Cuando se anunció la llegada del Van Gogh Alive a la Ciudad de México, en febrero de 2020 nadie imaginó lo que sucedería al mes siguiente. Nos esperaba un año trunco, lleno de caos, pérdidas, frustraciones y crisis en todos los niveles de nuestra existencia. Pero vuelvo al inicio de mi relato, cuando todo iba caminando “normalmente”.

Fue en el mismo mes de febrero que decidí comprar mi boleto para asistir a esta exposición que prometía una experiencia multisesorial, un acercamiento a la vida y obra de Vincent Van Gogh, una lectura distinta a un artista de quien tanto se ha hablado y del que tanto producto audiovisual se ha realizado. No dudé en viajar a la Ciudad de México para vivir dicha experiencia que tanta inquietud me causaba y de paso, disfrutar un fin de semana en una ciudad a la que nunca me canso de regresar, aunque sea por breves lapsos.

La visita que emprendí al Van Gogh Alive no fue en abril, como lo tenía previsto, sino fue hasta ahora, el pasado fin de semana, ya entrado el mes de septiembre. Me fui con el temor de contagiarme o contagiar a mis cercanos aunque la vida en el país comience a reactivarse de a poco. Viajé con ese chip instalado ya en automático para no estar cerca de muchas personas, cargando mascareta, cubrebocas y gel antibacterial al cual recurro con la misma frecuencia con la que volteo a ver mi reloj o mi celular.

Llegué a una Ciudad de México medio vacía, con un movimiento moderado de personas y de actividades, con rostros cubiertos, con esa sensación extraña de que el tiempo se ha detenido de forma asfixiante, igual que la sensación que provoca traer el cubrebocas todo el tiempo en nuestros rostros. Todo se ha visto afectado y el Van Gogh Alive no fue la excepción. Los asistentes que esperábamos ingresar ese domingo por la tarde, ni fila hicimos, no nos acercamos ni al cincuenta por ciento del aforo que se tenía previsto para la visita a la exposición de la hora agendada.

Fueron 40 minutos dentro de la carpa donde estaba instalada la exposición y entré en una confusión total porque ya no supe si tenía demasiada expectativa sobre la experiencia, que se desprende de la pasión y el interés que tengo por este tipo de proyectos, si fue culpa de mi ojo que no es principiante en este tipo de propuestas o si de verdad aquello estaba desangelado en su totalidad. La muestra en las múltiples pantallas sí genera sensaciones y percepciones pero me parecieron medianas, medidas, como si dentro de dicha carpa se reflejara esa crisis en la que debido a la pandemia también se ha afectado el mundo del arte y sus modos de exhibición.

Me quedé con muchas dudas, no sé si recortaron el tiempo y las actividades dentro de la exposición debido a las restricciones. Me preguntaba si era yo la única insatisfecha, la que vió más marketing antes que una conexión real con la vida del artista la cual prometía un acercamiento singular a la comprensión de su mundo y su momento histórico en particular, sus demonios y su mente perturbada con la que creó sus genuinas obras. En fin, me pareció bien, así, a secas, observé a la gente más emocionada cuando pasó a la tienda de souvenirs que al momento de vivir el recorrido; más concentrada al momento de hacer check-in con la selfie para redes sociales que cuando narraban las múltiples pantallas los momentos críticos que vivió el artista a lo largo de su vida.

Sin embargo, mi crónica no tiene como finalidad incentivar al lector para que no asista a la exposición, pero si a cuestionar la intención de este tipo de exposiciones que en pleno 2020 prometen ser lo que depara el futuro, un futuro cada vez más presente, con herramientas, accesos y posibilidades infinitas para acercar a las personas al mundo del arte de forma convincente y realmente distinta; así como también para reflexionar en el modo de recepción que tiene ahora el espectador, el cual se ha vuelto sumamente fugaz.

Salí de la carpa, me dispuse a caminar por paseo de la Reforma, me fui pensando en cómo observaría Vincent Van Gogh a una ciudad que soporta tanto movimiento, tanto caos y tanta belleza al mismo tiempo.

 

Fotografías: Lucía Ges.