Lo he mencionado en otros trabajos publicados en Argentina. Pero no me he detenido en ello todo lo que debiera, refiriéndome a la escritora argentina Liliana Bodoc (Argentina, 1958-2018). Porque yo postulaba que en mi vida de lector entre los años ’90 hasta 2000 había habido una hegemonía de lecturas de poéticas de literatura argentina contemporánea provenientes de distintos contextos (académicos o institucionalizados por el mercado, según los casos) que evidenciaban, a mi juicio, dos grandes tendencias en torno de las poéticas argentinas que podría sintetizar en dos tradiciones. La que acusaba una elocuente influencia internacionalista. Y la que, desde una perspectiva nacional, se concentraba en la crítica de los contextos sociales, lo que no sucedía en la primera, al menos en lo sustantivo. Naturalmente que estas dos tradiciones se remontaban a mucho antes de esta etapa de la literatura argentina. Simplemente que esta fue durante la cual leí más intensamente poéticas argentinas o, en todo caso, durante la cual me fue posible distinguir esa división. Esa circunstancia se volvió particularmente evidente y, por lo tanto, perceptible.
La poética de la narradora para niños, jóvenes y adultos Liliana Bodoc, había sido la responsable de hacerme notar con énfasis estos matices, esto es, estos dos paradigmas, si bien ignoro si lo había hecho por decisión manifiesta, porque había procedido a realizar con ellas una detección a partir de la cual había tomado partido por una alternativa distinta en lo relativo a su poética y, luego, a tomar una decisión en los hechos, esto es: escribir de un modo que no se asimilara ni a una ni a la otra.. Lo cierto es que ella se postulaba, implícitamente (no era amiga de grandes proclamas), una operación superadora respecto de estos dos grandes paradigmas, modelos o tendencias hegemónicas (si me sirvo de la palabra “operación” es porque realiza, en diferentes marcos, intervenciones y acciones en la poética que parecieran siempre deliberadas). En verdad esta división entre poéticas de larga data se volvía a mis ojos particularmente nítida a partir de la configuración del emergente de la llegada de su literatura a mi vida (porque ella radiografiaba dicha divisoria de aguas) y la consolidación de su proyecto creador que de modo potente se expandía desde un legado cosmopolita a un legado continental. Me refiero en lo relativo a lo cosmopolita a un antepasado pobre de prestigios para los académicos, escritores de la alta literatura, los escritores de culto y los letrados argentinos. Ese antepasado fue J. R.R. Tolkien, esto es, la épica fantástica inglesa del siglo XX. Liliana Bodoc señalaba el punto de la poética en Argentina en que se resolvían varias tensiones. El justo medio para salir de un país desde el orden simbólico a la cultura literaria mundial, sin descuidar la perspectiva latinoamericana. Entonces Bodoc era el justo medio para que el corpus nacional fuera leído en diálogo con la perspectiva americana orientado hacia las poéticas extranjeras europeas en lo relativo, como dije, a Tolkien y las sagas sin necesidad de una importación que trajera al centro del sistema literario argentino modelos foráneos prescindiendo de toda capacidad crítica. Esa operación de trasplante no fue lo que hizo Bodoc. Y veremos a continuación de qué modo y por qué.
En efecto, tal como lo había indicado, había habido una tradición de escritores y escritoras asociados al orden de lo cosmopolita, tanto lo europeo como lo estadounidense, cuyas poéticas remitían indudablemente a referentes culturales específicos, estéticamente marcados y connotados axiológicos de modo positivo. Y había habido otra línea, vinculada a lo político/social con una posición que se había involucrado con el capítulo del pasado o el presente históricos y una crítica a la sociedad desde la perspectiva del compromiso. Tanto con su tiempo histórico como en torno de temas que tuvieran que ver con una mirada crítica de la sociedad. Ello había tenido lugar también en lo relativo al pasado literario o bien a una imaginación creativa cuyas representaciones literarias remitieran al drama social. Esta última línea ligada sobre todo a lo testimonial (pero no exclusivamente), raramente acudía a figuras que pudieran estar asociadas con lo internacional. Precisamente porque estaba atenta a señalar y recapitular las problemáticas propias de lo que acontecía en el país desde puntos de vista por lo general ligados a lo trágico o lo dramático, que debían ser resueltos a sus ojos de puertas adentro de las fronteras. Toda mirada internacionalista era juzgada como una invasión, como la intrusión del colonialismo, como un síntoma del imperialismo cultural frente al que se manifestaba reticente cuando no abiertamente hostil. Hubo una etapa en la cultura argentina, hacia los años ’60, en que la consigna liberación y dependencia fue muy potente.
Ahora bien: Liliana Bodoc, cuya primera novela de fantasía épica data de 2000, desconcertaba. No encajaba en ninguna de ambos paradigmas o tradiciones y se erigía en un modelo, al mismo tiempo, que neutralizaba ese dilema. El grupo de los comprometidos, se trataba de intelectuales y escritores críticos argentinos que se oponían al statu quo cultural, en un sentido amplio. Realizaban fuertes señalamientos en relación con la esfera pública y las injusticias o lo ilegítimo que percibía en el orden de lo real. En efecto, si bien este fenómeno no era nuevo, sí se podría afirmar que consiste, en tanto que tradición, en la hegemonía de ciertas poéticas merced a las cuales el campo literario se polariza. Y lo hace también merced a un antagonismo. Por dentro de dicho dilema lo inclusivo se vinculaba con una perspectiva por lo general de izquierda con el rescate de ciertas figuras marginales (caso Roberto Arlt, caso Macedonio Fernández) y naturalmente con un discurso crítico que respondía con frecuencia a parámetros sociológicos o bien que atentaran preferentemente contra el orden burgués.
No obstante, cabría una nota al pie. Había toda una serie de productores culturales, en particular del siglo XX y los albores del XXI, que probablemente a partir de las lecciones de Borges, alcanzaba una definición de la premisa de que una poética cosmopolita no podía prescindir tampoco de las poéticas nacionales. Autores con fuertes deudas con Borges, como Ricardo Piglia y María Negroni, dos escritores argentinos ejemplares, influyentes, importantes en sus aportes al sistema literario argentino con proyección internacional, habían dejado en claro que convenía, antes de lanzarse a recabar los aportes de los grandes escritores y escritoras mundiales, manejar lo más a fondo que fuera posible las distintas tradiciones y vertientes de la cultura literaria nacional. Borges tenía un conocimiento eximio del corpus de las poéticas argentinas. Había compilado antologías desde la gauchesca hasta la poesía argentina contemporánea, desde la narrativa breve hasta textos sobre el compadrito, desde ciertas novedades traducidas en géneros tradicionales abordados a partir de una perspectiva heterodoxa, como su libro Evaristo Carriego, había realizado reseñas e integrado vanguardias argentinas en las cuales se había codeado con los más grandes escritores de nuestro país, había prologado una gran cantidad de piezas literarias argentinas. Pero Borges mantenía con intensidad una marca de clase, además de una indiferencia hacia ciertas poéticas que Bodoc, al inscribirse en otro paradigma, consideraba primordiales. Bodoc sí mantenía fuertes lazos con autores y autoras argentinos. En el caso de Borges, su poética, si uno repasa su poesía, es inclusiva de buena cantidad de referentes argentinos (no sin ironía en ocasiones). Dedica su libro El informe de Brodie (1970) a Leopoldo Lugones, en un gesto que bien puede ser leído naturalmente desde la perspectiva del magisterio hasta la del parricidio por superioridad y por supervivencia, en un nivel metafórico. También como una ilustración de lo que especularmente le sucedía a él en ese momento, atacado por la izquierda y los parricidas. También la recuperación de la figura de Lugones puede tener que ver con el reconocimiento de una cierta clase de poética contra la que antes había contendido y ahora aprobaba: imploraba al maestro, al que antes había atacado, su perdón y su conmiseración. Ricardo Piglia había realizado toda una operación de rescate del legado de Macedonio Fernández, al punto de volverlo material de su poética en una novela como La ciudad ausente (1992). Había restituido con justicia a un lugar eminente a las de Roberto Arlt, Manuel Puig, Rodolfo Walsh y Juan José Saer, entre otras. María Negroni, en una línea feminista no siempre tan silenciosa, había hecho lo propio con Alejandra Pizarnik, Susana Thénon, pero también con H. A. Murena, un varón desconcertante en ese triángulo (¿en contienda con Borges o con puntos de vista que ella consideraba la intervención de su poética cumplía un rol importante? ¿Era su jerarquía la que lo volvía digno de un rescate?). Sin embargo estos últimos nombres eran figuras con la potente impronta de lo extranjero en el seno de sus poéticas. Se trataba de figuras que habían entablado un diálogo con la gran literatura del mundo, con lecturas propias de algunas de sus poéticas claves, tanto implícita como explícitamente, desde paratextos a traducciones. También en declaraciones públicas escuché a Negroni citar los nombres de Arlt como una poética importante y en una publicación a la importancia superlativa y fascinante que había tenido en su vida la lectura de Macedonio Fernández.
Ahora bien: ¿qué sucedía con esta tradición que, con una doble mirada había recuperado a ciertos argentinos y se vinculaba de modo intenso con el internacionalismo? Diría en primer lugar que, tanto Borges como Piglia habían desatendido el legado latinoamericano, con las honrosas excepciones, en el caso de Borges, de Rulfo y Arreola, los ejemplos más nítidos. Piglia, rescataba de modo encendido al uruguayo Juan Carlos Onetti y a Felisberto Hernández (a este último Negroni también), a nivel latinoamericano, entre unos pocos más (lo que no es sinónimo de que los desconociera, no postulo ello en absoluto). Que yo recordara, no abordaba la literatura argentina con perspectiva continental. Tampoco Piglia se había preocupado demasiado por rescatar el legado de escritoras, de modo que su mirada era claramente antagónica a la de Negroni. Ella, como una excepción, en su libro Galería fantástica (VI Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI, 2009), sí había consagrado un libro a la literatura latinoamericana, de modo selectivo, en un volumen no demasiado extenso, bajo la hipótesis general de que el género fantástico argentino (solo una de sus vertientes y solo en el caso de algunos pocos autores y autoras), era el desprendimiento del gótico europeo. En el medio introducía o citaba cine extranjero, entre otras fuentes. Naturalmente era su hipótesis, discutible por cierto. Le ha servido a ella evidentemente para que cerraran algunas de sus hipótesis o las intervenciones que le interesaba realizar en el campo literario argentino. Su filiación aún en lo relativo a América Latina estaba situada por lo tanto, desde la perspectiva relacional que establecía una repercusión de las poéticas de Europa en América Latina. Por otra parte, su libro era de ensayos, no un una producción literaria, a diferencia de Bodoc, absorbiendo de modo caudaloso un riquísimo sustrato que tendía día a día a desvanecerse por falta de operaciones transformadoras. Bodoc también asistía a la creación con perspectiva continental tomándola como punto de partida para la imaginación creativa en la invención. Esto es: su reflexión en torno de América Latina construía un referente imaginario a partir del legado americano en torno de las culturas precolombinas. En este presente histórico, Negroni realizaba una lectura de la literatura latinoamericana (o de una parte de ella, la contemporánea y en particular la argentina) en clave europea, si bien lo hacía desde su identidad de argentina, lo que es una forma de ser latinoamericana, claro está. O, en todo caso, de leer como una latinoamericana. Pero solo parcialmente: sin apego continental. Este punto sí me gustaría señalarlo. Definía la relación de América Latina en lo atinente a una de sus tendencias mayores, el fantástico, tomando como referente a Europa. O, en todo caso, una perspectiva europea tamizada por una perspectiva argentina. No hay tampoco en modo alguno reivindicación en torno del tema descubrimiento y conquista de América en Negroni. Ese punto es pasado por alto.
De modo que había tres tradiciones. La de los autores nacionales con inflexión de una impronta cosmopolita que estaba atenta a esa mirada de modo hegemónico, que se desentendían en lo esencial de corpus latinoamericanos. La de los cosmopolitas que tenían un ojo puesto en lo cosmopolita y otro en cierta nacional (sin perspectiva continental en términos generales). Y la tradición de las poéticas con acento en el conflicto social (el caso de los autores de Boedo, había sido un prototradición o tradición preliminar a esta a lo cual estoy haciendo referencia). Entre estos casos argentinos bien podrían citarse los nombres de Rodolfo Walsh, David Viñas, Noé Jitrik (estos dos últimos con una potente impronta académica dictando clases en la Universidad de Buenos Aires), Germán Rozenmacher, Haroldo Conti, Aníbal Ford, por supuesto siendo poéticas que desplegaban un abanico amplio de propuestas estéticas y sin proponerme homologarlas. Sí ponían el acento en la noción de reivindicación de las clases populares, de la realidad social y del conflicto social o político. Pondría a un lado, si bien naturalmente mantiene intensos lazos con este conjunto de narradores, a Héctor Tizón, quien si bien se ocupó de modo capital de la realidad social y política argentina y americana, se sirvió de recursos que no lo acercan a mi juicio a las discursividades de los argentinos arriba citados. Lo hizo de modo completamente radical con una renovación simultáneamente atenta al paisaje del interior del país sin caer jamás ni en localismos ni en folklorismos. Hay en Tizón algo distinto. Si bien está la protesta, la disidencia contra el poder del opresor (no como panfleto sino como puro friso del cual como desprendimiento irrumpe la protesta). Están los nuevos modos de narrar según una infinita riqueza de variantes. Nuevos temas, nuevas tendencias en el modo de referir y dar cuenta de lo real mediante la narratología. Por momentos es capaz de ser un narrador clásico tanto como introducir formas desconocidas en el arte literario o bien trabajar el lenguaje hasta límites inconmensurables. En la singular fisonomía de sus paisajes queda exhibida la inhibición y la injusticia ejercida contra los habitantes de los pueblos miserables.
Estas tres líneas entonces se trataban de grandes paradigmas, tendencias claramente identificables, por dentro de las cuales una de ellas prestaba particular atención a lo nacional (en muchos casos a lo proletario o a los excluidos de la sociedad argentina, a los excluídos de la tierra, en el caso de las poéticas de tradición rural). Había otros casos de referencias a episodios históricos que eran revisitados desde la ficción o la no ficción, sobre todo. Pero solo, como ya lo afirmé, se trataba de poéticas argentinas afianzadas en lo nacional. Naturalmente que había renovación. Nadie en su sano juicio podría alegar que Rodolfo Walsh no aportó a las poéticas nacionales un salto en el orden cualitativo sin precedentes a las discursividades en nuestra nación. Señalaría como una notable excepción interesante a esta línea de autores a la escritora Reina Roffé, muy atenta a la tradición americana, pendiente del legado de Juan Rulfo en particular, que en sus comienzos había estado muy comprometida con conocido lema de “liberación o dependencia”. Esta mirada no pretende ser reduccionista de la poética de Roffé, cuya amplitud es manifiesta en toda su magnífica heterogeneidad y riqueza narrativa y ensayística. También abordando, en un sentido muy distinto de Bodoc (pero no tanto después de todo), el género.
Tales afirmaciones no significan en lo absoluto que los escritores críticos fueran chauvinistas o que no reconocieran deudas literarias internacionales o naturalmente teóricas. Había claras referencias al marxismo o bien al existencialismo francés, entre otras líneas estético/ideológicas. Sobre todo que ponían el acento en la relación entre política e ideología. Sin embargo, sus premisas eran otras. Su inconformismo solía por entonces responder al repudio del imperialismo, una fuerte consigna de época y al rechazo de lo extranjero o extranjerizante (mejor). Viñas se concentraba, por citar un ejemplo, en la realidad nacional. En casos históricos. Y solo citaría como un ejemplo de un conocedor indudable de poéticas latinoamericanas desde el estudio a Noé Jitrik, gran experto de saberes académicos, temprano reivindicador de la poética de Roberto Arlt, desde el grupo de la revista Contorno, junto con David e Ismael Viñas, además de Juan José Sebreli. también lo sería siguiendo los pasos de Borges y con Piglia de Macedonio Fernández, pero tampoco su escritura creativa se manifestó en un proyecto atento a procesar la experiencia de la conquista de América mediante una operación compleja de transposición literaria. Sí quizás en su ensayística. Noé Jitrik, por otra parte, estaba extremadamente empapado de los saberes académicos, en particular de la teoría literaria, los estudios sobre el discurso, la semiótica, más hacia acá la crítica psicoanalítica, en fin, estas eran sus grandes cavilaciones. Y había escrito toda una serie de trabajos académicos en torno de autores argentinos, desde Horacio Quiroga a Sarmiento, de Lugones a la Generación del ochenta. Su poética naturalmente adopta puntos de giro extremadamente radicales con cruces discursivos y disciplinarios que pueden ser fácilmente detectables, pero su prosa de imaginación no tenía punto de comparación con el tipo de ficción de Bodoc, menos atenta a la cultura académica, pero no por ello menos avisada de los peligros de las trampas del sentido común, de la iteración en los géneros, de la estereotipia, de la teoría como principio útil para pensar la poética. De allí su abanico infinito de trabajos de invención y de una poética con tal nivel de versatilidad realizados con tal nivel de ductilidad.
Bodoc era algo distinto. El resto se trataba de escritores que recuperaban el pasado argentino en muchos casos, que eran grandes estudiosos de la literatura argentina en otras líneas estéticas distintas de las cosmopolitas, atentos al conflicto social, al patrimonio nacional, a la realidad argentina, que entraban en colisión con el grupo cosmopolita sobre todo el europeísta (naturalmente del cual Borges era la cabeza más visible -y la más atacada-, con el cual surgían permanentes choques) y que si se vinculaban con escuelas o autores importados se trataba de personalidades o corrientes de ideas contestatarias desde el punto de vista de la intervención de la escritura en el orden de lo real para denunciar o desenmascarar las tramas del dolor social o bien evocar capítulos del pasado históricamente sensibles a la Historia política. Asestaban duros golpes a la literatura burguesa. No reivindicaban como propios a los antepasados de los cosmopolitas. Los antepasados a los que acudían ambas tradiciones, los nacionales y los internacionalistas a la vez, divergían. En todo caso, la línea reivindicativa de la tradición nacional desde las tramas del dolor social y la crítica de la poética burguesa hacían propia otra tradición de izquierdas internacionalista. No quisiera plantear este marco interpretativo como una dicotomía simplista. Pero resulta evidente que hubo dos grandes líneas hegemónicas, con matices. Simplemente, puestos a pensar la poética argentina del siglo XX se me ocurre que estas son dos grandes tendencias cifran los significados sociales más hegemónicos. Probablemente sean refutables. Por ejemplo, la Editorial Sur, de Victoria Ocampo, publicó a Camus, en un gesto en el que pasó por encima de la ideología hacia la estética.
Pero voy al punto. ¿Y qué sucedía con Liliana Bodoc? Además de una revisión crítica severa del pasado literario y del pasado histórico americano, el uso del sustrato precolombino como referente imaginario para su poética (en particular de sus tres primeros libros), se sintió en ella desde sus primeras obras una necesidad de, si bien reconoció de inmediato deudas con un antepasado claramente europeo como J.R.R. Tolkien (a la que se sumó luego, entre otras firmas, también Ursula K. Le Guin, luego devenida una gran admiradora de su poética), no ser concesiva con sus prejuicios en lo relativo a determinados principios ideológicos de la poética de aquél. Me refiero específicamente a la inscripción eurocéntrica y patriarcal de J.R.R. Tolkien. Un motivo de rebelión de Bodoc que ya la señala como una figura insurreccional que, pese a nutrirse del legado europeo (para el caso inglés en su dimensión más formal), no hacía concesiones a ninguna clase de privilegios. Era una poética crítica. En algunas de sus sagas, las tramas de la magia de sus ficciones, toma sin embargo distancia respecto de Tolkien y, en cambio, se asienta en territorio americano: el referente imaginario del sustrato aborigen para sus ficciones sería sustantivo. Fue el elegido deliberadamente y para el que tuvo que estudiar mucho durante una etapa preliminar de recuperación del mismo. Leyó documentos y crónicas de Indias. Investigó. Reconstruyó un universo de tramas tanto históricas como ficcionales. Se dejó guiar por la mitología americana. Hubo en Bodoc una restitución, una reparación ficcional (o un intento al menos mediante el discurso literario por hacerlo) de una revalorización de esa legado sin simplismos ni didactismos. Si Tolkien se había nutrido de un sustrato proveniente de leyendas anglosajonas, mitos de la tradición sajona, un imaginario medieval belicoso europeo, Bodoc rechazó de plano inscribirse en esa tradición. Tomó de la épica fantástica de Tolkien solo lo que le convino (como haría en otras oportunidades con otros autores en lo relativo a otros de sus libros) a los efectos de ejercerla en nuestro continente según sus propios términos.
En lo relativo a las operaciones claras de intervención sobre él y de transposición compleja, Liliana Bodoc se sirvió del sustrato aborigen cuidándose muy bien de que no deviniera panfleto ni adoptara un color local adulterándolo de modo vulgar hasta una estereotipia cristalizada como zona de remisión y reconstrucción de un universo poético que contribuyó de modo recreativo a restituir dignidad al continente americano. En particular a su Historia de saqueos, invasión, violencia física y simbólica. A su trauma de enfrentamientos y confrontaciones. A la intervención sobre su cultura ancestral. Ella politizó notablemente la épica fantástica. Politizada por su mirada sobre el continente americano, la toponimia de Liliana Bodoc se le imponía como un espacio de incuestionable trascendencia al cual no podía sustraerse. Era, por el contrario, una zona de producción de significados sociales que sometían ese legado de la conquista mediante fuertes operaciones de sanción traducidas en la escritura o, en todo caso, a la intensidad de un repudio de naturaleza ideológica que quedaba plasmada en fábulas que no eran edificantes, por un lado sin embargo. Eran ficciones, a secas. Pero llevaban la carga electrizante e inevitable de la recuperación. Por el otro, que mediante operaciones complejas procedían a la transformación y a una conversión en fábulas épicas de dicho legado.
Simultáneamente, otorgaba un rol protagónico a la mujer, circunstancia que en Tolkien jamás había estado presente. Había en ella no una disidencia con los poderes o las instituciones desde el choque frontal, la violencia o el agravio, sino que se trataba de una estrategia lograda con inteligencia, lucidez, sagacidad y perspicacia mediante la cual a través de diferentes astucias de modo acabado (pero no menos audaz ni valiente) era capaz de introducir la crítica desde el orden de la narración y de la reconfiguración de lo narratológico, en las estrategias y los supuestos ideológicos formales. Desde el sustrato americano, en lo relativo a los temas, idea opositora contra el poder autoritario del conquistador. Las batallas épicas entre bandos, metaforizando a figuraciones del continente americano, procesadas no de modo didáctico, no eran sino representaciones sociales atravesadas por la transformación en choques de aquellos enfrentamientos que tantas vidas y violencia se habían cobrado por parte del invasor español. Pero al mismo tiempo procediendo a darle una forma renovadora, desconocida, inédita, inesperadas para todos, de lo que se había hecho hasta ese momento. Simultáneamente, trabajaba a partir de géneros con escasa o nula tradición en Argentina e incluso en América Latina. Me refiero a la literatura de la épica fantástica y a la literatura infantil, si bien esta última reconoce una tradición con mucha más fortaleza y una más dilatada trayectoria en nuestro continente. Tampoco demasiado sustantiva, cabría señalar, sin embargo. Nombres en la literatura infantil en el siglo XX en Argentina como los de Enrique Banchs, Silvina Ocampo, Sara Gallardo, María Granata, María Elena Walsh, quien, ella sí, hizo estallar toda forma tradicional de concebir el arte infantil, han de haber sido significativos para Bodoc como figuras también de antepasados o en todo caso una tradición femenina importante, pero esta vez una tradición de voces específicamente argentinas. Ya había una tradición. Y había una tradición nacional. Y de mujeres. Una tradición nacional, por otra parte, que no toda era europeísta. Baste citar el nombre de María Elena Walsh como ejemplo más palmario. Sobre esta tradición más todo lo absorbido durante su vida y lo concebido por ella misma se asentaría para esa dimensión de su poética. Ella no estaba sola cono en el caso de la épica fantástica con inflexiones que buscaba subvertirla, que solamente había sido cultivada en parte por la escritora Angélica Gorodischer (Buenos Aires, 1928), pero con otro acento. Poniendo el énfasis en el orden de la representación literaria de la oralidad, menos en torno de enfrentamientos entre bandos que en las conspiraciones por el poder en el seno de un imperio, esto es, desde otros supuestos y temas, no los continentales de Liliana Bodoc. Bodoc está siempre atenta también a una lírica de la prosa, lenta, morosa, sutil, según la cual el discurso narrativo debe ser trabajado tan connotativamente como el discurso poético. Gorodischer en particular dialoga más con la respuesta o la contestación, la réplica literaria, en palabras del crítico argentino Andrés Avellaneda, contra la dictadura militar de 1976/1983, al calor de la cual escribió su épica fantástica, no tan pendiente de configurar como un proyecto una épica fantástica de naturaleza programática. Lo que sí se percibe en Bodoc.
Sumo a todo ello, la profunda inclinación de Liliana Bodoc por la poesía latinoamericana, circunstancia, que la hacía afrontar la escritura de la prosa en una dimensión completamente distinta que la de los meros escritores de épica fantástica. Bodoc es cuidadosa, puntillosa, escribe con mesura su ficción. Su prosa no abandona jamás matices líricos. Es lenta para narrar sin perder sin embargo vigor ni vértigo en la fábula. Se trata de una escritora atenta no solo a lo que narra, sino al modo en que lo hace con una precisión digna de una orfebre. Dotando a la prosa de una cadencia, de un ritmo, de una adjetivación, de un control sobre el lenguaje que difícilmente otros autores o autoras puedan alcanzar. En la poesía esas mismas operaciones de síntesis y de condensación, de orden connotativo también estaban presentes ¿por qué no dar en pensar que también ella, la poesía, fue definitiva en la definición de su poética en su dimensión narrativa, si bien también escribió poemas infantiles?
Sea como fuere, había escrito de este modo tan singular y a partir de estos supuestos literatura infantil, juvenil y para adultos y, sin embargo, el lector tenía siempre la impresión de que todos sus libros podían ser leídos por personas de todas las edades, incluso los abiertamente consagrados a los adultos. ¿A qué adjudicar esta inmensa capacidad de transmisión, de accesibilidad a su poética por parte de lectorados tan dispares como si estuvieran escritos en un mismo registro pero a la vez heterogéneo? En principio, la notable capacidad para interpelar lectorados distintos la daba su virtuosismo. Había operaciones escriturarias concretas en su poética que mediante estrategias de transposición sometían al material narrativo a la posibilidad de ser conocido por públicos de toda clase de edades. Su plasticidad, su fluidez narrativa, su lengua literaria producto de una inmensa ductilidad, pero sin descuidar los detalles ni las figuras que conformaban una poética atenta a la belleza y, sobre todo, a la dinámica de la acción. Bodoc no se parecía a nada de lo que se estuviera haciendo en ese momento en las poéticas argentinas. Particularmente de mujeres.
De modo que entre aquel pasado de literatura argentina crítico, social, político, testimonial (con el cual Bodoc incuestionablemente guardaba vinculaciones estrechas y al que la unían lazos con los que dialogaba en tanto que modelo contestatario y disidente del orden social), porque era una artífica de la contravención social y de todo autoritarismo, además de una contundente oposición a la explotación del semejante había comuniones. Pero ocurría que con cuyas premisas en el orden de la representación y de la estética no acordaba, tampoco en su verosímil, incluso por acudir a la fantasía épica como recurso fundamental y a la imaginación apasionante, adoptando en lo relativo al sustrato americano una posición de absoluto repudio contra el conquistador, otro tanto sucedía respecto del avasallamiento de la alteridad bajo cualquiera de sus formas en todos sus libros. Y respecto de la otra tradición, la cosmopolita, la internacionalista (a su vez en la doble vertiente que ya señalé), también había una confluencia que convergía en ella. Me refiero a los antepasados europeos o bien de EE.UU. Pero un detalle nada menor la distinguía: la revisión. Este es el punto en Bodoc y este es el punto en la ficción de esta autora de naturaleza principal. Bodoc toma o retoma poéticas europeas o de EE.UU. Las analiza primero, las desmonta luego, se apodera de sus elementos funcionales a su poética, toma distancia de otras con las que no experimenta afinidad en lo relativo a su proyecto. Se trata de una poética de la revisión y de una poética del no consentimiento a admitir el avasallamiento de principios éticos, políticos y, ya vemos, estéticos, en virtud de que en el seno del sistema literario americano, poco tenía J.R.R. Tolkien para aportar salvo su andamiaje narrativo, una cierta clase de subgénero literario o de rasgos, atributos, semblanzas. Bodoc era, entonces, el camino del medio a partir del cual había que partir para repensar la literatura argentina. La poética de Bodoc era el resultado de una operación concreta creativa o recreativa de síntesis. Una operación poética de condensación y mutación. Ambas operaciones daban lugar a una poética que revertía la lógica binaria de los antagonismos, de las duplicidades entre dos tradiciones (una con una variante o apostilla de la que ya tomé nota) que combatían, que contendían por la legitimidad cultural en nuestro país y lo habían hecho durante largas generaciones. El punto justo. El camino del medio.
El otro asunto, para nada menor, es que Bodoc escribía en español. Una lengua degradada por las grandes naciones del mundo, incluso por su variedad peninsular, que la considera su hermana menor subdesarrollada. Subalterna. Bodoc, una vez más, abría el panorama de la literatura argentina hacia límites descomunales. Su perspectiva era de inclusión y de exclusión a la vez. Pero de exclusión de los matices en lo relativo a lo que atañía a una épica que respondía al avasallamiento continental. Estaba a la avanzada. Eso por un lado. Por el otro, no admitía el absolutismo de J.R.R.Tolkien. No se rendía a su figura todopoderosa y colosal. Sino que discutía con él como pares, de igual a igual. Contendía con él. No desde un batalla abierta. Pero desde una poética que impugnaba su ideología literaria y una poética dominante que pretendía gobernar las épicas fantásticas. Bodoc hasta lo burlaba. Pasaba por encima de una poética poderosa, de varón, aspirando a escribir sin seguir sus parámetros ideológicos en todos los planos y categorías que esta palabra de modo inclusivo abarca.
Bodoc en lo relativo a su sistema de lecturas acercaba hacia su poética a antepasados que no eran los frecuentes. Estaban mal vistos, juzgados seguramente como comerciales tanto por académicos como por escritores y escritoras “serios” o de la “alta cultura” o “de culto” contemporáneos. Naturalmente los de prestigio también degradaban a este antepasado simbólicamente con el mote de comercial o bien dueño de escaso capital simbólico. Escritores consagrados a la magia, a los alquimistas, a los dragones y a los brujos. Pero había otras figuras valiosas en este panteón de Bodoc: las Alicias de Lewis Carroll, El Mago de Oz y un Borges al que tomaba como un referente (según me lo declaró en una entrevista para una revista académica de EE.UU.) con motivo de que desarmaban la poética mimética. Bodoc había venido sin embargo a hacer una cosa distinta. Y a hacerla con limpieza y transparencia. Si sus antepasados no tenían prosapia, si eran “plebeyos” porque no gozaban del favor de la alta cultura, si carecía de una trayectoria que los filiara a la experimentación creativa, la exploración, una poética que buscara la corrosión de los signos, ella lo haría a su manera. Bodoc no llegaba para repetir sino para innovar. No llegaba para ratificar sino para promover cambios. No llegaba para confirmar un statu quo sino para ponerlo en cuestión. Y, sobre todo, llegaba a otro continente y a otro país distinto del de Tolkien: otra lengua, otros problemas acuciantes, otra Historia. Se había apoderado de un género del que sí aprobaba parcialmente algunas de sus dimensiones creativas (con reparos) y nuevos requisitos. De modo que la épica de Bodoc no es la épica de Tolkien. Esto debe quedar claro. Hay divergencia cabal y notables cabios en lo relativo al modo de concebir la poética. Y de su parte, como dije, una intolerancia respecto de un absolutismo conservador para ella inadmisibles en los modelos.
Y era el rostro más auténtico y más acertado para iluminar el futuro de nuestras poéticas: un camino que, respetando una dimensión combativa en el seno de la literatura argentina y latinoamericana, sin caer en el peligro del folklore comercial en el que algunas poéticas sí lo habían hecho, mediante un trabajo con esa tradición americana rica en leyendas, en singularidades, en una mitología, en la marca de una riquísima oralidad, que no era tampoco la argentina en sentido estricto, sí Argentina formaba parte de ella. Y era su tierra. Había habido avasallamiento, saqueo, atropello, invasión y violación. Todo esto tuvo en mente Bodoc cuando escribía sus sagas. Los significados sociales que ella asignaba a su ficción, en nada se parecían a los de Tolkien. Tolkien era un parienta distante como parte de una genealogía de la cual había familiares inconformistas, como Bodoc.
Frente a este panorama de lecturas críticas (por lo general desde la izquierda) y lecturas cosmopolitas (en su doble vertiente de rechazo de desconocimiento del conflicto social y también la que, asumiendo la tradición argentina se lanzaba hacia Europa y los EE.UU., arriba formulada), de públicos que se abrían hacia posibilidades tan ricas, tan amplias como heterogéneas. De lectorados que pese a no conocer la tradición de la épica fantástica de nuestro país la abrazaban, la poética de Liliana Bodoc constituye entonces la citada voz superadora. Superadora de ideologías. De géneros. De divisiones. Del género. Y, en particular, de paradigmas. Fundadora de un nuevo paradigma. Sin dejar de ser una poética que indagara en las posibilidades más sutiles de la lengua española, de sus formas, de sus contenidos, de sus posibilidades literarias, junto con ella aludía a las otras. De su nuevo vuelo literario. También en un virtuosismo estético pocas veces alcanzado por poética argentina alguna. A las que remitía por afinidad, por consonancia. A otras variedades del español de América Latina, con las que trazaba lazos y alianzas continentales. Y rehuía el español ibérico: su enemigo no solo en el orden del referente ficcional sino como variedad lingüística de supuesto prestigio, portador de la Historia que ella aspiraba a narrar desde la denuncia sin pedagogías.
Habida cuenta de que el realismo social se hacía cargo de los asuntos de este mundo pero desde un verosímil mimético y no problematizaba (en lo sustantivo, hubo excepciones) la economía de la representación ni su imaginación, la posición de Bodoc era la inversa: la de poner patas arriba y a prueba a los géneros definidos en términos de ese verosímil. Mediante una poética no mimética ponía a prueba la realidad, desordenándola. Era el giro imaginativo. Pero si bien Bodoc había aceptado el desafío crítico, atenta a sus mismas preocupaciones no lo había afrontado bajo los mismos términos. Con la consigna clara de un abordaje que resemantizara el lugar de la mujer en la ficción para que reenviara un mensaje claro al orden referencial, también dejaba en claro su posición respecto de la posición de la mujer en la sociedad. Además de la que había ocupado históricamente. En definitiva: Bodoc siempre tomaba partido. Era una poética por definición combativa. Reivindicaba y otorgaba mayores matices a la ficción también tomando esta decisión. Lo mismo sucedía en lo relativo a lo que tuviera que tuviera que ver con las razas, con las etnias y con la identidad de los pueblos americanos, desde lo expresivo a los “imposibles semánticos”, en términos de la estudiosa Rosemary Jackson. Con una puesta a punto de los géneros literarios desde una perspectiva política y social. ¿Cómo lo haría? Inscribiendo su ficción en la línea de las grandes poéticas fantásticas pero bajo una inflexión singular: la épica. Que además de despegar del verosímil realista también manifestaba su honestidad y preocupación respecto del mundo con una mirada crítica hacia los códigos sociales estabilizados en ciertos subgéneros literarios. Eso por un lado. Por el otro, con sentido de rebelión hacia esa tradición europea que aunque no gozara de buena reputación entre sus colegas de Argentina, en su caso era el de desear una cierta identificación porque no había épica fantástica americana ¿A quién acudir en tal caso? No quedaba opción. El dilema estaba planteado pero ella lo sorteó exitosamente. Transgredió los mandatos de J.R.R.Tolkien. Paso por paso. Lo desmanteló todo. Arrasó con ese modelo. Lo resemantizó. Hacía falta hablar con palabras nuevas dando pie a una poética inédita. Venía a hablar de temas antiguos de un modo renovador en una lengua subalterna (de allí su atención a la barbarie de la conquista americana). Es importante la política en la poética de Bodoc. Era importante emitir señales y mensajes claros al poder. Profundizando en una herencia herida para reconstruir mediante operaciones creativas un ideal tan insurreccional como utópico.
Finalmente, agregaría que el género fantástico gozaba en Argentina de celebrados cultores, de rica y consagrada tradición, propia de una clase cultivada por patricios: Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo y J. R. Wilcock, que en términos generales miraban hacia el extranjero (si bien esto es algo relativo). La operación de Bodoc fue la de tomar prudente distancia de esa tradición del fantástico rioplatense al adoptar otras inflexiones, otros referentes y proceder a la invención de otra tradición, en términos de Raymond Williams. Sus definiciones eran otras. Sus narrativas eran otras. Su identidad, su origen, sus anhelos eran otros. Pese al común verosímil no realista, poco más guardaban en común. Bodoc señalaba una alternativa sin precedentes respecto de esa tradición dominante y hegemónica. Liliana Bodoc llegaba a la Historia literaria argentina a defender principios bajo renovadoras flexiones, formulando otra apuesta, otra propuesta. Es cierto. Estaba sola. Nadie jamás había logrado hazaña semejante. Pero tenía convicciones inamovibles y un gran poder de determinación. Cuando abruptamente partió, en 2018, el legado quedó intacto. Y cerró por todas partes. Coherente, inolvidable, triunfal.