I
Noche abierta
En ocasiones me pregunto. ¿De qué modo plasmar en palabras imágenes que no tienen contornos nítidos? ¿cómo traducir a un lenguaje verbal aquello tan incierto como una pintura abstracta? Y cuando digo “incierto” me refiero a que se trata de un cierto tipo de creación artística cuya esencia no está delante de nosotros para, con un impacto simplista, juzgar un tipo de producción precisamente pintada para el desconcierto. Una opción es desplegar sobre la pantalla en blanco una enumeración de intuiciones. No lo que veo. Sino lo que entreveo. Como si escuchara lo que sucede a través de una puerta entreabierta. Aquello que las sutiles líneas o blancos que, en contrapunto con el negro, me permiten vislumbrar. Vislumbrar no diría que objetos o seres, pero sí tomar como punto de partida alguna clase de perfil. De contorno. Más o menos nítido, al cual aferrarme. Y si me preguntaran por un perfil en este cuadro, diría que percibo algunas columnas, o troncos (podrían ser de árboles, podrían ser postes, podría tratarse de otra obra plástica que, en abismo, define su identidad con ese motivo). Hay unas paletas en negro con un cromatismo en blanco o un gris pálido. ¿color perla? ¿color blanco como la harina o blanco como el azúcar refinada? Estas formas cuya nota dominante es la verticalidad, en color blanco, tan cerca de los negros que resulta prácticamente imposible distinguir la transición de un negro a un blanco. Hay un contrapunto porque los cromatismo al estar en las antípodas, se imprimen libremente los unos sobre los otros.
Lo cierto es que estos objetos, seres vivos o seres petrificados, o seres inanimados, están rodeados por el negro de una noche, de un paisaje oscuro, un cielo encapotado, una cierta clase de color muy similar al del carbón, el del hollín, un cielo cuya claridad podemos discernir es la que emite la luna. Una luz fantasmal. Tan común en películas que pretenden impresionar con emociones fuertes e imágenes efectistas. Se busca a los fantasmas o lo fantasmal, a los espectros, a los criminales, porque en la noche de Cabo Polonio hay muy poca luz. Muy pocos reflejos, no hay electricidad en esa costa, más de la elemental. Un refugio para las almas agrestes. Estas formas blancas son quizás el tronco de un árbol que llamativamente carece de hojas. Yo propongo la lectura de los árboles sencillamente porque están en hilera (enfilados el uno junto al otro, como se suelen plantar en ciertas plazas o en la carretera o en las ciudades), y como este cuadro ha sido pintado en otoño (juguemos un poco, les propongo sobre todo jugar, así, eso es el arte) la pintora melancólicamente escrutaba por la ventana de su atelier por las noches ese conjunto vegetal. Luego quedó plasmado el paisaje en su retina. Hasta que el pincel entró en acción. Intervino el lienzo que a su vez intervino, impactó en la vida de la pintora que comenzó a sentirse obsesionada por ciertas imágenes. Troncos firmes, como la madera de un roble o un nogal. Imagino la presencia de la artista ahora en otro plano. Mirando detalladamente su propio cuadro. Un cuadro cuya forma principal ya ha sido trabajada, identificada (al menos mentalmente) ¿Cómo sueña esta pintora? ¿soñará con sus propios colores, con sus propias formas de significativo significante tan abierto a los sentidos? ¿soñará con pupilas nuevas?¿no soñará en colores? ¿el blanco y negro la perseguirán como una fiera a un inofensivo cervatillo? Ser artista requiere ser un poco mago, tener buen ojo, dejar de tenerlo para mirar de modo certero aquello que ha realizado. Y, sobre todo, ser valiente. Cuando somos artistas salen de nosotros nuestros miedos, afloran nuestras incertidumbres. Los vacíos de la memoria bruscamente se colman con aquello que regresa. Lo que no siempre resulta ser grato.
Lo cierto es que aquí debe alcanzar su punto culminante. El blanco de los árboles, de los postes están enfilados. Hay una geometría innegable. En la oscuridad sabemos que los bordes, la cartografía de los objetos o seres vivos se pierden. No obstante, el blanco sobre negro, el negro sobre el blanco, dialogan. El tronco de los árboles marca indudablemente un contraste. La materia informe de la noche asusta un poco. No puedo dejar de recordar los cuentos de Edgar Allan Poe. Alguna que suceda en la noche, cuando las almas en pena salen en busca de reparación o de venganza. Tal circunstancia provoca escalofríos. Es decir: es escalofriante, para encontrar el adjetivo más ajustado a la frase. Otro poco invita a internarse en este descampado. En este bosque. El bosque de la noche. Este es el título de un libro que no he leído jamás, pero que muchos autores eligen como su favorito cuando les solicitan en las entrevistas que desnuden la cocina de su escritura. Es “un libro de culto”. Leído por pocos, solo por los expertos. Un bosque en el que como en los cuentos tradicionales puede ocurrir literalmente de todo. Hadas o brujas, calderos o sapos, hechizos y maldiciones. Y si prosigo mi juego, puede que en esa oscuridad se haya escondido la propia pintora. Para encubrir su propia identidad. Sustraerla del texto para sustraerla del mundo. Un autora que aspira a ser invisible. Que solo sus cuadros sean los mirados. No ella. No su artífice. Es más, la pintora está agazapada en medio de esa oscuridad, sin miedo porque es ella la que ha concebido estas imágenes. En su redil (¿su atelier?), investiga, busca las formas. Las formas más ambiguas. Yo, como su alteridad, soy alguien que puede imaginarla para restituirle su condición de existente, ya no de trazo invisible o implícito en la pintura. La miro desde ese misterioso bosque de la noche. Bosque. Es una palabra que recuerda a los cuentos populares, a algunos cuentos de Andersen, de los hermano Grimm, de los cuentos de Charles Perrault. Sucede que atribuirle a esta pintura denotativamente la presencia implícita de cuentos infantiles, niños, niñas, ávidos por escuchar cuentos de aparecidos, de lobos, extravíos en medio de su camino rumbo a un destino previamente pactado, previamente fijado, resulta demasiado arbitrario. Consiste en aportar mediante la imaginación creativa una imagen que sin embarco permite imaginarlo todo. Así son las pinturas de esta artista: un ambiguo dispositivo de artes plásticas que nos conduce por pasadizos, por inescrutables formas, por pinceladas de terror. Y cuando digo “terror” me estoy refiriendo a las emociones de la noche. A las emociones más intensas. En las que tienen lugar las pesadillas. O al atravesar el bosque queda el recuerdo desolado de que en la oscuridad solo se puede discernir la amenaza.
Entre la artista plástica y yo nos estamos midiendo. Ella: un esfuerzo pictórico. Yo: una inspiración creativa. Pero no es un duelo: es una alianza. Una energía que se vuelca por sobre el universo de los colores, consiste en la apuesta a ciertos perfiles. La literatura, es cierto, puede imaginariamente jugar con los colores. Puede nombrar un objeto y afirmar de él que es de tal o cual tonalidad. Puede incluso nombrar toda una serie de asociaciones libres hasta dar con una que deje satisfecho al autor que escribe este manto de negrura que todo lo devora. Parecen las grandes fauces de un escualo.
Pero bueno, tampoco seamos tan irreductibles. Pensemos también que el lenguaje nombra los colores: negro, blanco, gris, gris perla, azabache, negro noche, negro cielo encapotado, negro pantera, negro misterioso sombrero bombín, negro galera de las que usan los magos. Muchos sombreros son negros. Un turbante de un habitante de la India o de Pakistán. Claro que hay muchas otras cosas que son negras además de la noche, una galera y un cielo encapotado. El smog. El carbón. La pantalla de la computadora cuando está apagada. Ahora está, delante de mí, puro blanco, celeste y puro texto en negro contra un fondo blanco. ¿Su sostén? ¿Su soporte? ¿Su identidad que queda plasmada entre mis textos? Sí. Esa es la palabra. Un soporte. Un soporte negro, lo que vale decir: pura escritura. En mi escritura, cuando sea leída por ella, por la pintora ¿Qué sentirá Silvia Herrero? ¿le gustará acaso la cantidad de reflexiones e imágenes que me han regalado sus cuadros? ¿no le resultarán descabelladas a una pintora abstracta la forma de puzzle que adopta su cuadro con todas estas formas a las que he impuesto por escrito un significado? No lo sé. Entiendo que cuando ella vea concluido el trabajo, será honesta y me dirá: “Cuánta capacidad de imaginar”. “Sos imaginativo”. O: “Esa es solo una lectura”. Y yo le diré: “Claro. Es una lectura entre tantas. La responsabilidad aquí no es de nadie. Es decir: cada uno de los miembros del esquema de la comunicación culminan en mí: el receptor. Y culminan en mi escrito. Una prolongación en traducción de discurso verbal de un conjunto de cuadros. Una constelación. Sí. Eso. La interpretación sensible. Es un adjetivo que muchos me han atribuido. O bien “eso sos capaz de verlo vos solo”. O: “Sí, alguien que llegó a casa a mi atelier me dijo algo vagamente parecido”. “No lo mismo. Simplemente un recuerdo vago de infancia, de lo que escribiste vos”. Yo me sentiré feliz de que en esta intersubjetividad entre la pintora, Silvia Herrero, y yo, existan consensos.
No desesperen. De algún modo nombraremos a la paleta de los negros. A aquellos colores que se caracterizan por dejarnos a ciegas. No hace falta sino pensar cuando estamos escribiendo en la Notebook y de pronto se corta la luz. Cortocircuito. Piezas de un ajedrez que entre el caballo, la dama, la torre, el rey y la reina configuran una cierta forma del poder. En el ajedrez sabemos que, en función de su movilidad, hay piezas con mayor o menor poder. Con mayor o menos jerarquía. Y que derribar a unas piezas no da lo mismo que derribar a otras. De allí el jaque mate, el que finaliza el juego que es como si finalizara un sueño. La dama es libre. Es la más libre. El rey, aunque sea la máxima autoridad, es la pieza más torpe pero también la más codiciada. Da pequeños pasitos. Pasitos cortos. Es la figura más lenta, que vagamente nos hace pensar en quelonios o en orugas. Avanza de a pequeños pasos. Es parsimonioso. Pelean en este cuadro de negros y blancos o negros y grises los colores: pelea mi ajedrez. Un ajedrez en el que quedo cautivo de un relato. En ese relato, en ese bosque oscuro, ese bosque de la noche, está Djuna Barnes, la autora del libro, en una cabaña escribiendo su novela. Es una mujer astuta. Porque ama y ha amado la noche toda su vida. Le ha gustado salir de copas cuando se ha puesto el sol. De modo que este cuadro es ideal para ver de qué modo en ese bosque antiquísimo o reciente (nada sé de antigüedades), puedo imaginarla escribiendo. Con una máquina de escribir. O bien el manuscrito para luego pasar a una máquina de escribir: su creación inquietante. Djuna Barnes publicaba El bosque de la noche en 1936. En Editorial Faber and Faber. Djuna Barnes debió hacer malabarismos al publicar esa novela. Fue audaz.
¿Y qué me espera a mí? En este bosque de la noche con minúsculas, más palabras “bosque”, más palabras “noche”, menos bosque que noche. La noche reina, incierta, en un mausoleo de figuras que, entre el blanco, el gris y el negro, el color perla, el color crudo, me cautivan. El color negro también es el color de las panteras. Y en estos momentos, todo conduce a pensar que estoy habitando un momento de eternidad peligroso. No porque mi vida sea eterna. Sino porque abismada en este cuadro, la ilusión de una trascendencia es posible, es tangible, es real. Es posible por más que el cuadro sea pura imagen. Anda faltando un farol, un alma que me acompañe, me tome de la mano para atravesar este bosque de la noche. Un alma que no sea o esté en pena. Finalmente he traducido un cuadro a un texto. O he traducido un libro a una lectura muy personal de esto que no siento que me detenga pero tampoco que me libera. En realidad esta pintura me deja azorado. La oscuridad da miedo. La noche cae, como sus manchas de tinta china, sin estrellas. Por allá, la luna se esconde por detrás de unos nubarrones. Es por eso que vemos tan pocas cosas. Y las que vemos nos asustan. En fin, será cuestión de dormir un poco. Y tal vez volver a soñar, por su intensidad, con este cuadro. Lo pictórico en lo onírico. Pincel contra tela. Cerdas contra pinturas negras. Cerdas de pinceladas mojadas en un cromatismo en el que el negro, como en el ajedrez, es la pieza más poderosa.
II
El arte de mirar
Estamos frente a un conjunto de barrotes, esto es, de una construcción que adopta la forma de serie, de baranda, que a su vez se define o se resuelve en una hilera de rejas. Son fuertes porque son de metal. ¿Hierro? ¿plomo? ¿acero? Y de pronto, tan de repente, tan de repente que no logro detenerlo, detenerlo como mínimo en mi mente, una vorágine blanca, un torbellino arremete contra los barrotes y el cemento de esas rejas. Contra los muros bajos. Es tan fuerte la reja pero al mismo tiempo tan poderosa la vorágine, que el temporal de viento y nieve, nevisca, arremeten, practican un agujero, un orificio enorme en las rejas. Las rejas ceden. La tormenta de nieve practica una erosión que finalmente deja a la reja reducida a un círculo. Un círculo con volumen (¿una esfera?). La construcción queda a merced de los elementos. Porque de eso estamos hablando. De una intemperie y de un estado de cosas meteorológico. Tanto, tanto se había esforzado el prudente herrero (¿Silvia? ¿Silvia en una fragua, en su atelier como un taller para volver más maleables los metales?), que ahora siente y vive la derrota por esta tormenta de nieve, de nieve que cae y arremete. Una tormenta que lo avasalla todo. La parte delantera del torbellino, esa forma tan inconmensurable en su devenir (pero sobre todo en su poder, en su poder de atropellar), ahora se mueve ¡Se mueve! Avanza. Avanza inexorablemente. A diferencia de la pintura anterior, aprecio un movimiento en esta. Un movimiento que la pintora plasmó de modo sugestivo que todo conduce a pensar que arrastra con el viento o el huracán a la nieve, a esa masa de blanco con finas, delicadas pintas de negro. ¿Qué haré con los barrotes? ¿qué harán los barrotes con la tormenta de nieve? ¿quedaré tras los barrotes? La borrasca arremete con la blancura de la nieve. ¿Vieron ese color de ciertas sustancias comestibles, como el merengue, la crema, el azúcar refinado, la fécula de maíz? La tormenta, este torbellino de blancos con grises recuerda o puede recordar por momentos ese tipo de plato dulce que preparaba mi abuela: las claras batidas a nieve. El nombre me sirve: “nieve”. Es que hace frío aquí. Hace miedo aquí. No quisiera tener que hacer noche. Como tampoco me gustaría hacerlo en El bosque de la noche. La tinta de un gris. Un gris parcial. Tenue. Pero su extremo es brillante. No se trata de una tormenta de nieve ordinaria, sino que se trata de una que en primer lugar está en movimiento, progresa, avanza, cobra impulso (de allí la complicidad del viento o ventarrón). El bosque de la noche ha quedado atrás. Ahora estamos en un espacio más luminoso. ¿Lunar? La luna tiene ese don tan infrecuente, de iluminar una superficie del planeta con una tonalidad pálida. Pero la luna tan blanca, plata y oro, ahora es pura proyección. La luz de la luna es una luz silenciosa. Cubre el mundo con un manto de silencio. Bajo su luz suceden cosas. Suceden cosas peligrosas. Pero también se aman los amantes.
Tal vez este sea un espacio que está preparado para que escriba sobre él aquello a partir de los cual tenga una ocurrencia. Aquello que desee comenzar a escribir sobre la nieve. Pero ¿qué escribiría sobre la nieve, sobre la luna, sobre el planeta Venus? No lo sé. Tal vez mantendría ese blanco, a sabiendas de que no existen hojas en blanco. Todas expresan un contenido que puede no apreciarse. Pero está. Pinto, dibujo, escribo, tacho, me desplazo sobre la tela con mis textos. Con mis textos pinto la pintura, con una película transparente que la vuelva más confusa. A mayor confusión, mayores significados caóticos que se superponen como la pintura sobre la pintura. La asedio para estudiarla. Es una imagen única. La pintora, Silvia Herrero, ha logrado lo imposible: ponerle color y dimensión a una tormenta. ¿Soy un poeta o un artista que de pronto se lanza sobre el arte pictórico para hacerle decir aquello que él no puede expresar con palabras? ¿o no lo desea? ¿por qué he sido invasivo? Simplemente me transfiere esa responsabilidad a mí. Eso pone en movimiento mi cabeza. Me pone a pensar. Activa mi sistema visual y el sistema nervioso. En este momento detengo mi imaginación y me consagro a mirar. Ya no jugaré más con lo imaginario. Sino que me prestaré solamente a mirar, observar mejor dicho. Detenidamente, este cuadro que me resulta, dinámico, por un lado, por la irrupción de la tromba de nieve. Sugiere el movimiento de esas fauces que es el enorme bulto de nieve. Por el otro, estático en el caso de los barrotes y las rejas. Porque ellos han sido atravesados, destrozados por una ventisca. Ventisqueros. ¿o una borrasca?
¿Por delante de los barrotes? Una superficie toda color negro. ¿Sombras? ¿sombras nada más? ¿La noche de El bosque de la noche? Y aquí nuevamente acudo a una imagen en abismo. No hay aquí Bosque. Pero Djuna Barnes lo que sí ha logrado es que quedara cautivo de este bis que es mi palabra contra el manantial de su noche. Ahora mi manantial es blanco y es negro. La gravitación de Djuna Barnes se ha marchado. Ahora yo comienzo a orbitar en torno de otras novelas, otros cuentos, otras obras de teatro, otros guiones de cine (el cine, la perfecta combinación con la imagen estática, silenciosa de la pintura). Pero ¿es acaso silenciosa una pintura? Uno logra observar, detenidamente, esta tromba que irrumpe en la pintura. Ruge, en una fragorosa emisión de voz. Bien puede parecerse a la parte delante de un tren (me refiero al tren delantero, a la locomotora) de pronto se abre paso y lo destroza todo. No deja títere con cabeza. Lo desmantela todo. Se trata de un remolino poderoso. Un remolino que me desconcierta. Viene hacia mí, que soy quien está escribiendo este trabajo de blancos sobre negros. Y en mi pantalla de negros sobre blancos (y no olvidar la gama de los grises). Pero también es una tromba que arrasa con todo menos con las palabras. A las palabras sí que las respeta. Las palabras se plantan, firmes, seguras, como columnas frente a ese temporal, esa tromba. Pero no las define. Es vagamente una incógnita este paisaje como para pensar en emitir palabras definitivas. En todo caso podría emitir mediante el lenguaje toda una serie de metáforas suspensivas, transitorias, elementales, transicionales (lo más parecido a un síntesis, a unir significante con significado). De modo que procuraré ausentarme de esta escena. Contemplar a un universo de imágenes que no están presentes en esta pintura. Una pintura en blanco no es un vacío. Siempre hay algo pintado, incluso sobre el lienzo en blanco ¿Qué pasaría si sumamos a este blanco y negro (en un abierto desafío a la pintora) un rojo o un naranja? Esto es una pulseada. El negro y el blanco de la pintura (una palidez, una combustión cerrada) contra mis colores más cálidos. Rojo fuego. Luna roja. Pienso en un azul eléctrico. En un azul cobalto ¿Por qué no? Un celeste que ilumine con un poco de cielo este conjunto plástico tan concentrado en negros y blancos. Un celeste pero “en foco”. No una imagen desdibujada, informe. No. La pintura abstracta permite jugar a ver lo que uno es. “Qué ves cuando me ves”, me digo. Según de qué sustancia, de qué pasado, de qué sensibilidad nuestra observación será más esclarecida. Deseo obstinarme en mi intento. Imagino una lengua de fuego. Una flama que sería en cualquier caso apagada por esta tormenta de nieve. Pero sin embargo…sin embargo… Triunfa el blanco por sobre el rojo o el naranja de mi lengua de fuego. Recordemos que estamos realizando un trabajo interdisciplinario. Debo ceñirme a los colores que la pintora ha plasmado en esta pintura. Su propuesta plástica exige u na repuesta verbal. Una respuesta verbal que diga aquello que ella en sus colores o con sus colores no haya llegado a decir. Mis textos son un complemento de su cuadro. Y cumplen una función de anclaje. Puedo transgredir la pintura de ese pacto. E imaginar, como buen cuentista, ensayista y poeta, colores que aquí no son visibles. Pero sí lo son en mi retina que los evoca. Silvia me ha enviado estas pinturas para, de modo sugerente, invitarme a escribir. Lo hago. Me aplico a ello con seriedad. Miro. Repaso. Me detengo en todas las dimensiones de las pinturas. Indudablemente soy sensible a los estímulos.
Miro mi entorno. Lo contemplo. Ya les hablé de mi computadora. Ahora les puedo hablar de un velador a mi lado, que está roto, se ha roto la tulipa y no la he repuesto. La lamparita irradia una luz moderada, no intensa, desangelada. Y luego me queda la base de la lámpara, que es de metal. Más precisamente de bronce. Y no sé por qué pienso en Micenas. El bronce invoca las máscaras de los griegos antiguos. En este “más acá” de la pintura y en ese “más allá de mis palabras”, que es lineal, no instantáneo, en el que escribo, hay libros. Una impresora. Muchos pequeños adornos. Dos papeleros y muebles con más papeles. Esto es lo que hay en derredor pero que la tormenta de nieve puede perfectamente al irrumpir, desbandar la escena. La tromba helada al golpear contra la ventana de casa destrozaría el vidrio, haría estallar esquirlas, así como destrozó, con todo su poder, un cordón de metales que hacían las veces de rejas. Si mi escritorio queda devastado como los barrotes ¿qué nos espera? ¿qué nos espera Silvia? ¿tu pintura? ¿tu tromba de nieve? ¿tus barrotes que has logrado que la tromba destrozara? ¿tus barrotes doblados por la fortaleza de la tormenta de nieve? ¿el color negro que hay afuera, el negro de la noche como el bosque de la noche, mientras ahora escribo? Y todo es noche. Y de pronto toda luz se apaga. Y estoy en medio de la oscuridad. Parezco un ciego. Y no tengo de dónde tomarme para no caer. Y el brillo lunar de mi computadora se prepara para recibir cada una de las letras o signos que pulse con mis yemas. El tecleteo de una imagen de mi teclado que también puede caer abatido por tu tormenta de nieve.
Y pensar que los barrotes eran tan estólidos, tan firmes, tan fuertes, tan sólidos, como una columna, o una columnata, están tan aplomados, han sido devorados por la tormenta. Siendo la tormenta devoradora ¿qué queda para mí, un ser endeble como un junco? ¿como una vara? Como el mimbre. Afortunadamente la tromba ha cesado o, en todo caso, ha retrocedido. No en la pintura. Pero sí en mi escritura. Ahora el temporal que atravesó los barrotes se ha quedado detenido. Detenido como una fotografía. Porque al verla de un modo tan firme, se parece más al orden de la representación (tangencial) de lo real de la cámara fotográfica. La pintura en cambio crea un mundo. Un pincel como una lapicera tiende a producir un big bang. Trabajo con la invención de un tipo de producciones que aluden vagamente al mundo, pero son también un mundo en sí mismas. Universitos. Donde antes veía movimiento. Donde antes veía un desplazamiento de nieve y viento, sucia con la tierra del ambiente, ahora logro ver una imagen. Una imagen inofensiva. Una imagen que no me hará daño. Porque por fin estoy a salvo. Ahora bien: ¿y si esos barrotes fueran una osamenta?
III
Perspectivas
Pero ahora me salvo de los negros y blancos (por completo negros y blancos, a lo sumo la gama de los grises) y me sumerjo también en las insinuaciones de un efímero rojo. Bueno. Es solo una manera de decir. Podríamos hablar de “detalle rojo”. Porque siguen siendo hegemónicos el negro y el blanco. Hay pequeños, breves, fugaces trazos color rojo. Una pizca ¿vieron la pizca al condimentar? (¿la pintura como trastienda de un plato suculento?). Vamos hacia un plano detalle.
Hay formas geométricas que ignoré. Y son de contornos negros. Son geométricas o solo lo parecen por momentos. Algunas parecen construidas las unas sobre las otras. Acerca de ciudades que crecen descontroladamente. Uno mira de un modo, la imagen parece algo. Mira de otro modo: la imagen parece otra cosa. Pueden ser banderas, una multitud en una protesta que reclama por un mejor salario. O perfectamente tratarse de banderas sin un portador. En otro momento, entiendo, distingo, no una ciudad sino un paraje. Pero seguramente en una zona habitada. No hay seres humanos en la imagen. Pero eso no significa que estas casas estén deshabitadas. En sueños, por otra parte, uno de inmediato puebla con sombras aquello que parecía vacío, desértico, abandonado, yermo. Todo ese ámbito que estaba en soledad ¿Pueblo fantasma?
Se trata de un conjunto. De tener visión de conjunto, noción de conjunto, cuando uno mira el cuadro. Yo estoy cerca de este caserío. Puede ser tanto un barrio como puede ser un caserío perdido en la pampa húmeda. O el desierto, como en los viejos tiempos en que esos lugares hospedaban a aborígenes (o pueblos originarios, como se los llama ahora). Luego vino la devastación. El genocidio de aborígenes que dejaron el terreno libre de obstáculos para que otros pudieran cocinar. Las chozas o casuchas quedaron completamente incendiadas o saqueadas. “Criminal”, me digo. “¡Criminales!”, les grito. Aúllo.
Y al mismo tiempo hay unos blancos. Un juego de blancos contra blancos. Todo por delante del caserío hay un color blanco que ligeramente evoca al torbellino de nieve de la pintura anterior. O un océano de un agua congelada en nieve. O en un río helado. Pero son distintos. Tienen pinceladas que les confieren una identidad visual nítida. Uno es capaz al verlas, de discernir que se trata de un cierto tipo de línea que no remite a la tormenta. Sino que remite a ciertos trazos probablemente parte de un pliegue. Una pintura llena de pliegues producto del pincel de quien investiga. Del microscopio pasa al telescopio. Y del microscopio pasa al catalejo. Mi visión en la distancia me lleva a pensar que este caserío podría ser un cementerio ¿de autos? ¿de osamentas de animales? ¿de aborígenes, un camposanto? Yo, ahora que lo pienso, había imaginado un caserío. Pero no. Estaba errado. Eran toda una serie de automóviles prácticamente en hilera en un espacio que los mantiene lejos de los seres humanos que podrían conducirlos. ¿Será un lugar fantasma? ¿un pueblo fantasma? ¿un pueblo sin habitantes porque lo hostil del ambiente los expulsó?
Pero sin embargo, no sé. Algo me dice que siga pensando en el caserío. Y le sume algunas banderas. Hay no solo casas sino también banderas. Si se fijan en la parte superior se puede ver a la perfección a una bandera. Una bandera flameando. Ya no llamarada. Ya no flama. Ya no chispa. Ya no flor. Sino flameando. Claro que puede ser un afiche que está afirmado sobre dos soportes. Y ese afiche viene a quejarse de un estado de cosas que considera profundamente injusto. Profundamente inquietante. Una bandera (con pequeños banderines) que configuran un territorio de promesas. Alguien protesta. O no, alguien hace cumbre y coloca una bandera en la cúspide. Esa bandera está inmortalizada en esta pintura en un cierto movimiento. Producto de algún viento huracanado que atraviesa la pampa (¡qué tiempo desapacible! ¡cuántos temporales escondidos por detrás de cada trazo!). Todo depende del clima. De los ciclones y los anticiclones. De estas banderas que ahora nos indican que el viento (como en su momento la tormenta de nieve) está en desplazamiento. Pero no lamentemos no habitar un Edén perfecto. Estamos atravesados por las condiciones meteorológicas de este campo. Fuera de campo. Sus pequeñas líneas blancas podrían ser también la escarcha en lugar de la pampa húmeda. Podría ser el amanecer con la escarcha. En tal caso ¿no se esperaría que fuera verde? Puedo pasar por esa ciudad de nieve y lanzar vapor por la boca. Aire condensado. Pero no. No seamos tan esquemáticos. Imaginemos. La imaginación es capaz de crear mundos. De hacer nacer de la nada un nuevo imperio. Un imperio lleno de soldados, capitanes, jerarcas. Pero aun así, el blanco bien puede haber cubierto el verde. Y caer, caer, caer (yo) en medio de ese blanco, rodando motivado por el viento de la pampa (¿el pampero? ¿un palimpsesto?). En fin, abandono las hipótesis de puesta teatral de este imaginario sitio que yo mismo he concebido producto, preciso es decirlo, de los estímulos pictóricos de Silvia Herrero. Estoy en aprietos. A la pintura abstracta se la pulsea. En cierto modo, se le da batalla para hacerle decir el máximo de sentido con el mínimo de recursos. Se le hace decir algo vagamente impreciso. Siempre es ella la de la última palabra. Se ríe de mí: “No me capturarás. No capturarás mi sentido último”. Toda pintura es un arcano. Ahora estoy por salirme de la página como estoy por salirme del cuadro. Estamos en medio de un espacio conjetural. No es un bosque. No son rejas. No son ramas. No es un temporal. No es un caserío. No es un cementerio de autos. ¿Entonces? Hay varias respuestas a una pregunta. Creo que la más sabia, es la que me puede dar usted.
Este trabajo es una propuesta interdisciplinaria a cargo de Adrián Ferrero, autor de las prosas poéticas, y de *Silvia Herrero, artista argentina de la que añadimos su CV:
Silvia Herrero: Nació en Villa María, Córdoba. Vive en Longchamps, Buenos Aires. Desde 1999 realizó más de 30 muestras colectivas, entre ellas Salón De Arte Contemporáneo, Arte Internacional en Galería de las Naciones en CABA, Centro De Arte Contemporáneo de Rosario, Galería Sol Victoria, Entre Ríos, Arte Contemporáneo MACA en Adrogué (Argentina) Hotel Praktik Metropol, Galería Ulmacarisa, Espacio Argazuela, I Encuentro WAG SPAIN, Goyart Gallery, todas en Madrid, Galería Montjuicde Barcelona, Galería Creariumde Monzón, Cámara de Comercio de Granada (España), Castillo Museo de Kaunas (Lituania).
Con el Movimiento Internacional Neutral-Ism realizó junto con artistas elegidos de todo el mundo muestras en el Mediolanum Museum de Padova, Palazzina Azzurra de San Benedetto De Tronto, Neutral-Ism –Museumde Nereto, Alba City Gallery de Alba Adriática (Italia),y Ca l’antigaenTeià, Barcelona (España).
Ha realizado muestras individuales en la Galería Bowende Bilbao, España, Galería Arte Urbano de Ciudad de Córdoba, Casa De Cultura , Almirante Brown, Buenos Aires, y Museo Caraffa, Córdoba.
A lo largo de su carrera ha ganado premios y menciones por sus obras en dieciocho salones.
Una de sus obras ha sido elegida como portada del libro de poemas Pólvora de paz, de Alvaro Olmedo. Su última exposición de 2022, Exposición Internacional ART BIRD-Bolsa de Comercio de Buenos Aires-Argentina.