Crónica de una despedida anunciada desde una cama de hospital
La decrepitud de la vejez: comprobar que nuestro cuerpo ha entrado en anarquía, la impotencia de sabernos dependientes de otros para subsistir, para levantarnos, asearnos, comer; saber que ya no somos dueños más que de nuestros recuerdos, que hacen el presente más doloroso y más insoportable. También seguimos siendo dueños de lo que soñamos y de lo que pensamos, de esto último es mejor no hablar, pues los otros apenas escuchan lo que pedimos. Nuestra voluntad ya no cuenta, precisamente porque ya somos viejos.
Lo único real que nos queda en la vejez, paradójicamente, son los sueños. El acceder al lado oculto de la luna es lo único que nos queda para ser libres y omnipotentes. Allí, podemos caminar de nuevo, ir a donde nos plazca y con quien queramos, sin restricciones médicas ni las bienintencionadas, aunque chocantes, cautelas de quienes nos “cuidan”.
Hemos llegado a un punto clave: la medicina, los hospitales, la manera esterilizada en que han querido convertir nuestros últimos días. Lejos de nuestras casas, en un lugar ajeno, de sábanas blancas y aire acondicionado. Vivir para morir en un lugar impersonal, lejos de casa, es una mala jugada de la vida. Y la cometen, casi siempre, nuestros propios seres queridos. Porque hay que hacer hasta el último intento porque respiremos, porque sobrevivamos sin querer hacerlo, en camas maltrechas, noche y día y días y tardes y esto es más una tortura que una despedida digna.
Y que no mientan, que no se mientan a sí mismos, eso no lo hacen por nosotros, sus padres o sus abuelos o sus hijos o hermanos con enfermedades incurables, no, lo hacen por ellos, porque es lo que creen que deben hacer, lo que religiosa o culturalmente se dicta, porque es lo que los librará de la culpa de habernos dejado morir, la culpa por dejar que la vida haga lo que tiene que hacer sin tanto suplicio y tanta lentitud, tanto para ellos como para nosotros. Sobre todo para nosotros, lo postrados, los viejos que ya no podemos movernos, ni hablar, ni comer, que nos mantienen con sueros, con sondas, con agujas y pastillas recorriendo nuestra sangre, más que sangre misma.
Me pregunto por qué no nos dejan terminar en casa, en medio del lugar que nos vio movernos, salir día tras día al trabajo, volver y sentarnos en medio de sus paredes. Entre nuestras cosas, esos objetos que queremos porque ya son parte de nosotros, no por su valor, sino por su fidelidad. Pero esto, ni a la ciencia ni a nuestros seres queridos les parece una razón suficiente. Los médicos dirán que eso sería negligencia, omitiendo las ganancias económicas de los hospitales privados y el de facto de los públicos.
Y allí están nuestros seres queridos, que sí se pueden mover y comer, pero que han visto sus días trastocados y que imploran internamente descansar, sin atreverse a decirse a ellos mismos que ya desean que nos vayamos. Claro, no por ellos, de nuevo, que nos vayamos por nuestro bien, para descansar de esta existencia. Bueno, total que a esos seres queridos, les parecería que no están haciendo lo correcto.
En nombre de lo correcto pues, aquí seguimos, hasta que la luz blanca de esta blanca habitación logre apagarse, logre ser forzada por esa criatura que viene a nuestra vida para despedirla. Noche tras noche, aunque ya no sepa del tiempo, sueño, y antes de soñar y ser libre allí, pido: tira la puerta, hazlo de una vez, pues sólo tú serás finalmente clemente y juiciosa, lejos, como siempre, de lo adecuado y lo debido. Derriba la puerta, pues he perdido la única ilusión que me quedaba: despedirme en casa.
La vejez en sí misma es terrible como lo es toda despedida, y esta es la más fundamental de todas, pues es la de nuestra propia existencia. Los padecimientos de la edad, la nostalgia, la imposibilidad de hacer lo que se desea, son parte de las características de esa última etapa. Sin embargo, la idea de la vejez como algo carente de valor, no ha existido siempre, la humanidad ha tenido otras concepciones más respetuosas con el ritmo natural de la vida.
Basta con estudiar las formas en que las culturas antiguas asumían la vejez, tanto individual como comunitariamente, para observar que respeto y vejez eran sinónimos. Los guías solían ser ancianos o ancianas a quienes se les veía como la representación de la experiencia. El cambio de perspectiva respecto a la vejez inició apenas hace un par de décadas, con el advenimiento del sistema de consumo voraz y la pérdida en las condiciones laborales por las que lucharon los movimientos de obreros. La obsolescencia no solo fue impuesta a los productos que nos venden sino a la propia vida humana.
Si a esto agregamos lo que está ocurriendo debido al Covid-19, las cosas son aún más siniestras. Las personas de la tercera edad son la comunidad más vulnerable y golpeada por el virus. Los casos aumentan drásticamente y las circunstancias se repiten en cada rincón del planeta: personas mayores entubadas en camas de hospital, aisladas de todo y de todos.