Astrofotografía. Fotografía de Celina Ortelli*

Uno

Iceberg

Creo que no hace falta decir que estamos en la puesta de sol. El crepúsculo. La lancha avanza, mojada por debajo y a los lados, seca por dentro como mi cuerpo: mojada mi boca, seco mi cuerpo. El sol, nítido, permite aún distinguir su último fulgor, despidiéndose de nosotros dos, que hemos ido a dar un paseo. No a pescar, como podría hacer sospechar la fotografía a primera vista. Dos amigos que hace tanto no se ven que se han contado la mitad de la vida a lo largo de toda una jornada. La otra mitad ya la conocíamos. Hemos almorzado una lata de sardinas en pan. Yo he llevado un buen vino que compré en el mercado. No sabía el idioma. De modo que le indiqué al vendedor como pude que quería el mejor. Mi amigo me ha hablado de un viaje a Sri Lanka que ha hecho con su mujer. Me ha contado maravillas de ese lugar. Desolado, solo puedo contarle anécdotas anodinas de La Plata, Argentina. Estamos en el Báltico. Yo he ido a conocer Polonia. Me explica que allí es donde se consigue la mayor cantidad de ámbar de todo el mundo. No me siento particularmente impresionado por el dato, anecdótico para ser francos. Pero sí lo interrogo acerca su vida en Polonia. Él reside en la ciudad de Sopot, donde me hospedo en su casa. Me ha costado adaptarme un poco a las costumbres de los polacos. Mi amigo, que era de La Plata, en Sopot, cuando se enamoró de Alenka y se mudó fue otro. Ni mejor ni peor. Fue otro. Pero dejamos de entendernos como cuando íbamos al club a jugar a la paleta. Ya no hablamos de los mismos temas. Yo soy escritor. Él es ingeniero hidráulico. Yo también tengo un posgrado en literatura norteamericana contemporánea. Me especialicé en Melville, el autor de Moby Dick, como se recordará. Tiene otras obras magníficas. Alena, su mujer, trabaja en una empresa. Para decirlo con palabras simples: somos otras personas. Yo me he enamorado de una persona que está en las antípodas de Alenka que se ha quedado en La Plata (tenemos hijos pequeños, este es un viaje de pocos días). Y él en lugar de leer tantos libros como yo por la noche ahora mira la televisión. Partidos de fútbol. No lo considero un mal pasatiempo. Ni lo juzgo. Mi hermano mira partidos de fútbol y es un hombre perfectamente preparado. Pero yo tengo otros pasatiempos: me gusta el cine europeo. Sobre todo el cine inglés contemporáneo. También conozco de cine polaco. Lo interrogo a mi amigo por un par de directores de cine polaco. No los conoce. Es natural. Son de culto. Alenka desde la orilla adonde habíamos viajado ha tomado esta fotografía para que la tuviera al regresar a La Plata de recuerdo. “Una postal de Alenka” (le diría a mi mujer cuando regresara a La Plata). Alenka es una mujer discreta. Pero es empresaria y por su vida pasan otros intereses. El arte la tiene sin cuidado. Yo la tengo sin cuidado. Por más que no lo hace notar. O lo hace con buenos modales, sé que me subestima. La literatura no le interesa en lo más mínimo. Ni el arte. Apenas tomó esa fotografía no porque le gustara hacer fotografía artística. Sino documentar un instante para dos amigos. Para un amigo. Para el caso, yo mismo. O quizás porque le interesaba para su marido, no para mí. No le basta con que haya leído mucho. Es de esas mujeres que esperan de un hombre que además de ser bien parecido y elegante, sepa ganar dinero. Un salario copioso para darse grandes gustos. También Alenka goza de un cierto pragmatismo que yo desconozco. Mi tarea es haber llegado precisamente a combatir al dinero como fuente de degradación de tantas otras virtudes y capacidades. Alenka me pasa el plato de migos y luego el de pierogi (que naturalmente ella no ha cocinado) y observa mis modales de platense. Yo los suyos, de empresaria. Nos medimos. Me consterna que un amigo inteligente haya elegido para compartir su vida a una mujer así. Pero evidentemente el amor de nuestros amigos no siempre coincide con el amor que les hubiéramos elegido nosotros para poder disponer de una jornada de entendimiento. Con Alenka hemos cruzado unas pocas y contadas palabras. Es de esas personas tan orgullosas que no ha querido aprender el español sino ha obligado a mi amigo a aprender el suyo. Él ha aceptado por amor esa falta de reciprocidad. Luego ella se despide y le dice a él sin mirarme a mí: “Los dejo solos. Así hablan de cosas de hombres”. En mi familia se ha hablado en las sobremesas de cosas de hombres y de cosas de mujeres porque nos mezclamos todos. Mis novias de La Plata con mi familia se sentían todas a gusto de inmediato (me decían) porque no había sectores en las reuniones. Los hombres a fumar habanos, las mujeres a hablar de los chismes de sus amigas o las conocidas más famosas. De los amantes de sus amigas. O de ropa de la última temporada. O de su último novio. Mi casa se trataba de una larga mesa tendida, en la que las mujeres también opinaban de fútbol ¡Y cómo opinaban! ¡Mejor que nosotros! Hubo una que era tan certera que hasta supo cuál sería el equipo que ganaría un partido River/Boca poco antes de que empezara. En mi casa las cosas son así. Todo se conversa. Y si llega algún varón que pretende separarse del grupo para hablar de otros temas lo lamentamos todos pero lo invitamos cordialmente a tomar un café, un té, mate o vino a la mesa. Es cuento que las mujeres no saben de fútbol o las aburre. Se trata de una cuestión de mera cultura familiar. Lo cierto es que la fotografía que tomó Alenka con nosotros dos a bordo de la lancha me acompaña por estos días. Pero me he olvidado de Sopot, de Alenka, de mi amigo Ernesto, tan buen tipo. Y he concentrado la mirada en el sol que se está poniendo. Este ocre sobre el Mar Báltico. Con vetas como si fuera un mineral. Un mineral que representa visualmente una imagen atractiva. Por detrás de nosotros, la estela en el agua. La misma que dejo al marcharme y me despido de Alenka en el aeropuerto Gdansk Lech Walesa. Ya estoy a punto de presentar mis papeles cuando Alenka viene corriendo hacia mí. Me abraza. Y me susurra, entre con culpa y gratitud en un español perfecto: “Regresa. Esta siempre será tu casa”. Y me entrega la fotografía de la lancha con su firma. Con su nombre. Firma: “Alenka”. Sin dedicatoria.

Astrofotografía. Fotografía: Celina Ortelli*

Dos

Crisantemos en su mirada

Bebo una copa en la galería de casa. Las luciérnagas brillan. Ese titilar es hipnótico. Me apoyo contra un pilar como si fuera el tronco de un árbol. Me siento más firme. Es lo que necesito en este momento de dudas. El pulso me tiembla. He recibido un llamado telefónico completamente anodino en el que se me invitaba a un Zoom en medio de la pandemia. Naturalmente me negué. No me dan ganas de hacer sociales en medio de la muerte. Han muerto seres queridos. Amigos. Amigos de amigos. Nadie de mi familia pero eso no significa que estén exentos. Yo, ahora que lo pienso, tampoco. Me siento en el sillón del jardín. Miro el cielo. Siento la evidencia, de pronto, de que jamás he formado una familia. De que he estado a solas como si el universo se redujera a una casa en la que se está a gusto. Pero no hay amor. Más que el de alguna amante ocasional. El cielo está pintado de varios colores. Eso me desconcierta. Yo que estaba acostumbrado por las noches al gris y al blanco de la luna. A lo sumo al marfil. A su halo cuando era luna llena o cuando era luna nueva. Doy vueltas en mi cabeza. Miro los colores, que son distintos. No son tantos después de todo. Eso me gusta. Es una noche distinta. Desapacible. Y es una noche tremenda. Ya lo sabrán. Ya sabrán por qué lo es. Hoy mi vida pende de un hilo. Como de una tanza. De esas de los pescadores que arrojan al río o al mar desde el malecón para depredar. Pero esto es mi jardín. La galería. La noche. Un lugar seco. El sillón. Unas pequeñas macetas con cardos diminutos. Si bien hay humedad, La Plata, en Argentina, es una ciudad importante pero a mí me tiene sin cuidado su importancia. Lo que no me tiene sin cuidado es lo que ahí les sucede a ciertas personas. Al modo en que sufren. No puedo tolerar el sufrimiento destructivo en las personas. Causado por personas inescrupulosas. Actúan con impunidad. No tolero el agravio. De modo que como soy escritor y como trabajo en revistas y publicaciones, lo hago con libertad, con criterios que me permiten márgenes de libertad relativa para decir lo que puede causar daño para detenerlo o al menos visibilizarlo. La suerte está echada. El mundo gira en torno de mí de mí, vertiginosamente, como un trompo. Como los astros giran en torno del sol pero ellos lo hacen a una velocidad más lenta, giratoria pero parsimoniosa. He escrito todo un texto, pero falta escribir la frase central. La definitiva. Esa que defina qué clase de artículo se está leyendo y qué clase de autor lo está escribiendo. La que defina el artículo. La que le dé su fundamento. La que descorra el velo como estas nubes descorren el velo de la luna tan elegante. La cubren o la descubren. Con sus colores distintos, una gama que no es la misma en todos los casos. Dudo. No suelo dudar cuando escribo. Cuando escribo mis cuentos, mis poemas, mis prosas poéticas. Pero mis ensayos, mis artículos son otra cosa. Ponen al desnudo situaciones concretas, momentos de la Humanidad incómodos, perturbadores, inquietantes, esos artículos que acentúan el conflicto entre el mundo y yo. Digamos que escribir de otro modo sería decir verdades de perogrullo, hablar solo de libros me resulta banal. Hay un punto de la vida de una persona, a una altura de nuestra historia, en que hay que jugarse el pellejo. Y en ese jugarse el pellejo se justifica nuestra existencia. Es el argumento central de la vida de un escritor. Quiero decir con esto: correr riesgos. Apostar a lo que uno sabe lo hará impopular. Pero cuando escribo nunca me caracteriza el miedo. Fui capaz de escribir sobre temas atroces por los que atravesaba o atravesó mucha gente. Hoy Elena me dejó un ramo de crisantemos, dormimos juntos una siesta, le conté lo que iba a escribir. No me miró como se mira a un demente sino como se mira a alguien de quien uno está orgulloso. Me gratificó esa mirada transparente, diáfana, cristalina, aprobatoria, de aval acerca de lo que iba a hacer. Me confirmó. Luego se vistió (estaba tan bella desnuda). A continuación se marchó dejándome la estela de los crisantemos detrás de sí. Pensé en algunos escritores. Especialmente en uno. En lo que hacía y en lo que no haría jamás. En lo que veía que no hacía jamás porque no le caía mal a nadie. Es que era tan grandioso con sus triunfos, su simpatía, su jamás opinar sobre cuestiones sociales, políticas, económicas. Jamás polemizar. Digamos que hacía de su vida un territorio triunfal. No quedaba mal con nadie, era naturalmente elegido por todos. Y de paso, hacía su negocio. Yo no le caigo bien a todo el mundo. Porque todo el mundo sabe lo que pienso y cómo lo pienso. Lo dejo por escrito. Evito a ciertas personas. Me acerco a ciertos libros. A ciertas ideas. No oculto mis puntos de vista que suelen ser incómodos, perturbadores, inquietantes. No me interesa la comodidad. No he venido a este mundo a ratificar el lujo sino en todo caso a morar el otro rostro de la realidad: las villas miseria. O los enfermos, como ahora. Pero regresando al jardín, vi dos caracoles sobre los agapantos. Supe que estaban devorando la planta.  Los retiré de la planta sin asco y me dirigí a la galería. Mientras tanto daba vueltas. Giraba. Parecía un trompo interior. Un ciclón. Un torbellino que se movilizaba ilimitadamente perdiendo el control de mis pensamientos. No tenía dominio sobre mis emociones. Sentí pánico en un momento. Hasta que me dije que debía calmarme. Tomé otra copa. Me entoné. Me serenó un poco más. Me levanté de la silla. Me erguí. Caminé descalzo por el jardín (estábamos en verano, pero no hacía calor ese día, el césped no estaba frío y no había rocío que mojara las plantas de mis pies). Sentí la necesidad de ver la luna. Los colores de las nubes. Eran magnéticos en sus colores se manifestaban divergencias. Me sentí como delante de una pintura. O delante de un fulgor que no tenía un nombre porque en ocasiones la naturaleza no lo tiene. Si yo hubiera dicho “luna” esa palabra no hubiera descripto a este espectáculo en particular. Y si  yo hubiera dicho “nubes” o “nubes coloridas” o  “nubes de varias tonalidades” menos aún, hubiera desconcertado a los oyentes. Y de pronto ese espectáculo, tan majestuoso, tan infrecuente a mis ojos (no suelo salir al jardín, no suelo mirar el cielo, no suelo mirar la luna y las nubes ni tampoco las estrellas) de pronto sentí una evidencia. Sentí la necesidad imperiosa de retirarme a mi escritorio. Como si alguien poderoso me diera una orden benevolente. Y me dictara la frase precisa, exacta, redonda, me había sido regalada frente a ese espectáculo tan extraordinario. Mi constelación del Sur. Había tenido lugar una epifanía. La revelación de una frase producto de la mirada de un friso. Si la naturaleza era tan potente, me  empapó de esa fortaleza. Entre eso y la mirada de Elena, me sentí en paz. Pero también me sentí impetuoso, seguro, firme, atento a no apresurarme ni a ser impulsivo. Dejé la copa sobre la mesa del jardín (era un Campari). Entré a la casa y la puerta con el mosquitero chirrió al cerrarse para luego dar un estruendo. Una certeza de una intensidad magnífica me asaltó. Me senté frente a la máquina. El documento estaba abierto. Lo corregí íntegro. Y en el momento decisivo, crucial, la frase afloró. Perfecta. Calzaba en el mundo como una pieza en un juego en el que era la última pendiente. No me atrevo a decir que era una frase perfecta porque sonaría a una palabra soberbia. Pero me sentí por fin en paz. Elena lo había adelantado. Lo había logrado. Me había conquistado a mí mismo como  escritor. Ya era el escritor que quería siempre había querido ser.. No el que la sociedad esperaba de mí. Sabía que dentro de tres días ese artículo tendría consecuencias. Incluso de naturaleza incalculable. Antes de enviarlo pensé en eso. Hasta que de pronto en un momento no diría impulsivo (no lo fue) evoqué la luna, las nubes de varias tonalidades, el brillo de ese astro que se parecía bastante al brillo de mi computadora por las noches. La frase estalló como un volcán. La erupción fue terrible. Pude percibir la lava. La ceniza. Supe que sería una frase reflexiva (daría en el blanco), pero incómoda. No me importó. Diagramé el documentó. Guardar como. “Sobre la dignidad del semejante”, se titulaba el artículo. Luego fui al correo electrónico. Adjunté el archivo. Borroneé unas pocas y contadas palabras al editor sin explicaciones más que la noticia sobre el artículo que había escrito (pensé en la luna, en su halo, en el misterio de cómo emite su luz tenue pero estólida, como mi decisión). Me levanté. Olí los crisantemos. Evoqué la mirada de Elena. Su aprobación. La de quienes esperaban ese artículo. Regresé al estudio. Me senté a la computadora. Y apreté, sin el menor atisbo de duda: “Enviar”. Y en ese preciso instante, fui yo mismo para siempre.

Astrofotografía. Fotografía: Celina Ortelli*

Tres

Palabra

He salido al bosque a caminar. En el bosque hay lobos (me dicen). Yo me río. No soy miedoso. De hecho suelo en la ciudad andar de madrugada caminando cuando voy de lo de mi hermano o unos amigos hasta regresar a casa por la calle 9. Eso sucede en La Plata. Ahora estamos en el Sur. En el Sur de Argentina. Miro los árboles. Es decir, miro los árboles que permite apreciar la luna. ¿O es el sol que se está poniendo? ¿en mi caminata no me he dado cuenta de la transición que se estaba operando? He perdido las coordenadas e ignoro las horas del día. Me siento de día. Pese a que me siento también de noche. Quizás por toda la actividad que he desplegado durante el día. He bebido jugo de manzana. He tomado sol junto a la pileta. He nadado. Me he sumergido varias veces para mojarme la cabeza. No tuve inconvenientes en estar al mediodía en el agua. En el Sur el verano es benigno. Pero ahora me arden los hombros. Si bien tenía protector solar los rayos eran muy fuertes. Me siento a gusto en este atardecer o en esta irrupción lenta de la luna. Es gradual como la miel al derramarse sobre un pocillo de té. No es veloz como esos líquidos endulzantes que caen en el té con un chorro diminuto. Me detengo en el camino de árboles. Todavía hay sombra. Una sombra imperceptible. Como cuando alguien aspira a distinguir por entre un día nublado a la luna. No hay bordes. Nos hay perímetro. No hay formas. No hay contornos. Solo un cielo compacto, cerrado, como boca del lobo. El mismo lobo que acaba de aullar. Pero ese lobo está cerca. Lo presiento. No le temo porque sería perfectamente capaz de defenderme de él. Un lobo no es sinónimo de problemas para mí. De peligro. Una jauría sí. En cualquier momento se hará noche cerrada. Yo estoy en este preciso momento a merced de mi orientación que es muy mala. Debería volver a la quinta de Arturo y Leda. Es el Sur. Pero en el Sur de Argentina hay piletas en verano. Ellos me cuentan de su pileta en invierno. Se cubre de nieve. Se hiela. Los niños corretean y varias veces se han deslizado sobre el hielo. Por mi parte, tengo ganas de regresar a La Plata. El aire puro me sienta bien. Trepo por las laderas de las montañas, no podría decir jamás que la pileta de Arturo y Leda no es bellísima, llena de rocas. Rocas de la zona con la que luego de realizar la excavación. Se edifica la piscina y luego se adornan  en el Sur. Rocas de montañas se colocan en sus bordes. Llego por fin a lo de Leda y Arturo. Leda me convida licor de naranjas. Acepto. Lo hizo ella misma. Leda sabe hacer conservas, almácigos, sabe destilar bebidas alcohólicas y sabe hacer muchas comidas y bebidas elaboradas, como cafés con distintos tipos de prepardos, porque trabaja desde muy joven en casas de comida artesanal selectas como chef. También ha trabajado en una bodega. Asesorando a clientes. En el Sur ella ha aprendido a hacer literalmente de todo. Porque lo que no hay en el Sur, se lleva. Los ricachones lo importan. Todo. De todo  hay en esta cabaña a la que he regresado luego de mirar el sol que se ponía. El aullido del lobo no me dio ganas de proseguir la caminata que pretendía extender durante un largo trecho más. Le explico a Leda que sentí un aullido. “Ah, los lobos”, dice. Y calla. Se queda con la mirada fija en el vacío. Como si hubiera pronunciado una palabra terrible. Supe de inmediato que algo no andaba bien. Callé. Pero imaginé, lo que siempre es mucho peor que preguntar. No  obstante, mi discreción (que no suele ser precisamente un patrimonio platense), me indicó que no debía hacer preguntas. Arturo  asiste a la escena. Leda permanece con la mirada fija, a la distancia. Se acerca al ventanal. De pronto la veo hacer algo inaudito. Raspa con sus uñas el enorme ventanal del  living. Los ojos en blanco. Siento que tiene el plexo tenso, duro, angustiado. He tocado una fibra íntima de Leda, lo que pudo no haber ocurrido y me reprocho eso que en modo alguno pude prever. Arturo se levanta del sillón y me indica que los deje a solas. Apoyo mi copita de licor de naranjas sobre  la mesa y me retiro al dormitorio. La casa está helada. Cuando Arturo iba a encender la salamandra, porque refresca a esa hora, justo sucedió todo. Me meto entre las mantas pero no duermo. Me pongo a leer un libro empezado. Al rato los veo pasar rumbo a su cuarto. Arturo me ve leyendo. “¿Carver?”, y nos reímos. Es la idea. Quitarle todo patetismo a lo que ha ocurrido minutos antes. Para sembrar otra clase de atmósfera. Yo me río. O sonrío en verdad. Me río con el rostro, hacia adentro. Luego Arturo me da las buenas noches y se retira al dormitorio. Es muy tarde cuando termino el último cuento del libro que tenía por la mitad. Experimento ese delicioso alivio de cuando termino un libro que había empezado. Mezcla de alivio con un inmenso placer. También de una suerte de misión cumplida. He heredado esta idea de que un libro sin terminar es una pérdida de tiempo. De pronto escucho los  pasos de Arturo. Tiene los zapatos puestos. Algo ha sucedido. No se ha puesto la ropa de noche. Arturo se acerca. Toma el libro que está sobre la mesa de luz. “Lo sabía”, me susurra. Luego acerca una silla a mi cama. Comprendo que algo terrible ha sucedido en el dormitorio. Yo escuché una sola palabra. Nada que delatara una atmósfera. Las emociones tenían lugar en ese lugar. Permanece en silencio por unos instantes eternos. Como si estuviera juntando fuerzas para decirme algo importante. Lo percibo inquieto. Comienza a mover su pie izquierdo. El zapato hace un sonido, como un repiqueteo. Se parece a una lluvia torrencial. Sé que algo va a tener lugar. Algo inolvidable. Y me dice: “Leda. Nuestro pequeño hijo. Aquel lobo”. Y se pone se sollozar sobre mi hombro.

Astrofotografía. Fotografía: Celina Ortelli*

Este trabajo es una propuesta interdisciplinaria a cargo de Adrián Ferrero, autor de las prosas poéticas, y de *Celina Ortelli, fotógrafa argentina de la que añadimos su CV:

Celina Ortelli nació en La Plata, Argentina. Reside en Los Bosquecitos, Brandsen, Argentina. En cuanto a su trayectoria, puede apreciarse de qué modo ha ido articulando la fotografía con las artes plásticas, empapándose la una de las otras. En lo relativo a sus estudios, realizó un taller de Astrofotografía en septiembre de 2017 en el BAF. Un taller de Lightpainting, en mayo de 2017, en el BAF. Un taller de retrato, en 2015. Y en la Escuela de Fotografía de La Plata, entre 1996 y 1998 realizó estudios de fotógrafa.  Entre 2015 a 2019 un taller de pintura al óleo, con la Prof. Carla Rivera Pereyra. En el orden de sus publicaciones de pueden mencionar fotografías en la Revista de Paracaidismo de Brasil (2003), foto de mercados bolivianos en Revista Americana JPG Magazine (2008), fotos de la Estancia La Postrera en el libro Perdón por ser virtuosa-Tomo II-Ajusticiada por AINEÉ. En el rubro exposiciones fue seleccionada por el sitio EYEEM para una muestra junto a varios fotógrafos del mundo (2011), Teatro Argentino de La Plata (Serie de retratos de Cartagena, 2015), Centro Cultural El Medio Aljibe-Imaginación Pintura Foto Arte, Exhibición de Pinturas al óleo y serie de retratos de Estambul (2017), Centro Cultural El Hormiguero (no arte). Exhibición de pinturas al óleo y serie de fotografías de la Cordillera de los Andes (2018) y Centro Cultural Don Eyler, Exhibición de pinturas al óleo (2018). Realizó previamente dos publicaciones interdisciplinarias en colaboración en Vagabunda Mx, entre sus fotografías artísticas y las prosas poéticas del escritor y crítico literario Adrián Ferrero tituladas, respectivamente,  “Instantáneas de Los Bosquecitos, Argentina” (2021) y la segunda, “Otoño en Los Bosquecitos, Argentina” (2021). Está en proceso de culminación un trabajo interdisciplinario de astrofotografía y prosas poéticas.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.