Penélope. Imagen obtenida de Zenda libros.

Ya es tarde en palacio. Los primeros rayos de la luna irrumpen por la ventana de Penélope, quien necesita de la luz más que nadie, para tejer y destejer de modo certero, veloz, imperceptible, su bollo de lana como un bollo de harina, agua y sal. En efecto, la luz de la luna le permitirá ocultar lo que la luz del sol delataría. La luz de la luna, disimulada con la oscuridad, se mezcla también con el lucero, con el templo estrellado, con la constelación de Orión, con la distancia que media entre los astros celestiales y los varones terrenales que merodean en torno de palacio.

    Penélope desteje la última hebra de seda de su tejido, la anuda junto al resto no sin antes con una mordida certera haber cortado su dimensión de hilacha. Aprecia lo que ha quitado antes y aprecia el amplio y redondo ovillo que ha vuelto a urdir con lo destejido. Esa suerte de esfera desprolija. Porque a lo destejido lo pone en orden. ¿A qué deberá esta prisión que no es pasión en la que ha devenido el palacio? El palacio ha dejado de ser su tierra para convertirse en su prisión. El hecho de que su hijo Telémaco esté presente, junto a ella, le otorga una seguridad inusitada. Pero eso no alcanza. O no le basta para su seguridad. Hay algo con lo que Telémaco no puede y es con la ronda de pretendientes que tiene. Algunos, además de a ella, aspiran a conquistar el poder de la Isla, el gobierno de Ítaca. Ella reniega de todos ellos. Le parecen mediocres. De una grandilocuencia patética. Mujer incorruptible al fin y al cabo, así ha sido educada: en la lealtad por su madre. Una mujer con un fuerte poder de determinación. Un temple, sin embargo, de oro y plata. No se le conoce una sola transgresión. Antes cortarse un dedo que ser infiel a su marido. Por algo se ha desposado. ¿Por qué haberlo hecho, de otro modo?  ¿hubiera tenido sentido hacerlo? No ha habido ni un llanto de tan abnegada que es, incluso en estas circunstancias, pensando en que debe permanecer alerta para que su hombre la encuentre predispuesta en su lozanía. Ávida por volver a ver a su varón, frente a estos facinerosos, buenos para nada, holgazanes, grandilocuentes hombrezuelos que aspiran a desposarla ni bien les sea posible. A gobernar Ítaca. Pero antes deberán convencerla de que Ulises está muerto. Yace entre el estiércol. Y ni aun así lograrían sus favores. Antes clavarse los dos broches del manto, como hiciera Edipo, que inmolarse para yacer en el lecho de uno de estos patanes. Pero además, antes aún deberán pasar por sobre el hijo que Ulises ha concebido en su vientre: su legítimo heredero.

Penélope. Imagen obtenida de Biografías y vidas.

     Ulises, el astuto. En efecto, durante toda la cruenta, es más, incluso cruel Guerra de Troya, este héroe ha demostrado ser hábil en los trucos para gobernar las trampas y engañar al enemigo. Agamenón y Menelao han acudido a la inteligencia de Ulises a la hora de concebir el caballo de maderas que ingresaría a Troya con su vientre cargado de guerreros. De guerreros letales. Guerreros que, como es sabido, por las noches se abatirían sobre Troya, la así llamada también Ilión, para matar o morir, pero dar batalla y abrir las puertas de la gran ciudad real. De modo que Ulises, ya ven, es el varón perfecto no exactamente para engañar de modo inmoral (al fin y al cabo él es un héroe noble), sino para alejar a la chusma pretenciosa y ladina que, adoptando la forma de reyes o reyezuelos, aspira a triunfar por sobre los hombres de bien. Porque efectivamente en el mundo hay un Bien y hay un Mal. Hay un Bien que inclina su balanza hacia el lado de las cosas estables, hacia la honestidad, la bondad, la generosidad, el amor, la alegría, la castidad en la ausencia. Y hay un Mal que busca el Daño. El Daño puede ser el puro goce con total olvido de las virtudes de una persona. Quiero decir: la violencia de palabra, la traición, el dolor que no tiene justificación, la pérdida de los seres amados, la triste realidad de una fantasía que se creía realizada, pero en verdad es pura mentira, puro espectáculo, pura mitomanía, puro paso en falso, pura proyección sobre una pantalla. Es precisamente eso: el Mal es el embuste. El Gran Mentiroso le dicen a Hefesto, el príncipe de la metalurgia, de los herreros, de los artesanos del metal. Su cuota de saña. Y El Gran Mentiroso le dicen a Satán. Y no da lo mismo para Ulises, ni Agamenón, ni Menelao ni, menos aún, Penélope, en los tres casos el Bien que el Mal. De allí que, más allá o más acá de habitar una Isla que pertenece al Peloponeso, zona de injerencia de Agamenón y Menelao, Ulises haya tomado la decisión segura de ser de la partida de sus fieles monarcas. De formar parte de este ejército, el de los aqueos, porque sabe que la trampa con la que Paris ha tomado a Helena es una profanación. Es ilegítima. También Ulises es hábil en desenmascarar impostores. Así como su  hijo Telémaco lo es.

En efecto, hay un personaje siniestro que, afortunadamente (¡los dioses sean loados!), puede ser reducido al ridículo, sencillamente porque es una caricatura de sí mismo, que simplemente no tiene ni un solo talento, pero tiene la convicción más firme de que los tiene todos. Diría, eso sí, que es un varón culto. Ha frecuentado a los Grandes Maestros del Peloponeso. Pero de poco le ha servido ese servicio. Ha ingresado al Templo. Ha escuchado las lecciones magistrales de cierto sabio que imparte los conocimientos además de enseñar a razonar de manera diestra. Un Maestro que lo ha visto tan pobre hombre que le ha enseñado, ¡Oh dolor!, la ciencia del comportamiento humano, para que no sufra ni haga sufrir a los demás. No obstante, él ha hecho varias cosas. No ha aprendido a escribir una sola línea decente con su jactancioso egocentrismo. No ha aprendido a no hacer el mal, sino que se ha ensañado con él. Lo ha profundizado. Y así como la mayéutica permite, como Sócrates afirmaba en su diálogo de Platón así titulado el Teeteto, extraer verdades que subyacen a una persona desde lo más profundo de su alma, de su espíritu (mejor), sirviéndose de un arte, ahora el Gran Maestro, Yanis, ha logrado que él conozca la capacidad de permitir que un varón, una mujer desde el gineceo, alejada de él por convención pero cerca por convicción (porque desea su carne), finalmente afirmen para luego confirmar su verdad. Innato se llama de ese modo porque desde que nació fue mentiroso. De allí su apodo: El Gran Mentiroso. Conocerá ascendentes ilustres (o esa será su convicción hasta el fin de sus días). Sin embargo, en Tebas, en Atenas, en Creta los ha habido en grado superlativo sin soberbias ni menos aún aires de grandeza. No como Innato que suele ejercer el desprecio hacia sus semejantes. Pero, sobre todo, hay un arte que este personaje (y digo “personaje” porque parece de opereta) conoce a la perfección: el arte de hacer pasar lo falso por verdadero. De modo que si alguien escucha la expresión “te amo”, él dirá dos cosas: o “no dije nada”, o que dijo “te odio”, o “solo te deseo por una temporada, hasta sacarme las ganas”. Calló. Porque para no faltar a la verdad (ahora yo mismo), conoce a la perfección las estrategias de la retórica. Es más, es un estratega de la retórica. Piensa que, dotado por la naturaleza, sus dones son incontables, fecundos, múltiples, que jamás enfermará, que puede maltratar a quien así lo desee. Prepotente como es, no está llamado ni a la humildad ni a morir dignamente. Se considera un hombre de altos destinos. Piensa que ha llevado vidas interesantes, por ejemplo, porque ha viajado mucho, o bien que porque ha mantenido comercio carnal con una multitud incontable de damas, damiselas, matronas, prostitutas, muchachitos, mancebos en la edad exacta para el mejor de los coitos. Lo cierto es que ha dejado el tendal. De ambos sexos. En el arte de amar, su vida es invicta. Algunas en la flor de la juventud. Otras maduras. Algunas de Egipto, otras de Sumatra, otras de Antioquía, otras de Marruecos, otras que residen a orillas del Éufrates, algunos muchachitos de Abisinia, otras mujeres, finalmente, que se desperdigan por todo Lejano Oriente. Ya vemos, se trata de todo un conquistador. Pero no un conquistador de de territorios valiente, porque si algo lo caracteriza es ser un cobarde. Es un audaz. Pero es un cobarde. Y solo piensa en saciarse. No es un conquistador de los derechos de la ciudadanía o de los derechos de un reinado para el bienestar de sus ciudadelas. Tampoco de los derechos de los ilotas. O de quien busca el bienestar de las mujeres en un gineceo que incluso contra las costumbres, no aprueba. Se trata de un arrogante hombre egoísta. De un arrugado y bastante calvo, además de venido a menos varón calentón, alguien necesitado de una buena dosis de baños de sales, aceites y hojas a alhucema para que su vida lo vuelva un ser más digno de ser como mínimo admitido ya no digamos en el Senado. También, pese a que se bañe todos los días, como si todo esto fuera poco, huele mal. Pero sí como alguien capaz de ser sometido a una prueba de admisión en una partida de ajedrez, ese juego íntimo que llegó, como es sabido, de la India, desde tiempos inmemoriales ¿Lo recuerdan? El tal sujeto llamado Innato patalea porque es puro capricho. Él cree o piensa que se cumplirán todos y cada uno de sus deseos. Lo han convencido de que por sus venas corre sangre noble. De que como su padre fue un importante Consejero de Palacio y luego un Vicecónsul en Irán, él es una persona tan importante como su padre. Por añadidura, gana mucho dinero por un salario dispendioso producto de la célebre mayéutica que aplica a sus pacientes como el médico Hermógenes de Adriano lo haría luego. Porque se ha convertido en el servidor de Palacio en lo relativo a cuestiones vinculados al corazón ¿Y el suyo? ¿Y su propio corazón? Pues late. Late indefinidamente. Late sin poder detenerse. Él, el príncipe cobarde que en toda guerra se ubica a la retaguardia, ahora deberá medirse con Ulises. Porque es él quien aspira a gobernar el palacio de Ítaca. ¡Por favor! ¡nótense sus ínfulas!

     Lo cierto es que El Gran Mentiroso, Innato, marcha hacia Ítaca. Ulises se encuentra corriendo aventuras con Polifemo, el Cíclope, con Circe, que ha convertido en cerdos a buena parte de sus hombres, a la Hidra). Monta en una barca. Como buen señorito que es no moverá un dedo para agitar los remos. Simplemente se entregará al arte de saber ganar. O eso piensa él en su maldita soberbia disfrazada de ingenuidad. Los pretendientes (supone él), al ver a semejante contrincante (o su fachada a decir verdad, si bien está bastante vetusto, sus arrugas son el comentario de medio Peloponeso), de inmediato retrocederán para darle paso, llegar a Penélope, conquistarla (como lo poco que ha conquistado), hablándole de libros, de autores exóticos, de escritores de culto que leyó en la biblioteca de su Maestro, de sus viajes por Jordania, de sus amores prohibidos, de sus iniciáticos romances. Hasta que por fin la barca llega, fondea en la Isla de Ítaca. Y va al encuentro (él lo ignora), él lo ignora, de su final. Las trompetas están a punto de sonar.

     Innato, cara de ñato, así lo apodan sus enemigos, por su rostro, como dije, entre avejentado, maltrecho, gastado, extraviado, hasta con alguna pústula menor que pone al descubierto un grano de blanco pus, atento al triunfo pero carente de toda dote, Innato el Ñato siempre pierde. Pierde por su incapacidad. Pierde por su incapacidad de ser un hombre de bien. Por su incapacidad para una mirada o bien con una escucha atenta, pese a que la mayéutica se basa en la escucha. Pero de la mayéutica tampoco ha entendido nada. Es una suerte de Gran Estafador. De Gran Embaucador. De gran Embustero.

Ulises y Telémaco matando a los pretendientes de Penélope, 1812, Thomas Degeorge.

     Penélope lo recibe con agasajos porque piensa que llega como amigo. Hasta le revela el secreto de su tejido. Le narra el pasado de Ulises. El de Telémaco, mucho más trágico, de quien él ya conocía sus señas, quien padece una serie de enfermedades. Le refiere con pelos y señales cada uno de los detalles de su historia. ¡Oh, indiscreta Penélope! ¡Has caído en tu propia celada! Hasta que a partir de un cierto punto, tanto Penélope como él caen en los brazos el uno del otro. Penélope rompe el tejido con un machetazo ignorando que es el mismo con el que cortará su propio cuello o el que clavará en su propio corazón. El tejido es partido en dos mitades en el palacio apoyándolo sobre una mesada de madera de roble. Y se encuentra con que ese tejido narraba la historia de su vida. Ahora ya es tarde. ¡Oh, Penélope! ¡Ya es tarde! Has roto el tejido, has revelado la historia de tu vida, has revelado la novela familiar. Has revelado la triste realidad de tu presente, plagado de responsabilidades. Conoces a Innato ahora pero muy pronto lo conocerás mucho más a fondo. Y de un modo muy distinto.

     Entre tanto Ulises se encuentra en su barca, bogando, navegando rumbo a Ítaca pero sin un destino cierto sencillamente porque los vientos no lo favorecen. Los alisios no juegan en su favor. De modo que no podemos contar ¡Oh tragedia! con Ulises en este trance. ¡Pero cuidado! Tanto Innato, que ha conocido carnalmente durante sucesivas noches a Penélope hasta la misma Penélope, no cuentan con que a Ulises le custodia las espaldas el mismísimo Telémaco. En efecto, pese a sus enfermedades, el hijo fiel acompañará al padre hasta sus últimas consecuencias. Él ha sido testigo del adulterio ¿Por qué has sido tan tonto como para subestimar a Telémaco, cruel Innato? Innato, tonto, tontuelo de nacimiento, cabeza de chorlito, de allí tu nombre, tonto de nacimiento. Tienes dinero, antepasados (eso dices), tienes un buen trabajo, lees libros de exquisitos, lees mucho, impresionas a las damas con tus saberes, conoces el Verbo por la mayéutica además de por los libros, por su ejercicio. De sabiduría careces, de eso que no te quepan dudas. Porque no tienes seso sino que solo sabes cautivar a Penélope, la reina más apetitosa del todo el Peloponeso, por la que rivalizaban los Grandes Señores de Ítaca. Pero por lo visto nos hemos equivocado. Y equivocado fiero con Penélope. Entre la mujer de toda la vida y esta mujer lasciva, dista un abismo.

     De modo que cierta tarde, Telémaco, que ha escuchado los gemidos de placer (pura intensidad), una vez desde la cocina mientras se servía una copa de vino tinto, toma la decisión crucial. Si Innato el tontuelo yace con su madre. Si Penélope ha caído rendida bajo sus encantos, entonces ¿Qué le queda por hacer a esta pareja? Simplemente vivir ese amor de modo furioso, furibundo, apasionado, amasándose el uno con el otro. Ella lo considera un varón fascinante: imagínense, más joven que ella, un hombre que ha yacido con una mujer de Oriente que solo estaba consagrada a cuidar a su madre hasta el fin de sus días, el hijo de un Vicecónsul y ahora puede por fin, de un vez por todas, ser el Dueño de Penélope. Ese hombre que la cuide en la madurez, le brinde goce, la ampare en tiempos en que sus cabellos tornen grises hasta devenir canosos. Ahora ella se siente segura, a salvo, frente a este hombre que ha ahuyentado a los pretendientes de palacio con el contacto carnal con la reina y dejado en claro que es el favorito. Ellos han huido despavoridos pese a que desconocen su cobardía. Lo suponen valiente. ¡Craso error!

Historia de Penélope. Imagen obtenida de National Geographic.

     Ahora es Telémaco el que monta en una barca (otra, limpia, muy limpia, muy distinta de la Innato el Ñato con su estupidez innata, cabeza de chorlito) con el objeto de acudir tras su padre, para salvarlo de los peligros del viaje hasta Ítaca, traerlo de regreso, denunciar la infidelidad de su antigua esposa (ya ha dejado de serlo con semejantes artes amatorias, con semejantes prácticas ejercidas de modo desvergonzado a plena luz del día, delante de su hijo), hasta que Telémaco se interna por entre las procelosas olas del Mar Egeo. Lo sorprenden varias tormentas. Ha preferido llevar consigo una tripulación escasa, una de confianza, de esas de toda la vida, porque lo que tiene para contarle a su padre es tan, tan triste, que está desolado. Tan desconsolado como supone lo estará su padre cuando él hable. Cuando él hable y diga la pura verdad. Porque Telémaco habla con la verdad. Telémaco no miente. Telémaco  ha escuchado y Telémaco no se equivoca. No es sordo, ni ciego como Tiresias, ni estúpido ni tiene alucinaciones. Ni su enfermedad le impide escuchar los escarceos de su madre con Innato el Ñato. Y Ulises conocerá la verdad de primera mano. De todas formas, algo Casandra ya le ha adelantado en cierta jornada en que visito Eleusis.

     Por fin se encuentran, luego de que Ulises, el así también llamado Odiseo, ha burlado a la Hidra. Ha transitado por la Laguna Estigia, fuente de un demorado Canto. Llega el momento en que Telémaco lo recibe. Se funden en un abrazo paternal. Y filial. Telémaco llora. Toda su vida han estado bastante distanciados porque Ulises es un hombre de Estado, atento al gobierno, a las leyes poniéndose de acuerdo con el Senado, a las ordenanzas de palacio, a las fechas de las festividades sagradas, a los festines para recibir embajadores del Japón. Ha estado abocado a las grandes decisiones del reino. Al comando de los ejércitos. Al comercio carnal con su mujer. Porque él sí es un buen amante. Jamás ha descuidado a Penélope. No como Innato el Ñato que hace dar suspiros a las mujeres más que gemidos por un orgasmo. Ahora, por fin, ambos son Padre e Hijo. Son uno solo. Se funden como si la arena se derritiera. O como si alguien soplara el vidrio. El sutil cristal de Murano. Telémaco le hace entrega de un papel sagrado. El mejor poema que considera ha escrito. Sencillamente porque Telémaco no es varón de la Guerra ni Hombre de Estado, ni varón de viajes, ni tarambana, sino Hombre de Letras. Y ha defendido toda la vida a su madre. Pero ahora su madre lo ha traicionado a él, a su padre, sus hijos (los nietos, que son cinco: lo sabemos, es que es tan común en la Grecia el arte de engendrar). Una cuñada. Y deciden, a ojos cerrados, partir rumbo a Ítaca.

     Allí entonces llegan, Ulises disfrazado. Ulises no puede ser Ulises porque todo el Plan terminaría en un instante. Entonces Telémaco ingresa a palacio primero. Luego llega Argos, el perro de Ulises, no sin antes haberlo reconocido. Por su olor. El perro secunda a Telémaco por lealtad, por si llega a necesitarlo en caso de que Innato el Ñato lo atacara con algún arma blanca. Él estará atento. Le saltaría al cuello como una pantera negra.

     Y Telémaco le dice a su madre, a Penélope, la infiel, que es demasiado tarde para cambiar los hechos, para detener los acontecimientos que ella ha urdido, para frenar el modo según el cual las aguas se desplazan por un río proceloso. Todo se ha precipitado. Son hechos que ya han tenido lugar ¿Borrarlos acaso de un plumazo? Telémaco es Hombre de Letras pero no es hombre estúpido, como Innato el Ñato. Y es hombre de palabra. El iluminado. El Gran Prestidigitador, Innato el Ñato, procura huir, pero es tarde, cobarde. Telémaco la increpa. Su madre no comprende de qué le habla. Le ha importado un cuerno que su hijo tuviera delante los ojos a su amante. Le ha importado un rábano saber que era la mujer de Ulises, su legítimo esposo, con el que había contraído matrimonio, engendrado a ese hijo, en tanto mantenía sucesivos coitos extramatrimoniales. Le ha importado un rábano que fuera el hombre por el que tejía y destejía porque afirmaba (y solo afirmaba) amarlo. Hasta que Innato el Ñato se mostró tan hábil en sus tretas, en derribar su virtud, que finalmente Innato ganó lo que tanto anhelaba: el cuerpo apetecible de una mujer culta, fina, con buen humor, con la que había mantenido comercio epistolar durante largos años. Largos años de confesiones propias y ajenas. O quién sabe. Puede que él le haya narrado solo ficciones. Eso lo ignoramos (residían en ciudades distintas). Él, el Gran Mentiroso. Porque créase o no, Innato conocía a Penélope de muy jóvenes. De cuando Penélope, que no había nacido en Ítaca, vivía en la misma provincia del Peloponeso en la que residía su actual su amado Innato. A Penélope no le importó usurpar el tálamo nupcial que mantenía con Ulises para sus deleites privados con un extraño. Es más: con un extranjero, porque residió largos años en Asia Menor. Ni tampoco le importó usarlo como sede de sus placeres deleitosos. Más bien cada vez que Innato llegaba de cazar ciervos de los bosques de Ítaca, como materia prima de una cena opípara, hacía deslizarse su peplo hacia el suelo, se quedaba en cueros, lista para el encuentro carnal con su joven amante.

Historia de Penélope. Imagen obtenida de National Geographic.

     Entra en escena Ulises, que está demacrado y es mayor que Innato. Tiene algunos achaques, le cuesta la marcha, porque su cuerpo ha andado mundo. En particular las zonas articulares. Ha andado muchos mundos. Los del globo del aire y de la tierra. Los de la imaginación. Para él sí el arte es el arte. Es el amor al arte. Es decir: los Libros hablan de la Literatura que dice la Verdad. No este pelafustán de pacotilla que lee libros pero le entran por un oído y le salen por el otro. Ya ven, cuenta con varios atributos con los que Innato no pensó contaba ni contaría jamás. Ulises, recordémoslo, es astuto. Hasta que finalmente Innato es quien decide pelear contra Ulises, medirse con el gigante. Pero tampoco Innato pensó en que hay otro gigante en esa Isla. Y es el propio Telémaco. En efecto, Telémaco ha aprendido todas las virtudes del combate cuerpo a cuerpo de Ulises. Ulises ha sido su Gran Maestro. También los saberes y la belleza de la poesía. El canto de los aedos con la lira. Y la batalla da comienzo. Telémaco asesta una dura estocada contra el escudo de Innato, un torpe bueno para nada, salvo para la mayéutica, para colmo ejercida de un modo incompetente. Y solo hasta cierto punto. Una mayéutica de cuarta categoría. Solo para conquistar mujeres zonzas. Porque su mayéutica no está  hecha para sanar sino para enfermar. A sus conocimientos sobre el alma humana los utiliza para practicar el Daño por fuera del contexto de donde ejerce la mayéutica a nivel oficial, fuera de su sala en el templo.

     De modo que luego es Innato el que asesta uno a Telémaco que frente a ese hombre ni siquiera se mueve un palmo. Innato se tambalea. Hasta que luego de un combate que dura casi una luna (ambos sí son resistentes, pese a que Innato sea un artista de la mayéutica, que se considera a sí mismo El Gran Trabajador, un gran artista en su tarea, en su misión, porque él la considera una misión a su mayéutica, con minúscula), cae rendido a los pies de Telémaco. Rendido Innato, el palacio está a salvo. Ulises no debe renunciar a su tan amada Ítaca.

     Ese ser irrespetuoso, inescrupuloso, que solo puede impartir alguna clase de consideración si uno le mira el dedo gordo del pie izquierdo, que es perfecto, lo que no es mérito suyo y que la sandalia en ocasiones hace transpirar hasta límites insoportables dejando un aroma nauseabundo para quienes lo rodean, finalmente desmoronado, para toda la vida. Muerto en vida, porque no agoniza sino que ha quedado rendido, es Ulises el que le solicita a su hijo le permita medirse brevemente con un golpe de gracia. Innato se abalanza sobre Ulises. Pero cuando Innato cree que está a punto a matar con una daga a Ulises, de pronto Ulises lo elude y lo empuja hasta el suelo. Como Gregorio Samsa, como un monstruoso insecto, Innato el Ñato, cual cucaracha a la que se le han arrojado manzanas, queda moviendo sus patitas hacia arriba y hacia abajo, hacia los costados, finalmente el pobre Innato se rinde. Pero las cosas no terminarán allí. Innato se salvará porque una muerte no favorecería a Ulises. Sería como darle de comer a los chanchos: ¿un Monarca impecable de pronto asesino? De modo que solicita al Gran Tribunal que juzgue a este par de buenos para nada: una que teje y desteje (¡imagínense! Tejer y destejer, tarea de boba, de mujer tontuela, ni siquiera ejerce la producción, como supuesta estrategia para la espera de su marido amenazada por extraños ambiciosos). Hasta que le llega el turno a Innato. El Gran Tribunal no le guardará piedad. Primero todos hacen silencio. Les causa vergüenza ajena esa deslealtad tan improcedente, casi irreal de tan ilegítima, si no fuera tan tangible. Tan peligroso también. Ellos no han medido el peligro al que se exponían. Innato, el Ñato, ha profanado mediante blasfemias, mediante infamias, mediante el comercio carnal con la reina, con la mujer del legítimo monarca, la mujer con más poder de toda Ítaca, la imagen, la reputación, el amor que Ulises sentía por ella. Ahora será ella la que deba pagar por sus fechorías. El amor brujo. El amor que efectivamente ha llegado a su fin. ¿Cómo se expedirá el Gran Tribunal? Lo ignoramos por ahora. Sepamos esperar.

     Pues Ulises encuentra un mucho mejor partido que Penélope. Hay una Reina. Reina imprescindible en su vida. Una reina que lo venera y lo cuida por su inteligencia, por su benevolencia, por su honestidad, por su laboriosidad, por su servicio al prójimo, por su compromiso por la educación en el reino de sus ciudadanos. El otro (no lo nombre), el que te jedi, solo aspira a ejercer su mayéutica en una habitación del templo, llenarse de un platal, embolsar una fortuna. Si Ulises se debe a su familia, a sus semejantes, al trabajo, Innato se debe a su egoísmo. Esta nueva mujer que está atenta a la partida de Penélope, conoce a Ulises desde hace muchos años. Conoce a Telémaco desde adolescentes. Y  ella velará por él en esta vejez de achaques pero también del deseo como un fulgor. Un fulgor que danza. Un fulgor producto de una luz limpia. Danza el fulgor. Danzan las estrellas. Y en ese mundo en el que ambos, madre e hijo, Penélope y Telémaco se han enfrentado confrontado por las mismas razones que lo ha hecho Ulises porque él ha tomado partido por su padre, ahora le toca el turno de perdedora a ella. Penélope es derrotada, vencida para siempre. En el fondo era una mala mujer. Si es capaz de hacer algo así, es una mala mujer. Lo que hizo fue sucio, fue deliberado, fue alevoso. El arrebato de esa alevosía fue lo que la llevó a la perdición. En efecto, con todas sus posesiones de Reina, de Reina de Ítaca (que ha dejado de serlo, ha perdido su cetro) cae derrotada.  Ahora Innato, un pobre hombre confinado a su mediocre mayéutica, confinado a la mayéutica de cuarta categoría que ha aprendido con maestros incapaces, una mayéutica que ejerce en un cuadrilátero, comienza a perder los estribos con suma facilidad, a dejar de morir de amor por ella porque ella ha sido la razón de su perdición. Innato, El Gran Mentiroso, no ha podido sino mentir más aún. Y le miente a ella. Y le dice que la amará por toda la vida. Cuidará de toda su familia. Será la farola de Telémaco en tiempos oscuros. La visitará en el hogar en el que tenga asilo. Él será el velón que no se apague para ella. Y que su vida será feliz para siempre junto a él. Ambos se desposarán. Ambos serán el uno para el otro. Y ahora ambos son dos personas producto de la inmoralidad en la que se ha producido la Caída. La traición de Penélope contra Ulises, que tanto la amó y custodió. Un varón que tanto se ocupó de que nada le faltara, no puede ser perdonada. No habrá indulgencia para Penélope. La traición de Penélope contra Telémaco, que tanto la cuidó contra los pretendientes que la acosaron, ella fue adúltera. Fue una mujer que no admitió más que morir de amor en brazos de Innato. Un sujeto que a Ulises no le llegaba ni a los talones más que por una vida aventurera, antepasados dizque ilustres, mucho dinero, un platal, una hilera de mujeres: ha dejado el tendal. Es cierto: era más inquieto, dado a leer libros exóticos con una virtud. La de enamorar a las mujeres con esas listas y más listas de libros que no leía. En cambio Ulises es El Gran Conocedor de Libros. Las rarezas, los ejemplares extraños, las ediciones inhallables, pues él las he hallado. Y ahora ha conquistado por fin la capacidad de encontrar un El Libro que sea el nombre de su destino. Y lo peor de todo: su soberbia. Ese hombre soberbio ahora se derrumbaba como se derrumbó el palacio. Porque nadie quiso vivir en ese lugar en el que habían yacido Penélope con Innato. Ulises demolió el palacio. Innato el Ñato, fue condenado al ostracismo, a vagar por tierra y mar de tiempo completo. Porque sería custodiado en cada lugar al que llegara por sus habitantes. En ninguno de ellos se le daría comida alguna sino debería conquistarla él mismo a fuerza de azada o bien de ser la mendicidad. Esa sería su peor maldición. De gran señor a un desterrado que miente incluso para mendigar. A su pobre manera. Y Penélope, de por vida, muerta de dolor, estaría en el centro de un gineceo. Pero ni siquiera gobernándolo. Sino siendo la esclava de menor rango de ese espacio circunscripto. No tendría el menor poder. Sería la última de las últimas. Sería, como era de esperar, la perdedora. Fue la Gran Derrotada por su lujuria.

     Entre una adúltera, un infiel, una relación que se desmorona perdiendo hasta la última pizca de sentido. Y preguntándose ambos, por separado ¿Por Qué Hicimos Lo Que Jamás Debimos Haber Hecho? Ahora el mundo se ríe de ambos. Toda la sociedad de Ítaca está al tanto de su condición de mujer adúltera, ella, tan santurrona que parecía. Todos hablarán de ella. El destino es trágico. Penélope e Innato el Ñato conocerán las habladurías (que las habrá), una reputación mancillada y una ética de toda la vida puesta en duda. Porque también Ulises hablará. Y hablará públicamente. En tanto Ulises, Telémaco sus descendientes y sus parientes, saben quién es quién en esa familia. Hasta qué punto se es capaz de llegar con el objeto de conquistar el goce. Un goce al que, mal que les pese, se le ha terminado su canto nupcial.

Penélope. Imagen obtenida de Depositephotos.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.