a Angélica Gorodischer, In memoriam
Vísperas
La historia que voy a contar sucedió muchas veces, tantas como noches ha habido en el mundo. ¿Qué quiero decir con esto? ¿Qué muchas veces le sucedió a la misma persona? Nada de eso, sino que les ocurrió a muchas, tantas como hay en un pueblo pequeño, eso que algunos llaman una aldea, otros una ciudadela y los más extravagantes un paraje.
La historia empieza muchas veces. La que voy a contar empezó un día en que hubo miedo, mucho miedo, tanto miedo que nadie caminaba por las calles. Eso por la mirada y por muchas miradas que seguían los destinos de Eduardo, Luna, Sebastián y todos los demás. La historia, como se verá, empieza por un ojo abierto. Y otro cerrado.
Sucedió que una mañana fui a comprar una lámpara a una casa de antigüedades. Creí que había ido a comprar una lámpara de pie a una casa de antigüedades. Pero para los de saco y antiparras negras que me detuvieron yo había cometido poco menos que un delito, algo sancionado por la moral o por una ley marcial.
Me tomaron por la espalda, me palparon de armas, me esposaron, me pusieron una pistola en los riñones y me metieron en un auto oscuro, frío, verde por fuera, negro por centro, con olor a tabaco, a vino y a restos de comida. ¿Que a dónde me llevaron? Eso lo supe mucho después, cuando ya estaba en libertad. En ese momento todo era una superstición fría, helada, como una extensión saturada del auto verde en el que me llevaban a ese lugar encapuchada. Y, sobre todo, las texturas de la violencia, esas caricias malignas que poco a poco se incrementan hasta el golpe. La palabra me sirve, en todos sus sentidos. Golpe. Me serviría, meses más tarde, para comprender. Mientras tanto, me di un golpe.
No sueño mucho. Pero la primera vez que dormí en el calabozo soñé con cosas que no pensé que existían ni siquiera en los sueños: un cocodrilo con manos, un helado sucio, manos cortadas de cuajo, una pipa incendiada, flores con olor a mierda, un dragón verde que largaba amoníaco por la boca, una foca muerta con arpones y un sinfín de otras.
Empecé a soportar sus violaciones a la quinta vez, cuando dejaron de serlo porque yo dejé de ser yo misma. Al principio todo fue tan encabritadamente doloroso, que me terminaba desmayando como una vieja que no se inyectó su dosis de insulina. Estaba tan atontada que no sentía sus cuerpos entrando en el mío, rompiendo mis tejidos, ya no ola, ya no mar, ya no acantilado. Pero esto que cuento vino mucho después, cuando todo ya había terminado. Las sesiones de tortura, ésas, eran interludios de mis charlas con Ágata, en la oscuridad vendada de la celda. La charla cesaba y el día se apagaba como una vela. Comenzaba la comezón de los piojos y los gritos de ellos que apostaban de prisionera jugando a los naipes.
Los interludios, ahora lo evoco, eran como reverberaciones, como un lento manantial, esa suerte de alivio o de impudicia con la que uno se deja mear en una ducha, mientras se da un baño. Las noches, que no fueron mil y una, llegaron sin embargo. Empecemos.
Noche primera: Historia de Al Amí Dulah, comprador de silencio. (Arabia I)
Érase que se era un país enorme enorme como un desierto. En ese país vivían un montón de personas en una ciudad ruidosa, festiva y carnavalesca. Tan ruidosa y festiva era esa ciudad que nadie sabía lo que era el silencio: el silencio del descanso, el silencio del amor después del sexo, el silencio de las oraciones. La gente hablaba y gritaba dormida, festejaba cuando tenía tiempo libre y leía los libros sagrados en altavoz. A ese país vino a vivir un mercader: Al Amí Dulah. De su tierra Al Amí conocía la placidez de los oasis en medio del desierto, las ceremonias del té a orillas del agua, las tardes bajo la fronda de las palmeras, los baños de luna. Fue así que cuando Al Amí Dulah llegó, creyó que se moría del susto y la impresión: todo era ruido, agitación, sonidos brutales, golpes, bandas, grupos de gente gritando y agitando las palmas. Le costó reponerse del impacto. Al Amí se dijo que en ese lugar hacía falta un poco de silencio. Al Amí caminaba por la calle y a todo el mundo le preguntaba:
-¿Me daría usted su silencio? ¿Haría el favor usted de serenarse? ¿Podría regalarme unos instantes de silencio?
Por supuesto que todos lo miraban como si estuviera loco, con esa demencia de los pobres o los indigentes: se daban media vuelta entre ofendidos y disgustados y seguían con sus ocupaciones. Entonces Al Amí, que no era zonzo, se dijo que en un país en el que todos se esforzaban por vender a grandes voces sus mercancías nada se haría sino por dinero. Al Amí era rico, riquísimo, tenía cofres y más cofres llenos de esmeraldas, zafiros, brillantes, ópalos, rubíes, ágatas, amatistas, perlas, oro, plata, topacios y un largo etcétera. Entonces tomó una bolsa llena de perlas y diamantes octogonales y rubíes pétreos y sonoros y salió a caminar por la ciudad. Gritaba a su paso: “¡Compro silencio a muy buen precio! ¿Quién me vende su silencio? ¡Unos instantes de silencio por un perla, una hora redonda de silencio por un rubí, medio día de silencio por un collar y todo un día de silencio por un topacio puro!”. Así fue como cundió por la ciudad el rumor de que había un millonario que estaba dispuesto a gastar su fortuna por unos momentos de silencio. Aunque fuera un silencio inventado y no espontáneo.
A la medianoche, mientras la luna brillaba estólida sobre las fuentes de la ciudad, Al Amí Dulah se tendió junto al tronco de una palmera a disfrutar de lo que había logrado. Un perrito mestizo, desclasado, se echó a su lado, sin ladrar, sin aullar, sin mover la cola, sin siquiera olisquearlo. Callados hasta los perros en esa ciudad, la gente (que en eso de cumplir la palabra empeñada era obediente) mantuvo su pacto empeñado con el extranjero y por una noche durmió en silencio, copuló en silencio, leyó en silencio y -tarea mucho más difícil- comió en silencio. No hubo ventosidades, ni bostezos estruendosos, ni toses, ni tazas rotas. Esa noche supieron lo que era estar un poco a solas, cavilando, rumiando el silencio, aunque fueran muchos. Esa noche lo que sí se oyó fueron: las gotas de luna al salpicar la tierra, el color amarillento de la arena al resbalar en el desierto, el brillo de las esmeraldas por debajo de los fanales y las corrientes en el interior del cuerpo de las mujeres. Ese día se inventó la contemplación.
La comida que Ágata me cedía era ingerida como algo más sabroso por más que fuera servida de la misma cacerola. Ágata manipulaba su plato, ejecutaba algún pase que lograba cambiar la sustancia de ese alimento. Fueron muchas las noches en que Ágata dejó su plato a mi lado porque comprobó que mi debilidad era superior a la suya, que el furor de la canalla se ensañaba más conmigo que con ella (por cierto, era evidente que me encontraban más atractiva). Por lo demás, el resto de las mujeres del campo eran entecas, debiluchas, nada agraciadas. El encierro las había llenado de grises y la luna, que no se veía, no dejaba resquicio para el resplandor.
Ágata me lavaba con el agua que nos traían para beber. Me pasaba un trapo debajo de las axilas, pulía mi vientre, acomodaba el velo alborotado de mi cabello en su sitio. Reconozco que esos cuidados me gratificaban y que yo procuraba que fueran recíprocos. Que la ternura, ese ejercicio tan remoto, resurgiera, lenta como la sangre.
Un día que me arrancaron dos uñas, Ágata logró vendarme las cutículas y dejarme protegida de la mugre. El suelo hervía de ladillas, cucarachas y arañas que recorrían el piso de la celda.
Entiendo que las horas hediondas de sueño eran para mí más pesadillescas que el trato con mis asaltantes. En el sueño recuperaba de un modo sucio, desesperadamente honesto, las escenas diurnas con las bestias. Los ecos de sus agresiones volvían a mí, como los restos de un naufragio retornan a una playa que los alberga sin poder resistirlos ni expulsarlos, de un modo azaroso pero fatal.
Una noche estaba tan sucia y tan dolorida, que Ágata me tomó entre sus brazos, me arropó y comenzó a cantarme una canción de cuna. Esa sensación de protección, de albergue, de amor infinito en un momento descabellado, hicieron más tolerable la miseria. Logré recuperar chispas de felicidad. En ese marco, incluso, de euforia. Por otro lado, la idea de recuperar el amor, de que Ágata fuera mi aliada en un momento y un espacio hostiles, me regocijó. Pero tal vez debería mencionar la historia de una noche de tormenta, en que los relámpagos nos dejaban ver con su chispa el hervidero de cucarachas en el cubil. Esa noche, creo, fui feliz.
Noche segunda: Historia del visir que quería ser muchos (Arabia II)
Había una vez una comarca gobernada por un visir ambicioso e insaciable. El visir, que se llamaba Ib Sal Salam, pretendía pasar por el hombre más virtuoso, perfecto y sabio de todo el reino. Por supuesto que en el reino había no diez sino diez mil sabios que lo aventajaban en talentos. Lo que ocurría era que en cuanto aparecía una persona que superaba en virtudes al visir, era confinada dentro de una torre de ladrillos de barro en las afueras del desierto y allí desfallecía de sed y de hambre. Así fue como el reino se fue poblando de seres ignorantes y maliciosos. Un poco porque los virtuosos, al enterarse de que la virtud era castigada con el destierro y la reclusión, se cuidaban muy bien de demostrarla y, muy por el contrario, fingían comportamientos plagados de estulticia. Otro poco porque es de todos sabido que la ruindad es menos laboriosa y demanda menos esfuerzo que los dominios de la virtud.
Pero no termina aquí la historia del visir más ambicioso y necio de toda Arabia. Porque así como despreciaba a los demás, se estimaba por sobre todo a sí mismo. Y como creía ser la persona más dotada de toda la comarca, mandó confiscar todos los espejos del reino para tapizar las paredes de su residencia. De ese modo, habría miles de Ib Sal Salams multiplicados en cada muro de palacio. Tanto regocijaba al visir su rostro (cuyas mandíbulas y fauces, por cierto, nadie halagaba en silencio) multiplicado en el cristal azogado, que pasaba horas deambulando de recinto en recinto, de sala en sala, de aposento en aposento, contemplándose, especularmente.
Los rumores empezaron a correr. Se dijo por ejemplo que el visir tenía trato con genios maléficos, que reproducían su imagen miles de veces. Se dijo que el rey había tenido muchos hijos con muchas mujeres o con la misma y que había poblado el palacio con su extensa prole. Se dijo que Ib Sal Salam había muerto y que el palacio estaba habitado por genios siniestros y desobedientes que adoptaban su aspecto para gobernar en su ausencia y usurpar el poder…Un visir lo confirmó en el pergamino de palacio.
Lo cierto es que la gracia del visir de confiscar todos los espejos del reino trajo como consecuencia grave que ya nadie se pudo ver a sí mismo y la gente empezó a descuidar su aspecto y su higiene por no poder peinarse ni afeitarse ni maquillarse ante su propia imagen. Recíprocamente, el reino devino un lugar desprolijo y negligente.
La historia termina bruscamente: de un ataque cardíaco. De tantos que era en su palacio, de tantos cuerpos y rostros y vasos sanguíneos y pulmones y, por supuesto, corazones, que Ib Sal era y tenía, murió miles, cientos de miles de veces, tantas veces como espejos había en ese palacio. En ese momento supo que no se multiplica el cuerpo impunemente: que también se multiplica con él el dolor.
-¿Te dormiste?
-…
-Ágata ¿te dormiste?
-No ¿qué te pasa?
-Tengo frío, miedo, no sé. Todo junto. Extraño a mamá, a Marisa y a Sergio.
-Ya va a pasar. En una hora amanece. Escuchá. Ya los primeros pájaros están cantando. Son los gorriones. ¿Los sentís?
-Sí, tenés razón. Ahora escucho.
-Hacé de cuenta que estás en la puerta de tu casa. Que es una mañana clara como un amanecer celeste. Los pájaros cantan. Esos que te sorprendían cuando te quedabas leyendo toda la noche y se hacía de día sin que te dieras cuenta.
-Pájaros del centro. Yo no vivía en el campo. Yo vivía en la ciudad. Siempre tan urbana. Caray. Hace tanto de eso. Parece mentira. Los días acá son como una misma noche muy larga. En el Polo dicen que la gente no concilia el sueño por esas noches interminables. Ahora, el frío es el mismo.
-Hay que aguantar.
-Sí, contame otra historia.
Noche tercera: Vapores (China)
En la ciudad de Pekín, ciudad chinesca si las hay, vivía hace muchos años una princesa que quería ser tintorera.
-Papá, papá. Yo quiero ser tintorera-le decía Tian Ling a su padre, el emperador.
-Una princesa no puede ser tintorera, una princesa debe ser princesa. Eso quiere decir: mirar por la ventana si llueve, llorar una lagrimita si mueren nuestros perros pekineses, comer arroz amarillo con palitos, beber licor de arroz o jarabe para la tos a la hora de la tarde, sentarse con las piernas cruzadas, bañarse en el estanque de nenúfares y darle de comer a los peces del acuario. ¿Te parece poco?
-Sí, porque yo quiero ser tintorera.
-¿Para qué? Los tintoreros trabajan todo el día, de sol a sol, comen poco, se queman, se acaloran y transpiran mucho por el vapor.
-No me importa.
-Pues a mí sí y se terminó. Serás princesa, que para eso has sido concebida y criada.
Como era de esperar, en uno de los paseos la princesa se evadió de la escolta imperial y escapó. En un negocio se quitó la ropa de princesa y se compró ropa de súbdito. Se puso kimono gris y blanco. Después se dirigió al barrio de Pekín donde estaban instaladas las tintorerías. Caminó y caminó y caminó y caminó, hasta que llegó a una donde solicitaban una empleada.
La tomaron de inmediato, dado que tenía modales refinados y sabía hablar con delicadeza pero con discreción. Allí trabajó Tian Ling durante seis meses. Hasta que un día le dijeron:
-El trabajo que vamos a encomendarte es muy importante. Tal vez el trabajo más
importante que vayas a hacer en tu vida. Te daremos el kimono del emperador. Un kimono incrustado en gemas y recamado en oro, con dos diademas como gotas de rocío en cada manga. Tian Ling hizo el trabajo con esmero, como había hecho los demás hasta ese entonces. Había adquirido la destreza que brinda el entusiasmo, no la antigüedad en el oficio. Cuando lo terminó lo entregó a los dueños y siguió con el resto de los encargos.
Al día siguiente sucedió algo extraordinario: sonaron trompetas, repicaron campanas, rechinaron las puertas, silbaron las flautas, saltaron los saltamontes en los jardines, silbaron las cornetas y vibraron los parches. Sonó tres veces un platillo y entonces el emperador se hizo presente en la tintorería donde trabajaba Tian Ling.
-¿Qué ha ocurrido?-susurraron aterrados los dueños del negocio. -¿Algo malo ha sucedido con sus ropas?
-De ninguna manera. Todo lo contrario. He venido a felicitar a tan buen operario. ¿Quién fue el que hizo el trabajo?
-Bueno, pues, pues, fue ella-dijeron los dueños con algo de bochorno y señalando a Tian Ling.
-¿Ella?-gruñó el emperador lanzando chispas por la boca, sapos azules por la nariz y truenos colorados al hacer rechinar las uñas de sus dedos.
-Sí, ella-repitieron con pasmosa calma los dueños.
-Pues ella, ella es Tian Ling, mi hija, la princesa, salvo que disfrazada de tintorera y con jopo ¿qué hace una princesa mezclándose con la chusma y peinada con jopito en vez de con rodete? Sin kimono imperial y sin guardias a su alrededor.
-Un momentito. Ni yo me mezclo ni ellos son una chusma. De que yo soy Tian Ling no cabe la menor duda. De que yo cepillé y lavé al vapor tus vestidos, tampoco. Lo que no voy a permitir es que llames chusma a personas tan buenas que me dieron trabajo cuando estuve necesitada y que me han cuidado todo el tiempo que permanecí aquí.
-Perdón, perdón-respondió el emperador, retractándose.
-Lo que te quería decir es que yo ya no quiero ser más tintorera. Ahora quiero criar perros pekineses en el jardín de palacio. Es aburrido ser tintorera. He descubierto mi vocación.Vámonos-dijo Tian Ling.
El emperador hizo de tripas corazón, se dijo que su hija era una emperatriz hecha y derecha, como son todos los emperadores y las emperatrices: tornadizos, eventuales, solariegos, tempestuosos, imponentes, temidos, caprichosos, violentos, seguros, abusivos, injustos, antojadizos y que de algo había servido su temporada en la tintorería. Y que las órdenes de un emperador, a la larga o a la corta, terminan por cumplirse.
Ágata recordó a Lisandro y a Cacu. Los tres se juntaban a estudiar sociología en los bares de Retiro. “La sociología es la más concreta y material de la ciencias sociales”, pensó.
Elena dormía y su pecho ascendía y descendía siguiendo el ritmo cardíaco de la respiración o del sueño. Miró su ropa sucia, rotosa, hecha harapos, y se dijo que la mugre había empezado a carcomerla porque había dejado de notarla, salvo haciendo un gran esfuerzo, como ahora. Bebió un trago de la botella de gaseosa llena de agua de tanque, con olor a lavandina y a sabandijas. Podría haber renacuajos en la botella y ella no lo notaría. Comprendió que la voluntad o la falta de voluntad eran una perfecta coartada para la indiferencia. El cordobés la había violado ayer por el culo y le dolía incluso la columna. Empezó a pensar en baños, en baños turcos, baños orientales, en baños de río, de mar y de bañera, en baños de espuma y de vapor, en aguas termales y en piletas olímpicas, y creyó vagamente recordar un pasaje de una novela inglesa. Lo reescribió dibujando las letras en el aire, como con un lápiz de grafito y una hoja de papel de arroz…
Noche cuarta: Luna abajo (India)
El templo tenía cinco cúpulas y algunas almenas desde las que se podían apreciar las colinas. Chandra se alisó la túnica y recostó su espalda contra la pared del templo. La columna permaneció recta, al igual que las piernas y los brazos. Olió el aire: humedad de la hierba y muchas luciérnagas que pululaban en racimos gigantescos sobre el río. El río no era otro que el Ganges, el río sagrado de la India, en el que flotan los muertos y en el que los hombres se purifican, pese al olor a cadáver. Chandra se tendió en el suelo porque quería ver la luna que bañaba el templo como una gran sábana pálida que incesantemente descendía sin caer nunca del todo. El astro lo sorprendió: era una presencia que habitaba ese lugar como otro ser animado, no como un fragmento de materia. Chandra se estiró, estiró cada fibra de su cuerpo y se levantó en un arco hasta quedar erguido. Caminó hacia la orilla. Cuando estuvo cerca extendió un brazo y lo introdujo en el agua. Desde el templo se escuchaba el sonido de las panteras que ahora estaban sueltas. Un tigre de Bengala gruñía por allá. Las serpientes viboreaban. Se quitó la túnica, hizo un sonido con la lengua y el paladar y el gran pájaro blanco salió volando y se perdió en la otra ribera, lejos de su mirada.
Cuando estuvo completamente desnudo, descalzo también, entró en el agua sin prisas, como parte de un ritual, lamiendo la corriente con su cuerpo y siendo lamido por ella. Mientras tanto, en el templo rugían las panteras en celo y algunas luchaban porque se podía escuchar un entrechocar de dentelladas y de zarpas y un rodar de cuerpos negros en la oscuridad. Chandra se abocó al río: la esencia mágica de ese curso lo eximía de toda otra alquimia, de todo otro elemento físico que lo rodeara y que no fuera ese fluido como de hembra.
Caminó hacia la corriente. El agua lo cubrió hasta el cuello. Lavó su cabello que eran un millón de hebras compactas y eso uno tendía a olvidarlo. Lavó sus axilas, su sexo, sus labios que horas antes habían bebido unos frutos rojos y carnosos, cepilló sus orejas y, allí, con un palito de marfil se limpió las uñas. La corriente se llevó las impurezas, los fardos, los excrementos, la miseria y el dolor. Chandra se acostó en el agua y miró la luna. Nadó hacia la luna, lentamente, en la corriente de la luna. No sabía cuál de ambas corrientes era más hospitalaria. Lo cierto es que los rayos de la luna lo llevaron a otras corrientes que no conocía. Cuando se dio vuelta, las panteras venían detrás suyo, con las cabezas afuera del agua, luna abajo.
Me duele todo el cuerpo. Me duele una madre en el brazo, un padre en el otro, mi hermana en el vientre y el hijo que no tengo ya me dolió sin parir. Hembra soy, muerta de miedo, de sumisión obligatoria, obscena, tensa. Me regalo sin darles lo que soy, ni lo que tengo. Creen que se llevan todo: se llevan a una pordiosera, una esmirriada bestia de carga. Lo que quedó en ese frasco. Un residuo del residuo que nos dan para comer y beber. La carne tiene tantas aristas que si alguien me pidiera que lo abrazara no lo haría: podría cortarlo con mis manos, con mis codos, con mis muslos. Soy un cuchillo. Causo dolor.
Noche quinta: Museo (Roma)
Petronio juntó la escarcha en un cuenco y fue a mostrársela a su madre.
-¡Madre, madre! ¡Mire el frío, el frío en una vasija!
La madre lo miró con cara entre absorta y sagaz y le dijo que el frío no se podía guardar en una cajita, como tampoco se podía guardar la alegría, ni la noche, ni los sueños que soñamos. Eso. La noche, la alegría, el frío, eran como los sueños. Al día siguiente ya no los recordábamos, ya no quedaban de ellos ni resabios. Apenas una memoria diminuta, imperfecta, que a lo largo del día y las semanas se degradaba como jabón entre las manos.
Petronio demás está decir que no le creyó nada. Se propuso que él guardaría todas las cosas que le gustaran, incluido el frío, la noche y todos los sueños.
Escuchó el canto de un ruiseñor y lo guardó dentro de sí mismo. Y mucho frío, y mucho calor, y una pataleta, y unas gotas de vino muy rojo sobre su frente, y un sueño con elefantes peligrosísimos, indignados, y un bocado delicioso. Lo guardó dentro suyo. Lo guardó como relato. Hasta que un día, cuando sus instructores le enseñaron el latín, escribió sobre una tabla de arcilla la noche, el frío, los elefantes peligrosos y todavía le alcanzó el espacio para guardar los reproches de su madre, de cuyas ideas los relatos de Petronio se convirtieron en indefectibles refutaciones. Hasta llegó a guardar el propio acto de guardar, lo que se convirtió en un verdadero escándalo que, se supo más tarde, inspiró célebres historias en otros confines del mundo y del tiempo.
Escucho: pájaros, pedos, patitas de cucaracha, viento en la jaula, llovizna, corazón que late tanto que parece un instrumento de percusión. Duelo, duelen, dolor, dolida. Un séquito de imágenes que desbordan esto que soy. Hinchada, mugrienta, magullada: INTACTA. Estoy acá, estas son mis piernas, estos son mis omóplatos y esta es mi vagina. Mis uñas están sucias: las cutículas parecen pintadas con un esmalte negro. ¿Qué remedio? Recuperemos la noche.
Noche sexta: Inversión de la sentencia: (Grecia)
En la antigua Grecia las cabras daban mucha leche y los caballos cagaban su bosta en enormes establos de madera de ciprés. Los cursos de agua desandaban sus cauces para que las vírgenes pudieran volverse a lavar un tobillo pendiente. Los olivares daban frutas enormes como zapallos, las vides duraban porque eran regadas con estiércol, las copas se bebían de muchos modos: de pie, acostado, sentado, en cuclillas, arrodillado, montado sobre una mujer, mirando la luna, remojando los pies en las acequias, a caballo, de espaldas, de frente, de a dos en dos y, en fin, de todos los modos y modas que se puedan imaginar. Las hembras usaban túnicas con broches de marfil que rodeaban sus cinturas con un lazo y danzaban al compás de cítaras, liras, laúdes e instrumentos de viento que despertaban a los búhos. Los hombres blancos peplos de tela de Persia. Los templos guardaban gemas, perlas, rubíes y esmeraldas y nadie las robaba porque, en ese caso, dejaban de serlo. Las ciudades dejaban saludar a los gobernantes, que no siempre andaban a caballo o en carro pero que siempre llevaban algo a cuestas. Había gatos, por supuesto. El queso de cabra se guardaba en inmensos mitones y el agua de los cántaros rodaba cuesta abajo hasta las bodas de los primeros novios de la semana..
No me llamo Arquímedes. No me llamo Platón, ni Sócrates, ni Fedón, ni Aristóteles ni Tucídides ni Critón. Ni menos aún el ilustre Heródoto. No soy un hombre magno. Soy un pastor, un hombre que acarrea ganado. Soy iletrado, desconozco el arte de hacer grabados, el de amasar vasijas de tierra colorada y el de construir caminos ni casas, ni siquiera sabría escarbar un cantero. Sólo sé amar a las mujeres a orillas del Mar Egeo: regalarles mis muslos dorados, mis manos tercas de amor, sucintas en su juego. Me llamo Filemón. Vivo en el medio del campo, en una cabaña con techo de hojas. Todos los días atravieso el mismo río para apacentar el ganado, para que mis cabras y los caballos del señor se ejerciten y se alimenten. No monto estas yeguas, no ordeño estas cabras, no desuello a los carneros ni muerdo sus sabrosos muslos asados con leña de los cedros del señor de estas comarcas. Apenas los cuido, los protejo de los animales salvajes, de la lluvia excesiva, de los robos de los ilotas fugitivos o de los ramplones señores colindantes. Todos los días cruzo este río y sé que no me baño nunca en el mismo porque en verdad es el río el que no se baña en el mismo Filemón ni en las mismas cabras ni, tan siquiera, en las mismas yeguas.
Ni siquiera zurcir una media. Ni siquiera la distante fragancia del jabón. Cosas tan ordinarias como esas son ahora algo distante, perdida en la memoria de otra. Ágata está recostada contra la pared y mira por la pequeña abertura que da al parque que no da al cielo que no da a la lluvia que no da a la libertad sino a ellos. Ágata mira la libertad: todo eso que la luz es. Los dominios del mundo, la frontera de lo que perdimos de un tirón. En algún punto de esta ciudad, a kilómetros de aquí, una madre guisa un arroz para su hija. No es mamá, no soy yo. Son ese fragmento que adivino y que ya no poseo a pesar de que de veras tuvo lugar. Ahora la mujer parece un espantapájaros y yo una muñeca de porcelana sentada a una mesa de cartón. Una escena dantesca, para espantar a las aves de rapiña que sobrevuelan el perímetro. Pero ni un cóndor atropella. Ni un águila picotea.
En lo que queda de la memoria, en los retazos, armo un retablo. Esos monigotes están entre nosotras y son lo que más amo. La palabra de ellos brota del fondo de mi garganta. Son las voces que como un titiritero sin manos, como un ventrílocuo, aporto. Hablan. Hablen.
Noche séptima: El revés de un sueño (Israel)
Sucedió hace muchos años que en Jerusalén vivía un rabino. Seth se llamaba, y todas las noches soñaba con la misma mujer, una mujer que no conocía pero cuyas facciones ya tenía aprendidas de los sueños. Se llamaba Ruth. Los pies de Ruth eran como palomas, sus muñecas como cañas de bambú y su espalda suave como el pétalo de las rosas amarillas. La voz de Ruth (porque ella también hablaba en sueños) se parecía al repiqueteo de campanas del Año Nuevo o a un jardín con ruiseñores.
Seth se enamoró perdidamente y abandonó a su mujer. Se abocó a encontrarla. Buscó en tiendas, en boticas, debajo de las alfombras de Persia, en los templos, en los ríos caudalosos, en los lupanares. Nada encontró Seth. Una vez, en un burdel, creyó entreverla, pero se trataba de una ramera. Entonces un día, mientras caminaba por un callejón de Jerusalén, una mujer le golpeó el hombro, lo zarandeó y le dijo:
-Despierta. Es hora de que hagamos el amor.
-¿Cuánto hace que estamos acá?
-No sé, ya no cuento los días. Tampoco las noches, que tardan más en pasar.
-Eso porque de noche no hay comida, ni agua, ni nada.
-Puede ser.
-…
-¿En qué pensás?
-En que alguien debería escribir esta historia.
-…
-Nunca hay un final. Alguien debería escribir un tratado de historias.
-No.
-Una biblioteca. La historia de una biblioteca.
-Menos.
-Una saga.
-No. Mucha memoria. Demasiada.
Noche octava: Grutas blancas (EE.UU.)
En el oficio de marino hay puertos con mulatas enormes como la noche y hay tragos de aguardiente que se beben con un compadre y hay patas de palo y, quizás, algunos piratas con un ojo vendado. La pesca es una superstición: son pocos los marinos que se alimentan de esa mercancía. Prefieren los víveres de tierra firme, como un contraste con la superficie por la que bogan.
El mar cuando se encrespa parece un dinosaurio malvado y embrutecido. Mastica desde una hoja hasta un bosque, desde un hombre hasta una comarca, desde una jaula hasta una prisión. Muerto de mar, el hombre es un misterio.
A mí no me tragó el mar, me tragó una ballena blanca. Pero no me llamo Jonás. Desde entonces vivo en su abdomen, en la gruta espesa de su vientre. No veo. No amo. No hablo. Eso sí: he aprendido a recordar.
Una vez un capitán muy malo lanzó un arpón que atravesó el costado de la ballena y se detuvo a un milímetro de mi cuello. Cocida con arpones, la ballena se hundió bramando, lanzando gritos espeluznantes por todos sus orificios. Yo lloré, hamacado por sus bramidos.
Amo a esta ballena que es: mi casa, mi compañera, mi huerta, mi medio de transporte, mi alimento, mi cama y mi cloaca. Será mi ataúd también. Si yo no creyera en maravillas diría que esto sucedió en un libro de cuentos muy extenso hace años con sus meses o que tal vez pertenezca a la superficie legendaria de las fábulas sagradas. Nada de eso.
Me he acostumbrado a la oscuridad. No veo mis manos desde hace muchos años. Puedo tocarlas. Puedo familiarizarme con su forma, con su textura: no con sus colores ni sus rayas que auguran un destino de infelicidad.
Siempre pensé, por mi vida aventurera, que iba a morir entre las fauces filosas de un tigre de Bengala, picado por una serpiente, ahogado al cruzar el Nilo caudaloso o desbarrancado por las laderas del Neftí, aplastado por un derrumbe, mordido a dentelladas por una jauría de lobos. ¿Cómo iba a imaginar que mi destino estaría cifrado en un cetáceo? ¿Que mi esqueleto se iría a pique con el de mi prisión de carne y huesos?
El techo de mi cueva, de la que cuelgan estalactitas y estalagmitas, puras excrecencias de encía, de mar y de algas, es el límite de mi cielo.
Escucho el mar en los intestinos de la ballena, de la ballena del que soy, del barco cuya tripulación integro. Las corrientes que surcan la ballena son como las que surcan el océano. Tengo los días contados. Sus hinchazón gástrica me despierta en mitad de la noche, crujiente, chispeante como bombas, después de la deglución. Cada día que pasa es un palote en el hueso interno de ella. Un día, una muesca, otro día, otra muesca.
Vivo semisumergido, con el agua hasta las rodillas. Hamacado por el mundo interno de la ballena, jamás vomitado por ella, ni tampoco ejecutado, me resigno a una vejez larga, justo lo que no quería para mis últimos días.
Desde este sitio algo siniestro asisto a las ceremonias amorosas. Se trata de una especie fogosa. Las he visto besarse, hundirse la una en la otra y, por supuesto, copular. Mi ballena es hembra, por lo que siempre percibo la cercanía de la tribu de machos que la asedian. Para seducirla ejecutan una danza del amor. Me recuerdan a nosotros, los hombres.
Añoro más aún a las hembras de mi especie al ser testigo de estos juegos nupciales. ¿Qué remedio? Desterrado de mi especie, navegando las procelosas aguas del mar, soy un ser mitad costero, mitad terrestre, mitad náufrago, mitad terrestre: evidentemente anfibio. En esa superficie impura me desplazo y, allí, escucharé (eso espero) el canto amoroso de las sirenas. Atado a mi ballena como Ahab.
-Hace falta un pájaro que cante.
-Cantaron los gorriones
-No escuché.
-Era la mañana que llegaba. Se te pasó. Estabas en otra.
-Estoy muerta
-No te dejes morir.
Noche novena: La fábula del caballero y la doncella (Inglaterra)
Érase un reino muy pequeño llamado Stradford en el que vivía un caballero muy pequeño con una armadura muy pequeña. Vestido como un rey pero andando a caballo como cualquier súbdito, sin cortejo, sin los duques ni las tías ni siquiera los soldados. Solo salía el rey, recorría los lugares secretos del reino tan pequeño que en pocas horas visitaba todos los rincones y se enteraba de dónde hacía calor, dónde había sombra, quiénes pagaban los impuestos, quiénes adeudaban las cuentas de todo el mes de marzo y, en fin, dónde había buenas liebres para asar al rescoldo. Recolectaba los diezmos para la corte mientras hablaba con los nobles pidiendo consultas. El rey Albert de Stradford juraba por toda su familia, en la que había santos, putas, relojeros, beatos, damas, alfeñiques y, por supuesto, reyes y reinas. Amado por sus súbditos, venerado cínicamente por sus enemigos, el rey Albert cuidaba que nadie robara lo que no le pertenecía pero que tampoco dejara de pagar lo que debía o declinara una mano al necesitado.
Un día llegó al reino una dama que venía de otra corte. Se trataba de Ginebrina, dama de la corte de Yorkshire. Se amaron a primera vista, hicieron el amor sobre una cama llena de alhelíes y comieron a la luz de la luna lonjas de jabalí. Tanto se amaron y tanto se amaron que al final concibieron un hijo. El embarazo fue exitoso y los mejores doctores de toda la comarca venían a supervisar el estado de salud de la reina.
Por fin nació el príncipe. Pero nació bobo. La reina no lo quiso. Y es más, lo quiso ejecutar. El rey se dio cuenta de la calaña de la mujer que tenía a su lado, la mandó de donde había venido y se abocó a criar al pequeño que, según él sería un gran hombre del reino más pequeño de que tuviera noticia el mundo.
El niño creció asistido por una corte de sirvientes y supervisores y gobernantas y, por supuesto, amigos. Tan perfecto fue, que lo confundían con un mandarín de Oriente por su sabiduría; con un rey de Mongolia, por sus rasgos egregios; con un cisne por su vuelo y su andar y con todos los condes que había sobre la tierra porque nadie lo superaba en refinamiento y maneras.
Cuando su madre se enteró de que había perdido a un hijo que era mejor que cualquier mortal sano y sin retrasos, se mordió las uñas con los dientes, bramó a los cielos y blasfemó contra Dios. Y fue consolada por sus tías, que le secaban las lágrimas con sus delantales y sus pañuelos de seda japonesa. Un día recibió la siguiente carta, firmada por su propio hijo:
A la Señora Ginebrina, señora de la corte de Yorkshire y las tierras del Mar del Nordeste:
Los pobres lloran porque no tienen
lo que ven en los ricos
Así sopla el viento entre mis dedos
y sigue de largo
Tengo el sol
en la palma derecha de mi mano
La luna está demasiado lejos
para alcanzarla
Por eso no la deseo
Sin embargo, es bueno desear
lo que se sabe imposible
Su majestad El Príncipe Charles, Señor Del Reino de Stradford
Epílogo sin noches
Dejarse seducir por una mujer araña en un relato perpetuo. Urde sin pausa pero con sonido y furor cada fragmento de cada historia como un festín en medio del pantano. Si la jungla hostil se desata, también se desatará la furia del Narrador. Indetenible. A eso llamaremos lo inexorable. Por fin.