Me preparo para viajar primero a pie. Luego a nado. Debo atravesar un río típico: el Éufrates. La Mesopotamia resulta ser agreste en Oriente Cercano. Hay tábanos. Las orugas por momentos caen de los árboles y queman como una brasa. Son esos insectos que tienen una sustancia que irrita la piel provocando ardor. Ya en la otra margen, camino a largas zancadas durante días por Cercano Oriente. No necesito mapas. Conozco la geografía como la palma de mi mano (tan irrigada ella también con el dibujo de un delta) porque los relatos de los libros sagrados los han señalado en mi memoria como si se tratara de un territorio familiar. No temo a las fieras. También en Cercano Oriente se hacen sacrificios a los dioses. Jóvenes cuyo destino ha sido sellado por jerarcas atribulados por la ambición de no irritar el temperamento de un ser que no sabría cómo describir con palabras de este mundo. Los leopardos me rodean mostrándome en ocasiones sus incisivos, pero no me atacan. Como si tuviera un olor intolerable para sus fosas. Simplemente me circundan, procurando comprobar si soy un cobarde o alguien con poder de determinación, capaz de hacerles frente. Yo ni ofrezco resistencia ni actúo con valentía. Simplemente permanezco en mi lugar, reinando. Es una buena forma de permanecer en Cercano Oriente. La certeza de no morir aquí es también la garantía del riesgo en otros sitios. Es tiempo de apostar a lo más difícil.
Confesión en Creta
Son catorce muchachos.
En efecto
el porvenir no es auspicioso para ellos.
Si por entre las junturas
de ciertos pasadizos
de un edificio de Creta
un cierto ser hecho de seres
no los estuviera aguardando
de modo fatal
las cosas serían muy distintas.
Es sabido:
le son arrojados
catorce esbeltos mancebos
de modo sacrificial
por un Rey terco, ladino y obsequioso.
Con ese gesto de dádiva descarnada
pretende calmar su ira perenne
de relámpago y de trueno.
Todos son atrozmente inmolados.
No pronuncian un solo reproche.
Están atados por una sola soga
de las muñecas.
No llevan cascos con penachos.
Saben de su destino
de estiércol, de salivas,
de ímpetu sanguinario.
Convengamos que esto
es cosa seria para un joven
que tenía la vida entera por delante.
Nosotros también
hemos conocido
de carnicerías
en otros tiempos aciagos.
Si esto no ocurriera
por entre las lindes
de la geometría de Creta
nada sería tan atroz, como ahora.
Podrían profanarse los Oráculos,
Delfos podría incendiarse.
Se podría
acudir a las Bacantes en trance
en tanto se bebe vino de las ánforas sagradas,
o consultar a la Pitonisa.
Solo nos queda ese beso de sal
que como un hilo traza la muchacha
elegida entre otras
para el tálamo.
Lo tomamos.
Y marchamos con rumbo
a nuestra propia Odisea.
Tigres de Sumatra
Vine a Sumatra atravesando
toda la Mesopotamia.
Llegué a cruzar a nado el Éufrates.
Las brazadas me dolían
cerca de la orilla
(estaba llegando a la margen).
Me dijeron que había tigres en Sumatra.
Iba a domar dos, tres. No más.
Son animales sencillos pese a todo,
elegantes como una princesa
con un ópalo en la frente
o un pecíolo en la oreja izquierda.
Y son tan inconmovibles
como la dentellada tremenda de un can
cuando se atascan sus uñas
en un arbusto de espinas.
Pero no he encontrado
tigres en Sumatra.
¿Una estafa? ¿una versión mentirosa?
Sí quelonios. Los hay a montones.
En un estanque de piedra
llegué a contar veinticuatro.
Tenían cuello de lagarto.
Pero en tierra había solo cinco.
Caminan de costado.
Daba risa solo verlos.
¿Tendrán la longevidad de Sumatra?
¿De sus junglas?
El antílope vuela aquí en Sumatra.
Debe hacerlo.
De otro modo su esqueleto cruje
bajo los colmillos del tigre de Sumatra.
Como el ñu,
que sin embargo la presenta batalla,
lo embiste
en plena agonía,
su último destino.
Yo en cambio no les temo.
Un brujo hace ya tiempo
me inició con ensalmos
a calmar sus ímpetus, su furia.
Estos animales
terminan amándome como una mujer
hechizada por un esclavo viril
que se cuela en el harén
por las noches de plenilunio.
¿Quién podría decir
cuánto tiempo permaneceré en Sumatra?
¿Siete lunas?
¿Un manto de estrellas?
¿Llegarán por fin sus tigres?
¿Sus crías fastuosas?
¿Las hembras que amamantan
con su leche ácida y viscosa
a las más precoces
de entre sus criaturas?
El cielo está anaranjado
con vetas color celeste en Sumatra.
Como el pelaje de ciertos felinos.
Salvaje como sus zarpas
por aquellos nubarrones
que son presagio de un temporal.
Me recogeré en la tienda
entre los almohadones de terciopelo.
Hay un vergel afuera. Pude verlo
de refilón hoy al pasar
antes de entrar a la tienda.
Guarda cinco jazmines
y cinco espléndidas magnolias.
Bostecé dos veces. Es hora de dormir.
Sumatra. Los tigres.
Domar. Soñar en Sumatra.
Pronuncio un mantra
Y desfallezco rendido.
Jardines de Babilonia
Partir ¿era esto?
Por allá un gineceo rodeado de ánades.
Los Jardines de Babilonia con su princesa.
Y ese ópalo en la frente
brilla como éter sagrado.
El fuego no quema sin embargo mis plantas.
Tampoco hace frío aquí.
El pecho sin terror
pese a ese leopardo espléndido y elegante
que se pasea a mi lado
echándome miradas furtivas
como si pretendiera
hacerme caer en su celada.
Tiene las zarpas contraídas,
semicirculares,
de tan largas.
Podría destrozarme
con un solo gesto
como los de Belcebú
que narran las historias sagradas.
¿El dios de la muerte
es tan ladino
como hirsuta su piel, al estilo
de ciertos grabados que pude apreciar
en un templo de las Cícladas?
¿Esos grabados de Egipto,
que nos hacen dudar de las dimensiones
de la geometría?
Sin embargo estoy a salvo.
Me doy un baño en un estanque gigante
donde se reflejan las ramas de las acacias.
Hay peces.
Son color naranja y plata.
La flor del romero me envuelve, sensual.
Me ha achicharrado.
el sol del mediodía en el estanque
con bordes de bronce como filos.
Llega por fin la princesa africana.
La precede un séquito de doncellas
con fragancia a madreselva.
Para no faltar a la verdad,
más bien parece un ejército.
Pero no son esclavas.
Son lo que ellos llaman “Damas”
según su casta.
Es obvio
que se han procurado
abluciones matutinas.
Curioso ¿no?
Una me acaba de regalar
una rama de muérdago.
Tenía entendido
que no era arbusto de estas comarcas
calurosas y de raíces leves.
Me duermo.
Sueño.
Sueño lo que he vivido.
Y entonces despierto empapado.
El estanque sigue allí, intenso.
La rama de muérdago sin embargo
está reseca, rodeada de chicharras muertas.
Han pasado años.
Yo estoy más viejo, tengo una barba
con una punta blanca.
Lo he descubierto
porque me he mirado
en el espejo oval
guardado en el templo.
Tengo las sienes encanecidas.
La escenografía es idéntica
salvo que ha pasado el tiempo.
El leopardo agoniza,
apenas puede mover
su lomo blanquecino.
No me atrevo a acercarme
Emprendo camino rumbo a Pakistán.
Es hora
de abandonar los Jardines de Babilonia.
Su juventud agreste.
Porque mi vejez ya se dibuja
en ciertos surcos
que parecen trazados con cincel
de hierro fundido con gotas de cobre
sobre las mejillas de un sirviente
de piel color aceituna.
El camino será lento.
Eso no importa. Llegaré a Pakistán
después de treinta y cuatro jornadas
en asno a paso lento.
El cayado de roble no pesa.
Pero no moriré en Babilonia.
No es lugar para túmulos ni funerales.
Me espera un festín de jabalíes hembra
que prepara mi hija
cada domingo.
Marcho hacia mi destino
acunado (los escucho)
por una bandada de ruiseñores que están en flor.
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