Caja rectangular japonesa.* Imagen obtenida de Arte Historia Estudios

Nada lo mantenía en calma. Ni siquiera que le enviaran las compras a domicilio. Ni siquiera no salir a la calle. Ni siquiera permanentemente pasarse alcohol en las manos. Ni siquiera ventilar la casa. Ni siquiera repasar con antiséptico los pisos. Tampoco lo tranquilizaba el hecho de haber prohibido las visitas a todas las personas de su entorno. Ni siquiera lo serenaba limpiar con un trapo con lavandina en gel cada alimento envasado que llegaba a su casa o bien lavar la verdura con algunas gotas de lavandina líquida. Tenía su máscara de acrílico en caso de que llegara algún inevitable cobrador de servicios o bien naturalmente los proveedores. Había sumado un tapabocas especial. No el más frecuente. Unos elaborados a partir de un laboratorio del CONICET, el del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas de su país. Había comprado unos cuantos por correo, los había rociado con alcohol en aerosol y los usaba de modo permanente cada vez que se presentaba la oportunidad de un contacto.

     Esa tarde, mientras tomaba un café con un chorro de leche descremada algo comenzó a inquietarlo. Y ese algo no era morir. Sino morir de un cierto modo. Quiero decir: no morir de tal o cual manera, producto de la enfermedad del COVID-19 o de un ataque al corazón, sino morir dejando algo pendiente en su vida. ¿Vieron cuando un escritor deja un cuento por la mitad y se dice que lo va a terminar al día siguiente y nunca jamás lo hace porque pasa la página? Podría decirse que algo así sentía. O algo así había comenzado a vivir.

     Se llamaba Marco y cumplía exactamente 51 años en noviembre. Tenía un hermano menor, con el que estaba enemistado. Su hermano se había casado con una mujer joven, hermosa, una abogada exitosa con un estudio en el centro de la ciudad, de afanosa actividad. Él en cambio había consagrado su vida a otros menesteres. Era pintor. Y era poeta. Vivía de las rentas que les habían dejado a ambos sus padres. Su hermano también había vivido de esas rentas, pero había sumado a ese dinero, el de su esposa y el suyo: un trabajo en una inmobiliaria que había fundado y llevado adelante con mano dura.

     Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. La garganta se le cerró. Por las piernas circuló una sangre espesa, de esa que no es vigorosa, que no lleva la vida sino que la consume. Que abulta su tránsito. Comprendió que eso que tanto había demorado, después de haber estado enemistado con su hermano durante tantos años, no por su hermano, sino por motivos que se habían suscitado en torno de la vida de ambos resultaba, ahora sí, inexplicable. Lo pensó. Lo repensó. “El tiempo todo lo cura”, se repitió en una frase que sabía que era un lugar común, pero no le importó porque también sabía que algo de razón encubría esa frase gastada. Estuvo seguro de que no era así. El terrible dolor, el sufrimiento por haber estado casi toda la vida de joven y adulto lejos de su hermano por culpas que nada tenían que ver con ambos, se desplomó sobre él como la carga de un camión de piedra caliza.

     Experimentó una sensación tal de pérdida, por todo aquello que sería imposible recuperar, ser restituido a la experiencia, que sintió que una parte suya había literalmente fenecido. Esas semanas, meses, años, decenios, de estar sentados a una mesa de café hablando de sus padres. O mirando fotografías familiares en el living. O comiendo carne asada. No regresarían jamás. Ausencias. Pérdidas. Blancos. No había visto crecer a sus sobrinos, que como su hermano era menor, tenían 13 y 14 años. Lo estremeció la sola sensación de ese vacío producto de lo que no había tenido lugar y sí hubiera podido tenerlo.

     Fue al baño, se pegó una ducha. No se afeitó. Se peinó, eso sí, con cuidado. Volvió a sentarse  en medio de su sillón de mimbre en la galería. A esta altura de su vida, hacía rato había dejado de ser un deportista pero no de hacer caminatas o bien de trotar de tanto en tanto con algún amigo. Eso le permitía tener un cuerpo tonificado y parciamente flexible. Porque lo complementaba en su casa con gimnasia.

     Enemistado con su hermano, sin haber estado casado, sin un trabajo exigente, pintando en su atelier en el piso superior de su casa, exponiendo discretamente, con algún premio, incluso en el extranjero, cinco libros de poesía publicados: El ansia, La lentitud, Inexorable, Cantares y Encuentros en medio de un aeropuerto en Saigón se sentía satisfecho. Lo embargaba, naturalmente, la supuesta idea de no haber fundado una familia noble, de esas que no se fragmentan por nada del mundo. De esas que cada domingo se reúnen en torno de una mesa, se cuentan anécdotas, se ponen al día con las historias del trabajo, se demoran en algún secreto o novedad más o menos trascendente.

     La inquietud creció. El café le daba vueltas en el estómago producto de un malestar generalizado. Comprendió, como le había sucedido en otras ocasiones, que había sobrevenido un daño. Y esta vez estuvo más seguro que nunca: un daño a la familia.

     Sabía que su hermano y su cuñada junto con los chicos también habían tomado todas las precauciones del caso contra la pandemia. No tantas como él: un obsesivo. Pero quería sobrevivir. Seguir pintando y escribiendo de modo egoísta. Él quería morir de vejez. ¿pero en qué consistía morir de vejez? ¿no era acaso morir una fatalidad?

     Había terminado el café. Dos vainillas a ver si ese estómago recuperaba un cierto orden extraviado por quién sabe qué desangelada razón. Supo que iba a sonar el teléfono. El teléfono sonó. Era su cuñada. Hacía años que no escuchaba esa voz. Pero no era su voz. Era la voz de alguien desesperado. Era la voz de alguien fuera de sí. Era la voz de alguien a punto de perder el equilibrio. Él lo comprendió todo de inmediato. Ella le explicó: “Contagio-Ambulancia-Respirador-Agonía”.

     Entonces no lo dudó un segundo. Se despidió de ella con una infinita ternura. Solo le formuló dos preguntas: “¿Cuánto le queda de vida?”. Ella no lo sabía. Todo era incierto. Y la otra: “¿En qué clínica está?”. “Clínica Sarmiento”, respondió ella, transida su voz como si tuviera a punto de estallar de desesperación. “Bien”, respondió él.

     Antes de colgar se dio cuenta de que se había olvidado de dos preguntas primordiales: “¿Y vos? ¿Y los chicos?”. “Nos hisoparon. Estamos intactos. Cuarentena obligatoria”. Se despidió de ella con modales.

      Se puso el tapabocas. Se calzó la máscara de acrílico. Tomó una diminuta cajita de madera que había pintado en un curso de tintas de Japón, impartido por un gran maestro de Kioto. Guardó dentro de la cajita las alianzas de sus padres, que en la repartija por la herencia (que no había sido apacible) le habían tocado en suerte. Con la cajita cerrada, al agitarla brotó una cascada brillante, parecida a una campanilla sutil producto del golpeteo de la madera con el oro. Se parecía bastante a una cajita de música. Esas dos alianzas señalaban el momento exacto en que dos personas habían elegido libremente unir dos destinos en uno. Y luego por engendrar a una estirpe. Pero sobre todo, como la prueba más contundente de una fidelidad perenne.

     La fidelidad era el valor principal que les había sido enseñado a ambos. Su hermano jamás le había referido, ni siquiera con sus novias, oficio alguno de traición. Y no le conocía un solo doblez.

     Llegó a la “Clínica Sarmiento” montado en un auto que él no había conducido si bien sí estaba sentado al volante. De nada sirvió a los guardias impedirle la entrada a la puerta de la Clínica. De nada sirvió que un par de médicos intentaran detenerlo. De nada sirvió que dos enfermeros poderosos lo tomaran por los brazos. Los arrojó al suelo como a dos abejorros. Llegó a la zona de los respiradores. Mintió acerca de por qué y cómo había llegado allí. Vio a su hermano. Nada ni nadie de los que estaban allí pudo detener ese encuentro literalmente de una fuerza indoblegable. Junto al respirador, sacó del bolsillo  la cajita con las alianzas que no eran  alhajas sino algo muy distinto. Latían. La agitó con sutileza, pero cerca de donde estaban los oídos de su hermano. Lo hizo durante un minuto.

     Lo tomaron luego por los hombros cuatro enfermeros y estaba vez sí lo retiraron de la sala. Pero ya era demasiado tarde. Su hermano había escuchado la melodía. Esa melodía que solo podía emitir el producto de la fidelidad de sus mayores.

     Lo hisoparon antes de marcharse no sin sospechar que no estaba en sus cabales. Él fue a la casa de su hermano. Con alcohol en aerosol roció sus manos, luego roció la cajita pintada con tintas japonesas y cuando su cuñada abrió la puerta, sorprendida, la depositó sobre el primer escalón de la puerta.

Y le dijo:

-Úsenlas. Eran de papá y mamá.

Ella respondió:

-Pero Marco. Alejo está con el respirador…

-Alejo saldrá pronto. No te preocupes por eso. Lo fui a ver. Pregunté. Está fuera de peligro mientras me hisopaban.

     Su cuñada estaba llena de preguntas. Pero comprendió que debía callar frente a su temperamento elocuente y su despedida segura, amable pero firme. A continuación tomó la cajita. Estuvo a punto de abrirla. Pero antes la hizo sonar. Ese sonido era mágico. Casi una suerte de hechizo. O de sonido que encubriera un milagro guardado en medio de un lugar secreto y minúsculo del universo. Una centella. Luego la abrió. Sacó las alianzas. Verificó la inscripción de los nombres. Encontró el de la madre de su esposo y se la puso. Cerró la cajita con la alianza de su suegro y la hizo sonar. Los chicos vibraron en medio del jardín. Lo olvidó todo. Se acercó a sus hijos. Les dijo:

-El tío Marco acaba de traer esta caja. Estos son los anillos que al casarse el abuelo le puso a la abuela y la abuela al abuelo.

     Los chicos no entendieron o nos le importó. Ella tuvo una suerte de angustia. Tragó saliva haciendo un esfuerzo supremo. Fue a tomar un vaso de agua fresca.

     Marco llegó a su casa. Se dio una ducha. Estaba radiante. “Su hermano fuera de peligro”, sonó, resonó, como un eco entre las paredes del baño. Sonó en sus oídos. Sonó en la cajita pintada con tintas de Japón. Derramó una lágrima que se mezcló con el agua de la ducha. A la distancia, ahora, su hermano había escuchado el sonido de la fidelidad, la campanilla tonificante de la fortaleza, la melodía sanadora de sus padres, el encuentro magnífico de la dicha, la música de cámara de su añorado reencuentro fugaz. Su cuñada esa noche, a solas en la cama, luego de que los chicos estuvieron dormidos, no pudo evitar un sollozo al volver a agitar la cajita. El rimmel se deslizó por su mejilla. Sintió pudor. Abrió la cajita y pensó en Marco. Supo que ese otro anillo, el de su suegro, dentro de una semana, cuando lo trajeran a su esposo de regreso en la ambulancia, lo iba a deslizar por debajo de las sábanas y apartando el suero en la camilla, se lo iba a calzar a hurtadillas. En la cama se aferró a la cajita, con la otra mano apretó más fuerte aún la alianza en el dedo anular.

     Pensó en su cuñado. Pensó en él tan dulcemente, que un bienestar inagotable la embargó cuando sus ojos se cerraron, sosteniendo la caja. Pensando para sí misma la palabra “Gracias”. Esa misma palabra que no se había atrevido a pronunciar porque Marco se había marchado tan velozmente, como el relámpago o el trueno. Esos elementos poderosos, que nada puede detener, acallar. Fruto de la ira de la naturaleza. Pero también de su fulgor más pujante, más indestructible, más vital.

Nota acerca de la imagen:

La caja rectangular de la portada, es un «estilo de transición con cubierta abovedada con accesorios de cobre dorado al fuego. En estilo pictórico con una fina decoración en varias técnicas: takimaki-e (alto relieve), tsuke-gaki (dibujo con líneas de laca estrechas y sobre rociados con rellenos de oro y plata), usuniku-takamai-e (relieve demi), kimekomi (Empujado adentro) y acentos de kirigane (pequeño mosaico de metal de corte geométrico). Muy raro de ver es que los cartuchos en el cofre están en un fondo de grano de madera llamado ‘Mokumé’, que es un patrón aplicado con polvo de oro para sugerir la presencia de grano de madera. Los cartuchos están decorados con mariposas (mukai cho), dentro de los cartuchos un paisaje de rocas, árboles, flores, pájaros y pabellones japoneses y pagodas y cercas con detalles arquitectónicos. El interior de la cubierta con vides de glicina y un fénix. Todo decorado con símbolos referentes a las crestas de la familia japonesa. Bronces re-dorados y restauraciones al lacado». Obtenido del sitio Arte Historia Estudios.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.