Seducción
Lentamente inicia su juego. Es un juego peligroso. Porque él sabe dónde se detendrá (mi jugo, mi pulpa) pero yo no sé hasta dónde irá mi jugo (mis interiores). El juego es de boca a cuerpo. Quiero decir: de la humedad de su lengua a la humedad de mis interiores. Entre ese ir y venir que a él lo seduce, goloso, ávido por degustarme como si fuera una delicia largamente acariciada (justamente, le evoco caricias), mi cáscara es un envoltorio que a él lo irrita. Debe desprenderla de mí como si fuera un vestido del que hace falta desembarazarse con velocidad (él es impaciente para mi pulpa, para mi pulpa en su boca). Luego yo percibo el modo en que mi cáscara comienza su desenvoltura. En efecto, quedo en cueros. Primero me estremezco: siento una combinación de frío y pudor. No estoy acostumbrada a la desnudez. A la sensación de que un cuerpo masculino (para el caso, pero podría ser el de una mujer, en otro), se apodere de mí. El dedo masculino palpa mis interiores. Se introduce entre mis semillas, que son esa zona sagrada: mi futuro. El germen de lo que yo hubiera sido si su mano, ávida por chorrearse de mi jugo no hubiera descartado con tanta facilidad (y tanto desdén), esas unidades diminutas y blancas de las que él se desembaraza y me desembaraza (yo lamento tanto esta amputación genética que ya no se propagarán, irán a un cesto de basura, se extraviarán en un camión tóxico, de allí a un basural).
Yo no puedo ocultar mi irritación frente a su extremo placer. Se relame las comisuras como si hubiera probado un néctar. Acaso un rocío. Y apenas ha estado introduciendo su lengua entre mis gajos. Para luego permitir que una deglución melosa me hiciera desaparecer en sus interiores. ¿Y mis interiores? ¿los míos? Él me ha desnudado como a una doncella en un harén. Yo soy una más de entre otro montón que él aloja en una suerte de bandeja. (Su harén). Allí están mis hermanas, esperando su turno. Les llegará. Vaya que les llegará. No habrá una sustracción en el interior de su cuerpo sin una nueva captura entre sus dedos de una renovada pulpa. Esa pulpa pegajosa, untuosa, que a él tanto le gusta porque es dulzona. Se parece demasiado a un almíbar de esos que se preparan para los pastelillos con el objeto de cubrirlos luego de freírlos en una sartén llena de grasa.
En el medio mi cáscara. ¿qué decir de ella, salvo que adopta una forma elegante, desnuda, redondeada en cambio en su blancura, con una cierta comba en el centro, bien es cierto, lo blanco de sus interiores. De los míos. La piel cubría como un vestido, un tegumento mis gajos. Una protección al mismo tiempo que me adornaba. Era de una subrepticia sobriedad. Si bien era rugosa o arrugada también, en otro sentido (no tenía la lisura de una esfera). Sí tenía la nobleza de aquello que se pega a la piel, a la pulpa jugosa para evitar que sea ultrajada. Mi pulpa jugosa. Ahora soy yo la que me he quedado más desnuda. Mi piel, mi abrigo, ahora forma una suerte de círculo concéntrico, como los de un planeta imperfecto, los de un Saturno que tanta hermosura nos ha deparado. Hemos apreciado su grandeza en el sistema solar cuando nos muestran su ilustración escolar. Mi piel me rodea. Se aparta de mí. Me la arrancan. Me arrancan mis ropas como si pretendieran violentarme. Y él lo logra. Porque hunde su dedo ávido luego en el botón de mi centro y salta mi jugo. ¡Mis gajos! Esas partes que me integran totalizadoramente. Los que entregan su volumen a la mandarina. Los que integran mi cuerpo. Irritada como toda hembra que ha sido agredida por un macho hambriento, deseoso de disponer de ella, pero que ella aspira a que sea lento, civilizado, me abandono a mi suerte. No tengo ninguna clase de poder. No puedo tomar decisiones. Estoy inerme. Estoy inerte. Soy un cadáver frente a este ser hombruno, de ojos velados, de mirada sigilosa, que diera la impresión de estar a punto de hacerme caer en su celada. No caigo en ella. La percibo antes de que tenga lugar. Pero también es cierto que ante semejante poder masculino, como mandarina desnuda, solo me resta satisfacer el deseo de su boca, de su anhelo que se torna por momentos ardiente. Porque imagino que él está pensando en otra cosa más que en estar comiendo una mandarina. Soy su fantasía. Así como yo estoy solamente pensando en que estoy siendo vejada por un ser violento. Él podría parecer indiferente al comerme. Pero por la saña con que me devora, por fuera de sus dedos al hundirse en mi carne, comprendo que no le soy indiferente. No le soy neutral. Las dos caras de una misma moneda. Salvo que yo entro en su mano como un pecho. Y yo estoy tan indefensa como puede estarlo un ser que acaba de desfallecer. Ignoro aún de qué. Pero no precisamente de amor ni de pasión. Simplemente hasta desvanecerme. Esfumarme. Consumirme. Y desaparecer.
Réquiem
Somos un grupo de esferas vivas. Hemos sido extraídas de nuestro origen: un árbol que nos mantenía por irrigación en estado vital, latiendo, como si fuéramos sus hijas. Pero siempre en vilo. Siempre existía el peligro de ser hurtadas de nuestra raíz y ser desplazadas a una mesada o a una mesa. Antes: a una frutera. En efecto, de cada rama brotaba un seudópodo de un árbol genealógico. Éramos una familia. Ahora somos fragmentos de una totalidad que se ha atomizado hasta devenir partes que prometen a un futuro carnicero: el festín por el que tan ansiosos se manifestaban. ¿Y dónde ha quedado nuestro tronco, ese hogar que nos hospedaba como una casa mientras nos nutría?
Ahora estamos huérfanas. Nuestra madre ha sido expulsada del Paraíso. Somos los restos de un banquete que va a tener lugar. Nos disponemos, luego de haber padecido la violencia de cuchillas y de tenedores macabros, a la deglución por parte de un juez o de un abogado. Quizás de una Profesora de inglés que pronuncia nuestro nombre en su segunda lengua: “orange”, remedando un color pero también una especie frutal. Somos un color, bien es cierto. Y somos una más o menos una esfera que ha perdido su forma originaria. Ahora somos trozos. Trozos de una carne que deja nuestra pulpa al aire, como si nuestras carnes desvergonzadamente fueran puestas a consideración de un público que asiste a nuestra fisonomía con deleite. ¿Un teatro? ¿un grupo de grumetes burlescos? Pero lo hacen. Ya han cenado. Han cenado puerco. Ahora llega el postre. La segunda parte de la cena de una familia de provincias que tiene un huerto. Estamos perdidas. Somos ahora lo que jamás pensamos algunas vez sería nuestro destino de cáscara y de pulpa. Y pensar que nuestra pulpa estaba protegida. No acuchillada por puñaladas de seres violentos que nos han atacado por todas partes, nos han dejado en un estado tal de indefensión que jamás pensé que pudiera asumir mi condición de cadáver. Soy un ser muerto. He devenido (hemos devenido ¿por qué me hago cargo de la voz de mis hermanas? ¿por qué llevo la voz cantante?). Aquí debe haber un líder. Una líder. Una hembra que asuma la muerte, la carnicería a la que hemos estado sometidas. Una hembra que no se deja violentar por las manos esta vez de una mujer. Una sirvienta que se ha apoderado de nosotras luego de recogernos del huerto. Ha palpado nuestro grado de madurez. Ha sentido el aroma de nuestra piel. La ha acariciado. Ahora somos trozos. Eso que compone un rompecabezas. Un puzzle cuando se disgregan sus partes. Cuando sus distintas piezas pierden la unidad. Como naranjas éramos cada una, por partes, unidades que mantenían la independencia pese a habitar el mismo hogar. Ahora convivimos en una fuente para ser servida como postre luego de una cena opípara. Ahora estamos muertas (¿cómo es que tengo el don del habla entonces? ¿hablo desde el más allá? ¿hablo desde esa zona que los indígenas atribuyen a sus deidades?). Hay un soplo. Ese soplo permite que mi voz pueda hablar. Pueda monologar. Claro que podríamos formar un coro. Adoptar la forma de una configuración grupal. Entonces cantaríamos un réquiem. Pero no estamos en condiciones con mis hermanas de entregarnos a canto ritual alguno. Somos las figuras como parte de una constelación de la que estamos a punto de partir. Hurtadas por una mano homicida. Hasta otras manos asesinas que nos degusten como si fueran caníbales. Para nosotras que tenemos piel. Que somos seres vivos. Que conocemos del agua. Del sol. Del néctar. De la existencia pese a no pensar como ahora lo estoy haciendo. Lo hago porque hay un narrador que ha tomado mi voz y me traduce. Que ha depositado esa responsabilidad. Un narrador que me ha dado la posta. Traduce mi agonía. En este preciso instante estoy a punto de ser sustraída para ingresar en el cuerpo de otro ser vivo más poderoso. Que no es esférico. Sino que es alto. Tiene otros atributos tan exóticos como la vida que no tendremos jamás nosotras (ahora acabo de hablar en plural, el narrador se ha apiadado de mi condición de ser a punto de desfallecer). Caigo rendida. He perdido la voz. Lo siento. No hay tregua. Solo me queda un silencio de entrega y de misterio, la curiosidad por conocer por qué misteriosos túneles y senderos interiores, ya muerta, transitaremos el mundo. Ignorando lo que nos espera. Lo indispensable para ellos. Todo lo contrario de lo que era imprescindible para nosotras. O, quizás, por qué no, lo que era (pero ignorábamos) de naturaleza inexorable.
Ellos son dos
Ellos son dos. Yo soy uno. Quiero decir. Las unidades: quien mira, lo que es mirado, no son las mismas. Las cantidades varían. Las proporciones difieren. También la circunstancia de que una de las unidades miradas (bueno, lo diré, son higos), está cortada por la mitad, deja ver su pulpa. Irrigada por la humedad. Lo mirado entonces, en un primer plano, son sus interiores o es su interior, en todo caso. La otra gran diferencia, es que yo soy un ser vivo que los mira. Soy un hombre. Mis ojos, es cierto, en eso se parecen a ellos, son dos. Mis brazos son dos. Mis manos son dos. Mis piernas y pies son dos. Tengo extremidades que son pares. Pero eso no nos hace parecernos absolutamente en nada. Mi interior no es visto ni puede ser mirado. Pero puedo imaginarlo. Una aorta (de mayor o menor tamaño), un esófago, dientes si me dirijo a la parte superior de mi cabeza, bajo la piel del rostro, una lengua, el cerebro, el cerebelo y toda una serie de partes de mi cuerpo que la piel oculta. Alguna vez (ayer, por caso), caí al suelo en la vereda. De inmediato brotó sangre. Aquello que debía permanecer por dentro afloró ¿qué sentí? Sentí dolor, naturalmente, por la herida. Y sentí la extrañeza de que algo que debía estar, solía estar, o circulaba por mis interiores, ahora estaba derramándose hasta que pude contenerla con una venda, primero. A lo que sumé tela adhesiva comprada en un quiosco. Esa suerte de curación muy precaria que realicé puso paños fríos. Esa emergencia a la que me obligó el dolor también se tradujo en una cierta noción de salud (bien podría haberse infectado, en su defecto). Eso me trajo serenidad vez que pude antes de todo haber limpiado la herida con agua y jabón previamente a colocar las vendas en el quiosco (la vendedora del negocio era una persona generosa, amable, educada, me permitió lavar la herida en un pequeño baño que tenía en el fondo).
Pero este higo, tiene por detrás otro. Es una figura que si bien no puedo ver en forma total, íntegra, completa, sí me permite sospechar (pero no verificar) que está entera (quiero decir, sin haber sido cortada o partida en mitades). Hay por lo tanto un contraste entre estos dos frutos. Uno entero, otro mutilado. Ahora bien: ¿mutilado para qué? ¿mutilado por quién? Sepan disculpar, no caeré en la celada. No debo olvidar que estoy mirando una pintura. Por lo tanto, quien esto pintó, pudo estar interesado u obsesionado (esta es una palabra demasiado fuerte, simplemente pudo haber tenido la idea, el deseo de hacer algo) con pretender mostrar un exterior y un interior. Un afuera y un adentro. Una mitad y una totalidad. Es cierto: en ambos casos hay totalidad. Pero en un caso la totalidad está partida. Debemos imaginar la mitad ausente en el presente caso. Restituirle esa otra mitad. En el higo que está por detrás doy por sentado entonces que la integridad se mantiene. De modo que estos higos son dos caras (aparentemente), de una misma moneda. La faz de lo íntegro, de lo entero, de lo intocado; la faz de lo que ha sido devanado. Como por un escalpelo. ¿Será por parte de un hombre, una mujer, un niño, una niña quienes lo han realizado en su hogar? ¿o acaso fue un cocinero en un restaurante para realizar un postre? ¿ha sido un verdulero para demostrar que se trataba de una mercadería atractiva?
El higo suele ser una fruta muy dulce. Se la usa la mayoría de las veces para dulces o mermeladas. Yo he comido por las mañanas, en mi desayuno, mermelada o dulce de higos. Me gusta. Me tienta. El dulce de higos es un dulce que si bien resulta algo empalagoso, es una delicia. Y también he juntado esos frutos de un huerto. O de una planta en algún lugar como un bosque o un parque muy amplio, de esos que de tan grandes parecen reservas ecológicas.
Este higo partido por la mitad, cercenado, que deja ver su interior lleno de pequeñas unidades, formas rosadas y blancas permite también adivinar su sabor. Es una manera de la antelación de lo que comeré algún día de estos. Es más. Me han dado ganas de comer higos. De ir a la verdulería a comprar higos. Pero también disfruto de ver un cuadro con dos higos pintados. Disfruto de una estética además de una deglución. Pienso que no es casual que estos dos higos sean un par. ¿Alcanza acaso alguna vez con comer solo un higo? ¿o hace falta comer como mínimo dos? Quizás el pintor (o la pintora ¿por qué no?, lo ignoro; yo solo veo dos higos), pintó dos higos porque sabe que quien va a comerlos no hubiera quedado satisfecho solo con uno. Sino que busca otro. O aspira a comer más de uno. O pintó dos porque le interesan no las unidades sino los pares. Se trata de una persona un tanto preocupada por mantener el orden para que no exista el caos. Por lo tanto, el número par garantiza un cierto orden.
En mi caso los prefiero en mermeladas en frascos. Las destapo y se las pongo al pan con manteca o queso blanco untable. El desayuno termina por resultar exquisito. Yo he comido una parte del higo, aquello que la empresa de preparación de mermeladas ha elegido para mí. Para que yo comprara. Porque se trata de higos procesados por máquinas. A las que se les agregan muchos otros componentes. Sobre todo poco convenientes, como conservantes y otros productos químicos. Mejor comer un higo de la verdulería (me digo).
Pero el higo es otra cosa. Por eso me gusta tanto esta pintura de dos higos. Son higos completos (por más que uno esté rebanado). Quiero decir: son higos naturales. Higos frescos que se parecen en mucho al fruto que es la fuente de todos los productos que acabo de enumerar.
Ahora es momento de irse a dormir. Mañana compraré higos. O mermelada de higos. O dulce de higos. O higos en almíbar. O algún producto con higos. Como alguna tarta. Me han dado ganas, nada más y nada menos, a partir de una mera pintura, de ir al encuentro de un fruto. Porque una pintura puede despertar las ganas de comer un fruto. Ser estimulante. Se el disparador de una acción. O simplemente ser ocasión para reflexionar acerca de él. Como una pipa. Un fruto que parecía tan inexistente para mí hasta poco antes. Tan anodino. Y ahora ha alcanzado un protagonismo superlativo. Al fin y al cabo, solo se trata de una naturaleza. Si bien no está en su estado más vital, da toda la impresión, por su frescura y sus colores, de que por sus interiores circula la savia, el sabor, esa mitad del mundo a la que el sol ilumina otorgándole una luz que le restituye su carácter de frescura natural.