Ocaso en Corfú. CORFÚ (Islas Jónicas). Grecia. Imagen obtenida de Nosotrosdeviaje.com.

Uno

Epifanía del milagro

Ignoro cómo he llegado a esta isla. No. A ver. Pensemos en otro comienzo alternativo.  Elegiré este otro que, me dicen, le pertenece a cierto escritor que ha concebido una obra de talento: “Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó”. También (agregan), se trata de un autor célebre de un país meridional.

      Sé que he atravesado el Egeo porque estoy empapado de agua salada y soy de los que saben reconocerlas. Las aguas son distintas las unas de las otras, según los mares. Esta agua también posee una singularidad propia de los rayos de sol que la alumbran, así como posee una cierta densidad y la salinidad le es inherente. Única. Pero eso en verdad no se le revelaría a otra persona (o solo a unas pocas).

     Experimento una sensación de extrañamiento. Percibo mis manos como si no lo fueran, en este atardecer tan deslumbrante que enceguece por su belleza, no por su claridad fulgurante (al menos, como espectáculo, esa la impresión me deja). Es la tintura fresca del naranja sobre el terracota. El espectáculo es sobrecogedor. El ocre sobre la gama de los azules (¿azul eléctrico?), el cobre da luz a los amarillos que se elevan, en un espectro que resulta armonioso en su tintura natural. Esta conjugación de colores, mi extrañamiento, la sensación de incertidumbre, mis manos que no lo son, un cierto hormigueo en los miembros producto de algo incierto me desconciertan ¿Cómo evocar aquello que el universo nos quita? ¿cómo restituir a su lugar lo que ha sido robado? ¿cómo recuperar aquello que la mente nos niega a ser una vez más plasmado bajo la forma del rememoración? Se trata de ese jirón que retorna, restituyéndonos una visión primordial. Fragmentos que no logran reunirse, atomizados. Este es el ocaso en Corfú. O no, mejor, un ocaso. Uno entre otros, que han sido y serán diferentes. Solo sé que estoy en Corfú porque conozco, reconozco la fisonomía de las Islas del Egeo desde muy pequeño. Mi padre, que era pastor de corderos (no de cabras), me traía a estas tierras. Nos instalábamos durante sus jornadas de trabajo. Y regresábamos a Creta después de una estadía de un par de meses.

     Luego yo hice camino. Proseguí mi sendero. El mío no se parece en nada al de mi padre. Pero las cosas son claras, nítidas para mí. Por ejemplo. Distingo a la perfección a Creta de Corfú, a Samos de Rhodas, a Icaria de Paros y Lemnos. Sé que Grecia propone infinitos desafíos a quien penetra sus aguas, por los brazos del mar cuando rodea a las Islas Jónicas, por entre sus laberintos. Y sé a la perfección que el tormento que he vivido en Creta no lo he vivido jamás en Corfú, siempre de visita, es cierto, pero siempre a gusto. Creta, curiosamente, ha sido mi pequeño infierno.

     Se los recuerdo. La incertidumbre es completa. Mis ropas de náufrago (¿o de viajero ignorante?) están mojadas. Acaso húmedas. Puedo haberme dado un chapuzón en el mar, haber perdido el conocimiento y que las aguas me hayan traído hasta aquí (hipótesis altamente improbable). Como puede haber llovido (si bien la de mis ropas es agua salada, pero me gusta jugar con hipótesis descabelladas) como puedo haber llegado nadando a esta Isla llena de magia y de incienso. Además del extrañamiento y la incertidumbre está lo insospechado en este ámbito circundado por un territorio agreste. No logro apreciar construcciones. Comenzaré a caminar la isla.

     Doy una caminata por Corfú, sé que estoy en Corfú pese a que no existan señales, referencias, vestigios de vida humana. Me encuentro en un punto en el cual el universo/Corfú se transforma en mi casa. Es mi hogar ahora. En adelante lo será. No puedo partir a esta altura de mi vida de Corfú, marcharme, a menos que construya una embarcación compleja con un timón también potente para sostener los embates del Egeo. Un mar picado. Y llegar a otro Olimpo. Pero este extrañamiento ¿a qué atribuirlo? ¿a qué sentir esa emoción tan primitiva, casi atávica, la de los primeros hombres y mujeres de las cavernas que no sabían nombrar los instrumentos que ellos mismos construían? No sabían cómo designar lo que sentían, lo que los emocionaba, todo aquello que los conmovía, lo que los movilizaba, salvo por sonidos guturales. Muy primarios. Esos antepasados (lo sabemos) habitaron también Corfú. Luego, mucho más tarde, siglos, milenios, ya nos encontramos frente a una civilización en la cual existen algunos hombres cultos (las mujeres confinadas, indudablemente un desatino de varones: tan solo se escuchan sus rumores, murmullos, secreteos, desde el gineceo). Excepto aquella Isla, de reconocido prestigio en Grecia, la de Lesbos así llamada, con su brillante líder, habitante sutil, descollante en su creatividad: la excepción. Una que escribía versos cuya hermosura arroban al ser recitados. Cincelados, otorgaban oro y plata a la palabra que se le rendía, con mansedumbre, sin oponer resistencia sino más bien dejándose guiar por su arte mayor.  

     El habitar Corfú según este estado de extrañamiento les puedo asegurar que no es nada sencillo. No es nada grato tampoco. Se experimenta angustia, zozobra, incluso un cierto dolor por todo aquello que se ha extraviado en la vida desconociendo por qué ha tenido lugar esa pérdida. Por mi parte, me he mantenido vertical. No he buscado alianza alguna sino más bien siempre me he mantenido a un costado de los hombres. Conquistándome a mí mismo. Forzando mis propios límites para ver hasta dónde podía llegar más lejos. He procurado siempre superar mis marcas. Pero transgrediendo mis marcas he transgredido los principios de la sociedad. Me ha gustado a cierta altura de la vida, con la escritura, ser valiente. He pasado por insolente (no altanero ni soberbio, cosa muy distinta). Diría más: insurgente. Claro que los sabios de  Creta en algunos casos han aprobado. Han afirmado que mi comportamiento era el acertado. Otros, los más conservadores, me han repudiado, al igual que mis conciudadanos.

     Miro hacia atrás y solo veo un paisaje, no veo mi mundo. Procuro por analogía realizar ambas cosas: pienso que mirando hacia atrás físicamente lograré mirar hacia mi pasado. Pero lo cierto es que giro la cabeza y solo logro ver la zarza que las ráfagas agitan Son cosas distintas y también distantes. El pasado, mi pasado, es distante. Yo no creía posible que a una persona se le pudiera hurtar su pasado. Porque en mi caso no se trata de una amnesia producto de una contusión (por ejemplo contra un madero o una roca) sino de algo mucho más complejo. En efecto, acaricio la sospecha de que se trata de la intervención de un dios o de una diosa. O de ambos. La más sagaz (lo sabemos) es Atenea. La más inteligente. Ella conoce de las tretas, de los trucos, de los poderes necesarios para eliminar el pasado de un mortal. Del registro de la experiencia vivida. Estoy frente a un dilema ¿Invocaré a la diosa para solicitarle un perdón cuya falta ignoro? ¿una falta que desconozco a qué atribuir? ¿o bien la colmaré de sacrificios halagándola para ganar sus favores? Esta es una buena pregunta. La pregunta clave que determinará qué es lo que me espera, cuál será mi decisión definitiva en este ocaso que ya se marcha no hacia otros colores, sino, por sobre todo, hacia otras luces: estrellas y la luna. Porque la oscuridad ¿es un color? ¿se podría decir de la noche que es negra o que es la ausencia de la luz solar, merced a la cual resulta imposible distinguir los contornos? Me inclino por hablar de luces por las noches.

     En tanto la vida discurre mansamente con la pasión de las cosas que están a punto de perderse. El otro dios al que podría acudir (como de hecho sí ha ocurrido en otras oportunidades) es a Apolo. EL dios de la poesía, el día de la luz y la claridad. Por lo tanto, el dios de la belleza. Pero no lo creo necesario en este momento en que mi vida está en un punto de giro. Mi vida es un mar revuelto. Como si un cardumen burbujeara en medio de un lugar cercano a la costa. ¿Vieron cuando un grupo de pescadores captura a sus presas, que coletean sobre el entretejido de sus redes? Es el momento preciso en el que debo optar. Si bien siento también que esa decisión está tomada. O lo estuvo siempre. Y no la vi teniéndola delante. No obstante, fue evidente para todos. Mi cabeza, por lo tanto, como se los adelanté, es pura incertidumbre, torbellino. Es el resquicio (de eso les hablaré más adelante).

     Habito una constante emoción de transitoriedad, de precariedad, de fugacidad. En efecto, soy alguien que no es. Soy alguien que permanece en un lugar que no es el de su origen. Habito un umbral. El de un mortal con estructuras que no son fijas, estables, firmes. Soy un hombre líquido. Pero tampoco soy un extranjero. Conozco Corfú. Conozco cada uno de sus recodos, conozco los espacios verdes, las grietas de sus cavernas, las copas de sus árboles, las zonas escarpadas de sus cerros, la arena de sus costas, el crepitar de sus hogueras por las noches. Estoy al tanto de sus misterios (tan solo de unos pocos, oculta muchos otros). Pese a que ignoro cómo llegué aquí sé adónde llegué. El maravilloso universo/Corfú. Diría más: el maravilloso verano/Corfú, no me es extraño pero sí siento que a esa falta de identidad debo autoconstruirla. Debo autoconstruirme como sujeto porque en Creta toda mi identidad ha sido un vacío. De modo estoy familiarizado con  la cartografía en curso de Corfú. Y si digo “en curso”, es porque Corfú está sometida al tiempo. Una orografía, una vegetación, una floración en esta temporada, un modo en que el agua se distribuye en ríos, riachos, arroyos, piletones, cascadas, cataratas. El mar. El mar Egeo que lame sus costas.

     Por sus zonas más arboladas, ámbitos en los cuales la vegetación se vuelve abigarrada, camino. Puedo percibir arbustos. Pero esta paradoja es dramática. Estar en un espacio que uno conoce pero ignora cómo ni de qué modo ni por qué llegó, arribó a su playa, no me digan que no resulta inquietante para cualquiera. Lo cierto es que apreciar este ocaso resulta fabuloso. Resulta un espectáculo del orden de lo brillante también, pese a que no sean sus colores exactamente de ese tono. Es tan bello en su hermosura indispensable. Indescriptible. No esperen de mí más que la transmisión mediante estas pocas palabras de una emoción que es conmoción a la vez. Una conmoción que produce en verdad un impacto emocionante.

     El crepúsculo me ha dejado sin habla ahora. Me he sentado junto a una roca a admirar el modo como el sol se retira de Corfú, con una hierba entre mis dientes y mi boca. Es una hierba seca. Reseca por el sol, que la ha calcinado (quiero decir, le ha quitado toda su lozanía). Pero ahora tomo otra verde. La muerdo, la mastico, como si me ensañara con ella, con enojo: iracundo. Percibo en mi paladar su clorofila. Su sabor intenso. Es un sabor ligado por supuesto a la naturaleza. Es más. Me regocijo porque se trata de una menta.

     Morder la menta es todo lo que soy capaz de hacer en medio de semejante paraje majestuoso sin posibilidad más que la del asombro. Aprecio este atardecer de fuego en el Egeo. El atardecer se refleja sobre las aguas (los últimos rayos) y el atardecer se refleja sobre las nubes, también. Es cierto: ya se presienten las primeras sombras. Nada puede resultar más indescriptible que este paisaje junto a la roca en la que me encuentro. Me siento en la roca. Quiero vislumbrar desde una perspectiva de mayor altura también el horizonte. Ahora observo ya no un paisaje sino un panorama. Cerca, incertidumbre, extrañamiento, belleza tersa, incandescencia, luminosidad, descubrimiento del milagro. Descubrimiento del fuego. Por fin.

Ocaso en Corfú. Imagen obtenida de Time Lookup

Dos

Circunda

¿Soy un náufrago en Corfú? ¿sí o no? Estaba tan seguro. Pero desconfío en la vida de la gente que está tan segura de todo. Tengo toda la sensación de que si buscara por la playa. Si la caminara escrupulosamente, me encontraría con una balsa o una barca. Con un madero que me daría alguna pista acerca de este olvido. En verdad, más con una barca que con una balsa. Las balsas son primitivas e inestables en su bogar. Existe un vaivén persistente y peligroso que suele predisponer a que uno sienta náuseas. Por entre sus resquicios entra el agua. Moja mis pies. Moja mis ropas. Por las noches el agua me enfría. Cuando se inclina hacia un lado o hacia el otro, mi estómago siento espasmos. Me genera un malestar generalizado, también. A veces caigo, me desplomo sobre las aguas si soy víctima de un temporal (circunstancia nada extraña por cierto), extraviándome de la ruta trazada. Lo cierto es que mirar este ocaso (en un día con tanta luz, a una hora más alta que la de ayer) puedo apreciar una suerte de nubes que son como serpentinas ¿no perciben ustedes acaso la forma de serpientes que poseen? ¿no percibe una suerte de insectos como orugas o lombrices? Alargadas, delgadas, estiradas ¿serán la reproducción gaseosa de la imagen/serpiente que es una de las especies de la fauna de Corfú? ¿o acaso será el mero dibujo del aire, pura forma blanca que se moviliza según la agita el viento, que se orienta y está a punto de caer en el mar? Una cometa. En Creta los niños (lo recuerdo ahora) juegan mucho con cometas. Esta es una suerte de fina forma gaseosa pero a la vez gran guirnalda blanca. Entre esas guirnaldas, ese cielo y mi mundo existe un abismo. Ahora el abismo tiene que ver con el orden de lo visual, ya no con el movimiento de las aguas sobre la orilla en que se desplazaban para derramarse sobre la arena. Ahora el abismo está invertido: está no está en el agua o en la tierra, sino en las alturas, en pleno cielo, protagonizado por esa serpentina y ese sol que la ilumina.

     En este día, Corfú está más soleada. Ha cundido la luz de este astro que además de iluminar, calienta. El sol en su cenit ha encandilado mi mundo, este mundo de tierra y agua (aire vaporoso) sin haberlo siquiera pensado. He comido unos higos deliciosos, he probado unas uvas, he bebido agua tan transparente que me permitía ver a través las líneas de las palmas de mi mano. Me senté junto a la orilla de aquel pequeño río, remojé mis piernas. Quería probar el agua dulce fresca en lugar del agua salada (la más frecuente). El agua fresca fue el ojo del mundo. O no, mejor dicho, mi ojo, se detuvo en el centro de un mundo que no era de este material, el de la pura roca, que suele rodearme, circundarme, perturbar también parcialmente mi vida porque el calor pica, la espalda con la túnica hecha jirones está expuesta a la radiación solar, las temperaturas son muy altas en esta etapa del año. Yo estoy tan a la intemperie que el universo/Corfú se vuelve descarnado en mí. Yo estoy descarnado. Mi carne expuesta al rayo de sol se achicharra (pese ahora a estar y vivir hasta el atardecer bajo los  árboles todo el día: hay protección). La Isla se ve afectada por estos rayos de tanta intensidad que parecen lanzas o clavos o dagas que atraviesan la piel de mi espalda. Particularmente mi zona dorsal. Percibo el ardo en mis escápulas. Esos puñales son la señal más clara de que la vida en el Egeo, si bien suele ser ponderada por los visitantes como temperaturas ideales, sin embargo puede ser también de fuego. Es inclemente contra todo lo que suele pensarse o creerse producto de su belleza sutil. Las aguas celestes, el mar transparente, escasas construcciones (hoy, aquí, ninguna ¿habitaré un sueño?). ¿será esta una Isla literaria, de las tantas que ha concebido la poética? Por lo pronto, está Ítaca, habitada por una mujer acosada por varones, que espera al suyo. Un hijo, mientras tanto, vela por ella, manteniendo a raya a los mastines.

    Les referiré algunos detalles. Corfú siempre fue mi casa. Así como Corfú siempre fue mi destino. Como Corfú siempre fue mi templo. Tal como Ulises tenía su Ítaca (lo acabo de decir) yo dispongo de mi Corfú como mi lugar en el mundo. Ese del que me marcho  pero al que regreso (siempre que me es posible: pocas veces). Al que en cada oportunidad estoy peregrinando pese a permanecer inmóvil en Creta. Ese espacio planetario que me está destinado por circunstancias de destino, no por elección. Solo por sucesión, esto es, por herencia de padre. Genealógicamente no he heredado el ser un habitante de Corfú. Porque si bien he mencionado que mi padre me traía a Corfú, mi padre no había hecho de Corfú su hogar. Era su lugar de trabajo. Corfú siempre fue mi confín. Raramente pensaba en Corfú, cuando llegábamos a cuidar de los corderos. Era demasiado pequeño. Esa no es la edad de las grandes preguntas. Mi padre parecía a gusto. A mí se me hizo siempre un Olimpo. Se trata de una fatalidad. De algo que tuvo lugar. De algo que aconteció.  

     Ahora me siento ciego. Como Edipo. Como el Cíclope Polifemo. Como Tiresias. Mis ojos no me conducen a lugar alguno. Tal vez porque estoy en mi lugar, en el lugar del que jamás partí del todo. Como quien está en su ciudad y no se da cuenta, porque todavía piensa que es un extranjero o un viajero sin haberse desplazado de un terruño que él mismo se ha creado. Estos pensamientos son inconducentes. No es exactamente que no pueda ver, que no pueda mirar o admirar lo que hay en torno de mí. Sino que lo que hay no me permite orientarme respecto de mi identidad. De quién soy, de cómo llegué, de qué hago aquí, de por qué he arribado a este lugar, de cuál será mi suerte, habiéndolo elegido, sin embargo, como mío. No obstante, sé que estoy en Corfú como si fuera una total evidencia. Sé que debo autoconstruirme porque mi padre no fue un buen padre que colaboró para que yo fuera el hijo que debí ser y el hombre que soy ahora. No soy el pastor que ocupó el trabajo que él había abandonado. No heredé sus labores guiando el ganado a las mejores pasturas. Mi madre hizo lo que pudo. Pero no fue una tarea en tono menor. Tampoco lo hizo con un pudor modesto. Ella me regaló el don de la escritura. Me habilitó. Ella pronunció dos consignas que aun  hoy recuerdo. Pero sabiendo que en verdad no ha sido una obligación, sino su regalo. Ella construyó selectivamente mi vocación. También sin proponérselo. Me preparó para que mis armas fueran poderosas. Ella sabía del poder que me estaba transmitiendo. Sabía que eso me permitiría reinventarme. Ella sabía que toda escritura es un hálito. Es un soplo. La palabra está cargada de un cierto tipo de energía. Ella era sabia. Estaba al tanto de cómo diagramar el mejor trazo sobre la pieza caliza. Y desde el gineceo me fue entrenando en ese ejercicio. Y cierta vez (aun hoy recuerdo ese día) me dijo: “La palabra es todopoderosa” (yo ya era un adolescente). Sentí estupor. Fue por eso que su regalo, el don de escribir, de hablar de un cierto modo (y no de otro), no dejaré de agradecérselo jamás. Mis abuelos confirmaron, una vez otorgado ese don, la forma y el lugar en el que lo practicaría. Mi abuela en especial, una dama de las elegidas desde el comienzo (no una emperatriz), entre las doncellas. Ahora, de anciana, goza de muchos privilegios. Y de prestigio. Ella fue engendrada (quizás como aquella misma mujer de Lesbos, bajo el mismo astro) para ser líder de otras mujeres sin rebelión, pero sí mediante ocultas celadas, ella también me impartió, secretamente, una cierta misión. Una noche, me llamó aparte, me separó del resto de mis primos, y por detrás de las columnatas del templo de Atenea susurró su secreto ensalmo. Lo guardo, lo preservo. Es nuestro pacto. Se transfiere (en este caso) de mujer a varón. Mi abuela delegó en mí una tarea irrealizable para otros varones. Y que tanto ella al impartírmela como yo al escucharla, supe que sería una tarea ímproba.

      Habito el resquicio. La zona en la cual mi deseo quiebra las zonas estables, fijas, estipuladas, cristalizadas (creo que de esto ya algo he dicho). Pero ¿cuál es mi deseo? ¿qué es un deseo al fin de cuentas? Yo podría decirles que los hay muchos. Desde el de escribir (¿una pulsión?), hasta el de yacer, pasando por el de comer, beber un vino oscuro. O dormir largamente hasta el mediodía. Pero habitar el resquicio consiste en una suerte de impulso (imposible de asir, imposible de resistir) que nos conduce a sentir, a emocionarnos, a experimentar una atracción hacia determinados objetos. Hacia determinadas personas. El alimento es una de esas atracciones. Los cuerpos otra. Determinados lugares. Una cierta forma de instruirse y de instruir a otros. Un modo de participar en la comunidad. Pero el deseo guía nuestra vida cotidiana. Lo saben muy bien los psicoanalistas (disculpen mi anacronismo). Ellos sí saben qué es “el resquicio”. Una zona peligrosa porque resulta ser una zona inquietante para muchos. En particular para la gente más formal. La gente convencional que suele estar segura de todo. Su mundo no es líquido. Sion que es un mundo rígido. A mi resquicio le temen, por lo tanto, de mi resquicio recelan. Por lo tanto de mí rehúyen. El resquicio, mi resquicio, no necesariamente ha de permanecer secreto. Pero sí resulta importante ser respetuoso de él. Y de mí mismo. Debo velar por él. Pero he comenzado a escribir mi resquicio. Lo he hecho espontáneamente. También con goce. Pero ¿acaso alguien puede ser capaz de llegar en la juventud a un destino? ¿a su destino? Un destino en el cual todo aquello que lo espera sea la dicha más pura. Alcanzar esa zona habitada entre la plenitud y la pureza. El amor por la tierra que no ha elegido sino le ha tocado en suerte y en la que podrá, tal vez, llegar a ser longevo. Pero Corfú es una tierra santificada. Es mi tierra por decisión. Me he propuesto pasar mi cumpleaños aquí, cuando sepa cuándo he nacido. (información por cierto sumamente difícil de conocer, manejo una estimada edad cronológica, la juventud). Porque una vez llegado a Corfú, no partiré de ella. Será, soy, he sido, alguien que se instala, que construye una cabaña (no una tienda), en este espacio singular en el cual mis vivencias me hacen sentir todo aquello que no soy pero sí comienzo a percibir como propio. Porque eso es Corfú. Ese espacio en el que todo lo que pienso, todo lo que siento, todo lo que concibo, todo lo que duele al ser evocado, todo lo que me ha lastimado, puede ser sanado. Ahora bien: ¿qué es lo que sana de Corfú? Diría que en primer lugar la escritura. Y gracias al agua. Dulce o salada (lo mismo da), el agua es uno de esos bálsamos.  Pero alternativamente. Luego de un baño, quedo ahíto de agua dulce de la cascada. Todo aquello a lo que estoy atento de pronto comienza a permitirnos saber que es un lugar importante en nuestras vidas. Es nuestro propio lugar ¿llamarías a eso un terruño? Quién sabe. Puede que sí. Que lo sea y yo ignorarlo. Puede que no. Y yo también ignorarlo. Y habitar el lugar equivocado. Solo sé que quisiera que Corfú fuera mi casa, mi hogar. Mi aventura. Para que el resquicio fuera habitado. Yo por fin realizado en mi integridad. En mi completitud. Ese intersticio se preguntarán ustedes en qué consiste. Pues es un pasadizo. Una vaga zona en la cual todo se torna permitido pero todo es particularmente inimitable. Porque el resquicio solamente puedo habitarlo yo. Es mi reducto. Es irrepetible. Es una zona en la que el trabajo psíquico se concentra en una determinada superficie. Mi cuerpo aloja toda una serie de recuerdos, que aquí se anulan. Y queda, supérstite, el deseo tan solo como deseo. No como resquicio. Y en este autoconstruirme, debo reconstruir también mi deseo, lo que como podrán imaginarse no resulta misión sencilla. Simplemente porque el deseo no se elige ¿O acaso es cultural?

Ocaso en Corfú

Tres

Hallazgo del nuevo alfabeto

Lugar cómodo Corfú para mí, por excelencia. Pero también incómodo Porque en él me formulo interrogantes cruciales de esta historia. Las que escribiré. Los versos que escribiré. Las ideas que ensayaré. Los graves interrogantes de una vida, de mi historia menuda ¿quién soy? ¿un náufrago? ¿un navegante? ¿un supérstite? ¿un perseguidor de un objetivo que ignora? ¿un perseguido a cuyo perseguidor desconoce? ¿para qué estoy aquí? ¿para construir una casa (no una choza ni una tienda como dije)? ¿para morir, de vida o morir de amor? ¿para conocer el amor (pese a que a  nadie he visto? ¿para elaborar un manuscrito que irá a parar a una trilogía de Corfú? ¿para elaborar una narrativa del amor? ¿estoy en Corfú para hacer de centinela, para hacerme cargo de su seguridad? ¿para disfrutar del sol tornasolado del atardecer sobre las aguas? ¿sobre los rayos chisporroteando al mediodía sobre las olas? ¿Estoy aquí, finalmente, para reconstruir mi historia atomizada? ¿para reunir los fragmentos cortados? ¿para armar la historia que en adelante será mi vida?

     ¿Estaré vivo? ¿O esto es acaso mera ilusión? ¿habitaré un sueño que es un “teatro de representaciones”? ¿estaré aquí para leer a los grandes de Atenas? Pensaba en Teognis, en Píndaro, a Sócrates (ya fenecido) lo leeré traducido en la escritura de uno de sus discípulos más ejemplares: Platón. ¿Estaré aquí para conversar con mis propios maestros, a propósito de ambos (soy un varón culto), a Esquilo, a Sófocles, al gran Eurípides, a Safo? Safo de Lesbos, insularmente edificó una obra sólida, contundente, versificada, en un territorio que fue un coto vedado (su geografía inexpugnable).

     Dije que Corfú era mi Destino. Dije que Corfú era mi casa. Dije que ha sido mi hogar, en otros tiempos y lo será ahora. ¿Deberé decir que Corfú también es un abismo? No porque existan pozos. Sino porque el abismo consiste en un cierto modo de pensar que no brinda respuestas.

     Pero estas preguntas (todas las que he formulado, que no han sido pocas), no me sumen en el misterio. Me sumen en la desolación. En la inquietud. En el desasosiego. En todo  aquello que deberíamos saber pero el universo nos impide conocer en profundidad. Nos impide conocer, a secas. Esas grandes preguntas metafísicas que me he formulado leyendo estos libros gracias a los cuales si no fuera por ellas, cosa curiosa, pese a desconocerlas, no podríamos tener una identidad completa. La completitud de ser humanos con poder de discernimiento. Eso nos permiten las preguntas. Formularse preguntas es ante todo no admitir lo superficial, los epitelios, el mundo en el delicado tegumento que lo cubre. Las  preguntas funcionan de un modo que como alfileres o algunos escalpelos con sus filos impiden la banalidad de las superficies en desmedro, precisamente, de los abismos a los que hice referencia.

     Corfú es una Isla remota. (¡Ah, gran daño de las ciudades mayores, como Atenas o Tebas!). Corfú no será mi infierno, como Creta. Es cierto que es una ciudad más pequeña (su parte civilizada, quiero decir, sus templos), pero fue mi infierno. Corfú será mi dicha incesante. Una salvación producto de una pasión. Una salvación producto de una cierta clase de realización. Realizar las tareas agrestes, las tareas salvajes. En la medida de mi voluntad, de lo que me lo permitan los elementos. Mis brazos son fuertes de tanto haber remado o excavas para algunas construcciones. Estar con otra persona que sea la otra mitad del mundo.

     Eso tuvo lugar. Cierta noche yo dormía. Ella sacudió mi hombro. Me despertó. Yo estaba amodorrado. La miré con admiración (por su belleza llena de transparencia), pero también con sorpresa. Y también con recelo (todas las cosas bellas tienen un costo, lo sabemos).

     Ahora Creta está lejos de esta cueva en la que bebemos agua de manantial. Le ofrezco también frutos del olivo. Cierta tarde, cuando el sol estaba en su cenit, volví con mis ropas colmadas de nueces.  

     Pero regreso a mi madre. Mencioné que ella me había regalado el don de las palabras. Sus matices. Y con él, el don de la guerra. De la defensa. Soy un varón culto. Me hice fuerte ahí. Aquí, despliego mi escritura. Corfú es aquel territorio en el que desde pequeño mi padre me traía con su corderos a hacerlos pastar (Corfú, mi Olimpo). Mi madre me había impartido la orden del liderazgo. Jamás me interesé por ser un líder. Pero de hecho así ocurrió. Naturalmente que he flaqueado. Ha habido momentos en que he caído. Me he literalmente desplomado. Probablemente sea de una potente fortaleza y de una fragilidad a esta altura inexorable. Curiosa paradoja entre lo invencible y lo débil. Pero he vuelto a levantarme con una naturalidad tan inesperada que mis enemigos debieron callar. Cerrar sus bocas. ¿O cerrar sus picos, porque son aves de corral? No pudieron echar a correr habladurías acerca de mí. La escritura fue la herramienta y el arma.

     Si uno escribe de un cierto modo acerca de ciertos temas, puede devenir un líder sin haberlo buscado ni tampoco deseado. Quiero decir: a su pesar. Lugar de responsabilidad, el del liderazgo también es el lugar incierto de la vulnerabilidad. No existe una tradición por detrás en la cual apoyarse. Uno está a la intemperie. Pero también está a la cabeza de un movimiento en progresión. Eso resulta gratificante porque se perciben aportes. Aportes a una comunidad. Y aportes a hacia uno mismo. Porque uno percibe su propia integridad.

     Aquel don que mi madre, una mujer sólida en sus conocimientos, con poder de determinación, contundente en sus convicciones supo también impartirme, me sostiene. Hijo de dos mortales, una de ellas, hermosa e instruida (por excepción). Hermano yo de un hijo primero, luego de un joven, luego de un hombre entero, conocedor del arpa, de la música de las cítaras. Sé que mi hermano vendrá a Corfú de visita. De tanto en tanto. Tampoco abusaremos de su compañía. Él tiene una familia numerosa. Beberemos leche de cordero. Nos bañaremos con él en el mar. Él tocará la cítara para nosotros (sabe de mi debilidad por ese instrumento).

Vista desde el Monasterio Paleokastritsa, Corfú

    Corfú no podía sino recibirme como un lugar de amparo. Para el hombre a solas que tiene una vida introspectiva. Una vida interna de mucha intensidad, el trabajo psíquico es igualmente potente. Necesita de un espacio amplio para la mirada. Solar de día con una playa amplia que no es escarpada. Corfú, por sobre todo, es un espacio sensorial. Y un espacio de solaz.

     Me formé con los grandes maestros. Ello tuvo lugar en Creta. Desde pequeño comencé esa instrucción. Luego, demasiado joven (fui precoz en mis aprendizajes), proseguí con mi tarea formativa. Pocos toleraron algunos de mis saberes. Eran concebidos solo por mí. Sin imitar a nadie. Inaugurales. Saberes que ponían la imaginación a trabajar. Era el mismo afán letrado que examinaba pergaminos, se cultivaba, adquiría formación. Luego: transgredía. Transgredía mediante la escritura lo que se ignoraba o se prohibía o se negaba o se ocultaba (¡cuánto escándalo frente a la hipocresía de Creta!). Fui rebelde. Incurrí en la insurrección de los signos. En la revuelta. Eso no gustó en Creta. Con decirles que algunos poseían solamente el pensamiento concreto. Y yo me había entrenado con los grandes maestros en el pensamiento abstracto. Los saberes eran mi forma de vivir. De existir. Para mí la existencia supera al mero vivir. Y, por lo tanto, la existencia la supera en libertad. En contenido y en emociones. El poder de Corfú, es tan potente que emana de ella un impulso vital indetenible. Ya no repetiré como un aprendiz lecciones ajenas. Soy quien actúa. Actúo un cuerpo. Actúo el cuerpo que soy pero puedo no ser. En Corfú que, es cierto, el mío es un cuerpo material. Pero también es un cuerpo discursivo.

     Mi madre me ha enseñado también el don de la humildad. Y el don de la originalidad. Me ha enseñado la importancia de la invención. De reinventarse (como dije). Me ha enseñado la abominación del plagio (el peor defecto de los mediocres). De repudiar las copias y las imitaciones (el defecto perpetuo de los incapaces).

     Es cierto. Ha habido desamparos. Y ha habido soledades. Personas cercanas, se han apartado. Y personas distantes, sin embargo, se han acercado. A los que han llegado mis pergaminos, cuando se han enterado de mi soledad, me han rodeado para escucharme. Les interesaba estar al tanto del conocimiento abstracto. Daría un paso más allá: del humanista que soy. Pero en verdad en quién se agazapaba por detrás de esos pergaminos. Circunstancia por demás interesante en un lector.

     ¡Ah la perfección de Corfú! ¡Ah sus olivares! Bebo de su agua diáfana como el cristal. Como si tuviera entre las manos una perla. Me ubico en el resquicio. Me siento en la más completa plenitud. De modo perenne elegimos ser alguien. Me autoconstruyo. Esta Isla no estaba deshabitada. Era errónea mi certeza. O no, seré más preciso. Alguien llegó, como llegué yo, a ella. Como náufrago o alguna causa que ignoramos. Tampoco recuerda, me dice, cómo fue que de pronto se encontró en sus orillas. ¿Otra amnesia? ¿otra sensación de desasimiento? Estoy con alguien en esta Isla de Corfú. Alguien que experimenta mis mismas emociones.

     Nos introducimos cierta tarde en el mar (recordemos que el Egeo es puro color celeste). Estoy a flote. Mis pulmones están agitados porque he comenzado a patalear. A bracear. Esa cierta forma de moverme sobre el agua, en el agua  (también entre signos, como ahora) hace que incluso mi ritmo cardíaco se acelere. La sangre fluya, vigorosa, por los vasos. Estoy desnudo y el agua acaricia mis caderas pero también mi pecho.

     Agua/Corfú. Cielo/Corfú. Playas/Corfú en las que escribo la última palabra del día. Y nos sentamos a cenar. Escribo sobre una roca. Son las primeras o las últimas palabras.  El vino corre, discurre como discurre la conversación. Una conversación infinita. Porque Corfú tal vez sea eso. La palabra que no tiene fin. Sinfín.

     Corfú no era la Isla desierta que había pensado. Es una Isla habitada por una persona desconocida para mí pero conocida de toda la vida, como suele suceder en estos casos. Esas personas que nos encontramos en la vida como si fueran parte de todo nuestro pasado. Por ese mismo motivo, Corfú es el lugar perfecto para alojarse. Lejos, lejos, de Creta, como dijo cierta vez mi sobrina, incómoda por su gineceo. Deseaba andar mundo. Fue lo que hizo.

     Antes de acostarnos me dirijo hacia la roca en la que estoy escribiendo mis últimos signos para cerrar mi breve poema. Llevo un leño ardiendo en la mano para iluminarme.  Cavilo mucho sobre lo que voy a escribir. Está por terminar todo. Hasta que de pronto, con la seguridad más absoluta esculpo: La palabra inicial. Echo el leño a la hoguera. Y me marcho hacia la cueva.

Ocaso en Creta
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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.