La boda de Valentina (2018) es una película mexicana dirigida por Marco Polo Constandse. Me propuse hacer un ejercicio mental con ella: me senté frente a la pantalla para ver esta comedia romántica intentando dejar prejuicios a causa del nombre, del género o de los actores que la protagonizan. No quise pensar en si sería cursi, si estaría basada en clichés o si realmente iba a encontrar algo que me sorprendiera de buena manera. Iba con toda la disposición, queriendo salir de la sala pensando que el cine comercial mexicano también tiene filmes que valen la pena. La esperanza muere hasta el final; y sí, obviamente murió.
Conforme transcurría la película, fui viendo el triste licuado de metáforas con las que estaba construida la historia y los personajes. La familia de Valentina, “Los Hidalgo”, son una triste parodia y mezcla inconsistente de la clase política del país que no llega a convertirse en una crítica medianamente ingeniosa. La postura de la película hacia la clase política se queda realmente corta, no aporta nada nuevo o algo de lo que los ciudadanos no nos demos cuenta con el día a día, mucho menos sigue el ejemplo de otras películas mexicanas que desde la parodia han hecho una crítica corrosiva. Es imposible que no nos venga a la memoria la Ley de Herodes (1999) de Luis Estrada, una sátira política que desde el humor negro supo dibujar lo que ocurría en la política mexicana. En cambio, en La boda de Valentina la crítica a la clase política es endeble y facilona, sin creatividad de por medio.
Por otra parte, tenemos los estereotipos, tan socorridos en el cine mexicano comercial. El novio de Valentina, el “típico gringo súper guapo” pero increíblemente tonto que se enamora de la mexicana, una mujer que se presenta como transgresora de las normas, independiente, autosuficiente y feminista. Esto último lo hace evidente en las escenas donde se molesta si un hombre le ayuda a cargar la maleta o le abre la puerta del coche… sí, de ese tamaño es la transgresión y el atrevimiento feminista de Valentina.
También están las figuras femeninas más importantes de la trama, la madre del gringo y la madrastra de Valentina, mujeres a la que sólo les interesa el dinero, verse bien, manejar los hilos de sus negocios, y en lo último que piensan en el bienestar social, incluido el de su propia familia. El hermanastro de Valentina, el clásico junior que sale en escándalos en las redes sociales porque es tonto y llora, por eso lo de llamarlo “Lord Lagrimita”. Y está el padre de Valentina, candidato a jefe de gobierno de la Cd. de México. Un hombre manipulable, que sólo hace lo que la esposa le pide, sin embargo tiene un buen corazón y su amor por Valentina es gigante.
El otro personaje importante es Ángel, el exnovio de Valentina, a quien presentan como el chico que no es tan guapo pero es divertido, inteligente, con ideales, siempre buscando ayudar a los más necesitados. Aparecen los pobres como el medio para que los clasemedieros o los ricos puedan hacer obras de beneficencia.
La idea no es hacer spoiler de la película, pero está construida a base de tantos clichés que en esa construcción está dibujada la historia de principio a fin, sabemos caso desde el título qué pasará y cómo pasará. No obstante, –en una sala casi llena–, a mi alrededor no dejan de escucharse carcajadas y comentarios eufóricos en distintas escenas. Y el punto aquí no es hacer una crítica hacia el hecho de que los espectadores rían con la película, sino a la manera en que el cine comercial, en este caso mexicano, encajona el humor, haciendo de lo esperable y lleno de refritos, el plato fácil.
Como espectadora me pregunto por el manejo del presupuesto en el cine nacional, donde lo que falta no es dinero sino voluntad para distribuirlo en propuestas diversas. Me pregunto por qué no se hace acopio del talento que existe en el país para producir guiones de calidad, por qué en cambio nos ofrecen parodias sobre la situación tan compleja en la que vivimos como mexicanos a modo de farsas infinitas, como las muñecas rusas, idénticas, metidas una dentro de la otra, solo que ojalá dichas películas tuvieran algo de la maestría, la delicadeza y la originalidad de las matrioshkas.
Al cine mexicano no le falta talento ni presupuesto, no es que no se puedan abordar las problemáticas sociales desde la parodia o que las comedias románticas sean basura. No lo creo en absoluto. Tampoco me convence pensar que todo se deba a una oferta y demanda, donde la responsabilidad de que no se haga cine comercial propositivo sea sólo debido a la falta de exigencia del público. Las distribuidoras, los monopolios, las jerarquías, los estereotipos, el afán de sólo conseguir ganancias y las políticas que recaen sobre el cine mexicano son responsables de la situación precaria que vive una industria que, aunque produce más de lo que llega a las salas comerciales, no logra tener un espacio real de proyección, lo que impide la posibilidad de crear un gusto en un público más amplio.