Me detuve en la sombra transparente
que cielos pastorales derramaban.
La soledad hería el horizonte
para extenderse más ilimitada.
Huyó mi voz de todos sus espejos,
y renaciendo en floración atávica,
dijo con el lenguaje del silencio
lo que decir no pueden las palabras.
Un ritmo vertical buscó mi sangre,
su calidad de lastimada savia,
mientras como firme enredadera
la tierra a mi dolor me encadenaba.
“Árbol”. En: Otoño imperdonable (1948), de María Elena Walsh
Uno
A merced
Una buena forma de escribir en óleo sobre lienzo el otoño en la ciudad de La Plata, Argentina, es salir a caminar. La alfombra color ciruelo, ocre, amarillo, aquel jirón amarillento que estaba perfumado cuando era verde. Ahora es una forma de tapiz. En efecto, el otoño en La Plata, Argentina, depara formas, figuras, adopta configuraciones, incluso abstracciones si uno se detiene, piensa a partir de las hojas en hipótesis o bien en ideas de las que ellas sean el punto de partida para proseguir en una cadena asociativa. El viento forma remolinos que a su vez se agitan en un aire que sostiene las hojas. Las hojas bailan. Las hojas, sin embargo, están inmóviles ahora que las miro, me detengo en ellas, en este óleo sobre lienzo que acaba de formar el viento al agitar las hojas también como una cabellera. Esta técnica es una que muchos artistas vienen ejerciendo hace tiempo. Otoño imperdonable, se titula un libro de una escritora argentina, nacida en la Provincia de Buenos Aires. De vida errante. Es un libro fundamental. Se verá a continuación por qué.
Debemos ser indulgentes con el otoño. Tolerar de él la friolera de sus temperaturas, el vacío de los ramajes. Debemos perdonarlo. Prácticamente nos ofende porque nos confina al paisaje de esa temible caída de hojas tan radiantes. Porque las hojas caen. Las hojas se derraman sobre una superficie casi blanca, casi plateada, casi color nieve. El ramaje se derrumba. El mundo pierde su costado más mullido (desde lo alto, quiero decir, desde la copa de los árboles). El mundo se contrae, se retrae. La ley de la gravedad ejerce más que nunca su oficio. El mundo se repliega, como una anémona que ha sido tocada por un dedo índice. La anémona, las hojas, el remolino de las hojas, la alfombra, los colores terracota, miel, la corteza que adopta los matices de la cáscara de una nuez, la cobertura de una almendra o una avellana. Todo se torna hostil. Las ramas, desnudas como una prostituta que ha sido obligada a caer en brazos de un hombre que no ama. Es más, por el que siente desprecio.
Me siento en un banco. Observo detenidamente en la Plaza Islas Malvinas, esa suerte de bosque aflictivo que es un lugar público en otoño. Un bosque que de un modo u otro es un reflejo de lo que este país ha sido siempre. Una patria que no ha gozado de bonanzas. Quizás el otoño sea la metáfora perfecta para dar cuenta de lo que es la Argentina. O América Latina entera, por qué no. Con sus vacíos, sus caídas, sus derrumbes, su habitar las zonas más vulnerables, las más bajas.
El otoño es sinónimo de pérdida. Una estación en la que los retoños se desprenden del tallo. El Centro Cultural “Islas Malvinas” fue un centro de detención clandestina en la época de la última dictadura militar, entre los años 197671983. Ahora se realizan exposiciones de fotografía y de pintura, presentaciones de libros, hay una confitería donde se puede desde almorzar hasta tomar un té o un café. Hay juegos para niños. Se hacen recitales de rock. Esta Plaza, en cambio, ha rebrotado. Había caído en un otoño imperdonable. Ahora las estaciones, el paso del tiempo, las órbitas de los astros hacen que el tiempo pase, las dictaduras caigan como las hojas caen. Asumen gobiernos democráticos el poder por parte de civiles. Somos, por fin, afortunados en este otoño imperdonable.
En el otoño las hojas se salen de madre. Pierden su condición de hoja, devienen cadáver. Las hojas que fueron verdes ahora se achicharran. Se estropean. Sucede que ese panorama que parecía tan anhelado porque uno pensaba en las alfombras (no me digan que las alfombras no hacen sino fantasear a las personas con el lujo, las alfombras de su casa, que evitan el frío en los pies, las de los artistas en la alfombra roja de ciertas celebraciones, las de algunas modelos que se mueven, sexies, exhibiendo sus caderas, su torso, su belleza por la pasarela). Alfombras que nos permiten pensar este otoño como un lugar no estrictamente de pérdidas, sino más bien de lujos ¿qué clase de lujos podría ofrecerme el otoño?, se preguntará una persona sensata, inteligente, perspicaz. En principio diría que estéticos. Porque sus imágenes son plásticas, definen, pese a ser difusas, una mirada atenta, dispuesta, permeable a la percepción, detecta un contorno que sugiere efectivamente la silueta/hoja. Esta pintura, por ejemplo, también tiene las agujas del negro. Son las inminencias del otoño, esas que de modo indeseable se pueden presentar porque son como puñales. Puñales negros. Puñaladas. Como las del centro de detención clandestino. Ese puñal que no esperaba que llegara con el otoño. Y sin embargo ha llegado. Llegó con el dolor que cala los huesos. Ese dolor que hiere a los árboles. Es más: se trata de una daga. Un arma blanca. ¿qué podría tener de blanca un arma? En todo caso serían armas negras, como estas. Como la noche. Como el petróleo sobre el mar, como la última hora del día que se alarga hasta el amanecer. Pero puede haber una luna roja o lacre, del color de la sangre. La sangre es lenta, su discurrir es parsimonioso, su torrente fluye sin apremios. La daga queda toda roja, como la sangre que ella ha hecho irrumpir en el mundo por sustracción de piel e incisión de carne. Y pienso que este otoño deberá ser perdonado. Deberé perdonar también al sistema solar, que es el que adjudica la proximidad o distancia de la tierra respecto del sol. La lejanía del sol y la permanencia de la tierra en su órbita. Dos astros, uno todopoderoso. El otro, su vasallo, pero que sin embargo goza del privilegio de la vida. La vida, entre otras, vegetal. De las hojas. Yemas que caducan. Que sin embargo han muerto hoy. Como en la canción que interpreta Ives Montand, “Las hojas muertas”. “Les feuilles mortes”. Y que tanto me ha enamorado pese a su terrible desolación. Para los que no conocen, su fragmento fundamental, traducido del francés (por mí) dice así: “el amor separa tan dulcemente, sin hacer ruido”. Es una buena metáfora del otoño. Salteo las hojas cuando camino por la calle. Las parvas de hojas me recuerdan a la canción de Ives Montand. Y si bien he perdido a una mujer que no existía y ella me ha perdido a mí, pese a que no yo no existía ella en la suya, desisto de echarle la culpa a estas hojas extraviadas por el viento que las tiene a su merced. La reciprocidad de la despedida, cayó de maduro como caen las hojas del otoño, como caen ciertos frutos en temporada sobre todo primaveral y estival, al estilo de las peras o las manzanas. Les cuento. Cuento era chico íbamos a la quinta de mis abuelos todos los primos. Y había unos perales. Las peras no se podía comer. Eran peras vedadas a la alimentación. Pero jugábamos con ellas. Nos las arrojábamos. Y pegaba la pulpa contra nuestros muslos. Era un juego con un jugo. Era un juego relativamente repugnante. Pero éramos niños. Y a esa edad las cosas siempre dan una impresión distinta de la que le provocan a un adulto ¿Cuál será mi anhelo este otoño? No lo sé. Poco sé, salvo que me sentaré en un banco de una plaza (probablemente la Islas Malvinas, me recuerda caídas, momentos que no debieron haber tenido lugar, instantes que la memoria guarda para algunos, para otros es un mero paisaje otoñal o un café de despreocupado domingo). Estaré a salvo, dispuesto a escuchar el crujido de las hojas secas. Harán ruido, crujirán. Se las escuchará. Las hojas dejarán de ser materia viva para devenir sustancia necrosada. Y esta pintura que diera la impresión de ser toda alfombra, toda caída de hojas, toda una zona en la cual el impacto de la hoja al caer la alojó en un espacio que el viento terminó de definir. Y será él quien termine, por fin, de determinar. La hoja está. A merced.
(…)
Si hablo del otoño es porque llueven
llantos sin fin en un jardín desierto.
Sugestivos silencios me conmueven
si digo que los pájaros han muerto.
Creo que todavía no he nacido,
y hace mil años que me desconsuelo.
Contemporánea de las hojas, pido
un poco más de tierra para el cielo.
(…)
“Poema con razones principales”. En: Otoño imperdonable de María Elena Walsh
Dos
Dagas
Podrían ser tres primeros planos (¿un cuarto casi oculto?) de los troncos vacíos se adivinan sendos árboles (¿jugamos a que son tilos? En mi ciudad han plantado tantos tilos, abundan del mismo modo que las palomas, que son plaga). Se trata de troncos muy negros. Como el petróleo (ya ven, es como un leitmotiv). Como el color de la parte trasera de ciertos pingüinos. Debería chequearlo. Porque no todos los pingüinos son del mismo tipo. Por lo tanto, no todos los pingüinos estimo son del mismo color. Los seres humanos tampoco lo somos. Están los hombres negros, están los rubios, están los pelirrojos, están los morenos o los albinos y así siguiendo. Sí, acá está. Acabo de consultar la Enciclopaedia Britanica. Es el pingüino de Humboldt al que quería hacer referencia. Hay una zona de esta pintura, no sé si llegan a apreciarla, que es vagamente blanca. Si tuviera brillo bien podría ser plateada. Se trata de un trabajo este otoño que ha concebido la pintora, en el que afortunadamente los colores se mezclan. Y se combinan. Hay cromatismos interesantes. Correspondencias que son infrecuentes para ser un otoño apacible. Para estar en otoño. Para vivir en otoño. Para existir en otoño. Yo creo profundamente en que no se vive, se existe. La existencia me resulta un tipo de vida cargada de significados. De sentidos. También sociales. Con el semejante. Y con uno mismo. Porque vivir es también existir con uno mismo. Es mantener experiencias intransferibles. Intensas con uno mismo. Cuando piensa. Cuando medita. Cuando imagina. Cuando reflexiona. Pero ¿acaso le estaremos hablando a un interlocutor implícito? ¿a un alter ego que no estamos en condiciones de identificar pero sí de saber que allí está? Vivencias que son incomunicables. Pero lo cierto es que vivir no es lo mismo que existir. Mi existencia es vivencia también. Pero la existencia excede a la vivencia. La existencia tiene una serie de significados y sentidos que involucran puntos de vista, concepciones del mundo, una ideología, una relación con el cosmos, una relación con el prójimo, en el mejor de los casos considerado un semejante. “Lo que importa es la vivencia”, me ha dicho cierta vez una persona que me impartía clases de una técnica oriental. Yo le hablaba de libros. Y ella me habló de la vivencia. De modo que a partir de su observación me interesé por la vivencia para que mi existencia fuera más rica, dispusiera de matices, se nutriera de experiencias estimulantes pero también introspectivas. No necesariamente físicas. Aunque también la vida física resulta importante. Resulta fundamental, me atrevería a decir.
Ese fondo plateado remite a tantas cosas ¿Por qué no pensar que es luz lunar? Estamos de noche. Acaba de caer el sol. La artista está en su atelier contemplando el firmamento. El cielo, mejor. “Firmamento” es una palabra demasiado solemne. Demasiado literaria. Entonces ella, la artista plástica, mira la luna. Tapizada, rodeada, a su vez, de un halo. Luego, de estrellas que emiten un brillo que no es el pálido de la luna (que jamás es estridente, a diferencia del brillo del sol). La luz de las estrellas es como el brillante de ciertas piedras preciosas, como las joyas que usan algunas mujeres. ¿Las modelos? Pienso: “Este cuadro posee las tonalidades de la tierra y del aire”. Pienso: “Este cuadro posee formas del otoño: aguijón, aguja, tronco, entorno a tono con la estación”. Pienso: “Este cuadro es un microcosmos que no decae sino que se yergue”. Cuando digo que se yergue digo que lo hacen los troncos negros. Esas formas negras, como puñales, como la noche, como cuando nos vamos a dormir, apagamos el velador, no queda ni un resquicio de luz en el dormitorio, el mundo se ha vuelto una constelación en la que la luz se ha disuelto. No ha quedado un solo grumo. Orbito en ese espacio con temor (recordemos que en la oscuridad uno de nuestros sentidos primordiales, el de la vista, el de la orientación más primaria, queda anulado). Quedamos inermes. Estamos en plena orfandad. Entonces nos entregamos al sueño como un mecanismo de defensa. Y sueño. Tanteo, estoy de noche en la plaza. No hay farolas. Es la Plaza Islas Malvinas. Camino por entre los árboles. Las hojas crepitan debajo de mis pies como crepitaría una hoguera en caso de estar encendida con estos mismos troncos o estas mismas hojas. Están las hojas secas. Sin embargo, todavía palpo alguna que ha sobrevivido a esa catástrofe que es el otoño. Palpo los troncos. Están arrugados. Son superficies ásperas. Pero no me pinchan. No son como un cactus. A lo sumo me raspan. Son como formas que se adaptan a mis palmas, a mis dedos, a mis muñecas, a mis antebrazos. Pero mi cuerpo al rozarlos o al apoyarse en ellos percibo las protuberancias de los relieves. Esos relieves conforman figuras. De pronto: caigo. Me entremezclo con las hojas. Estoy recostado sobre un colchón de hojas que no son un espacio hostil pero tampoco son un espacio ni cómodo ni natural para un mortal civilizado. Me muero de ganas de pegarme una ducha, de quitarme de encima tanta intemperie, de abandonar la plaza. De marcharme de ese espacio que no es mi hogar. No es mi territorio. No es mi tierra. No es precisamente un jardín. Si bien voy a caminar todos los días tres o cuatro vueltas para ejercitarme. Mi respiración se agita en esos casos luego de un trecho. Como ahora, que estoy agitado. Me tiemblan las piernas. Me encuentro en un estado de conmoción. Tengo miedo. Tengo miedo a lo que pueda irrumpir por entre la oscuridad. Y eso incluye: un ser humano, que puede ser tanto un criminal como un pordiosero, un animal doméstico suelto, un animal salvaje. ¿perros cimarrones? La ciudad está plagada de perros sueltos, sin dueño, que deambulan, sobreviven comiendo sobras de comidas o que van a los basurales. Hurgan en los sobrantes que la gente arroja de modo despectivo porque ese no es un producto que a ellos les resulta ni de utilidad ni sea una provisión para su alimento. Detecto acaso aquello que no puedo distinguir ni conozco, pero que sé puede ser una amenaza. Siento que estoy en el lugar equivocado en el tiempo erróneo. Me siento la persona que está fuera de lugar. Mal ubicado. Desubicado. Impertinente, no por insolente, sino por poco oportuno. De pronto: despierto. Acabo de pasar por una pesadilla. Eso lo explica todo. No obstante, el resabio de la respiración agitada, del pecho angustiado, la opresión perdura. Recordemos que después de una pesadilla el cuerpo todo, la subjetividad, el psiquismo queda en un estado de emoción que es conmoción, casi violencia hacia el cuerpo, agresión hacia el cuerpo, cuyo impacto lo ha desordenado. Además de haberlo perturbado.
He descubierto que este cuadro es un bosque. O quizás una vereda de La Plata, en la cual los árboles están muy pegados y arraigados los unos con los otros porque son añosos. No están muertos, pese a su negritud. Están atravesando el otoño, una temporada de crisis para cualquiera. Las hojas muertas (ya lo anunció la citada canción). La temperatura fría. El viento inquietante. El clima en ocasiones llega al punto de la escarcha. Lluvias, que deberían alimentar ese paisaje, son tan frías, que hieren, es el otoño imperdonable. Jamás podré perdonar a este otoño. O al otoño en general. Pero me refiero en este caso puntual al de la pintura. Al otoño que la artista ha plasmado en esta tela, cierta tarde, mientras había vientos en otoño. Mientras arreciaba el viento del otoño ¿O sí podré hacerlo? Es una temporada en el infierno. He leído a Rimbaud, pero eso no alcanza para descifrar su misterio. Su fuego. Ese fuego que en el otoño no existe. Ese fuego que es solo alfombras de hojas secas. Las hojas secas que son quemadas en hogueras producto de la necesidad de eliminar las hojas muertas. Se realizan verdaderas quemazones en el otoño. Las personas con jardines y árboles en sus casas deben barrer todo el tiempo y sacar en bolsas las hojas a la calle. El basurero actuará más tarde. Ese fuego que tan solo, en este otoño de La Plata, Argentina, me permite reflexionar, acerca de temas que le importan a poca gente. Pero que para mí son de vida o muerte. Como las hojas del otoño. O mejor: el proceso según el cual nacen, se despliegan, brotan. Hasta que llegada una cierta etapa del año solar, algo, una atmósfera, una distancia del sol a la tierra, las hace dejar de crecer, morir, perder la vida. Y derrumbarse. Como ciertas personas de avanzada edad. Que se tropiezan, caen, en ocasiones deben ser operadas con graves riesgos. Pero el mundo sufre el otoño no solo por las hojas de los árboles y el deterioro de los árboles. Sí parcialmente. La mano del hombre, la mano izquierda de la oscuridad, realiza su tarea destructiva.
Esta pintura, como dije, me recuerda un bosque. El plateado o blanco o gris claro me desconcierta. Pero no obstante percibo noción de conjunto. Percibo algo de naturaleza unánime. Percibo la hilera de árboles o troncos. Percibo su color uniforme. Percibo la armonía que la artista, pese al caos que supone que una estación nueva y destructiva se ha abatido sobre el mundo, le ha dado se ha cumplido. Cuando una artista crea se producen movimientos en su interior. Hay espasmos. El corazón late y se precipitan imágenes sobre el lienzo producto de su mano que las distribuya, traza formas. La mano trabaja. Es ese trabajo de la sensibilidad, el que la brinda identidad al cuadro e identidad a la artista. Y esa armonía es perceptible. Y es la razón por la cual mi escritura entra en un diálogo directo, intenso, pero también en un juego dialéctico con su lenguaje. Sus imágenes visuales, con mis imágenes visuales que se construyen o, según se mire, se dibujan con palabras.
Y menos mal que ya la enredadera,
azogada de lluvia, merecía
pecíolos de luz mientras la era
bajo el silencio azul reverdecía.
Un capricho de nubes solo fuera
aquella negación del mediodía,
abierto luego a un portal de espera
y en una ingenuidad de celosía.
Desavenido el cielo en mi ventana,
su repentina dicha en mi amargura,
casi temí al milagro esa mañana.
Hasta que el viento, amigo y forastero,
me convidó a aprender agrimensura
por entre el cardo en flor y el duraznero.
“Epílogo”. En: Otoño imperdonable de María Elena Walsh
Tres
Inminencia
Esta imagen más que sugerir un otoño de hojas sugiere un arroyo otoñal. He escrito sobre arroyos otoñales. Sobre ojos de agua otoñales. Sobre mares otoñales en los que tenían lugar historias de amor u historias a secas (¿por qué deberían ser siempre amorosas?). Pero este es un paisaje en movimiento. Se desplaza. Se mueve. Se agita. No logro avizorar embarcaciones. Ni botes. Ni canoas. Ni veleros. Ni balsas. Lo más natural sería pensar que en un bosque, si existe un ojo de agua (como me gusta pensar a mí que este paisaje lo es), debería existir una balsa. En un bosque (porque estamos en un bosque) hay troncos. Troncos hachados. Troncos caídos. Troncos cortados. Troncos que el viento ha arrancado en una tormenta ¿por qué no? De otoño. Las tempestades, las tormentas, los temporales, echan por tierra a los árboles. De modo que contamos con maderas para armar una balsa. Cuesta trabajo armar una balsa. Pero vale la pena el esfuerzo. La balsa surca este territorio por el que a su vez flotan hojas (no flores, las flores se han secado, el florero vacío, los tallos muertos, las riberas del arroyo o del río con el pasto seco, ausencia de flores, carencia de pecíolos). Hojas secas. Es un territorio en movimiento. Esta pintura sugiere movimientos, desplazamientos, agitación del agua No movimiento en singular. Sino movimientos en plural. Se trata de encontrar el lugar propio o más propicio, en todo caso, por dentro de este marco.
No entraría al agua en otoño. A menos que me lo propusiera como un desafío (en la Patagonia argentina cierta vez lo hice, me desafié, lo logré, el agua estaba congelada). Me desafío a entrar en esa alfombra de hojas de agua. ¿Hojas de agua u hojas en el agua? Un temblor agita las hojas. Es el agua que a su vez agitada por el viento mueve sus magníficas hojas. Las hojas no son desperdicios a mis ojos. Son el producto de un ser vivo. Luego alimentará como un humus la tierra. Será un abono para otras plantas en primavera o en verano. Un producto que ese ser vivo segregó o, en todo caso, brotó de él. De sus tallos. Antes hubo yemas allí. Las hojas visten la copa de los árboles. Frente a esta desnudez que a ciertas personas las consterna. Dicen: “Es tan hermosa la primavera. Las flores estallan. Todo es colorido”. Yo me río. Es como si un chico que miraba TV en blanco y negro de pronto pasara a una a colores. O un plasma, diríamos hoy, para estar a tono con los tiempos que corren. Me parece un razonamiento simplista. Pueril. Me parece que es no asumir el otoño. Y me parece una emoción que denota no saber vivir. No haber madurado. Sencillamente porque esa persona no sabe apreciar esa zona del otoño que sí se disfruta. Esa zona del otoño que es pura belleza.
Me preguntarán ustedes muchas cosas acerca del otoño. Por qué lo elegí para escribir sobre él. Qué encuentro de atractivo en sus visajes. Qué no encuentro de atractivo en otras estaciones para elegirlas y escribir sobre ellas. Podría haber elegido una estación con mucha luz, con mucho sol, con tardes iluminadas y canteros llenos de flores. Por qué elijo una estación en la que el sol se pone temprano y amanece tarde. Pero ¿es que tiene alguna importancia eso? ¿no es banal preguntarse, interrogarse, estar pendiente de semejante cosa? No vivo atento a los relojes ni a los calendarios. Mi vida pasa por otro lado. La escritura dicta su ritmo. La lectura en menor medida, pero también. El bienestar del arte en generar me despierta toda clase de sensaciones. Hay una imagen que dispara a la escritura. Ese disparador es el que pone en actividad a mis manos sobre un teclado. Las huellas digitales dejan sus marcas en las teclas. Es una especie de instrumento musical porque logro escuchar sonidos. Sonidos que a su manera son musicales. Son sonidos armónicos o bien veloces como liebre. Son movimientos que dieran la impresión de ser espasmos. No tengo respuestas para los misterios. No hay secretos para esto. No hay trucos. He visto estos cuadros. Estas obras pictóricas que de inmediato me remitieron al otoño. Me cautivaron. Me han resultado impactantes en su fortaleza, sin fisuras, me han resultado la vivencia por la que estaba atravesando en este momento, en Argentina, en el Cono Sur. Cuando regresaba de mi caminata diaria por mi barrio, veía esto (estamos en otoño en La Plata, la ciudad llena de hojas, al punto que deben ser barridas para evitar que se tapen los desagües). Camino la ciudad. Regreso a casa. Miro estos cuadros: “¡Es lo que he visto antes de entrar!”, me digo. “¡Es lo que he vivido!”, me digo nuevamente con una sensación de mucha exasperación. Luego: escribo. Adivino que muchos no entenderán por qué elegí el otoño entre tantos otros colores a los que se les podría haber adjudicado belleza. Entre tantas otras estaciones. Es más: por qué elegí estas cuatro pinturas para procurar entender el misterio cifrado del otoño. Bueno, por ejemplo el color terracota siempre me resulta irresistible. Esa es una buena razón para sentir atracción. Tampoco veo la razón, para ser sincero, andar dando explicaciones. Ir al encuentro de la belleza, encontrarse con el shock que nos produce lo estético no tiene demasiada explicación. Se trata del impacto que produce ese dúo forma/color.
Hay grumos en este cuadro. Formas que emergen o dan la impresión de emerger de él como como pequeñas protuberancias perennes. Porque el cuadro queda congelado. Como la instantánea de este otoño que vivo. Un otoño instalado. Un otoño que pareciera indefinidamente presente. Sé que se marchará. Pero también sé que en este presente del indicativo, el otoño no se marchará. Habitará mi subjetividad para que pueda escribirlo. Me permitirá que sea escrito. Escrito en el cuerpo. Escrito en la página o la pantalla el otoño. La estación otoñal, si así prefieren. Me dará esa oportunidad. Escuchen. Acaba de cantar un pájaro por la madrugada. ¿será un estornino? ¿será una calandria? ¿será el arrullo de una de las palomas que son plaga en mi ciudad?
Y luego en medio de esta agua hay un delta. Las aguas irrigan, se agitan, se movilizan. Pero más que agitarse circulan, se desplazan, apenas se mecen. En el medio: un palimpsesto en el que se perciben sustancias y objetos de varios reinos. Mineral, vegetal. Hasta podría estar presente el animal. ¿por qué no peces debajo del agua? ¿por qué no un calamar? ¿por qué no una anémona, que tanto tiene de vegetal en su dimensión visual, salvo que es retráctil? Aunque uno sabe que no caerán sus hojas o sus ¿tentáculos?
El otoño que esta pintora de mi ciudad de La Plata me ha hecho recorrer, es un otoño que me ha conducido por pasadizos insospechados. Estímulos que se han amplificado. De la canción popular, a mis historias, de allí al fondo del amor, al agua, a los puñales, a las definiciones de ciertas enciclopedias, a la política, a ciertos animales, al sueño o, mejor, al infierno de la pesadilla, a un libro de poesía que admiro. A mi padre, de cuya mano conocí ese libro. Es un libro que a mi padre le gusta especialmente. Sentí curiosidad por él. Recuerdo ahora que me explicó cierta vez que hay en la poesía de la argentina María Elena Walsh, la autora de Otoño imperdonable, precisamente, este es su primer libro (que sin embargo convengamos que nace maduro, tiene apenas 18 años cuando lo publica), versos que tocan nuestras fibras más íntimas. Los toques emocionales que más nos movilizan porque menos los esperábamos. Pero regreso a las balsas que me desplazan, los troncos que las construyen, alfombras de hojas en la gama del color que va del marrón, al terracota hasta el color obispo. El frío. Y yo, que siendo testigo de este otoño existo, me entrego a su majestuoso espectáculo. Ahora que lo pienso, ahora que lo siento, el otoño no es esa estación de la muerte que nos han hecho querer creer que es. Es otra clase de estación. Es una transición en la que tenemos que empezar a ejercitar la paciencia. Y hacedor del otoño de estos papeles, decido ponerle un punto final. En verdad, el punto culminante, ese de la despedida. En señal de adiós. O, mejor aún, el momento del definitivo perdón.
Este trabajo es una propuesta interdisciplinaria a cargo de Adrián Ferrero, autor de las prosas poéticas, y de *Vivi Nikow, artista plástica argentina de la que añadimos su CV:
Vivi Nikow. La Plata, Argentina. Artista plástica profesional desde 1983. Integrante del movimiento internacional Neutral-ism. Participó de más de 80 exposiciones colectivas en Argentina, República Dominicana, Suiza, Polonia, Chequia, Montenegro, Serbia, Italia, Hungría, Lituania, España y Francia. Realizó 25 muestras individuales en Argentina, España, Brasil y Francia. Invitada de honor 1997 en el Museo MIDAN de l´ Île de France, Francia, para realizar una muestra y un mural, ambos dedicados a nuestras fiestas populares. Sus obras son parte del acervo del MUMA de Junín (Argentina), MIDAN (Francia), Museo Internacional de Arte Naif de Jaén (España) y Museo Neutralism de Nereto (Italia). Sus pinturas ilustran libros de cuentos, poesías y escolares, portadas de libros y discos, y tarjetas postales de diversas organizaciones de beneficencia. Ha intervenido como jurado en salones y como curadora en varias muestras de arte.