Este hombre (el hombre que voy a narrar, quiero decir) era un hombre de mar. Y era un hombre de la noche. O, mejor dicho, era un hombre de la dicha. Velaba, leyendo libros de delicada poesía, sutiles formas que en el aire trazaban plumas ligeras. No obstante, todos sabemos que el mundo es de día, no de la noche. Se trabaja de día. Se hacen las diligencias y los trámites de día. Se arremeten los pagos haciendo largas colas en los edificios públicos cuando los rayos del sol han irrumpido desde hace unas pocas horas. O muchas. Cuando los impuestos ya se han pagado de día y los bancos, ah, los bancos, nos invitan a apoltronarnos en sillones de día para hacernos más amables sus propuestas. La filigrana humana se cincela acaso por las tardes. A lo sumo por los atardeceres les es permitido a los más audaces alguna osadía. Una pincelada, por ejemplo. O el juego de un buril sobre la caoba. O el arte del festín. No lo podemos saber.
No obstante, para este hombre (que era hombre de la noche porque era de la poesía, y todos sabemos que la poesía es siempre clandestina, es decir, algo prohibido, es poco transitada por las prisas, las urgencias, los ruidos y el alboroto, los golpes de teléfono matutinos o vespertinos), la noche no era su reposo. Era su vigilia. Porque la poesía lo hacía respirar como lo pueden hacer respirar a un pez sus branquias. A un hombre sus fosas cuando está agitado después de una carrera. O a un niño cuando llega al mundo y comienza a enhebrar su vagido con la tierra. Quizás, también, lo pienso ahora, a un buzo, sus tubos metálicos. Pero no estaría tan seguro de eso, después de todo.
De modo que, transgrediendo la fibra más íntima de su naturaleza, reservó una habitación junto al mar una temprana tarde de enero. Quiero decir: lo hizo de día. No era un hombre adinerado. Contaba con lo justo para comer, tener un techo, tener un lecho cómodo, darse algunos gustos, entre ellos, el más importante: comprar libros. Disponer de un ocio razonable para leerlos. Había acudido en ocasiones a bibliotecas. Pero los libros prestados con cierta condescendencia, sobados por otras manos que luego de las suyas serían sobados a su vez por otras, se le antojoban libros de nadie. Y él quería un libro de mar.
Ahora bien. ¿Qué es un libro de mar, se preguntarán ustedes? ¿es un libro para el mar, para leer en el mar? ¿es un libro para la mar? ¿o es un libro hecho de mareas, de mujeres sobre veleros, de playas con la resaca de algas y leños sobre la orilla y algunas caracolas? ¿o de caricias? ¿hecho de follaje de bosques sobre costaneras inciertas? ¿del sol al mediodía? Quizás algo de todo eso junto, en un remolino. Pero jamás murió en él esa idea -feliz, creo- de pensar en lo que sería un libro de mar, que él no estaba llamado a escribir. Porque él estaba llamado a escribir otras cosas. De las aguas, tal vez, por qué no. Pero no un libro de mar. Eso ya era mucho para sus energías. Para su poder. Él no era un hombre poderoso. Él era apenas un hombre de mar. Era un hombre que si tenía alguna clase de don (no de poder) era el de mediante un hálito dar vida a una creación. Quizás era hasta un hombre desvelado, porque por las noches velaba leyendo. Pero escribir un libro de mar era demasiado. Ser un hombre de aguas. De escribir sobre aguas. Incluso de escribir el agua en el agua. Era cosa suficiente.
De modo que ese día, después de haber reservado la habitación, verificó las sábanas blancas, limpias, sábanas de mar, por supuesto, fragantes sábanas de mar. Sábanas claras, transparentes, de esas que la mar agita, y mece, y trae y acuna por ráfagas, y se inflan ante la más mínima brisa marina. Como las velas, y las algas y las anémonas y finalmente el agua se lleva, en una especie de gran despedida triunfal en la que los sueños, los pensamientos y los mágicos mundos de espuma, parten. Parten en goletas o acaso en meras barcas. En bergantines. Quizás en un velero. Esas sábanas para ser lavadas por el mar, agitadas por él, mecidas por él, hamacadas por él. Él las imaginaba tendidas sobre un alambre, agitadas por la brisa del mar.
Y, como decía, después de haber verificado las sábanas (una manta, por allá, flotaba sobre el armario, pero no era de ver, no era tenue, no era transparente, no era de mar, no era de amar) dobló su ropa. Que es como decir “dobló su popa”. Dobló su ropa con parsimonia, con respeto, como quien ingresa a un templo o a una sinagoga en los que jamás ha estado porque no es esa su religión pero lo sabe lugar venerado. Por lo tanto, camina por él con respeto.
Ya era de tarde. Tenía puesto el traje de baño (no era ni ajustado ni demasiado suelto, ni demasiado tirante ni demasiado flojo, ni tampoco nuevo; un simple traje de baño azul, azul marino). Se acercó a la orilla. Y nadó nadó. Le fue dado percibir las inflexiones del agua sobre el lecho de la tierra. Sintió las piedras y los caracoles sobre sus plantas. El golpeteo sobre su pecho. Sus movimientos tentativos. Vio allá a lo lejos a un nadador. Había pensado que estaba solo en esa localidad distante, perdida en el mapa, que precisamente por ese motivo había elegido. Por ser solitaria, casi abandonada, casi indiferente, casi arrumbada para los circuitos de los turistas. Y la hostería era diminuta, para unos pocos, huéspedes de paso que se contaban con los dedos de una mano.
Nadó nadó. Se internó mar adentro. El mar se embravecía cada vez más y le mostraba su poder. Su poder, sobre todo, al llegar a la rompiente. Poder al que él asistía con respeto pero también con temor. Y con adoración. Como a un templo. Es más: el mar era para él un templo. Su templo. El agua lo era en general. Regresó lentamente a la orilla. Podría decirse que el mar lo trajo. El mar lo atrajo. El mar, su amigo al fin, el mar su mar, pero no por posesión de sustancia sino por íntima afinidad, por correspondencia con sus aguas, después de haberle demostrado cuán poderoso era, le concedía su perdón, le daba su bendición y eso se traducía en la llegada lenta pero victoriosa. En la llegada meditada por el mar a la orilla. Él se sintió como ha de sentirse una hoja de árbol que luego de un largo viaje por la corriente de un río queda depositada, descansando, reposando, a su vera. Pero no estaría tan seguro de eso.
Y sucedió algo que el hombre no tenía previsto. Algo que fue como un espejismo, o un milagro, o una alucinación. Sí, eso. Asistió a un espectáculo inusitado que lo dejó pasmado. Vio un malecón. Vio a un grupo de pescadores que se arracimaban y luego se arremangaban. Vio cómo guardaban sus redes, cómo plegaban las velas, cómo recogían la pesca de la jornada (que no había sido demasiado exitosa), cómo unos gitanos, por allá, se marchaban por la costa y él se quedó a solas sobre la arena, ovillado, contemplando el mar, la mar, que a estas alturas ya era propiedad temeraria de la luna. Ya el mar era de la luz. De otra luz. Ya la luz de la luna le había quitado su timón al sol. Luz a la que había desplazado brutalmente, sin permiso. Había irrumpido en el sol. Le había disputado al sol su luz y su potencia, habían contendido y la luna en este momento, triunfal, aparecía. Y como él era hombre de luna, lo celebró. La luna había triunfado como sucede siempre con los astros. Que triunfan siempre los unos sobre los otros, recíprocamente, porque no tienen el mismo poder. Hay un astro todopoderoso. Y hay una luna. Lo cierto es que la noche es el reino de la luna. Y él era un hombre de luna. Y ese nadador que él había visto a lo lejos, tampoco estaba (¿sería un nadador diurno, o vespertino acaso, de los que necesitan del sol y no velan jamás?). Se había ido al partir el brillo del sol sobre las aguas.
De manera que ovillado como estaba, como en el principio del principio, contempló. Supo que su mundo no podría ser jamás de redes. Lo suyo era el mundo de la libertad, no el del encierro. No podría estar cautivo. Ni del día. Ni del sol. Ni de las tardes. Su mundo, a lo sumo, era el mundo de la introspección. Podía imaginar. Lo que quisiera. Para otros había sido dado el universo de la acción y de la interacción. Allá, a lo lejos, podían verse las primeras boyas, que anunciaban una noche larga, larga. Y el peligro. Y algún pez de plata había saltado, o a él le pareció. Vio un reflejo allá, por allá. No podría asegurarlo, no. Pero una forma se había dibujado en el aire como un diamante.
Y él, que estaba solo, que no esperaba nada más que ver, asistir a esa noche como se asiste a un espectáculo mágico, irrepetible, insustituible, como al parto de una hija. A un momento irrevocable también, que no volverá a tener lugar, dejó la toalla con la que cubría sus hombros (el aire marino, agitado ya, como si un cachalote hubiera pegado un coletazo). Su cuerpo mojado, había comenzado a destemplarlo.
Y no le importó ya nada. Y más tarde nadó de noche. Como una quilla su cabeza. Daba brazadas enormes. Cortando el viento. Abriéndose paso por entre las aguas agudamente. Pero para eso faltaba. Primero se acercó a la orilla. Sin prisas. Sabía que el mar bautiza tanto como puede ser profanado. De modo que procedió con sumo respeto. Con sumo cuidado. Con suma veneración. No permitió que su cuerpo en vilo en ningún momento violara la integridad majestuosa de ese mar que de tan inmenso se volvía sagrado. Como dicen que lo son las divinidades celtas aunque sean paganas según la hegemónica en Argentina. Luego se internó hasta los tobillos. El agua estaba fría. Él demoraba el encuentro. Pero claro está que eso se sentía al mismo tiempo que se ignoraba, como cuando uno camina sin reparar en el movimiento ni en el dinamismo de la marcha. De su cuerpo (si bien hay gente que no olvida su cuerpo jamás, menos aun cuando camina). Desasido de sí mismo, no le costó olvidarse de sus músculos, ni de su anatomía. Sus muslos, sin embargo, estaba firmes, fibras tensas que lo mantenían en pie sin temblar.
Y así como estaba, trazando la primera pincelada de su vida en ese mundo, sobre el que había extraviado todo control, hurgó en las aguas, ya metido de cabeza, internado en medio del oleaje que, cosa curiosa, no lo repelió. Sino que lo recibió, amistoso, como lo hubiera recibido una mujer, mullida, en sus interiores. O el vino de un amigo en una cena de despedida por un viaje. Pero en vez de nadar quedó parado cerca de la orilla. Lo había sucedido había sido el producto de su imaginación creativa. Había proyectado ene mar un paso que no había dado. El mar, la mar, su mar, de noche es muy negro. Como el petróleo. Como una habitación a oscuras, como el cielo cuando está en riesgo de una tempestad de naturaleza brutal. Por más que allá, a lo lejos, hubiera una farola (como candil o como antorcha) y más lejos aún sí, miren, miren bien, un faro. Tiene las olas, es cierto. Pero también tiene el silencio. Un silencio… Cómo diríamos. Un silencio distinto. Y aún allá, más alto aún, brilla el tono ceniza de la luna, moteado de manchas agrestes. Porque son naturales. Entonces parado sintió las olas golpear, palpitantes, contra su cuerpo como un viajero golpea a las puertas de una casa en busca de preguntas. ¿qué buscaba el mar de él? ¿qué quería saber de él el mar? ¿qué le preguntaba? ¿era capaz él acaso de responder al mar alguna pregunta? ¿era capaz él de pensar sumergido en ese intrincado universo de agua y sal? ¿era él digno del mar? Afirmar esto sería algo impertinente. Hasta altanero. Peor aún, insolente. Y llegó al colmo o a un colmo, mejor sería decir. A especular lo peor. Profanador. Pero comprendió que el mar, la mar venía en son de paz. En son de algunas pocas preguntas. Las que él pudiera responderle. Venía tras los pasos del sosiego para tener en sus manos la serenidad de un encuentro con encanto como un maestro visita a su discípulo con infinita belleza e infinita humildad e infinita confianza e infinita honestidad. E infinita generosidad. Y no era un mar tonante. Y no era un mar tormentoso. Y no era un mar de borrasca. Era ese mar de aguas calmas. Esa mar serena que nos embarga al atardecer, que nos predispone a la contemplación. A meditar sobre el paisaje y de allí a asistir al espectáculo de nuestra vida toda. Ese mar que se deja ver en su más pura serenidad. Ese que nos gusta imaginar antes de dormirnos cuando hemos vuelto de nuestro paseo soleado. De esa jornada diurna de playa. Ese cansancio en el que también nos sume el mar cuando nos hemos bronceado. Cuando hemos estado bajo la radiación del sol: para él su enemigo. Y en él podemos reconocernos tanto como en el mar de noche. Pero él lo conocía menos. El sol, por otra parte, es tan obvio. Tan carente de misterio.
Y se quitó la malla y se bañó desnudo. Nadie había cerca del mar y si lo hubiera habido le hubiera importado un cuerno. De modo que ese baño, insomne, inaugural, porque ya era mar en vela, tenía mucho de poesía, mucho de océano manso, pero también mucho de hogar acogedor. Se sintió en casa. Y pudo haber muerto. Muerto de mar. En ese mismo instante. Y él pudo evocar que lejos, muy lejos de allí había un mar así llamado “Mar Muerto”. Salado. Un mar mítico. Más salado que éste. Pero lo cierto es que este mar era el modo y el lugar en el que a él le hubiera gustado morir, de haber podido elegirlo. Morir de mar. ¿no es una forma deslumbrante de morir? El océano, no obstante, se ocupó de mantenerlo vivo. De mantenerlo a flote. De mantenerlo en vilo. De mantenerlo, oh paradoja, en pie.
Y luego de nadar, y darse chapuzones, y dejarse beber por el mar y acariciar por un mar en calma pero al mismo tiempo agitado por corrientes submarinas, que le eran propicias y no enemigas, hubo un instante. No me pregunten cuál. Pregúntenselo a él, en todo caso. En el que supo que debía salir del agua. De esa agua salada por la que había sido devorado. Que de otro modo irritaría al mar o él perdería el contacto profundo, intenso, hondo, íntimo, casi confidente con el mar. Y ese hombre atrevido, audaz, temerario, que había urdido una vida llena de libros, de algunas aventuras y muchas invenciones. Ese hombre que había sabido enamorarse y dejar de amar a tiempo, cuando quienes rodeaban ese amor lo habían lastimado. Que en ocasiones hubiera querido ser amado pero no lo había sido. Pero (él lo ignoraba por entonces) lo sería. Ese hombre que ahora se dejaba depositar por el mar a sus orillas, como quien deja que un diente de león o panadero no se estrelle contra una ráfaga de viento ni un pájaro muera arrojado sobre una vereda, ni un insecto pierda la vida y le abre una ventana de su cocina. Pues a su ventana se la abrió el mar mismo. Le abrió sus aguas. Como los de ese otro mar mítico, el Mar Rojo que dicen las Escrituras Moisés había sabido cruzar, intrépido, no sin terror, no sin fe, no sin valentía. Pero con mucho poder de determinación. Con mucho fulgor interior. Con fuego en sus entrañas. Con el corazón palpitante. Y salió a la playa. Y algo avergonzado ante el mar se vistió, porque el pudor es propio de los hombres respetuosos. Y reunió sus cosas. Y se dejó llevar por el viento de la costa hasta las arenas (que no eran pocas, debo decirlo). Reclinó reverencialmente su cabeza, a modo de despedida triunfal, diciendo adiós al mar con ese gesto tanto de adoración como de sumisión. Porque el mar, su mar, la mar, había sido honesto y había sido genuino con él. Tampoco sentimental. Menos aún santurrón. Y se sintió redimido. Y después, ya vestido, trepó los médanos, llegó a la calle blanca, de arena y negra de barro. Se calzó lo poco que tenía (esas sandalias, una remera de lino blanco sin estampados, no le gustaban) y, bañado por los rayos de la luna que podían ser ya los rayos del sol, se dirigió hacia la hostería. En la puerta se sacudió la arena y miró en lo alto la veleta, se secó (había regresado al mundo de los hombres, a esa cierta miseria, la suya también por supuesto, pese a que estaba limpio gracias al aire de mar, la mar) y entró. Lo atendió la esposa del dueño, que acababa de despertarse y, obsequiosa, le dio la llave. Como formulándole muchas preguntas. Como podría haberlo hecho una chismosa. Llena de preguntas. Él subió. Ignorando ese interrogatorio fingiendo una excusa. Y mientras subía por esa escalera en forma de caracol pensaba que iba a escribir algo. Y ya las primeras palabras se le iban ocurriendo. Ya las primeras palabras iban aflorando a la punta de sus dedos. Llegaban, se le escurrían por entre las yemas. Cuando la puerta de su cuarto lo tragó. Como lo había tragado el mar al arrojarse como un témpano que cae haciendo un estruendo. Y sobrevino un silencio. Y ya nada más podremos saber de él. Ni lo que escribió. Ni si lo hizo. Menos aún si hubo vigilia. Tampoco si hubo poesía. Si paz o remolinos. Si cuento o versos. Lo cierto es que se cerró esa puerta detrás de él como el coletazo de una ballena blanca. Se cerró su vida. Se cerró su destino para siempre. Y a mí, que me ha tocado más adivinar que narrarla, se los confieso. Menos predecir que suponer. Porque para serles completamente franco esta historia ha nacido sin pensarla, ha nacido y mis manos han sido guiadas solas. Esta historia de mar, la mar, de bruma, de madrugadas y de remolinos, si me preguntaran preferiría imaginar un final de poesía y ligeros médanos. No. De brisa que hace volar ligeros granos de arena. Pero no estoy en condiciones de asegurarlo. Quizás haya sido el final del reposo, del sueño del mar. Del que sueña el mar por las noches porque acaba de salir de él, de sus aguas. Cuando la luna lo baña de plata y oro y, misteriosa, lo unta con blancura. Y su luz lo contempla como a un amante lejano, cuya distancia se aleja más, más aún, aún. Y fue entonces cuando un pez de plata y oro, salto de entre aguas para luego estrellarse nuevamente dentro de ellas.