Azu y los colores
a Azucena Salpeter, poeta maestra de poetas
Tengo una amiga
que se llama Azu.
Es tan buena tan buena,
como el chocolate blanco
con pasas de uva rubias
que venden en Bariloche,
el Sur del Sur.
Pero ella
no es arrugada
como una uva pasa,
ni como una roca
del cerro Tupungato
de esas que tienen pliegues
como placas tectónicas.
Quiero decir:
ella no es rubia,
pero su pelo
la hace tan buena, tan buena,
tan mansa tan mansa,
como un pequeño cachorro
de tigresa siberiana:
su pierna delantera,
sin una sola cana
(es una pierna nuevita,
recién estrenada
como la yema de Estrella Federal
si estalló la primavera).
La cabellera de Azu,
quiero decir,
es casi rubia,
casi pelirroja,
casi albina.
“¿De qué color es, entonces?”,
me pregunta el florista de la esquina
mientras vende crisantemos y azaleas,
incluso higos y mermelada de ciruelas.
Todo esto perfumado de cielo.
“Es color chocolate, como cuando
está envuelto
en ese papel
tibio y oro
con que vienen
de la Patagonia”,
le contesto.
¿No son su especialidad acaso
esa clase de pinturas?
Llenas de vida
y arrebatado fuego.
Ah, y esas pasas de uva rubias
son la gloria.
Porque al ser Azu
de todos esos colores,
toma el pincel de cerda de camello
como si fuera una aguja
de tejer la lana agreste.
La madeja entre sus manos,
se agita, susurra, movediza
arrastrada por los cinco vientos alisios.
Ella la maneja
con la mano izquierda,
pero parece
que fuera la diestra
por su hermosura.
Teje y desteje sus óleos.
Igualito, igualito
a como Borges plasmaba
los cuerpos celestes:
un asteroide, el cometa Halley
llenos de tulipanes anaranjados.
Azu pinta a Júpiter
el Emperador,
del sistema solar.
“Incluso más poderoso
que el sol”,
me dice mientras escribe.
Entonces los tornados de la tierra
se encrespan pero sin hacer ruido
como la pelambre de mi gato
al ver a una vaquita de San Antonio
porque les tiene alergia.
Y pan con pan comida de zonzo.
Entonces mi gato
le pide a Azu
una porción de hígado
porque tiene ganas
de sentir el sabor
del Mar de Barents.
Cae redondo de amor
porque Azu le ha pintado uno
en su plato de latón abollado.
Un hígado rozagante, dulzón,
tierno, jugoso, con el aroma
de los plumones de mi almohada.
Sí, justo del mismo sabor,
del mismo aroma.
¿Serán las aves una forma de pintar?
Mi gato olfatea el festín.
Se prepara para recordar,
a la humana
que lo hizo brotar de la nada:
el blanco sobre perla de un lienzo.
Y Azu que es tan buena pintora
ha conquistado su obra de arte:
dibuja el menú a la carta
con el plato del día y todo.
Yo me siento
para verlo comer a mi gato.
Se le hace agua la boca.
Me gusta ver trabajar a Azu,
terminar de pintar
su nuevo cuadro, flamante
como una casuarina
(porque además sus pinturas,
emiten un silbido).
Y esto sí es la gloria
de la belleza pura luz,
la de los rayos de sol de otoño
que como hoy
mojan mi ventana,
llegan a mi orilla
traídos por la marea desapacible
del Mar Rojo.
El hígado que Azu ha pintado,
para mi gato Tomás
es tierno, suave al paladar.
Pero tierno como ella.
Tan dulce tan dulce,
que prácticamente
se me derrite entre las manos
como un helado
de crema de limón.
Sabrán disculpar,
es solo que
acabo de nacer.
Y eso que Azu
jamás me ha pintado
como a una jalea de frambuesa
ni como a las moras
recién cortadas del Bosque
de La Plata.
Pero sí me ha pintado
a una gitana en flor,
sensual como el almíbar
de un damasco de huerta.
Chan, chan.
Risotto
A Azucena Salpeter y Patricia Coto
Azucena cala
las naranjas amargas
con un cuchillito de marfil de la India,
mientras Patricia pica cebolla morada
sin asomo de llanto
sobre una tabla de madera de cedro
repujada con volutas de plata.
¿Vieron esa plata que no es cara,
pero es austera, sobria y no se aja?
Mantiene su dignidad y elegancia
aun en los temporales más pintados.
Y digamos las cosas como son:
la plata es un metal noble.
Ambas preparan
un risotto a la menta
al que me han convidado,
pese a que no se conmemora
otra festividad más que la de vernos
(tenemos en mente conspirar).
El aceite de oliva
brinca
sobre las dos mitades del tomate,
sendos hemisferios
abiertos en su pulpa,
de un globo desangelado
que hago girar morosamente
con los dedos de mi mano derecha
como si fuera el pecho de una búlgara.
Después salimos al jardín de Azucena.
Nos sentamos
en unos sillones colorados.
Ella alimenta con semillas de lino
a los pavos reales del Peñón de Gibraltar.
Me recuerda
que se los mandó FlanneyO’Connor
ensobrados en los Cuentos completos
y su novela Sangre sabia
(sepan disculpar,
he olvidado su argumento).
También me dicen
que es para que no pongan sus huevas
y se incendien,
en esta tierra de rabia y desmemoria.
Mejor guardarlos en la placenta.
Surtirán mejor efecto
en la calma tibia y blanca
de este mediodía.
Miro el jardín y se parece
a la miel del Mar de Groenlandia,
a la del clavo de vainilla de Bogotá.
Ese clave que se guarda
en un tubo de vidrio,
como se acostumbra
en casos como este:
su recipiente principal.
Me recomiendan probar (eso sí)
las fresas de este diciembre
que llegarán puntuales
por lo que le adelanta
el pronóstico a Patricia.
Azucena, por el contrario,
es partidaria de las moras.
Yo la escucho atento.
Me gustan los frutos del bosque.
Patricia me convida un mate
con hilas de seda.
El titular de un diario
sobre la mesa de piedra
reza que mil dos
pichones en el Amazonas
son asesinados por día
por pandillas de agoreros
con cerbatanas.
La felonía más perfecta
(con su respectiva coartada).
“Lo que pisamos es tierra de nadie”,
pienso consternado.
Aún así, o quizás por eso,
nos despedimos.
Antes de irme,
y solo para joder
azoto, ya en la vereda,
el llamador de Azucena.
¿Una superstición?
Quizás, o solo un embrujo.
Al rato,
cada uno está en su casa.
Repican las campanas del atardecer.
Cada uno escribe sus poemas.
Jugamos a perder la cordura
por un rato, en el Mar Báltico
de nuestra alcoba.
Los poemas tienen sal marina
Como si nos hubiéramos sumergido
en el Mar Caribe.
Los poemas de Azucena son insolentes.
Los de Patricia están llenos
de calma y de una singular devoción.
De los míos no podría asegurarlo.
El planeta cabe entonces en una cajita
de piel de camello,
en una caracola con un brote de coral.
Y cuando queremos acordar
se nos ha hecho la hora del lobo.
Cada cual en su casa,
se mete entre las cobijas con libros.
Cada cual con quien quiera.
A soñar que Emily Dickinson
también ha sido feliz con su bonsái
guardado junto a un barco
en una botella verde.
Una ¿fragata?
Emily vestida
con sus camisón transparente,
cuando solo por un día
se permitió semejante exceso,
tan solo para sí misma.
Cosa curiosa, la prenda
no se ha marchitado.
Me preparo unos mates,
un plato con gajos de mandarina,
y después me derrumbo
como una avalancha
sobre un sueño.
Esos que disfrazados,
sin embargo
siempre dicen la verdad.
Los sueños, por otra parte,
suelen ser
particularmente sinceros.
Anémonas y corales
para Patricia Coto, poeta maestra de poetas
Por entre el ajado libro
de tapas color lila,
Patricia espiga
los mejores poemas
de Emily Dickinson.
Decir que es su favorita
es una forma
(y de las más dignas)
de no faltar a la verdad.
Pero ¿qué encuentra Patricia
en la joven luego vieja
Emily que ha dado la vuelta al mundo
escribiendo tan solo 1.800 poemas,
sin moverse de su casa?
Pero si hasta ahora creo verla
hamacándose en su sillón de mimbre
bajo la galería.
¿Hay acaso alguna magia,
sortilegio, pase de dados,
castillo de naipes, as de oros,
en la culminante sensibilidad austera
que ha dado luz al jilguero
alumbrando a sus poemas?
Todo son singulares,
de arquitectura perfecta,
sutiles como la madreselva
que se propaga
subiendo por la pequeña puerta
con rejas de bronce.
Son mullidos como diente de león
(panadero así llamado en mi patria),
Pudorosos poemas,
porque están escritos
por una mujer
que se sonroja a solas.
Patricia está sentada
sobre una silla de madera
recta como la vara
de la caña de azúcar.
Mañana por la mañana,
las flores se incendiarán
de rocío y néctar.
La gota se desliza
pero también arde.
Es que los poemas de Emily
entran en ebullición, borbotean
como marmita con un guiso.
Son volátiles como colibríes,
que recorren las corolas peregrinas
de tres rosas amarillas,
en el jardín de invierno de Emily.
Han entrado a él
bajo su venia.
Emily manifiesta
permisividad solo
con ciertos seres vivos
(no con otros,
con los que es severa).
Ahora, en este preciso momento
despierta de una noche
de sueños con anémonas y corales,
rojos muy rojos.
Un sueño de una barca encallada
Colmada de madreperlas.
Nada menos parecido
a su jardín de invierno
que este océano mar,
cuyas aguas en vaivén
sin embargo se acercan a su orilla.
Maderos, algas, pecíolos,
Pacíficos mejillones
que se han derramado
a su paso por la casa.
El botón de la margarita
sucumbe a uno de sus poemas
leído en voz alta
(el que acaba de terminar)
y lo cubre con una película
de esmerado polen,
de modo que al despertar
mañana por la mañana
eche a volar
hacia el álbum,
de una jovencita
que acaba de amanecer.
Vuelan las palomas
para Azucena Salpeter y Patricia Coto
Ánade real y ruiseñor,
Patricia y Azucena
corren cada una tras su bandada.
La de Patricia
puede que sea tan Pavese
o tan Montale.
En tanto para Azucena
quizás lo sean
los poemas de Ursula K. Le Guin
o René Char.
Para conmoverse
en la ceremonia de la amistad
se reúnen en torno de una mesa
de mármol de Carrara
(“esto no es derroche”,
susurra Azucena,
“ni grandilocuencia,
es en cambio la pureza
que garantiza
la roca que las ampara
sin lujos y con fidelidad”).
El Jardín de Azucena
(ella está feliz de regarlo,
de poder las ramas
que se van en vicio)
un Jardín lleno de cielo
y gotas de agua
porque ha llovido,
como un sismo
en La Plata.
La humedad se ha precipitado,
Evaporada por el astro más ardiente
(claro que podría haber sido la luna)
Las campanas
que repican
han guardado, celosas,
el agua sagrada.
Las amigas se leen
recíprocamente sus poemas.
En los de Azucena
no podría faltar
un perro de Pekín
ni una anguila
del Mediterráneo.
Recorre los cuatro
puntos cardinales,
los cuatro elementos,
los colores primarios,
los cuatro Jinetes del Apocalipsis
y luego incorpora
una sonrisa irreverente
al conjunto sostenido por estambres.
En los poemas de Patricia
la mirada serena de María,
más conocida como Reina-del-Universo.
Dícese del título celeste
de la Tres Veces Admirable.
Las dos amigas
sienten bronca y pavor
por las mismas cosas.
También las conmueve
aquel verso de Olga Orozco
que de modo inesperado
sale al mundo
de boca de Patricia.
Fue como el susurro
de una mariposa.
Lo pronunció
sin habérselo propuesto.
Simplemente lo recordó
y de pronto ha aflorado
de su boca.
Las dos amigas
guardan sus cantos
para el Bar mitzvah
de ese muchachito
que pude ser.
Oh, no
Yo me entregué
a otras ceremonias
de mi tribu.
Y Azucena evoca a sus abuelos,
en tanto Patricia,
se regocija mientras le lee
en voz alta a Azucena
los poemas, armonía pura
del argentino Horacio Preler.
Todos lo hemos conocido.
Sabemos de lo esmerado de su Verbo.
Y en un soplido
la pluma del pelícano
nos hace gozar de tres mieses,
la espiga, el olivo,
la leche de cabra
recién ordeñada,
la serena cosecha.
El insecto congelado
en su ademán salvaje
en la resina antiquísima
permanece en el mejor boj
del jardín de otoño
de Horacio Preler.
Por ese fondo
han caminado las amigas,
escuchando su diálogo de tres
en el que nada puede empañar
la ventana de la poesía,
devenida delicada pieza
de cristal de Murano.
En ese punto,
el soplido del vidrio,
pluma de paloma,
se derrumba al vacío
producto de la corriente
del Monzón.
Los papeles comienzan a volar
alocadamente.
El hálito del poema,
en los que los tres poetas
se calcinan de pasión
por las palabras
abracadabra
cuando logran hacer encallar
las unas con las otras
hasta lograr el verso perfecto,
ese de aguas transparentes,
del Lago Nahuel Huapi.
Ninguna palabra da lo mismo,
lo sabemos,
ellas mejor aún.
Ambas se han consagrado a la creación:
su pasión por la poesía.
Una misión
que trae el madero
con la marea del Mar del Norte,
y deja a sus pies.
Chapalean en el agua las amigas
un agua tan pura tan pura,
que luego el océano se retira,
dejándoles el dobladillo
del vestido
húmedo como los primeros besos
entre dos personas jóvenes
en su Big bang.
Su corazón flechado
por un poema,
retoño al fin.
Plena fronda ambas
en este otoño
en que las hojas pese a todo,
en ese jardín
son apenas despeinadas
por los alisios,
La Corriente del Niño,
arrasa con su agua helada
en plena América del Sur
a los pobladores
¿Tsunami?
Es en cambio
La brasa que arde
en el interior de ambas
la que salvará al arte,
después del fin
de la literatura.
Epílogo de las amigas
Azucena: Es tarde. Es la hora del lobo. Mejor volver al atelier, donde brincan los colores
como langostas.
Patricia: Es cierto. La primavera este año se hará esperar. Mejor ir hasta la terraza.
Corroborar la frescura y la suavidad muelle del jabón de lavar sobre la tela de lino. Las sábanas que la brisa embolsa, como el tul de una princesa de Oriente que sale a pasear montada en un elefante. Aquello que jamás conoceré.