Cortesía: Genoveva Arcaute

                                            ¿Qué había allí, que ahora no está, si no la infancia?

Saint-John Perse

Tengo un libro en la garganta.

Éste.

Que tendrá un solo lector, o receptor, en caso de que necesites que te lo lea alguien. También en este caso habrá una sola lectora para este receptor.

Quizá haga otro viaje.

El viaje de los libros.

Es posible que todos los libros estén en la garganta de alguien y tengan en principio un solo destinatario. Que conoce todos los implícitos, que redondea los recuerdos, que disiente con fundamento o contrapone caprichosamente.

En todo caso yo necesito escribirlo.

Es posible que todos los libros tengan ese origen, también.

Para mi hermano mayor, Gregorio.

El edificio y sus ocupantes

No es una construcción común, una caja de zapatos hacia arriba. Tampoco un cubo de tanto de lado, arista, dos cuerpos contrafrente. Esos vendrían después o estaban viniendo. No, éste tiene firma, está sobre una diagonal, y se completa sobre la curva rotonda de una plaza, Plaza Italia. No hacen falta precisiones de directorio. Se supone que estamos ubicados en tiempo y espacio. ¿Tiempo? Menos de setenta años mientras escribo. Dieciocho unidades de vivienda. ¿Qué número arbitrario, nueve letras por piso, a quién puede ocurrírsele. Sólo al que trabaja con diagonales, que todo lo parten, lo sesgan, lo complican. Primer piso con balcones angostos, pero balcones, hasta el piso, desde adentro ventanas hasta el piso. Los desdichados del segundo solamente pueden aplastarse la panza para mirar más allá. Se dirá que poco cambia, pero hay que tener en cuenta el carnaval, la lucha de agua, la comodidad de llevar la palangana con bombas al lugar de descarga. Pero esto se sale de nuestro tiempo. Ya no estaba papá. ¿Lo hubiera permitido? Él se daba el lujo de la cañita voladora en su botella la noche de año nuevo, a las doce menos diez, media hora antes de irse a dormir, en esos festejos de cinco personas, con valijas a medio hacer, víspera de vacaciones.

Digo que el edificio daba a la plaza, pero no sus unidades de vivienda familiar. No. Hacia la plaza daba la Terminal de Ómnibus a Buenos Aires, el Expreso, y sus diferentes ramales: Gerli, Sarandí, y las entradas a la capital: Constitución, Once, Retiro. Todo pertenecía a la misma mente brillante que no sería neoclásica ni neogótica y era un poco de todo eso. Urbana sí, urbana de víspera de los cincuenta. Moderna con estilo. No más de tres metros la altura interior pero pasillos, hall, tan amplios, cercanos al desperdicio. Ascensor previsto, pero ausente hasta fin de siglo.

Los pasillos. Sí, perfectamente patinables por todos nosotros. Los niños del edificio. Correr unos diez metros y llegar a la escalera con las suelas chirriando, no las de goma, las de cuero, suela, lisas.

Los tramos de la escalera. Diecinueve escalones después de los dos de la entrada con sus pequeños toboganes a los lados. Después, doblando, siete (¿son masónicos esos números?) Y los desdichados del segundo tenían que seguir tres ¡tres! tramos más, de seis peldaños, hasta el idéntico pasillo superior. Llegamos a saltar esos seis escalones, ¿o no? ¿o estoy exagerando en el recuerdo?

¿Hace falta que agregue que en el segundo. Más arriba, el aire, era distinto? ¿No te parecía estar en un mundo paralelo, fallido, igual al nuestro pero donde nuestra puerta no era para nosotros? Cuando lo recorríamos a escondidas. Sí, era un mundo paralelo, seguro. Tanto que el señor del segundo G era llamado por nosotros Señor Gogó, por que eras vos en otro avatar, simétrico pero viejo, viejísimo, que desde abajo se veía asomado a su pobre ventana justo arriba de donde te asomabas, vos y yo y nosotros. Vestía saco piyama y sombrero de paja ¿junco? ¿rancho, se llama? Eran muy amables, de ascendencia inglesa. No los molestábamos desde nuestra unidad con balcón. Nos cruzábamos abajo apenas.

También tengo que agregar otras asimetrías: al llegar al primer piso, después del tramo corto de escalones se abría a la derecha un pasillo angosto y largo, con dos puertas al final (A y B), en cambio hacia la izquierda el golfo era cuadrado, con las dos últimas letras, H e I. El ramal del centro, el nuestro era mucho más largo y hacía un leve ángulo abierto, obtuso, (¿porqué?), y remataba en cuatro puertas muy juntas, una de las cuales…

Las ventanas, de tres hojas, que daban al pasillo eran también de distinta naturaleza. Una daba al vacío, a la entrada de vehículos de la estación (si el vidrio nublado hubiera sido transparente) las otras dos daban a patios (¡patios!) de los afortunados que contaban con ese lujo. Claro, no nosotros, pero nosotros estábamos sobre la vereda buena, la del sol de mañana, y los del C, no. Pero los del I, sí señor, tenían patio, balcón y recibían el buen sol de la mañana. Allí había una señora mayor, sonriente y atenta. ¿Para qué quería todo eso?

Agrego que el departamento de la puntapunta, de la ochava que sería diciseisava, por la diagonal, tiene los tres cuartos a la calle, qué escándalo. Todo por esa diagonal.

Primer piso A: Seigelchiffer, B: Monasterio, C: Kahasky, D: Isasa, E: Bafficco, F: Centurión, G: nosotros, H: Anzorreguy, I: Boin

Segundo piso A: No sé, B: Charito (Pergoli), C: Corcione, D: Adorni, E: Bo o Boc, F: Girard, G: Blake, H: Sbarra e I: Piaggio, uf. A la sra de Adorni la encontraron una semana después de muerta. La sra Blake fue la primera o segunda mujer en La Plata en manejar automóvil, en el 2do C había una familia rubia con una hijita rubia, muy educados. Abajo, frente a nosotros vivió un candidato a presidente y también del senado que ejerció la presidencia, para vergüenza de él y de todos, luego vino su prima. Hubo dos niñas desdichadas, y tres hijas grandotas y ladronas de las revistas francesas que recibíamos por suscripción. Una de las niñas desdichadas se vistió de novia en la casa del portero la otra se tiró del piso alto de un edificio.

¿Por qué usaba yo el teléfono de la estación de ómnibus si teníamos teléfono fijo desde mis siete años? Acaso porque no quería que escucharan mis llamadas. ¿Vos también ibas con una moneda grande de un peso a llamar desde ahí? ¿Donde ahora está el servicio de ambulancias y emergencias más antiguo de la ciudad?

Faltan los anexos: la terraza, el incinerador, la portería y los locales, a lo largo de veinte metros por lo menos por la calle seis y otro tanto por la bendita diagonal,  que por décadas se mantuvieron, gran hazaña. Después fueron fundiéndose, separándose en dos o más hasta la fisonomía actual, en la que sólo permanece la casa de comidas hechas pegada a la entrada de ambulancias, hace medio siglo estación terminal. También me los sé y estoy segura de que vos también. Los tres locales con  vidriera de la tienda masculina Gentleman, al lado de nuestra doble puerta verde con aldabas de adorno. Ahí se vistieron los varones de la familia y salieron cientos de regalos familiares. Ah, cuando fumigaban, el humo del gamexane nos ahogaba cuatro o cinco metros arriba durante toda la tarde del domingo. Al lado estaba El Plástico y hasta la esquina, tres vidrieras sobre seis y otras tantas sobre la diagonal: el concesionario Orbis. ¡Orbis! Claro, todas las cocinas y baños tenían la pequeña cocina blanca y negra y el calefón de esa marca, respectivamente. Después el griego de los caramelos, el turco de otras golosinas, la mercería/tienda, la rotisería, la perfumería y ¿la casa de comidas? Tendría que repasar in situ los lugares. Prefiero hacerlo desde acá. (Lanfield, Chébel –Irupé- Ndrikos, Fregossi) ¿cuál es cuál? No puedo hablar de la terraza sin pasar por el incinerador. Ubicado más arriba del segundo piso, en la tercera planta, un descanso antes de la puerta a la terraza. Este daba cuenta de la basura de las diecinueve unidades. Que se empaquetaba en prolijos cilindros de papel de diario, e incluía latas, huesos y papeles. Recordar que no había nylon, bajo ninguna de las formas actuales. Era súperecológico. A no ser por el humo, pero por entonces la ciudad era más bien baja.

Vamos por orden. La descripción que puedo hacer del incinerador es puramente imaginaria. Nunca lo vi. Vos tampoco. Estaba en el sótano, un gran horno eternamente prendido. Alimentado con nuestros deshechos. Las botellas –de vidrio- eran arrojadas por separado, después de los paquetes. Subíamos los tramos de seis escalones, pispeábamos el segundo y llegábamos al rellano. Contra la pared, como frente a un altar, la boca protegida por una puertita que abría hacia abajo. Nos peleábamos por depositar los cilindros y las botellas. Escucharlos caer. Era desprenderse, liberarse, gritábamos algo –no sé qué- y bajábamos con el balde vacío. A veces seguíamos a la terraza, a buscar la ropa seca. Con la llave correspondiente. También nos ofrecía un rato de secreto. La parte habilitada era, como mucho, un veinte por ciento del total de nuestro techo y para acceder a la parte prohibida había que trepar una pared baja y pisar con cuidado la losa, no recubierta por mosaicos, frágil, vulnerable a abrirse en goteras. Otra desventaja más para los del segundo. Nosotros, muy afortunados,  estábamos abrigados, por ellos. Corríamos un poco, y nos asomábamos a los huecos donde daban los patios, y eso llamado aire y luz en los planos. No me acuerdo de retos por habernos demorado en esos trámites. Ni de haber espiado escenas inconvenientes. Seguro era un gran favor subir con el balde, los dos o tres paquetes, a la hora de la siesta. Y bajar con la ropa soleada cuidando de no arrastrarla por los escalones. La ropa era minuciosamente contada, no era raro que algo faltara: sábana buena o toalla, era lo más frecuente. Se llevaba la queja al portero y ya. Otro motivo de disgusto era la porquería que se juntaba al pie de la puertita. Hubo buenas y malas gestiones en la portería. Hubo verdaderos caballeros y viejos borrachos. Eso podía notarse allí, en ese lugar íntimo y vergonzoso. En orden cronológico: Don Francisco y su hija Lucy. Baldovinos (puaj) y su mujer, Domingo-no-me-acuerdo y Roberto López, que ya no vivía en el departamentito de planta baja.

El plástico

Es el nombre de un negocio o tienda que estaba en el mismo edificio, donde vivíamos –vivís- que sólo vendía objetos de ese material. Era abigarrado de colores. Colores pastel, planos, vivos y sobre todo nuevos. Y estaba, casualmente, abajo justo de nuestro comedor. Pero del lado bueno de la calle, sol de mañana. ¿por qué el sol de mañana es mejor que el sol de tarde? Así era. Como otras verdades, a saber, lavarse las manos siempre al volver a casa, no tener amistades exclusivas, y otras. Vivimos durante años sobre ese mundo secreto de cosas que nos esperaban. Por la noche estaba en sombras, cerrado, mientras nosotros nos íbamos a dormir después de la taza de té de tilo.

Había desde vajilla hasta juguetes, todos en común tenían el material, el nuevo y portentoso plástico. Más blando, más duro y quebradizo pero ya lejos de esa materia seca y porosa que precedió inmediatamente a esta otra, llamada Plastiloza. El adjetivo irrompible era obligado, el vidrio estaba pasando su peor momento, peligroso, caro, pesado, irritante, te ponía en guardia hasta que lo ponías a resguardo. En cambio el plástico era despreocupado, juvenil, alegre. Los enseres de cocina parecían volverse democráticos y casuales, las formas acompañaban, suavemente curvas, estilizadas, y también tenían su adjetivo: escandinavas. La línea escandinava aparecía en las patas de las sillas y de todos los muebles con patas y también en las tazas y las jarras. Y eran blandas, las formas, los recipientes, las jarras medidoras. Claro que envejecían mal, pero estaban hechos para renovarse apenas la sombra de un rayón o el color del café, el vapor de la cocina los opacara.

Y los juguetes. Aquí sólo caben los de plástico: los de El Plástico, casi de cotillón, muy chiquitos, pero minuciosos, detallados. Había un tobogán con su escalerita, y la niña en postura de dejarse resbalar, todo de no más de diez centímetros. No me acuerdo de otros, seguramente muñecos y muñequitos, miniaturas de animales, que iban a convivir en nuestros cajones con lo anteriores de plomo como si pertenecieran a eras distintas, mutando a más civilización, plasticidad, modernización. Creo que no había autitos, salvo los deportivos que padecían como defecto su mismo nuevo valor. Demasiado livianos para carreritas de impulso en rutas mínimas. Entonces se rellenaban de plastilina, que se iba secando con el tiempo. ¿O era masilla? En la mutación de los materiales está el secreto del tiempo, de la cerámica, la loza, porcelana, el vidrio, el cristal al mundo del Plástico, detrás del mostrador estaba ese señor de saco y bigote con su hija rubia con vincha que combinaba mejor con toda su vidriera y con todo su estock.

(¿Martinetto?)

Leña

¿Qué iba a hacer un leñador, a un edificio de altos, en plena ciudad, con dos enormes bolsas de arpillera? No era leñador, si no leñero, venía de la leñería de calle cuatro, derribada hace un año apenas, más precisamente el galpón donde se apilaban los pedazos de quebracho,- leña grande, y de vaya a saber qué otro árbol, leña chica. Llegaba en carro con caballo o en camioncito, ya no sé. Venía tarde en la tarde de invierno, oscuro ya. Debía ser joven y tenía tizne en la cara y las manos. Ahora se me ocurre que también vendía carbón. Y entraba con la carga pidiendo disculpas, hasta el lavadero y vaciaba la bolsa ahí. Después iba por la otra bolsa, la de palitos para prender primero, parejitos y grises, no más gruesos que un puño. Para la salamandra del comedor, Istilart, que tenía una puertita con vidrio repartido pero llevaba mica, ese material precioso, veteado y frágil, que no se quemaba y dejaba ver las llamas. Empotrada en un nicho curvo, estaba sobre un tanque de agua de fundición, que circulaba por cañerías e iba a dar a los radiadores de las piezas, también de metal pesado, que tomaban tal temperatura que los espejos se rajaban y la ropa húmeda que apoyabas se tostaba. Y niño que tocaba, ay dios. Un mal día el tanque se rajó y en un último viaje al mar pasamos por la fábrica, en el sur de la provincia, pero en vano. Ya no había tanques para esas salamandras. Y se le puso gas.

Pero falta mucho para eso, la leña está tirada en el lavadero, en el hueco que después necesitaría el lavarropas y hay que ordenarla. No nosotros, no señor, ¿y las astillas? ¿y las arañas que pueden venir cobijadas en los bastos cachos de madera rojiza y eterna? No, el señor de la casa apilaba la leña en el espacio, una clase al lado de la otra. Y él mismo la encendía: un pedazo de algodón grande como su mano, empapado en alcohol, por encima unos diarios (se recibían dos: a la mañana El Día  y a la tarde La Razón, que traía, lejos, mejores historietas) y finalmente la leña chica. Cuando agarraba buen fuego agregaba un quebracho, que echaba a andar la serpiente de agua hirviendo por adentro de las paredes. Todo esto de rodillas, en una actitud que siempre nos atraía. Verlo prender el fuego, acto atávico como ningún otro, aún en el primer piso de Pza Italia.

Así y todo hubo una estufa eléctrica, tipo plato, para bañarnos de bebés y bolsas de agua caliente para todos. Eran muy fríos aquellos inviernos ¿no?

Nombres

Esto no tendría que ser un problema para nadie. Si te ponen un nombre vulgar y a la moda, tendrás una visión de vos mismo  anónima  pero acompañada. Si no, el nombre de un abuelo o del padrino y entonces te pondrán un apodo también normal. Pasarás por situaciones como ser incluido en el grupo de los Guillermo, las Susana, en la escuela o en el trabajo. Te confundirán con el otro o la otra y las aclaraciones serán necesarias, pero breves. Breves. No, la Cristina de esta sección soy yo, la otra está en planta baja ¿ok? Y listo. No, es Martha, con “th”, ¿sí? Sobre todo en nuestra generación. La legislación y cierta modorra redujeron el repertorio de nombres al santoral católico y después las modas, las familias reales y ya. Ahora el tema se bandeó. Pero a nosotros, digo, en el fondo de nuestro guiso familiar, pasaba otra cosa. Vos y yo llevamos los nombres de nuestro padre y madre, respectivamente, como también era de uso en esos lejanos años. Entonces se imponía el diminutivo, claro, a condición de que el vocablo no tuviera cuatro sílabas o tres, o grupos consonánticos, o diptongo. Que es lo que efectivamente sufrimos.  Más allá de que ambos nombres aceptaban sobrenombre ya codificado, Goyo y Veva,  estos ya estaban ocupados por las razones expuestas, por los originales. ¿Qué quedaba para nosotros entonces? Un listado de sobrenombres cariñosos, creativos, balbuceantes, que identificaban al enunciador, más que al enunciatario. A saber: yo fui Goga y Goguita para Tía Cata, Nenina o Nenelina para las primas López, Nena para Yvonne (Genovevita en las cartas), Pichu para pa. Aclaro, entre los vascos Pachu o Pachurra es chica o muchacha, chi, chi. Pero ese gentil nombre, que hubiera tenido un sentido básico, ya estaba ocupado por una prima, parece la preferida de sus tíos (Carlos y Goyo, sr), entonces pasé a Pichu, que también evocaba Pichona, al que aprendí a responder y que era bastante usual entonces. Uf. Vos fuiste Gogó, porque así te decía yo en mi media lengua (quería decir Goyito, siendo Goyo el grande), Goyito para quienes ya habían adquirido el lenguaje en tiempo y forma. Claro, y Goguito para momentos cariñosos.

Ahora, a mí me gusta Geno para mí, aunque ya no hay Genovevas. Así me llamaban en la escuela. Así parte de mis nietos, para la otra parte soy la abuela Veva, como lo fue mamá. Y vos ahora sos Greg, en los mensajitos y en los teclados imposibles. ¿Ves que siempre se puede seguir más allá?

Y ahora: ¿hablamos de ya sabemos quién?

Agotada la pareja original, el adan-y-eva de esta historia, el tercer llegado, ¿qué? Pues tíos. Tío muerto y tío vivo, homenaje a la familia paterna ¿te acordás quiénes fueron a anotarlo, no? Y así quedó el ido, el vivo y el nombre preferido de pa: Ignacio, nombre vasco por antonomasia. Que en realidad debió ser Iñaki, si vamos a lo vasco de veras. Como todavía teníamos problemas con el lenguaje y buscábamos venganza de hermanos mayores, lo mutilamos: Ñaqui. Ja.  Pero en los papeles es Joaquín, y para su mujer, y sus amigos también. Es mejor amigarse con los documentos. El doble apellido quita las ganas de agregar el materno (por si a mí se me ocurría un ejercicio de afirmación de género). No, gracias, el apellido de nuestra madre tiene once, once, once letras. Y de última también es de varón, del Pepé (así se dice en francés abuelito, pero eso ya lo sabés).  Las maldiciones son largas, sí.

Y retomando: ¿te acordás como nos llamaba el rotisero de la vuelta, ya mencionado, cuando íbamos por cien de aceitunas verdes y cien de negras, y otro tanto de crudo y cocido?

Acuarela

Cualquiera que recuerde la casa de su infancia, tendrá en la memoria los cuadros, las imágenes que había en las paredes. Quizá alguna perdure, por su misterio, su belleza, su capacidad de dar temor o cualquier otro motivo, en ese escenario. Pero nosotros teníamos una especial ligazón con ese mero elemento decorativo: todas estaban firmadas por nuestro padre. Sí, él pintaba. Pintaba acuarelas.  Las enmarcadas en nuestro comedor eran viejas, de unos cuantos años antes de nuestro nacimiento. Alguna había de sus treinta y pico, de sus cuarenta años –todavía no subrayé que podía haber sido nuestro abuelo, que hay una generación saltada entre él y nosotros. Vamos, que se casó en una segunda vida, llevándole casi veinte a mamá. Digo que pintaba ya de joven, y dibujaba, con tinta china y plumín, en papel de carpeta tipo canson. Creo que eso es lo más viejo que quedó de él. Unos caballos –diría su motivo predilecto-un caballero, una iglesia. Esos dibujos están en casa ahora.

Las acuarelas que usaba eran de buena calidad, compradas en la casa “I”, de 47 y 1, que todavía existe y tiene lo mejor para pintar y dibujar. Ahí compraba las grandes hojas semirrígidas de paspartú, papel rugoso pegado sobre cartón, y algunos tubitos de colores. Porque la caja principal le había sido traída de Alemania y era extremadamente especial (no la prestaba). Cuando la tía Yvonne viajó a Europa trajo varias, inglesa para él con más de cien cuadraditos y  para nosotros una simple de Alemania. Gastadas y holladas las masas de pintura en la vieja caja de madera con la tapa rota. Que guardaba en el estante del piso del placar. Que me mandaba traerle y guardar después cuando íbamos a cenar. Alegando estar mal de las rodillas. (Tú que tienes chiquizuelas jóvenes). Sí yo estaba mucho más cerca del suelo.

Pintaba a la seis o siete de la tarde, la cartulina clavada con chinches a un tablero de dibujante. Disponía con orden sus herramientas, según en qué etapa estuviera la obra. Si empezaba usaba regla y lápiz para establecer un marco, manipulaba el papel de calcar dónde ya había trazos de lápiz muy precisos tomados de un original que podía ser una foto de Paris Match, una página del rotograbado de La Prensa que siempre traía enormes y excelentes fotografías, o cualquier otra fuente. Con un lápiz bien afilado, pero de no más de tres centímetros y goma blanda, blanda, calcaba, sí, calcaba (aunque dibujaba muy bien) No se autoexigía la creación. Le gustaba combinar, colorear. Una vez que tenía el dibujo, empezaba muy despacio a llenarlo de color: los cielos con nubes, el pasto abajo del caballo, los matices de una catedral, algunos rostros. Como una anciana que replica en petitpoint una obra famosa, él reproducía a veces a Mariette Lydis, a Kaperotxipi o a El Greco. Yo prefiero las Notre -Dame o cualquiera con hojas de otoño color siena tostado, un pomito que ya no se conseguía. Con los anteojos sobre la nariz, el tachito de agua, los pinceles finos, llenaba el tiempo de la angustia, la caída de la tarde. Cuando ya había que poner la mesa, yo corría a guardar las cajas fastidiada y él ponía sobre la cabecera de un sillón el tablero y se quedaba mirándolo, durante la cena silenciosa.

Nosotros lo mirábamos mirar.

Una vez la tía Pancha, llena de entusiasmo le dijo que estaba buscando un local para que expusiera, y él se escandalizó, dijo que estaba loca, por supuesto, en voz baja. Desalentada afirmó que era una lástima. Pero él se sabía “pintor de domingo”, pompier, y no pedía más que llenar ese tiempo, sentir la dilución del color, esperar que secara, seguir el proceso, y finalmente dibujar su nombre y el año. Enmarcar algunos, regalar a la familia, pasarnos el amor a las estampas. Dejó uno sin terminar, la fuente del Cours Mirabeau en Aix-en-Provence.