Las emociones de la guerra. NUEVOS AMORES EN BUENOS AIRES, 1996. Obra de Vivi Nikow.

Rouge

El beso llega a destino. Habrá que esperar. Pero por fin llega. La lengua de ella se posa, humedece la suya, ambas bocas segregan su sustancia sutil, iluminando al mundo con una composición mezcla un humor producto de la pasión segregada por ambos. Se trenzan. El amor ha irrigado una suerte de viscosa pero etérea miel (si bien el sabor no es dulce, no empalaga, tampoco es salobre, es simplemente deseable). Es el producto de un encuentro feliz. Esto es: el encuentro entre dos que se aman. La emoción descontrolada por dentro, productora de remolinos, de ráfagas, de maremotos, de un tsunami incluso en la cúspide en que él la toca por debajo del traje, subrepticiamente, ha irradiado una emoción descontrolada que solo puede ser saciada por ese contacto entre los interiores de dos bocas en la más completa fusión. La de él: ruda. La de ella: tersa, suave, fresca. Grácil. Esa sustancia sutil ha humectado el contacto entre ambos porque no consiste tan solo en una sustancia material. Esa es la manifestación física de un corazón que late, agitado, alocado incluso en la cúspide del deseo. Lo sentimental se convierte por obra de su correlato de la física del mundo, en un beso. Ahora bien: eso que llamamos “beso”. ¿cómo definirlo? ¿bajo qué términos llegar a una definición conclusiva? El beso es mucho más que la unión entre dos bocas. Acudir a tales palabras sería hasta vulgar para semejantes emociones, producto de aquello que de sentimental, de magnetismo, de atracción voluptuosa, puede ofrecer el vínculo amoroso entre un hombre y una mujer.

     Él la había esperado en ese Parque, el Parque Saavedra, de la ciudad de La Plata, situado en Argentina, de amplias dimensiones. No tiene una arboleda tupida. Pero no obstante la fronda lo alcanza a proteger de ese día hostil por el atuendo, por la máscara, por la melancolía que lo embarga. Y veremos por qué. Es el anterior a la partida para la guerra. Para “El arte de la guerra”, como le enseñó su maestro. De pronto, se vislumbra una esperanza en él. Ha pensado en su maestro. Un hombre sabio que le ha impartido lecciones que no olvidará jamás.

     De pronto, ve que se acerca caminando a paso vivo una mujer ataviada con la misma ropa de todo el resto de la población, como la de él ¿Qué cómo la reconoce, si ambos están vestidos de este  modo que les confiere semejante anonimato? Pues muy simple: altura, color de pelo, complexión (en el caso de ella sumamente equilibrada, en la de él más musculosa, más fibrosa, viene realizando prácticas gimnásticas). En fin: el olfato también. La huele. Huele el aroma de su sexo. A través de las máscaras deben poder respirar. De otro modo, como se podrán imaginar, hubiera muerto media población de asfixia. Porque si bien el suyo es el uniforme de la guerra, dado que todo el país lo está, preventivamente al salir a la calle ella también debe estar ataviada con una protección en caso de que exista invasión al territorio que estará próximamente en pleno toque de queda. Sin embargo, no es de las miedosas.

     Esto que ustedes ven, más todo lo que la imagen no muestra, es la ceremonia del adiós (toda guerra tiene nueve peligros). Él no sabe si un proyectil se abatirá sobre él. Si una bomba lo hará volar por los aires, destrozado. Si en una posible invasión la lastimarán a ella. Incertidumbres. Eso no les impedirá disfrutar de este encuentro. De un besarse que atraviese, goma, plásticos, un equipo de tela antibalas, borceguíes…Para colmo la falta de los servicios más elementales: agua, gas, electricidad que cortan por las noches para evitar que existan objetivos para los vuelos enemigos. Pero hay un punto inamovible: permanecerán incólumes porque su amor permanecerá intacto. Granito. Y el recuerdo de ese beso. Impregnado en la memoria del cuerpo. Impregnado en la memoria del deseo. Cosa curiosa: no hay rencor contra los enemigos. Comprenden que son fatalidades. Como vienen contándose de generación en generación en sus familias de la Primera Guerra Mundial de sus bisabuelos en Francia.

     Ella se ha hisopado y está intacta. Pero no ha estado intacta para él antes. Se han revolcado a las risas, han gozado, han disfrutado del cuerpo del uno al cuerpo del otro, en un vaivén. Él la ha penetrado, ella ha tenido múltiples orgasmos, ella se ha demorado en él, devorándolo. Han sido sus rituales. O de toda especie que se desea, digamos. Una especie que sabe vivir con plenitud los encuentros. Permanecerán no ya en su retina, sino en la memoria del plexo y la garganta, también en el abdomen, las zonas más sinceras para que alguien no olvide lo que ha vivido apasionadamente.

     Es cierto que la escenografía no es la de antaño, cuando libremente por el Parque Saavedra se sentaron primero al verse pasar hasta que cierto día él se aceró. Le regaló un doblón de plata de su abuelo. Ella quedó atónita. Y un pacto quedó sellado. No. Ahora han recorrido un camino juntos en el cual han dejado de ser dos almas para convertirse en dos cuerpos para ser un solo corazón, o una misma inteligencia emocional incluso. 

    Pasa una mujer, lleva una bolsa de mandados en una mano, en la otra un carrito de hacer compras. Al verlos besándose con semejante pasión se escandaliza. Ella de reojo lo ha sorprendido espiándolos, indignada, seguramente pensado en cómo se atreven a dar semejante espectáculo en la vía pública. Se lo susurra al oído. Se ríen a carcajadas. Él le susurra al oído que debe ser o una viuda de una familia tradicional, o bien una solterona, alguien que jamás conoció un beso de verdad, de esos inolvidables en medio de un Parque.

      La boca de ambos entra en acción nuevamente. Está en acción. Él recorre cada cavidad de sus interiores. No deja zonas por auscultar con su lengua. Pero ella tampoco es pasiva en esta gratísima intensidad. La una interviene en la del otro. No olvidan (las lenguas, estamos hablando de la memoria del cuerpo, recuérdenlo) los movimientos de cuando su aspereza lo hacía reír a él a carcajadas (ya ven él es más dado a la risa estruendosa que ella, más discreta o menos expresiva, al menos en público, no le parece a él en la intimidad). Están amándose, que es lo importante. En libertad. Luego habrá cautiverio. Porque si bien estos son tiempos que no como los de antes, el amor se ha renovado ¿Producto de eso que les impide ser ellos mismos? ¿eso que hace que ustedes piensen que son dos máscaras como dos trompas en lugar de dos máscaras? No. Son aires nuevos. Júbilo. Un joven amor que es un amor nuevo. El amor se ha renovado de un modo insospechado. Ambos jamás hubieran pensado que la vida se renovaría de este modo tan estruendoso por dentro. Y sin embargo resulta todo tan familiar, tan de algo de toda la vida. Nuevos amores en Buenos Aires. Salvo que están en La Plata. A lo sumo en la Provincia de Buenos Aires. Buenos Aires, esa metrópoli prepotente, soberbia y despectiva, los tiene sin cuidado. Esta imagen es su comprobación más fehaciente. De elocuente modo, el amor es nombrado como por primera vez. Un cierto polen acaso, de colibrí que ha hurtado su néctar. Pero ¿acaso el amor se nombra o el amor se hace? El amor se hace de a dos. O de a tres. O de a cuatro. Las costumbres son diversas (convengamos). No son las de ellos dos, que se aman de modo exclusivo. Así que eligen la variante más convencional: una pareja de dos jóvenes, que se desintegran, fundidos en el abrazo, abarcándola él con su abrigo protector, no producto del frío, algo inconcebible por estos tiempos de máscaras de gas, de chalecos antibalas, de un detalle al que no obstante ella, conquistadora, no ha renunciado, ponerse rouge. Un rouge de esos de mujer que va a conquistar, no a coquetear.

     Este no es un beso como a través de un cristal. Un beso a través de un vidrio empañado. Es un beso frontal, directo, abierto como sus bocas que se ajustan, los encienden a ambos. El encuentro no será fugaz. Pero era una oportunidad feliz. Permanecerán un largo, largo rato así, juntos, permitiendo llamar a esta imagen nuevos amores en Buenos Aires, aunque estén en pleno Parque Pereira, en La Plata, Provincia de Buenos Aires. El aire que pasa por las fosas de ambos antes pasa por la máscara que lo limpia, lo purifica de las cenizas del incendio de anoche. En efecto, una casa ardió producto de un bombardeo. Pero también la máscara purifica el aire, mantiene limpia la nariz y la boca de otras impurezas. Los negros, los marrones, la pintura color cruda, el trazo sobre sus cuerpos que los cortajea dejándoles una herida involuntaria de la pintora que, cosa curiosa, no sangran. Son heridas de la vida de la pintora. Heridas de la vida que ha plasmado en un beso. Simplemente son heridas que tienen lugar. Son heridas que no les duelen a ninguno de ambos, solo  se dejan sentir por parte de quien se detiene en esta pintura. De modo que ellos acatan la decisión de la pintora, simplemente asienten. La comprenden. Son encarnaciones, representaciones de personas comprensivas. Después de todo, solo son manchas. Manchas de cortes que los atraviesan, a ellos y a su alrededor en el Parque Saavedra de La Plata.

     Pero regresemos al beso. A las aguas. A las zonas de contacto. A las mareas. A esa sensación de deseo espiralada que comienza a producirse cuando un hombre y una mujer unen sus bocas. Ella lleva su rouge (recordar el rojo de la sangre que cunde por toda la ciudad: cuerpos heridos, bombardeos). Él puede decirle que el rouge no es lo mejor para besarse, que la prefiere a cara lavada. Ella le dice que no se nota, que se puso apenas una línea. No se puede percibir una línea, pese a semejante máscara abierta, con un entramado, el rouge en esa boca bajo esa máscara que no les impide unir sus bocas. La máscara disimula también el hecho de si es bella o si es fea. Podría ser una mujer que no es ni lo uno ni lo otro. Esas personas cuyos rasgos no les provocan a sus semejantes una pasión desenfrenada o un deseo de seguir de largo caminando sin detenerse a contemplarlas. Son esas mujeres que en todo caso pueden volverse inteligentes o interesantes en una conversación si lo son. Recíprocamente, hay hombres que son atractivos, otros que no lo son, otros lo son por el modo de moverse. Cada cual, cada sexo tendrá o no sus encantos o sus desencantos, como cuando en aquel cuento a cierta hora de la noche el hechizo se deshacía ¿lo recuerdan? Se deshacía para la dama. Y él quedaba prendado de ella. Anhelante. Había que salir huyendo de la fiesta porque el príncipe iba a ver de otro modo a una fregona, a un ama de casa en lugar de a la bella mujer, a la dama deslumbrante, que tiene en ese momento delante. Él en el Parque Saavedra la ha contemplado en todo su esplendor. Sabe de su brillo. Sabe que es de una inteligencia brillante. Sabe de sus ojos verdes. Sabe de su boca perfecta. Sabe de ese pelo, ahora deslucido por la falta de agua, cuya cabellera mantenía en un estado perfecto. Es una cabellera que cuando todo era normal, era un pelo que erizaba el suyo. Era salvaje.

     Ahora ¿qué remedio? Los tiempos han cambiado. La vida se ha vuelto menos agreste. Deben permanecer cautivos en dentro de ellos mismos. Besarse a hurtadillas. Ellos se arriesgan. Son temerarios. Son personas ávidas de aventuras. Es la edad de las grandes proezas. Al fin y al cabo, tienen toda la vida por delante. Es la etapa de pensar que efectivamente el universo está a sus pies, como si fueran los reyes de una Corte con príncipes, princesas, cortesanas, duques, condes, un clavecín que suena de tarde en tarde a manos del maestro de música. Y la Reina que se hace esperar. Llega por fin. Atribulada. Se sienta. “Vengo simplemente de un Parque, al que fui caminar. Me encontré con un antiguo amigo de mi padre. Pero mucho mayor”. El Rey sabe que miente. Hay mujeres que saben mentir. Ella también sabe que él se ha dado cuenta. Pero aun así la sigue amando porque es su Reina. Ella no sabe mentir. Pero sí sabe decir lo inexorable. Por eso la ama tanto.

     La cámara regresa al beso. A los grises, los negros, los marrones,  los cortes negros sobre la ropa, el lugar que no es cómodo pero es en el que pueden estar. Lamentablemente no les quedan otras opciones. Ella le toca con un dedo la nariz, esa nariz trompuda, en un gesto cómplice. Él esperaba ese gesto. Es el gesto (él lo sabe), de la despedida. Se separan. Toman por calles muy distintas. Deliberadamente. Para no extrañarse. Para no añorarse. Es de noche y ella ahora sí tiene miedo. Por él. En casa se quita la máscara. Se mira en el espejo. Sonríe. Y verifica que tiene todo corrido el rouge. 

Las emociones de la guerra. Nuevos amores en Buenos Aires, 1996. Obra de Vivi Nikow.

Emociones de la guerra

¿Se ha militarizado el mundo? ¿Es un ejército que cunde por las calles buscando (inventando) un enemigo imaginario? ¿Es un ejército que en efecto ha detectado un enemigo al que debe enfrentar para eliminar o bien persuadir, de modo elocuente, de retirar sus tropas del territorio?

     Las hileras de soldados dan idea de conjunto, de reunión de una compañía, de una tropa, quiero de decir. De ejército. Y las máscaras, bueno, nada difícil resulta imaginarlo. Si bien son lo suficientemente enigmáticas (porque son sugestivas pintadas por esta mano maestra), para dar en pensar en infinitas posibilidades. Estas máscaras son obligatorias, eso resulta evidente. Es una tropa de sujetos reunidos en torno de un objetivo común. Un objetivo a eliminar. A destruir. A destrozar. O, en el menos cruento de los casos, que se marchen de un territorio del que de modo invasivo se  han apoderado. Tomando como rehenes incluso a parte de su población.

     Cabrían otras fantasías. Por ejemplo: derrotar  a un enemigo imaginario. Ni siquiera real. Un enemigo construido a su medida, un enemigo a su vez con máscaras ¿Un enemigo capaz de vencerlos o un enemigo que simplemente existe contra el que deben luchar pero que está en minoría, motivo por el cual será simple, diría, demasiado simple dominarlo, pasar por encima de él. Disipar su presuntuoso  caudal de expectativas, ahora extraviadas. Dispararle al pecho con un arma de fuego o bien clavarle una daga. Una daga que puede ser un insulto tan terrible, tan agraviante que lo deje paralizado de sufrimiento. O un enemigo al que efectivamente se le infligirá un daño mortal con un armamento: una ametralladora, un conjunto de granadas, bombas. De los cuerpos de ellos brotará la humedad de la sangre.

     La tropa está ordenada. Eso da idea de que existe un líder (juguemos a que sea un teniente), que los comanda, que organiza el universo/tropa. Un teniente que imparte órdenes a diestra y siniestra (es autoritario, los destrata, se burla de ellos a sus espaldas). Sus órdenes no habían sido comprometedoras sencillamente porque no habían supuesto intervención alguna en el orden de lo real sino simplemente el intelectual, es decir: simplemente las había planificado, realizado un croquis, hasta armado un pequeño ajedrez sobre su tienda de campaña. En efecto, ha planeado una estrategia. Los altos mandos a los que a su vez el teniente debe responder, esperan de él un cierto rendimiento. De otro modo está perdido. Será separado de su puesto. Sometido a tareas de escritorio. De modo que él se esmera. Ese esmero consiste en no admitir asunto alguno de rebelión o desorden en la tropa. La imagen que está plasmada en la pintura es la que ve el teniente. Una imagen frontal en la cual naturalmente resulta imposible verlo a él. Pero la tropa sí lo mira. Lo observa. Se detiene en sus detalles. En sus modos de moverse. En su complexión musculosa debajo de la ropa de combate (él lleva una distinta, más elegante, con un indicador que lo distingue señalando que es un superior. La tropa asiste algo pasmada a ese monigote (susurran), con sus énfasis de dar órdenes, de maltratar, vanidoso, engreído, altanero, pese a una supuesta apariencia de humildad que las encubre al resto como meros exabruptos transitorios que achaca a la conducta de un soldado en particular. No a su temperamento. Pero ese es el modo de ser quien es. Son sus modos de constituir el mando tal como lo ejerce.

     ¿El por qué de las máscaras? Me parece bastante obvio. Porque se los puede gasear. Se puede tratar además de gases mortales, gases lacrimógenos para desviarlos de un destino del que sus enemigos los quieren apartar. Ese lugar aloja objetos valiosos para la guerra, como dinamita, bombas, pistolas, las citadas ametralladoras, en fin, armas. Los utensilios para la muerte. El impacto sería letal en ese lugar entre esta tropa si los gases del enemigo los afectaran. Sería un choque de fuerzas en el que no morirían exactamente (si bien algunos gases sí son mortales), pero bien podrían atontarlos, otros sumirlos en un sueño que los debilitaría como para dejarlos inermes, imposibilitados para combatir o acaso atontarlos, motivo por el cual no podrían proseguir con la batalla.

     Entonces: recapitulo. Una tropa, máscaras de gas o contra el gas, un traje o uniforme de guerra que los proteja quizás de la andanada, de la balacera del enemigo, sus propias armas que no vemos (salvo sus máscaras, que no son armas, pero a su singular manera sí lo son, en todo caso son defensivas), otra clase de armas que no lo son tampoco, forman parte del entrenamientos: las  prácticas físicas y psicológicos. Ejercicios que fortalecen, confieren seguridad, tranquilidad a un sujeto de que no trastabillará en el frente. En efecto, entrenan cotidianamente, realizan prácticas, flexiones, abdominales, un profesor les imparte torsiones para que a la hora del combate cuerpo a cuerpo se manejen con soltura, habilidad, eficacia, destreza. Diestros con el cuerpo, el arte de la guerra será tanto más sencillo. La vida de soldado no es sencilla: lo sabemos. Es exigente. Exigida. Pero también sabemos que está bien paga para esta tropa, no pagan por alojamiento, se alimentan gratuitamente, el Estado que gobierna el territorio que deben defender, cuya defensa se les confía, es un Estado generoso con su tropa. De modo que la vida de esta tropa es sacrificada hasta cierto punto. Hay salidas los fines de semana para ver chicas, si se quieren divertir, o si tienen novia para encontrarse con ellas. Los tenientes son los que la pasan peor, porque están casados, ven poco a sus familias, deben permanecer más en el cuartel. Los soldados suelen gozar de la amistad de sus camaradas, no conocen la soledad (al menos en el cuartel están todo el tiempo rodeados de personas). Claro que podría ser otra clase de soledad. Una soledad, digamos, metafísica, existencial, un vacío producto de sentir que sus vidas no tienen otro sentido más que el de destrozar otras. O una soledad introspectiva ¿Qué hace un soldado que siente que el sentido de su ser/soldado ha perdido todo sentido? Puede que dos cosas. O que haga a un lado ese pensamiento, prosiguiendo con sus rutinas cotidianas, con sus intrigas, con un automatismo que le evite angustiarse. Evitar la náusea. Puede que cambiando de profesión. Esto no es el servicio militar obligatorio. Es la carrera militar. Por ejemplo: podría convertirse en entrenador de tiro. Un arte que maneja a la perfección.  

     He llegado a conocer un caso, de un soldado que era perfecto en el arte de disparar contra un blanco, inmóvil o en movimiento. Su mirada era perfecta. No había blanco que se le resistiera. Podía ser el más difícil, el más distante, el que requiriera mayor precisión. Entonces ¿qué hizo, él, harto de la profesión militar? Pues consiguió un empleo de entrenador de tiro al blanco en el  Tiro Federal de La Plata. Había aprendido sus mejores destrezas. Ahora le servían, le eran útiles para salir de esa trampa que era el cuartel. Se consagró a dominar el arte de la precisión. De mantener el gobierno sobre los remolinos de la mente, de fijar la concentración en un objetivo evitando toda clase de distracción, de detalle por mínimo que fuera que lo desplazara de su misión.

     De allí pasó a otra más ambiciosa: el dominio del tiro con arco. No quiso jamás competir. Jamás participó de justas o competencias. El suyo era un arte gratuito, libre de toda clase de destino ambicioso. O de llenarse los bolsillos de dinero. Aspiraba a otra clase de vida. Simplemente eso. Un estilo de vida que él gobernara con certera precisión.

O mejor aún: anhelaba una armonía.

    Pero por fuera de esa excepción, de aquella excepción, el arte de la guerra es otro. En él se usan armas de fuego, chalecos antibalas, bombas, armas blancas, ametralladoras, granadas. No solo se llevan armas sino también cantimploras, alimentos escasos pero muy nutritivos, en particular para que un organismo pueda funcionar con la debida habilidad, agilidad, velocidad, destreza dándole las mejores vitaminas, sustancias, fibras.

     De modo que esta tropa guarda todo eso en un gran espacio techado y cerrado, precario, porque están lejos del cuartel. Están en pleno frente de guerra. La batalla ha dado comienzo hace ya un mes.

     Pese a ser una tropa. A ser un soldado cada uno de ellos, sin embargo se sienten los suficientemente optimistas como para enfrentar los obstáculos que se les presenten. Aquello que a una persona frecuentemente la amedrenta, la arredra o la hace retroceder en sus iniciativas, a ellos jamás eso le sucede. Ellos son personas que se manifiestan enteras. De temple seguro. Es que en el entrenamiento también hay una persona para entrenar a los grupos en un optimismo que tiene mucho de invención y poco de real. Bien podrían ser derrotados todos en ese momento creyendo que han ganado la guerra. Y victoriosos, celebrarlo. Y luego morir. Pensar que han ganado la guerra con ímpetu airoso. Pero en este caso puntual no suele ser habitual que fracasen en su misión. Cada combate es un triunfo para esta hueste. Prácticamente como si fuera una hueste celestial. Un territorio que se anexa el país. O bien una invasión a la que hacen retroceder hasta sus fronteras hasta la definitiva expulsión. Es que es una tropa de ganadores.

     Esta panorámica que muestra la imagen (la pintura) es una en la cual naturalmente no ingresan más que una parte del total de la tropa. Es una metonimia. A partir de la parte se reconstruye el todo. Tal vez la guerra no pueda ser representada, al igual que tantas, tantas otras cosas en la vida, más que a través de metonimias. Es un principio de representación como mínimo de empresas populosas: tragedias como terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, recitales de bandas, óperas, salas de teatro tanto al aire libre como en una sala, grandes museos, grandes entregas de premios con alfombras rojas, naturalmente paisajes como ciudades o países. O una sabana. O un paisaje de bosques de la Patagonia argentina. Aún con perspectivas amplias el espectáculo jamás puede ser representado como unidad totalizada.

          De este ejército se puede afirmar lo mismo. La tropa es multitudinaria. Y el teniente, al ser tan amplia la tropa los ha reunido y les habla con un altavoz especial que permite ser escuchado en la distancia más remota. No al punto de ser escuchada por el enemigo. Pero sí al punto de ser escuchado (y escuchado bien), por su tropa.

     Imparte la estrategia. Él es un estratega. La ráfaga llega a la tropa. Están por lanzarse en ese momento al combate (de allí las máscaras, de allí su atuendo). El espectáculo que proseguirá a este encuentro con el líder será espeluznante. Muchos saben que no regresarán. Eso los sume o en un terror irreversible, del que no saben cómo salir, o bien en una seguridad de que ese es su lugar y no otro (recordemos, han sido entrenados por un especialista ¿un psicólogo?). Asumen, finalmente, su rol.

     Los capítulos de la guerra pueden tener lugar en cualquier tiempo y lugar. Es la guerra. Es el arte irremediable, incorregible de la guerra en el que los Estados atacan o se defienden. ¿Puede tener lugar esta escena en Buenos Aires? ¿en una Buenos Aires de pesadilla? ¿en La Plata, Provincia de Buenos Aires? ¿puede tener lugar durante una pandemia en la que, aun en medio de una tragedia los Estados prosigan con sus políticas bélicas de anexión y consecuente defensa del otro bando? Sí, es posible. La ambición de los hombres desconoce hasta el enemigo que mata a millones. El paisaje de la guerra debe proseguir. No lo detiene nada. Muerte sobre muerte. Sobre cada muerte debe haber más muerte.

     Una mujer llora a su esposo, mientras se frota las manos con alcohol en gel. Otra mujer, añora a su novio, mientras hace cuarentena, luego de su hisopado. Dos sobrinos, que hace un año no ven a su tío, toman clases vía Zoom. Una anciana se hace traer los alimentos a su casa, repasa uno por uno con un trapo remojado en lavandina en gel. Los tapabocas  se ven por la calle con tal abundancia como el hormiguero de personas los llevan puestos. Las esposas de los tenientes les son infieles con hombres trajeados que llegan en autos caros. No se quedan jamás a dormir por supuesto. Y, furtivos, llegan tarde en las madrugadas no sin antes haberse desinfectado, al igual que ellas. Y sin embargo, pese a todos estos avatares.  Prosigue. Prosiguen sus tácticas. Que también involucran, a las emociones de la guerra. Un capítulo en el que no hemos profundizado. Pero resulta ser el más dominante en las personas. Las emociones de la guerra son el capítulo culminante. Ellos, soldados obedientes deben, entre otras cosas, aprender a contener sus taquicardias, sus temores, sus ataques de pánico, el modo en que extrañan a sus amadas, la muerte que presienten de algunos de sus seres queridos. Este es el otro capítulo. El que deben olvidar. Tener la cabeza en blanco. Mantener seguro, firme el temperamento. No dejarse gobernar por las pasiones. Ser implacables con sus impulsos. Manejarlo todo. Evitar todo estallido. Evitar toda retracción que impida toda acción. Evitar toda tensión que evite toda exitosa intervención. Evitar todo recuerdo gratificante. Olvidar.     

Las emociones de la guerra. Nuevos aires en Buenos Aires, 1996. Obra de Vivi Nikow.
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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.