Identity
“Yo soy otro”
escribió
un ciudadano francés
de antaño
(¿siglo XIX, quizás?).
Sí, creo que sí.
Fue más un joven
que un hombre.
un joven eterno.
Por entonces:
un caballero singular.
Convengamos que decir
“Yo soy otro”
supone que la escritura
al momento de ser escrita,
reescrita, revisada, corregida,
ampliada, desplegada
desdobla al sujeto de la enunciación
en un doble enunciado.
En el enrarecido mundo
de la alteridad
por dentro de sí mismo
hasta conquistarse
¡Por fin!
En un distante
desierto de Abisinia.
¿Habría diamantes como soles
en esas inmensidades?
Intensidad.
Quién sabe: un mar de arena.
Escenas pasionales
¿Quién iba a decir
que aquel joven brillante
que pisó las tablas
(en condición de autor)
con un rotundo éxito
moriría como un paria
bajo los aguaceros de París?
Egresado del Trinity College
(Dublín, por si ustedes
desconocen las coordenadas del caso:
Irlanda plena).
Iba a estar
desde aquel primer lecho conyugal
a una cárcel en Reading.
Nadie sabe
ni dónde empieza
ni dónde
ni cuándo termina.
Y si digo “empieza”
quiero decir
que hay un comienzo
en cualquier momento
de la vida: lineal, cronológica,
tomada en su conjunto
(sangre y arsénico)
en que comenzamos a nacer
¡Oh vida torpe!
De dandy a preso
caído en desgracia
¿snob? ¿frívolo?
¿bon vivant?
Mejor sería decir
que aguzó el ingenio
hasta alcanzar
la palabra justa
plagada de ironías.
Es cierto: un paria.
Pero aún en ese caso,
siempre
en la elegantísima París.
Nunca
¿Moriré en París con aguacero?
Puede que sí, puede que no.
Eso depende de muchas cosas.
Lo único que sí sé
con total certeza
es que moriré.
¿Por qué da tanta seguridad
saber que llegará la muerte?
Tal vez
(conjeturo)
sea la puerta
que se abre
para cerrarse
adoptando otra forma
del jamás.
Ella
La Kristeva
habla de “la revolución
del lenguaje poético”.
Si habrá petulancia
en tal afirmación.
Por otra parte,
toda revolución es pujante
hasta morir, en una agonía
en ocasiones violenta,
en una irremediable
vocación de fracaso
o burocracia.
Porque aún a las más victoriosas
también les llega la muerte.
Todo triunfalismo
es vanidad fortuita.
Se pierde la razón
del mismo modo
que se pierde el juicio.
¡No teman!
Es hora de regresar
a los papeles, las lapiceras,
la pantalla lunar
de la computadora
para que el poema estalle
más que en una revolución,
en una perfecta ebullición
en la que las palabras
quedan reducidas
a una inquietante
oscuridad invisible.
Él se mira en el espejo.
Sábana y almohada
Se supone que justo ahora
debería estar durmiendo.
Ni una gota de sueño
como los peces que, me dicen,
nunca duermen.
Simplemente velan.
In-som-nio.
¿Cristal, pluma delgada
O “ratón sin cola”,
como nos decía a los nietos
mi abuelo,
el padre de mamá.
No tengo sueño,
pero el poema es pura canción.
Un repicar de campanas
antes de que sobrevenga
el silencio más auspicioso,
como las primeras palabras
de un soliloquio
durante la duermevela.
Ese estado de gracia
compuesto por un inesperado
contraluz:
el otro lado de la vida.
Kalma
¿Vieron esa etapa
en que después de trabajar
durante ocho meses
uno necesita de reposo?
Un remanso.
Uno ha preparado
muchas ensaladas,
soplado el vidrio,
bailado durante el carnaval de Venecia,
capturado a un pez plateado,
guardado doblones de oro
en su caja fuerte,
comido jamón crudo,
muerto de amor,
luego de escribir
ese largo poema ambientado
en Persia y en Pekín.
Las palabras llaman al sosiego,
para luego,
llamar al desconcierto.
Para saber desconcertar,
para saber inquietar
hace falta
que las palabras reposen,
permanezcan en silencio-
Es decir: dejen de ser palabras.
Deben alcanzar
el estadio de lago.
Nunca el del tempestuoso mar.
Mueran y nazcan
(renazcan).
Sinfín.
Jaque dama
En el té con leche
encontró, buceando,
un rubí.
Dicen que los rubíes
son piedras preciosas.
Este en particular
era dulce
como la mermelada de tomate.
¿Qué hacer con un rubí
de tan galana sustancia?
¿regalárselo a una mujer hermosa
o guardarlo en el alhajero
de la abuela?
Estuvo a punto
de jugar con él al ajedrez.
¿Dama, rey, peón,
torre, alfil o caballo?
Dama por supuesto
(por aquello del rubí).
Jaque mate.
El rey murió.
Fenecido el rey,
la dama guardó el rubí
para tallar en él
su propio nombre.
Por otra parte,
rey y dama
formaban una hermosa pareja
(unida quiero decir, con deseos, apetitos).
El rey murió,
gobernó la dama
durante un siglo.
No era de esos seres,
que perecen.
Guardaba un as bajo la manga:
el rubí.
Los rubíes no mueren,
pero se hurtan.
Estallan al caerse al suelo.
Este rubí fue encontrado
como cuatro siglos después
por un gentleman mexicano
mientras se dirigía al encuentro
con su mismísima novia.
Y todos sabemos
lo que sucede
cuando uno tiene
en su poder
un objeto precioso.
La gente que camina
mirando el suelo
siempre da
con herramientas, monóculos,
relojes de cadena,
martillos que martillan
o un rubí que fue
de manos de una dama
a las de otra.
Por pura casualidad.