Contemplación: perfección del instante
El círculo circunscribe el efecto óptico que contornea la mirada, focalizándola. Eso evita el flujo. Quiero decir: el fluir de la mirada hacia un horizonte en fuga. Detiene. Contiene. Esta inmovilidad a la que confina el círculo sin embargo no impide gozar de su belleza deslumbrante. De su impacto estético. En efecto, esta mirada/círculo no hace sino condicionar el efecto con que asisto a esta transición, este crepúsculo de verano en que pese a que ha hecho calor, nos hemos sentado bajo la sombra de un ombú, yo he tomado una de sus hojas, he acariciado su superficie entre mis manos, percibido su aroma acercándolo a mis fosas. Le he quitado un extremo a una de sus hojas y olido el aroma de la clorofila. El mundo parecía gozar de una mayor intensidad hoy, en que bajo la sombra o a la sombra quedamos sumidos en el efecto hipnótico del atardecer. Ahora Arturo yace apoyado entre mis piernas, plácidamente, como si durmiera su siesta, la de todos los días en Los Bosquecitos. No obstante, las rutinas hoy han cambiado. Yo, sin habérmelo propuesto, de pronto me he puesto a pensar que este fragmento de campo es también un fragmento de universo. O forma parte de del universo como un átomo, una partícula, para ser más precisos. Una diminuta unidad diminuta de universo. El Big Bang cuando dio lugar al universo, también creó este espacio tan gratificante. Diría que tan solo le haría falta un arroyo, una cascada, un manantial, una vertiente (¿todo eso? ¿no es pedir demasiado para un fragmento de mundo?) para ser definitivamente perfecto. En ese caso uno asistiría a la condición de completitud. Pero nada ni nadie es perfecto. Salvo…quién sabe. Algunas personas, en ciertos momentos, me han confesados algunos secretos. Yo no los reproduciré. Y no estaban delirando como las Bacantes. Ahora miro el horizonte y a través aquel círculo de luz ¿pueden verlo?, que no me enceguece sino me resulta estimulante para mirar a través de él un conjunto de fenómenos o imágenes muy puras: aves, vegetales, árboles, flores, espigas, sí, espigas. Me gusta el campo por eso. Disfruto del trigo porque sé que será molienda para luego ser hogaza de pan. Masa horneada, comestible, corteza y miga sobre una mesa, en un almuerzo familiar de domingo. Ahora estoy encontrándome con una zona de mí misma que tiene que ver con dejarme capturar por la belleza, rendirme a ella, a sus irresistibles encantos, aprovechar los sonidos de los primeros grillos que comienzan a irrumpir (las aves, si bien algunas cantan tardíamente, ahora no se dejan escuchar), los insectos de la noche que, a diferencia de los del día, estallan trayendo consigo otros colores, otras fisonomías y otra clase de sonidos. Pero aún no ha caído la noche. Debo reconocer sin embargo que resulta inminente. Las hormigas por devoración. Las luciérnagas por su brillo cautivante. El ciempiés con su desplazamiento múltiple, veloz cuando uno pretende capturarlo. Arturo se despereza. Me besa en la boca velozmente (pasa sus labios por los míos, a decir verdad) y también con fugacidad con el dorso de su mano acaricia mi mejilla. Es el gesto de un hombre de una infinita ternura. Es un hombre que tiene muchas virtudes. Lo he descubierto luego de vivir a esta altura tantos años con él. Suele ser cortés conmigo sin necesidad, después de tantos años de estar juntos, de mantener esos modales que uno solo manifiesta en las primeras citas o los primeros años de convivencia en que pretende ser un esposo modelo. Acaso impedir que exista ninguna clase de reproche hacia él. Cuidándose de toda posibilidad de crítica de suegros o amigas íntimas. Luego todo se naturaliza no digo que hacia el destrato. Tal cosa sería excesiva. Pero sí hacia una cierta desatención. Pues no. Arturo prosigue con una cierta actitud caballeresca. Tampoco afectada para ser francos. La justa. Ni de más, ni de menos. No es una persona que pierda espontaneidad. Simplemente guarda modales. Ahora me dice que mire el horizonte: “¿Lo ves?”, interroga con serenidad. “Sí, claro, veo el círculo. Es un efecto óptico. Es producto del modo como lo miramos. La retina, ubicada de un cierto modo a cierta hora del día, nos hace percibirlo de ese modo porque la pupila la se orienta también en una cierta posición. Lo sé. No se trata de que el sol se ponga de ese modo. Caiga de ese modo. Pensar que el sol cae. Cae como puede caer un objeto de vajilla. Pero se trata en este caso de nuestro sistema perceptivo. Cosa curiosa. Decir del sol que “cae” como si se tratara de una taza que se rompe, se estrella contra el suelo. O un plato playo, que se hace añicos, diera la impresión de algo material que se astilla sobre las lajas de la cocina. O bien de alguien que se tropieza con un promontorio, se lleva por delante un silla o trastabilla primero y luego se derrumba sobre el piso. A continuación. Un silencio. Callamos. Una tensión (no una calma, ignoro por qué), no mantiene en vilo. Arturo de pronto toma mi muñeca y la besa. Otra vez. Ahora ya no sus modales. Su ternura. Pero sin embargo eso, ahora que lo pienso, no deja de ser un rasgo caballeresco. Él de pronto juega a morder mi muñeca, como si fuera un can o bien un gran felino que no aspirara a herirme sino a jugar. Pienso. “¿Qué sentirá Arturo profundamente en este momento? ¿seguirá sintiendo el mismo amor que juró en aquel altar haca tantos años?”. La respuesta no está en mí sino está en él. Yo solo puedo asistir a indicios. El mundo ahora se reduce a un círculo. Tal circunstancia no resulta cruel. En lo absoluto. Pero sí algo desesperante por momentos. Un círculo, pese a ser una figura que no tiene fisuras, sin embargo impreso sobre el paisaje impide la visión de conjunto que de otro modo tendría como mujer que observa, atenta, el medio ambiente. Ahora cierro un ojo. Cierro el otro. Y el círculo persiste por dentro de esa ceguera.
Percibo el mundo de una manera que antes no me había sido dado hacerlo. Podría definirla en términos de “más compleja”. Veo los árboles. Esos otros árboles más achaparrados, no tan esbeltos. Por entre los cuales circula la luz solar. Como una cierta clase de energía. Y me dejo guiar por la luz de este atardecer que ya se marcha, languidece, para dar lugar a lo que vendrá. ¿Otra clase de Big Bang?
Lo que vendrá
Está el tendido de la luz. Pueden verse los cables. De allí los postes. Gracias a ellos la gente podrá servirse de la energía para poder ver sus programas favoritos de TV, sus series, las películas de ficción. Iluminar sus cenas. Leer en sus mesas de luz por las noches una novela de Franz Kafka. Kafka, de Hermann Broch. Pero ¡cómo me gusta Kafka! Y en el fondo es tan terrible. Es terrible pero por eso no deja de perder su genialidad.
Esta luz da a luz otra clase de fantasías. Aquellas a las que la imaginación aspira para descansar de días agitados. En efecto, las series de TV permiten distraerse de días ajetreados, en especial en estos en que escribo, a fines de diciembre de 2021 (estamos cerca de las Fiestas de Fin de Año en el Cono Sur en pleno verano, a eso quiero llegar), en que los tiempos se aceleran, cobran mayor velocidad. Yo me acelero. Mi corazón late muy fuerte. Estoy seguro de que mi vida cambiará y no cambiará en el fondo. Este tránsito, esta transición de un año a año cambia y no cambia a las personas. Se trata de un borde, un límite que para ser francos no evita los límites. En ocasiones me asusto porque percibo una taquicardia. Moderada. Pero regresa. Y regresa. Y regresa. La electricidad, el tendido de la luz será la que sea promesa de que el mundo del campo, de esta zona de Los Bosquecitos que es casi rural o abiertamente rural, un campo me atrevería a decir, ya no es un bosque. Sino la pampa. De hecho casi toda la Provincia de Buenos Aires forma parte de la pampa húmeda. Salvo algunas zonas serranas. Yo he hecho turismo en Sierra de la Ventana. He ido por dos veces a Sierra de la Ventana. A un Hotel de lujo de unos amigos de mi padre. Cinco estrellas. Jugaba al tenis descalzo en una cancha de cemento. Recuerdo el calor y los raspones bajo mis plantas. Tenía heridas que luego debía curar. Debí dejar de jugar, naturalmente. Y también recuerdo que llevé las baladas de los Beatles en un Walkman. Mie Profesora de Inglés particular, que también era traductora, decía que les falta elaboración. Eran simplistas a su juicio ¡Cuánta exigencia para melodías tan perfectas! También me había dicho lo mismo de los cuentos para niños de Oscar Wilde que yo había elegido para traducir al español.
A Sierra de la Ventana también he ido con mis compañeros de la secundaria. Ha sido un lugar espléndido para disfrutar entre amigos. Éramos todos varones y nos juntábamos en torno de una hoguera. De un “fogón”, como los en Argentina. Recuerdo que dos de ellos tocaban la guitarra, ese instrumento tan argentino pese a que también resulta ser muy habitual o muy familiar en otras zonas planetarias. Sin ir más lejos España. No hace falta pensar más que en Paco de Lucía, por citar un caso paradigmático. El primero que viene a mi mente en este preciso instante. Tengo varios álbumes de él. Lo cierto es que la guitarra en el campo suele escucharse mucho. Un quejido de guitarras. Un felicidad de guitarras. Un llanto de guitarras. Una meditación de guitarras. Yo, mientras tanto, reflexiono. Y estábamos en Sierra de la Ventana. Algo cansados luego de una caminata larga y de haber escalado uno de los picos más altos de las Sierras. Fue sencillamente maravilloso.
Y ahora puedo contemplar todo este ocre. Sé que ella me espera en casa. Expuso en una muestra en NY en el MOMA hace un mes. Por eso viajó. Me dicen todos que es una gran artista. Lo sé. Lo he verificado. Pero que se lo digan a uno los entendidos refuerza, afianza, hace perdurar la sensación de que uno está casado con una pintora profesional de nivel internacional. Yo no lo ponía en dudas. Pero para mí es simplemente Irene. Mi mujer. Una mujer que resulta ser sorprendentemente creativa en la cocina. En ambas cosas. Porque también lo es para vestirse. Elegir la ropa o coser sus propios vestidos. En ocasiones, cuando tiene tiempo, lo hace. Respecto de la cocina, sabe hacer ensaladas como nadie. Sabe hacer tortas invertidas de manzana como nadie. Sabe hacer un rosca de Pascua para esa época del año con higos, cerezas, pasas de uva y mucha crema pastelera. Sabe en una ronda de amigos interpretar una canción de Ana Prada (que nos gusta a ambos mucho), la uruguaya. ¿La conocen? ¿no la conocen? Escúchenla. Ignoro si será conocida en el resto de América Latina. En México. En Colombia. En Perú. En Chile. En Argentina lo es. O para muchos lo es, en todo caso. No a todo el mundo le gustará. Mi sobrina desfallece por Ana Prada. Todavía recuerdo la noche en que estábamos con Irene en una fiesta en lo de mi hermano y su familia. Irene conversaba con mi cuñada de su última exposición. No en el MOMA sino en una muestra en Italia. Y hablaban de la que vendría a continuación. Mi cuñada es científica del CONICET, Consejo de Investigaciones Científicas y Tecnológicas. Y un amigo suyo, que es disc jockey pero de los chic me dijo por lo bajo: “Escuchá a Ana Prada. Su trilogía”. Yo quedé perplejo. ¿Por qué me lo dijo por lo bajo, como un salvoconducto o una contraseña? ¿O acaso un secreto? ¿por qué Ana Prada y no otra artista, una intérprete neoyorquina, por ejemplo, una negra, con esas voces tan seductores, tan sedosas? Luego, en otro cumpleaños, después de haberla escuchado, hablaríamos largo y tendido de Ana Prada. Discutiríamos porque yo le diría que el álbum que más me había gustado de su trilogía era Soy sola y él con porfía sostendría que para él en cambio su mejor álbum era Soy otra. Y de ahí no nos movimos ninguno de ambos. Pero reímos. Ninguno pudo convencer al otro con los mejores argumentos musicales (yo sé de música, aunque no sea un experto como él, he escuchado mucha música, he estudiado armonía con un profesor de chico, he estudiado piano y canto en forma individual y grupal, estuve antes en un coro). “Soy otra no era mejor que Soy sola”, retroqué, en una afirmación contundente ¿Habría hecho una lectura psicoanalítica en su terapia de esos dos álbumes, respecto de por qué le gustaban o debía gustarle más uno que el otro? ¿por qué debía afirmarse o autoafirmarse en un álbum en el que la soledad no estuviera presente? Yo no estaba solo (o estaba en pareja, para ser exactos, en pareja estable) y sin embargo me gustaba más Soy sola. Y somos muy feliz con Irene. No me sentía solo (tampoco en el mundo, tampoco a nivel existencial), si bien no teníamos hijos. No era el eje de nuestras vidas. Nos sentíamos plenos. Yo escribo. Escribo cuentos. Quiero decir: soy cuentista de profesión. Y escribo poemas. La hago más corta: soy escritor. Me gano la vida publicando libros de cuentos pero también cuentos o poemas en revistas o bien en semanarios de distintos lugares. No solo de Argentina. También de NY o de España o de México. He vendido cuentos para revistas de Uruguay (de donde es oriunda Ana Prada) o hasta para una Universidad de Alemania, la de Heidelberg, que trabaja con literatura latinoamericana y solicita para sus publicaciones materiales a los escritores que les interesan para sus clases o sus seminarios de literatura latinoamericana.
Es decir: solicitan inéditos.
Ahora estamos con Irene en el campo. Contemplo las espigas que se agitan con el viento, inclinadas. Pienso en pequeños, diminutos plumeros. Pero también podrían ser flores de girasol con una forma ligeramente distinta por supuesto. Me estoy refiriendo al color, esos tonos que son entre el naranja, el amarillo, el ocre, un leve marrón, un tono amarillento. El espectáculo resulta sobrecogedor en esta imagen que ha sido tomada con sumo virtuosismo. Creo que quien tuvo la cámara en mano era avezada. Porque a esta fotografía la tomó Celina.
En el fondo la luz solar que se está marchando. El universo que se apaga. No abruptamente. Como quien aprieta el botón de un velador. Sino como una farola que lentamente comienza a languidecer. La vida que se extingue hasta el siguiente día. Yo que me quedo sin posibilidades de ver más el campo de lo que me hubiera gustado. Disfruto de él. De pronto se esfuma. Se desdibuja. El tiempo transcurre. La vida, nuestra vida avanza y nos queda menos tiempo del que teníamos por delante. Miro, me detengo en cada detalle. Cada detalle configura una totalidad. Un totalidad que es un friso porque toda fotografía guarda una forma pictórica. Bueno. No siempre. En particular cuando se trata de una paisajística. Como en este caso. Cada detalle hace a la totalidad. Cada detalle es lo que permite que cuando observo el friso de este paraje, pueda sumirme en la contemplación de lo que es. Nada más y nada menos que lo que vendrá.
Su condición de plenitud
Y ahora este ocaso. Sobrecogedor. Otra vez. Un espacio que me deja sin habla. Solo puedo, en éxtasis, contemplarlo sin pronunciar palabra ni concebir una sola. Sin la sola idea de mencionar una. Tan solo la idea (vaga) de que estoy ante la perfección. La perfección del instante. La perfección del instante es un momento en el cual un determinado momento de nuestras vidas adoptando su condición más plena, alcanza o nos hace alcanzar la armonía. Su condición de plenitud.
Soy capaz de apreciar el alambrado del campo. Los postes que lo sostienen como si fueran o fuesen (mejor) parantes. Parantes cortos, no demasiado extensos. No se trata de soportes de una gran altura. De gran porte. Más bien son cortos. No tienen mucha estatura. Ahora percibo una zona de la experiencia natural que nuevamente me paraliza. Pienso en Irene. En sus pinturas. En su visita a NY. En este naranja que me circunda en la medida en que contemplo su esencial dimensión pictórica. Y la exposición de Irene en NY, en el MOMA. En lo que me refirió de ella. En lo mal que comen los norteamericanos (me explica), en la obesidad que cunde por allí, como algo de naturaleza social, generalizada. Yo la escucho algo azorado. No tenía esa imagen de los norteamericanos como personas obesas. Estaba acostumbrados a las series de TV en las cuales bellísimas mujeres vestidas de ropa elegante salen por las noches con jóvenes también elegantes. O bien en ciertas películas en las cuales hay hombres musculosos, esbeltos, que se han preparados durante meses para aparecer en cámara. No diría que son fisicoculturistas. Eso los volvería figuras que son prácticamente caricaturas de sí mismos. Pero no eran obesos en esos films ¿Ocultarán la obesidad los norteamericanos? ¿serán esa clase de personas que aquello que la avergüenza lo sustrae a la mirada pública? También estoy acostumbrado a esas otras imágenes de la belleza deslumbrante. Cuando hay entregas de premios a la cinematografía. Y las mujeres se visten de gala, como cuando llega la entrega de Premios Oscar. En la célebre alfombra roja. Nada más patético. Las mujeres posan adoptando incómodas posiciones teatrales. Como estatuas vulgares, llenas de brillos y lame, para ser tomadas en sus modelos estilizados. Un kitsch que no resulta edificante para una sociedad con tantos problemas de alimentación por lo que entonces me cuenta Irene. Estas estrellas posan en una alfombra roja que de roja pasa a ser un lugar lleno de frivolidad. En fin. Regreso al campo. Me distraje y pasé de la pampa húmeda a NY, de allí a Hollywood hasta regresar al campo. Por asociación libre llegué por fortuna nuevamente al campo. Estoy pendiente de cómo es la vida en este sitio. Del sol, distante, ya languideciendo, a lo lejos, distante porque también se está poniendo. Las puestas de sol siempre me han provocado conmoción. Me han provocado una lenta conmoción. Jamás abrupta. Pero sí una conmoción que me resultaba asombrosa. Porque adopta un carácter revelador. Yo esperaba una puesta en la que lentamente cayeran las sombras. Mis ojos se preparaban para empezar a prepararse para dejar de percibir la luz hasta familiarizarse con la oscuridad más absoluta. Y regresar a ver a Irene. Ella se había quedado en su atelier montado al fondo de casa, en una especie de gran habitación con la galería llena de flores y plantas: violetas, jazmín del país, aloe vera, una Santa Rita, que se derrama sobre el pasto a la que he debido sostenerla con unos piolines especiales, delgadas sogas. Y luego está la flor de ángel. Y el cactus diminuto que Irene atesora porque dice que durará toda la vida. ¿Será cierta semejante barbaridad? ¿semejante desmesura?
Mis ojos empiezan a cerrarse. Estoy recostado contra un tronco derribado que utilizo como almohadón incómodo (hasta perturbador, diría) pero que alberga la parte trasera de mi cuello. Me acomodo el sombrero. Cubro mis ojos. Mis párpados comienzan a deslizarse hacia el sueño. Alcanzo a distinguir un bellísimo árbol a través de uno de cuyos ramajes puede apreciarse el sol. Vislumbro un rayo. Lo percibo como un rayo que efectivamente exhalará el último suspiro del día. La muerte del día de hoy hasta la fascinación la madrugada del día de mañana, que será un sábado. Hoy es viernes. Un viernes de primavera. Asistiré a otro momento de la vida que vuelve a desenvolverse. Como una vida humana, una vida de la naturaleza: su ciclo. Algo de eso le hizo decir Sófocles a Edipo en su tragedia. Refiriéndose al hombre y sus edades en una adivinanza o un enigma para salvar de la peste a la ciudad de Tebas en la que él iba a reinar, luego de haberse casado con Yocasta y tenido hijos con ella. Matado a su padre Layo en una encrucijada de un camino. Las tragedias son dramáticas. Son obras con argumentos salvajes. Pero además los argumentos me provocan horror. Parecen concebidos (o escritos a partir de un mito) por alguien diría que perverso por la sutileza lo terrible. De modo que hago a un lago a Sófocles. Hago a un lado mis cuentos. Me refugio en las pinturas de Irene. Voy a su encuentro. “Voy a su encanto”, me digo ahora que estoy por llegar a casa en instantes. Y pienso en este atardecer. En esta nueva transición de un momento al otro, de veras trascedente, del día. Y pienso que es uno de esos momentos memorables que repetiré. Para ser francos: que se repetirán. A secas. En que regrese a este sitio a contemplar la maravilla del mundo. La belleza del mundo. En una nueva condición de tránsito. De eso que vagamente. Misteriosamente. A lo largo de todo un día puede que llamemos, “transiciones”. Ese que separa dos dominios, por obra de la línea de una luz.
Este trabajo es una propuesta interdisciplinaria a cargo de Adrián Ferrero, autor de las prosas poéticas, y de *Celina Ortelli, fotógrafa argentina de la que añadimos su CV:
Celina Ortelli nació en La Plata, Argentina. Reside en Los Bosquecitos, Brandsen, Argentina. En cuanto a su trayectoria, puede apreciarse de qué modo ha ido articulando la fotografía con las artes plásticas, empapándose la una de las otras. En lo relativo a sus estudios, realizó un taller de Astrofotografía en septiembre de 2017 en el BAF. Un taller de Lightpainting, en mayo de 2017, en el BAF. Un taller de retrato, en 2015. Y en la Escuela de Fotografía de La Plata, entre 1996 y 1998 realizó estudios de fotógrafa. Entre 2015 a 2019 un taller de pintura al óleo, con la Prof. Carla Rivera Pereyra. En el orden de sus publicaciones de pueden mencionar fotografías en la Revista de Paracaidismo de Brasil (2003), foto de mercados bolivianos en Revista Americana JPG Magazine (2008), fotos de la Estancia La Postrera en el libro Perdón por ser virtuosa-Tomo II-Ajusticiada por AINEÉ. En el rubro exposiciones fue seleccionada por el sitio EYEEM para una muestra junto a varios fotógrafos del mundo (2011), Teatro Argentino de La Plata (Serie de retratos de Cartagena, 2015), Centro Cultural El Medio Aljibe-Imaginación Pintura Foto Arte, Exhibición de Pinturas al óleo y serie de retratos de Estambul (2017), Centro Cultural El Hormiguero (no arte). Exhibición de pinturas al óleo y serie de fotografías de la Cordillera de los Andes (2018) y Centro Cultural Don Eyler, Exhibición de pinturas al óleo (2018). Realizó previamente dos publicaciones interdisciplinarias en colaboración en Vagabunda Mx, entre sus fotografías artísticas y las prosas poéticas del escritor y crítico literario Adrián Ferrero tituladas, respectivamente, “Instantáneas de Los Bosquecitos, Argentina” (2021) y la segunda, “Otoño en Los Bosquecitos, Argentina” (2021). Está en proceso de culminación un trabajo interdisciplinario de astrofotografía y prosas poéticas.