Reciclar, obra de Alejandra Villegas

Azu y los colores

a Azucena Salpeter, poeta maestra de poetas

Tengo una amiga

que se llama Azu.

Es tan buena tan buena,

como el chocolate blanco

con pasas de uva rubias

que venden en Bariloche,

el Sur del Sur.

Pero ella

no es arrugada

como una uva pasa,

ni como una roca

del cerro Tupungato

de esas que tienen pliegues

como placas tectónicas.

Quiero decir:

ella no es rubia,

pero su pelo

la hace tan buena, tan buena,

tan mansa tan mansa,

como un pequeño cachorro

de tigresa siberiana:

su pierna delantera,

sin una sola cana

(es una pierna nuevita,

recién estrenada

como la yema de Estrella Federal

si estalló la primavera).

La cabellera de Azu,

quiero decir,

es casi rubia,

casi pelirroja,

casi albina.

“¿De qué color es, entonces?”,

me pregunta el florista de la esquina

mientras vende crisantemos y azaleas,

incluso higos y mermelada de ciruelas.

Todo esto perfumado de cielo.

“Es color chocolate, como cuando

está envuelto

en ese papel

tibio y oro

con que vienen

de la Patagonia”,

le contesto.

¿No son su especialidad acaso

esa clase de pinturas?

Llenas de vida

y arrebatado fuego.

Ah, y esas pasas de uva rubias

son la gloria.

Porque al ser Azu

de todos esos colores,

toma el pincel de cerda de camello

como si fuera una aguja

de tejer la lana agreste.

La madeja entre sus manos,

se agita, susurra, movediza

arrastrada por los cinco vientos alisios.

Ella la maneja

con la mano izquierda,

pero parece

que fuera la diestra

por su hermosura.

Teje y desteje sus óleos.

Igualito, igualito

a como Borges plasmaba

los cuerpos celestes:

un asteroide, el cometa Halley

llenos de tulipanes anaranjados.

Azu pinta a Júpiter

el Emperador,

del sistema solar.

“Incluso más poderoso

que el sol”,

me dice mientras escribe.

Entonces los tornados de la tierra

se encrespan pero sin hacer ruido

como la pelambre de mi gato

al ver a una vaquita de San Antonio

porque les tiene alergia.

Y pan con pan comida de zonzo.

Entonces mi gato

le pide a Azu

una porción de hígado

porque tiene ganas

de sentir el sabor

del Mar de Barents.

Cae redondo de amor

porque Azu le ha pintado uno

en su plato de latón abollado.

Un hígado rozagante, dulzón,

tierno, jugoso, con el aroma

de los plumones de mi almohada.

Sí, justo del mismo sabor,

del mismo aroma.

¿Serán las aves una forma de pintar?

Mi gato olfatea el festín.

Se prepara para recordar,

a la  humana

que lo hizo brotar de la nada:

el blanco sobre perla de un lienzo.

Y Azu que es tan buena pintora

ha conquistado su obra de arte:

dibuja el menú a la carta

con el plato del día y todo.

Yo me siento

para verlo comer a mi gato.

Se le hace agua la boca.

Me gusta ver trabajar a Azu,

terminar de pintar

su nuevo cuadro, flamante

como una casuarina

(porque además sus pinturas,

emiten un silbido).

Y esto sí es la gloria

de la belleza pura luz,

la de los rayos de sol de otoño

que como hoy

mojan mi ventana,

llegan a mi orilla

traídos por la marea desapacible

del Mar Rojo.

El hígado que Azu ha pintado,

para mi gato Tomás

es tierno, suave al paladar.

Pero tierno como ella.

Tan dulce tan dulce,

que prácticamente

se me derrite entre las manos

como un helado

de crema de limón.

Sabrán disculpar,

es solo que

acabo de nacer.

Y eso que Azu

jamás me ha pintado

como a una jalea de frambuesa

ni como a las moras

recién cortadas del Bosque

de La Plata.

Pero sí me ha pintado

a una gitana en flor,

sensual como el almíbar

de un damasco de huerta.

Chan, chan.

Risotto

A Azucena Salpeter y Patricia Coto

Azucena cala

las naranjas amargas

con un cuchillito de marfil de la India,

mientras Patricia pica cebolla morada

sin asomo de llanto

sobre una tabla de madera de cedro

repujada con volutas de plata.

¿Vieron esa plata que no es cara,

pero es austera, sobria y no se aja?

Mantiene su dignidad y elegancia

aun en los temporales más pintados.

Y digamos las cosas como son:

la plata es un metal noble.

Ambas preparan

un risotto a la menta

al que me han convidado,

pese a que no se conmemora

otra festividad más que la de vernos

(tenemos en mente conspirar).

El aceite de oliva

brinca

sobre las dos mitades del tomate,

sendos hemisferios

abiertos en su pulpa,

de un globo desangelado

que hago girar morosamente 

con los dedos de mi mano derecha

como si fuera el pecho de una búlgara.

Después salimos al jardín de Azucena.

Nos sentamos

en unos sillones colorados.

Ella alimenta con semillas de lino

a los pavos reales del Peñón de Gibraltar.

Me recuerda

que se los mandó FlanneyO’Connor

ensobrados en los Cuentos completos

y su novela Sangre sabia

(sepan disculpar,

he olvidado su argumento).

También me dicen

que es para que no pongan sus huevas

y se incendien,

en esta tierra de rabia y desmemoria.

Mejor guardarlos en la placenta.

Surtirán mejor efecto

en la calma tibia y blanca

de este mediodía.

Miro el jardín y se parece

a la miel del Mar de Groenlandia,

a la del clavo de vainilla de Bogotá.

Ese clave que se guarda

en un tubo  de vidrio,

como se acostumbra

en casos como este:

su recipiente principal.

Me recomiendan probar (eso sí)

las fresas de este diciembre

que llegarán puntuales

por lo que le adelanta

el pronóstico a Patricia.

Azucena, por el contrario,

es partidaria de las moras.

Yo la escucho atento.

Me gustan los frutos del bosque.

Patricia me convida un mate

con hilas de seda.

El titular de un diario

sobre la mesa de piedra

reza que mil dos

pichones en el Amazonas

son asesinados por día

por pandillas de agoreros

con cerbatanas.

La felonía más perfecta

(con su respectiva coartada).

“Lo que pisamos es tierra de nadie”,

pienso consternado.

Aún así, o quizás por eso,

nos despedimos.

Antes de irme,

y solo para joder

azoto, ya en la vereda,

el llamador de Azucena.

¿Una superstición?

Quizás, o solo un embrujo.

Al rato,

cada uno está en su casa. 

Repican las campanas del atardecer.

Cada uno escribe sus poemas.

Jugamos a perder la cordura

por un rato, en el Mar Báltico

de nuestra alcoba.

Los poemas tienen sal marina

Como si nos hubiéramos sumergido

en el Mar Caribe.

Los poemas de Azucena son insolentes.

Los de Patricia están llenos

de calma y de una singular devoción.

De los míos no podría asegurarlo.

El planeta cabe entonces en una cajita

de piel de camello,

en una caracola con un brote de coral.

Y cuando queremos acordar

se nos ha hecho la hora del lobo.

Cada cual en su casa,

se mete entre las cobijas con libros.

Cada cual con quien quiera.

A soñar que Emily Dickinson

también ha sido feliz con su bonsái

guardado junto a un barco

en una botella verde.

Una ¿fragata?

Emily vestida

con sus camisón transparente,

cuando solo por un día

se permitió semejante exceso,

tan solo para sí misma.

Cosa curiosa, la prenda

no se ha marchitado.

Me preparo unos mates,

un plato con gajos de mandarina,

y después me derrumbo

como una avalancha

sobre un sueño.

Esos que disfrazados,

sin embargo

siempre dicen la verdad.

Los sueños, por otra parte,

suelen ser

particularmente sinceros.

Anémonas y corales

para Patricia Coto, poeta maestra de poetas

Por entre el ajado libro

de tapas color lila,

Patricia espiga

los mejores poemas

de Emily Dickinson.

Decir que es su favorita

es una forma

(y de las más dignas)

de no faltar a la verdad.

Pero ¿qué encuentra Patricia

en la joven luego vieja

Emily que ha dado la vuelta al mundo

 escribiendo tan solo 1.800 poemas,

sin moverse de su casa?

Pero si hasta ahora creo verla

hamacándose en su sillón de mimbre

bajo la galería.

¿Hay acaso alguna magia,

sortilegio, pase de dados,

castillo de naipes, as de oros,

en la culminante sensibilidad austera

que ha dado luz al jilguero

alumbrando a sus poemas?

Todo son singulares,

de arquitectura perfecta,

sutiles como la madreselva

que se propaga

subiendo por la pequeña puerta

con rejas de bronce.  

Son mullidos como diente de león

(panadero así llamado en mi patria),

Pudorosos poemas,

porque están escritos

por una mujer

que se sonroja a solas.

Patricia está sentada

sobre una silla de madera

recta como la vara

de la caña de azúcar.

Mañana por la mañana,

las flores se incendiarán

de rocío y néctar.

La gota se desliza

pero también arde.

Es que los poemas de Emily

entran en ebullición, borbotean

como marmita con un guiso.

Son volátiles como colibríes,

que recorren las corolas peregrinas

de tres rosas amarillas,

en el jardín de invierno de Emily.

Han entrado a él

bajo su venia.

Emily manifiesta

permisividad solo

con ciertos seres vivos

(no con otros,

con los que es severa).

Ahora, en este preciso momento

despierta de una noche

de sueños con anémonas y corales,

rojos muy rojos.

Un sueño de una barca encallada

Colmada de madreperlas.

Nada menos parecido

a su jardín de invierno

que este océano mar,

cuyas aguas en vaivén

sin embargo se acercan a su orilla.

Maderos, algas, pecíolos,

Pacíficos mejillones

que se han derramado

a su paso por la casa.

El botón de la margarita

sucumbe a uno de sus poemas

leído en voz alta

(el que acaba de terminar)

y lo cubre con una película

de esmerado polen,

de modo que al despertar

mañana por la mañana

eche a volar

hacia el álbum,

de una jovencita

que acaba de amanecer.

Vuelan las palomas

para Azucena Salpeter y Patricia Coto

Ánade real y ruiseñor,

Patricia y Azucena

corren cada una tras su bandada.

La de Patricia

puede que sea tan Pavese

 o tan Montale.

En tanto para Azucena

quizás lo sean

los poemas de Ursula K. Le Guin

o René Char.

Para conmoverse

en la ceremonia de la amistad

se reúnen en torno de una mesa

de mármol de Carrara

(“esto no es derroche”,

susurra Azucena,

“ni grandilocuencia,

es en cambio la pureza

que garantiza

la roca que las ampara

sin lujos y con fidelidad”).

El Jardín de Azucena

(ella está feliz de regarlo,

de poder las ramas

que se van en vicio)

un Jardín lleno de cielo

y gotas de agua

porque ha llovido,

como un sismo

en La Plata.

La humedad se ha precipitado,

Evaporada por el astro más ardiente

(claro que podría haber sido la luna)

Las campanas

que repican

han guardado, celosas,

el agua sagrada.

Las amigas se leen

recíprocamente sus poemas.

En los de Azucena

no podría faltar

un perro de Pekín

ni una anguila

del  Mediterráneo.

Recorre los cuatro

puntos cardinales,

los cuatro elementos,

los colores primarios,

los cuatro Jinetes del Apocalipsis

y luego incorpora

una sonrisa irreverente

al conjunto sostenido por estambres.

En los poemas de Patricia

la mirada serena de María,

más conocida como Reina-del-Universo.

Dícese del título celeste

de la Tres Veces Admirable.

Las dos amigas

sienten bronca y pavor

por las mismas cosas.

También las conmueve

aquel verso de Olga Orozco

que de modo inesperado

sale al mundo

de boca de Patricia.

Fue como el susurro

de una mariposa.

Lo pronunció

sin habérselo propuesto.

Simplemente lo recordó

y de pronto ha aflorado

de su boca.

Las dos amigas

guardan sus cantos

para el Bar mitzvah

de ese muchachito

que pude ser.

Oh, no

Yo me entregué

a otras ceremonias

de mi tribu.

Y Azucena evoca a sus abuelos,

en tanto Patricia,

se regocija mientras le lee

en voz alta a Azucena

los poemas, armonía pura

del argentino Horacio Preler.

Todos lo hemos conocido.

Sabemos de lo esmerado de su Verbo.

Y en un soplido

la pluma del pelícano

nos hace gozar de tres mieses,

la espiga, el olivo,

la leche de cabra

recién ordeñada,

la serena cosecha.

El insecto congelado

en su ademán salvaje

en la resina antiquísima

permanece en el mejor boj

del jardín de otoño

de Horacio Preler.

Por ese fondo

han caminado las amigas,

escuchando su diálogo de tres

en el que nada puede empañar

la ventana de la poesía,

devenida delicada pieza

de cristal de Murano.

En ese punto,

el soplido del vidrio,

pluma de paloma,

se derrumba al vacío

producto de la corriente

del Monzón.

Los papeles comienzan a volar

alocadamente.

El hálito del poema,

en los que los tres poetas

se calcinan de pasión

por las palabras

abracadabra

cuando logran hacer encallar

las unas con las otras

hasta lograr el verso perfecto,

ese de aguas transparentes,

del Lago Nahuel Huapi.

Ninguna palabra da lo mismo,

lo sabemos,

ellas mejor aún.

Ambas se han consagrado a la creación:

su pasión por la poesía.

Una misión

que trae el madero

con la marea del Mar del Norte,

y deja a sus pies.

Chapalean en el agua las amigas

un agua tan pura tan pura,

que luego el océano se retira,

dejándoles el dobladillo

del vestido

húmedo como los primeros besos

entre dos personas jóvenes

en su Big bang.

Su corazón flechado

por un poema,

retoño al fin.

Plena fronda ambas

en este otoño

en que las hojas pese a todo,

en ese jardín

son apenas despeinadas

por los alisios,

La Corriente del Niño,

arrasa con su agua helada

en plena América del Sur

a los pobladores

¿Tsunami?

Es en cambio

La brasa que arde

en el interior de ambas

la que salvará al arte,

después del fin

de la literatura.

Epílogo de las amigas

Azucena: Es tarde. Es la hora del lobo. Mejor volver al atelier, donde brincan los colores

como langostas.

Patricia: Es cierto. La primavera este año se hará esperar. Mejor ir hasta la terraza.

Corroborar la frescura y la suavidad muelle del jabón de lavar sobre la tela de lino. Las sábanas que la brisa embolsa, como el tul de una princesa de Oriente que sale a pasear montada en un elefante. Aquello que jamás conoceré.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Se graduó como Profesor y Licenciado en Letras en 2005. Y se doctora en 2014 como Dr.en Letras, todos grados y posgrados en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP, Argentina). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 edita su libro “Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas”, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, “Melancolía” (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía “Reloj de arena (variaciones sobre el silencio)”. Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos obtenidos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Escribió un cortometrabaje que permanece inédito. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores y autoras de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Se vio beneficiado con premios y distinciones internacionales y nacionales. Se formó en los talleres de escritura creativa ejercida por María Negroni, Leopoldo Brizuela, Gabriel Báñez (de quien se siente discipulo sobresaliente) y, el más reciente, en Buenos Aires, con Susana Szuarc.