buscar otro momento.

-¡No levantes la voz!, dijo ella,  pensando tal vez que los vecinos podrían escuchar este diálogo tan privado.

     Él primero se irritó. Luego fue comprensivo. Era un hombre civilizado. No era una persona instintiva salvo cuando se entregaba al goce. Se dejaba guiar por las tentaciones que sus propios cuerpos proponían en el arte de amar. Un arte que venían explorando exactamente desde hacía siete años. Primero habían sido amantes. Luego ella había llevado su cepillo de dientes a la casa de él (típico), luego ropa interior. Vestidos ceñidos al cuerpo. Algunos libros, pero no de estudio sino autobiografías, diarios y memorias (todo era placer allí). Ese espacio de libertad subjetiva era el templo del goce, no los compromisos. Dilataron mucho la decisión de casarse. Ambos eran almas independientes.

     Luego de lo sucedido él se sentó en la cama. Seguía teniendo una erección notable. Al  verlo ella desnudo, con semejante erección, la excitó más aún. Luego se acercó. Estuvo a punto de comenzar a lamerlo. Dudaba. Era evidente para él que ella estaba dudando. Y la deseaba tanto. Hasta que en un momento en un arranque comenzó a subir y bajar por el tronco del pene y a gozar del glande. En ese preciso momento escucharon el llanto. Se miraron y sintieron la inmediata culpa de haber sido delatados en una situación fuera de lugar. Llenos de pudor, él sintió la necesidad inmediata de ponerse el calzoncillo y ella el camisón. Se levantó de la cama corriendo. En un suspiro llegó hasta la cuna. El bebé había roto en un llanto angustiado. Ella percibió esa angustia. Se sintió culpable y consternada. Lo acarició. Le dio un beso en la frente. Le cantó una nana. Le acaricio el cabello transpirado. Verificó el pañal. Hasta que logró que se volviera a dormir. Se alejó de la cuna. Esta vez se dejó en la cama con el camisón puesto y a él ya no le dieron ganas de quedarse en pelotas. Por fin se abrazaron muy fuerte, con una infinita ternura. Del deseo pasaron a una emoción muy distinta, que no propone atracciones fuertes ni la satisfacción animal, pero es una de las  más cercanas señales del enamoramiento y del compañerismo. Mucho más si en una pareja se acaba de haber sido padre y madre. Y llegó esta otra cúspide del amor. La que invita al compañerismo, la lealtad, la fidelidad, la franqueza, el diálogo genuino, todas las formas de la confidencia y la sinceridad. Entonces se quedaron acostados muy juntos, el uno junto al otro. El uno junto al otro. El uno junto al otro. Como mecidos. Se miraron, comprensivos el uno del otro, del deseo de ambos, de sus responsabilidades contraídas, comprendieron que resultaba inevitable contener el deseo a veces, no abrir los diques que dan lugar a que las esclusas con estrépito produzcan la irrupción de la avalancha de incontenible de agua. Y por fin con infinita dulzura, se abrazaron, se durmieron, tan dichosos como si hubieran alcanzado el mejor de los orgasmos. O varios de ellos. Uno detrás del otro. A continuación el universo cesó. Porque por fin se quedaron dormidos.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.