Para mi hija Emilia
Como ustedes saben, cada Navidad el célebre Papá Noel (hasta le piden autógrafos) sale de ronda con sus renos (otra versiones de climas más desérticos hablan de camellos), salta de nube en nube, y desciende presuroso como una rayo de luna hacia la tierra. Recorre patios, trajina pasillos, salta aljibes, remonta montañas, desanda las llanuras, entra como la luz en todas las cosas, estallan las chispas del trineo. Lo estaciona y deja sus regalos al pie de los arbolitos. Es cierto que hay algunos lugares muy distantes y muy pobres. Pero Papá Noel se las ingenia aunque sea para dejar allí un pétalo de rosa, un extracto de perfume de madreselvas, juguetes, o apenas unas gotas de rocío por las mañanas para humedecer las tierras resecas y agrietadas. Y hasta los niños muy pobres reciben eso que les enciende el corazón y hace que sonrían ante la luna que cae y el sol que se levanta. Como dos adversarios, que siempre han elegido calles diferentes para nunca encontrarse.
Pero sucedió cierta vez, después de las doce de la noche, cuando todo el mundo es de plata y oro, y los murciélagos salen a revolotear para cazar insectos y las serpientes se deslizan suavemente por el pasto, dando un silbido, y el muérdago aún no ha alcanzado a madurar, que Papá Noel se retiró a su casa después de haber repartido los regalos. Paquete tras paquete, su bolsa embolsada por los vientos alisios, permanece holgadamente lista para la próxima Navidad. Es una bolsa cuya magia consiste en que no tiene fondo. De modo que así se explica la capacidad de contener cada regalo.
Estaba feliz porque había cumplido con su misión, dio tres imponentes bostezos y se quedó dormido. Entonces, su hermano, que se llamaba Felisberto (su madre era una gran lectora), esperó a que sonara su primer ronquido, le robó sigilosamente su traje, montó en sus renos (o camellos, como afirman las otras versiones), y emprendió viaje rumbo a la tierra.
Los renos, preciso es decirlo, estaban contrariados. Sabían que Felisberto era malvado y le gustaba molestar a los demás. Los renos de vez en cuando pateaban el suelo con sus pezuñas, disconformes con su suerte, y se resistían acatar su voluntad. Pero Felisberto empuñó el látigo (que siempre llama al miendo y la obediencia) y los amenazó. No les quedó otro remedio más que hacer lo que les pedían contra su voluntad.
Felisberto recorrió las mismas casas que su hermano: visitó parques, entró en los hospitales, fue a un chiquero en el que vivían unos niños extraviados, llegó a las santerías y las escuelas, entró en abadías, marchó hacia las mansiones de los millonarios y entró en las villas miseria. Antes de que los niños se dieran cuenta, les robó uno por uno todos los juguetes que su hermano había repartido. Los volvió a guardar en su gigantesca bolsa y después de su cosecha, se marchó con el botín.
Cuando llegó a su casa, su hermano dormía, la luna parecía una mancha de harina en el cielo. Y Felisberto abrió su bolsa. Sacó todos los juguetes. Uno por uno. Y jugó. Jugó con soldaditos de plomo, a las batallas. Jugó con un ajedrez un partido contra sí mismo. Jugó a la pelota, que golpeó de modo estridente contra las paredes de su jardín. Jugó a los dados. Jugó a el scrabel, jugó con un autito a control remoto. Jugó con un avión a hélice que recorría el perímetro de su casa. Pero mientras jugaba le pasó algo. Se dio cuenta de que estaba solo. Tan solo como una nave en altamar, mar adentro. Solo como el lucero del alba. Solo como un rancho en medio de la Puna Jujeña que no tiene vecinos. Estuvo por despertar a su hermano para invitarlo a jugar, pero pensó que su hermano se enojaría muchísimo si se enteraba de que él había hurtado los juguetes a los niños del mundo. Pensaría que era un ventajero y que estaba cumpliendo los años al revés. Sería un niño en poco años. “Hombre grande jugando con muñecos”, le diría. Entonces, fue a su cuarto y se encontró con un paquete color rojo y moño dorado. Lo abrió y adentro había una hermosa lapicera con una carta. La carta decía:
“Querido Felisberto: Las plumas, como las lapiceras, como las máquinas de escribir y las computadoras sirven para dibujar nuestros nuestros sueños para que puedan volverse reales. Sólo hay que saber encender la chispa de la imaginación y despertar a la magia, hace una invotación a las Musas y hasta no estaría mal pronunciar algún hechizo. Cuando te regalan una lapicera te dan un instrumento mágico. Puedes inventar mundos, contar tu vida, ser niño y viejo, ser mezquino y generoso, nena y varón a la vez, rey o mendigo, pelado y peludo. Si te regalan una lapicera te vuelves mago y brujo. En la lapicera está la magia. Juega con ella a dibujar formas, dibujos, palabras o fantasmas. Te quiere. Tu hermano Papá Noel”.
Demás está decir que Felisberto estaba emocionadísimo con el regalo y se puso a dibujar sobre una hoja de papel. Y después le quedó chico el papel y siguió escribiendo y dibujando sobre las paredes. Después desplegó el mantel blanco de lino que su abuela Catalina había traído de Lisboa. El mantel cubría la mesa del comedor y escribió un largo poema que resultó ser una epopeya. Y entonces pensó: “Yo, que tengo esta lapicera, puedo tener el mundo en mis manos. Sólo hay que saber dibujarlo. Porqu escribir y dibujar se parecen mucho. Pintar y escribir también. ¿Para qué quiero tantos regalos, si para colmo los he robado?”. Entonces montó en los renos de su hermano (que ahora sí estaban felices), devolvió todos los regalos que les había robado a los chicos. Lo que más le costó fue dejar los soldaditos de plomo, que eran su regalo favorito. Los guardó en una cajita de peltre para protegerlos del óxido, las tempestades y la suciedad. Pero pensó que regalar algo que uno quiere mucho es más valioso que regalar algo que uno no quiere nada o le da lo mismo tener que no tener. Y mucho mejor que no regalar nada. Y con su lapicera, además de los juguetes, les escribió mensajes a los niños: “disfruten”, “escriban”, “jueguen”, “canten”, “coloreen”, “bailen”, “escuchen”, “actúen en obras de teatro”, “filmen películos”, “Esculpan una estatua”, “escriban Don Quijote de la Mancha aunque ya haya sido escrito, como hizo Pierre Menard, el autor del cuento de Borges”, decían sus cartas entre otras muchas cosas. Y desandó el camino, y trepó los acantilados de la luna, caminó por entre un bosque de plantas carnívoras, visitó las Montañas Rocallosas, remontó el río Colorado y después de una larga marcha por la llanura pampeana a las corridas llegó a su casa. Y por fin se acostó a dormir, tapado con el mantel en el que había escrito su poema. Feliz y satisfecho de haber sido un poco niño, un poco tonto, un poco grande, un poco audaz y otro poco artista. Soñó con un poema que yo no les contaré lo que decía porque eso es su secreto. Soy un narrador omnisciente pero no para difundir el delatar a mis personajes en lo que guardan en sus zonas más recónditas. Se trataba de un sueño apacible, porque no despertó. Pero es nuestro secreto.
Y cuando Papá Noel descorrió la bruma de su largo sueño como una cortina blanca por la mañana y entreabrió con cierta pereza los párpados descubriendo sus ojos celestes al mundo, encontró la casa llena de poemas y cuentos, dibujos y palomas. Algunos volaban por el aire, giraban en círculos, otros se había quedado paralizados por la temperatura. Y comprendió que las lapiceras, como los cuentos, nos llevan al mundo de la imaginación y nos vuelven más generosos y menos egoístas. Y suspiró, casi sin hacer ruido, de alivio y felicidad. Su suspiro, sin embargo, atronó el mundo e hizo temblar los cada rincón de de cada hemisferio. Y los océanos se agitaron y las tortugas de mar se encogieron en sus caparazones. Y el mundo brilló como una pepita de oro, con sol, con alegría, con el sereno don de la paz.