Lo que le sucedió fue por etapas. En realidad más que sucederle, fue algo que paulatinamente eligió que le ocurriera quizás sin saberlo, optando por otras cosas que fatalmente lo condujeron a estas otras. En la vida uno desconoce las repercusiones de cada pequeño acto que realiza. Un fósforo mal encendido en Buenos Aires puede acarrear una tragedia automovilística en Pakistán. “Eso sucede”, diría el escritor Antonio Tabucchi.
Primero perdió la felicidad. Perder la felicidad no tiene que ver con entrar en la tristeza o la melancolía. Tiene que ver con no hallar algo que uno busca con desesperación y desenfreno. Lo cierto es que la hélice que impulsaba cada uno de sus actos, esa proyección que lo catapultaba hacia un blanco en el futuro, dejó de impregnarlo. Esa fue la primera pérdida. El primer síntoma.
Perder la felicidad fatalmente implica haberse encontrado con la desdicha a la vuelta de la esquina. La infelicidad no tiene un rostro. Tiene muchos. Y, hasta donde digo yo, es muy difícil de revertir.
Augusto era bien parecido. En general sonreía cuando se encontraba con alguien. Le gustaba recibir a la gente con ese gesto de apertura, diálogos, de encuentros. Le ocurrió de encontrarse con dos amigas que hacía mucho no veía. Ambas exclamaron: “¡Qué bien estás!”. Él sintió que esa exclamación paradójica era algo tan raro, que descubrió que uno podía engañar a la gente, aunque de hecho no se lo propusiera.
Otro día una chica le dijo un piropo por la calle. Ese piropo, que en otra ocasión lo hubiera puesto de un humor feliz, lo hubiera empapado de alegría, esta vez, en cambio, lo puso taciturno. Quizás porque la belleza no es algo que se es, sino ante todo algo que se siente.
Le sucedió que se fue consumiendo. Las letras de su nombre empezaron a desaparecer. Su nombre quedó reducido a Ugusto. La primera letra de su nombre desapareció. Con ella, se fue una mano, esa mano que Ugusto usaba para escribir y cocinar.
En esa nada en la que se iba sumergiendo, la mirada se le opacó, a él que chispeaba por los ojos y las voces de la boca. Nada radiante permanecía dentro suyo, salvo algunas palabras, algunos recuerdos, el amor por unos pocos, el recuerdo de una hoguera en la noche de la Patagonia Argentina o bien cierto día en que anduvo en submarino. En ese momento de su deterioro pensó que estaban, paradójicamente muchos que había conocido o visto alguna vez en la vida. Es sabido: la evocación es una forma de operación de la mente que protege, esconde o urde. Lo que él llamaba “los encuentros” o “los roces”. Eso eran toques.
Su mujer notó inmediatamente su aligeramiento. Cuando hacían el amor, lo sentía encima suyo tan liviano como una hoja de papel. Sintió que ese cuerpo se aligeraba, se reducía, se adelgazaba. Tan liviano estaba, que la menor brisa lo levantaba por los aires, lo hacía hacer piruetas, lo revolcaba y le producía terribles dolores en el cuerpo, en la cabeza, en el vientre, en las orejas. Por momentos parecía una estampilla de correo. Ahora él era voluble. Ahora era muy débil.
La “U” se esfumó y se llamó sólo Gusto.
Tan pequeño se sentía, que ya ni su cuerpo lo acompañaba en la vida. Había olvidado la sensación del agua cayendo sobre su espalda, pequeños ríos de cristal que le dejaban el recuerdo de algunos veranos en Santa Clara del mar, un balneario de la costa atlántica de Argentina que de chico solían viajar con su familia. lavando sus hombros, rodando por su vientre y su ombligo. El aire frío al salir de la ducha mojado, la aspereza de la toalla al rozar su piel ahora blanqueada por el invierno. Era piel y hueso. Dejó de hacer gimnasia, dejó de atender a las demandas de su cuerpo, que su cuerpo le pedía para ser sentido, no ya ejercitado.
Lo único que lo reconstituía eran las caricias de su mujer. Ella lo besaba, lo abrazaba, le hablaba, y en esos momentos él sentía que las letras volvían a su nombre, que un copito de alegría le adornaba los ojos, goloso. Sentía que la compañía lo reconfortaba de un modo incandescente. Pero era suficiente que ella lo dejara solo, para que una fuerza recóndita, interna y muy, muy fuerte, borrara todo lo vivido, todo lo sumado, todo lo reconstituido, y de nuevo se redujera. Esa noche perdió el brazo izquierdo. Lo que era muy serio, porque él era zurdo.
Pero lo peor eran sus cavilaciones. En realidad nada era tan serio. Pero empezaba a pensar, a delirar, y lo que había hecho en un determinado momento de su vida, aquello que había construido, como la cama de cedro de su cuarto, ya no estaba. Por último, sentía que lo que no había hecho no podría estar nunca jamás en su camino, ni tocarlo, ni beberlo, ni juntarlo. En esos momentos, se atormentaba con todo lo que no había hecho, con todo lo que no debía haber hecho y sí había hecho, y con todo lo que creía imposible hacer alguna vez. Ante todo se sentía incapaz. Sin intentarlo. Descartaba sin probar.
Sentirse inoperante o inútil (si así lo prefieren) no es serlo. Sentirse de un modo es la manera de verse, no de ser. Lo que ocurre es que lo que uno siente, es lo que termina siendo. Eso sí es algo grave.
Poco a poco perdió todo. Perdió su rostro. Perdió cada extremidad, cada órgano, cada hueso, cada vértebra, cada milímetro de piel. En síntesis, dejó de existir. Pero dejar de existir no es sinónimo de morir.
No afirmó, no dijo, no hizo, no fue, no ganó, no marcó goles como Messi, no escribió, no palpó, no bebió ni comió, no estudió. Reducido a nada, a no ser, se perdió de vista.
Pero él había sido algo. Él había hecho cosas. Muchas cosas. A partir de ese momento se empezó a percibir la ausencia, el hueco, la tensión. Eso fue la ausencia. Lo que lo salvó fue que esa ausencia no fue defeinitivo sino se convirtió en una pausa.
Augusto dejó de ser por una pausa, por una temporada. Porque Augusto volvió. No a ser lo que era, claro está. Ahora era otra cosa distinta. Ahora era lo que se es después de haber partido y haber vuelto. El regreso del pavor a la vida. Ahora era una marca, una huella, el carbón de un hogar a leña. Era los demás que había conocido. Era todas las cosas bellas que le habían dicho las mujeres. Era muchos abrazos de sus amigos. Muchos libros leídos de autores que escribían muy bien y que más que escribir bien pensaban bien. Era la marca de cada cosa buena que había recibido. Era las presencias que lo habían ayudado y habían velado por él. Augusto en ese momento comprendió que en realidad cada uno de nosotros está hecho de los demás. De las cosas que nos dan los demás. De las cosas que merecemos que los demás nos den y nos demuestren.
Augusto dejó de ser Augusto. De ahora en adelante fue Gusto. Gusto de sentir. Gusto de encontrarse. Gusto de sentir. Gusto de amar. Porque el gusto fue suyo.