La caravana de gitanos. Vincent van Gogh

No encontró ya qué juntar en el pequeño espacio que la rodeaba. Era la última noche allí, sin pena. El exiguo departamento no mostraba nada de acogedor. Nunca lo había tenido. Y menos ahora con esas bolsas negras dondequiera, abiertas, echando el sobrante de unas mangas, unos enseres, unas carpetas. Todo listo para el desalojo. –No es desalojo, querida, ¿entendés?, desalojo, no. Es que no renovamos contrato. Por las razones que vos tenés. Por el monto que pide el propietario, como vos quieras, pero quedarte, podés–  Entonces me voy por las mías, dijo con un medio tono de pregunta. Inútil gritar, llorar, alegar que los tiempos, que no tenía trabajo, que volver con su madre, que él hacía más de quince días que no aportaba y eso sumado a la frialdad de las últimas veces que habían paseado o cenado pizza, allí mismo, daba una ecuación más fácil que todas las que había resuelto en la escuela, con esfuerzo: adiós muchacho, para siempre.

Era temprano para cenar, el sol caía por la ventana a media asta en las persianas plásticas y la reja de cárcel, ya sin las cortinas que estaban embaladas, género barato que ella misma, con entusiasmo inédito, había cosido, derecho, derecho, con las presillas y los botones. Desoladoras ventanas sin cortinas, desnuda la noche cayendo y ella, en zapatillas sentada en el banco de metal, con la pava y el mate fríos, a los pies, agotada la sesión de chupar la bombilla filosóficamente hasta llegar a la única conclusión posible. No volver con su madre, fuera como fuera. Aunque en su fuero más íntimo sabía que debía mediar un intervalo dramático en ese ex-hogar, hasta expulsarse, eyectarse fue la palabra que le vino, con negro humor de desahuciada.

De todos modos, no era para preocuparse no tener adonde ir a los veinticinco, eso venía ya desde el fin de la escuela, los años de carreras distintas, nunca los suficientes para adquirir una formación en algo. Y todas tan dispares. Hasta que aterrizó en el profesorado que proporcionaba un andar fluido, un deslizarse de año en año sin demasiados escollos. A condición de tener la mínima asistencia, claro. Y ella era floja para eso, jurarse y jurarse con su grupito de amigas que irían, que no faltarían más a esa clase o a la otra,  a la que sólo con ir promoverían. Pero no, no lo hicieron, la tristeza, la dejadez, la diversión exigua de noches en una casa sin adultos pero con heladera, y cuartos de sobra, o jardín y pantallas grandes y buenos bares pudieron más y el madrugón era una montaña a escalar, una escalera a barrer, de abajo a arriba. Los exámenes adeudados sumaban como el alquiler -¿lo saldaría la bruja de la madre?- y pronto perdieron un año las amigas y se vio cursando un par de materias con gente nueva, las otras abandonaron antes y se vio sola, y con mucho tiempo libre y atender el ciber y pavear con los clientes, muchachos estudiantes, en apariencia, con poco apuro por terminar y mucho tiempo para navegar y charlar con ella y comentar la TV o los juegos o discutir sobre las cervezas con miel o con picantes, e ir de paso perdiendo un año para cursar dos mañanas hasta tener el coraje de decir abandoné. Fácil ganar el alquiler así, charlando con los pibes, robando golosinas, olvidando anotar unas ventas por día. Sólo monedas pasaban por sus manos, pero dos de ellas hacían el pan, otras dos el yogur, unos fideos o el pancho de la plaza, como salida al restaurante.

Su inmovilidad tenía una razón, no podía decidir si iría o no a hacer footing al parque. Era su hábito más saludable y creía sinceramente que también la panacea contra toda enfermedad. Su correcaminata tres veces a la semana era una garantía de salud, como un seguro médico, y le dedicaba una atención casi religiosa, como los vegetarianos –con un poco más de dinero ella lo sería- Por eso esta tarde de despedida no podía pasarse sin eso. Alejar los malos espíritus, liberar endorfinas, respirar el aire de los árboles (con la fosa nasal izquierda, porque con la otra incorporaba escape del tránsito, que no era poco en el lado largo del perímetro, mil metros la vuelta, tres, cuatro veces), correr cien, agitarse, deuda de oxígeno –maldita palabra- caminar doscientos y no esperar que el ritmo decayera. Músculos, formas. No, eso no se deja nunca, ni con lluvia. Menos con mudanza.

Entonces, Mechi, se dispuso por última vez -la expresión tenía cierta gravedad- a salir y hacer su caminata. Pero siguió dando vueltas, echó una mirada y al hacerlo encontró los cutters que usaba para cortar el cartón y construir unas grises cajas para el kiosco, lo que le había reportado unos pesos más, siempre pocos, para las golosinas que eran su único placer. Capricho. Las cajas le habían valido unos cortes en los dedos que la fueron anestesiando de tal forma que sólo cuando la sangre empezaba a manchar el cartón, se limpiaba con agua o saliva, encontrándose también golosa de esa chupada que la alimentaba de ella misma y le devolvía los glóbulos que perdía. Una noche, se acordó ahora, con las zapatillas puestas que le habían costado trescientos y ahora había pensado vender en cuarenta, había jugado con esos cortes de nada en el dorso de la mano, nomás por ver cómo era cortarse ahí. Pero le dolió, preparada para sentir como estaba, le dolió y le abrió la idea del dolor real. No sabía que existía. Ni cuando se fue con insultos de casa de la madre, ni cuando pasó la noche en la terminal, fingiendo esperar un viaje o un acompañante, ni cuando tuvo hambre por no haber descubierto que una golosina  la sacia por monedas y halaga el paladar -habría que decir consuela-.  Ahora se acuerda pero se detiene. Empezar a cortarse en ese instante de partida, de corte en el tiempo, de mudanza obligada… aunque  ¿quién quería quedarse ahí? le pareció un borde, un filo, un asomarse para gozar el vértigo. Y se acobardó. Carecía de deseo: irse, quedarse, cortarse, sufrir, sangrar, un chocolate, el que no llamaba ni llamaría… en el mismo plano de su avatar.

Pues bien, tiró los cutters al diablo –arranques inútiles cuando alguien está solo, después hay que levantar o juntar los pedazos-  y buscó el rompevientos con capucha. Estaba anocheciendo y es la hora de la humedad y el pelo se eriza y por lo menos eso estaba bien hoy, el pelo caía liso, podría decirse sin gracia, pero para Mechi eso estaba bien, lacio absoluto decía el frasco y cumplía, aplastaba las mechas a los lados, las puntas dibujaban pequeños abanicos en los hombros, casi con un efecto húmedo, líneas de intenso castaño, sobre las sienes blancas, muy blancas ahora que se protegía del sol, siguiendo los preceptos de la buena salud y de todas las figuras de la tele que aparecían pálidas con cabello oscuro y sólo las recalcitrantes estrellas de otras décadas se veían bronceadas y rubias. ¿Qué seña particular había en Mechi?, ¿qué marca que la distinguiera de sus contemporáneas? Iba a correr o caminar por deporte, pero era tan delgada como una púber, alargada de líneas, sin cadera, sin culo, sin pechos, su jean le daba, por artes de color y costuras, un poco de volumen, entrando como cirujano en sus tajos. Por eso a veces la miraban. Con el pantalón gris de ejercicio, raído y embolsado se vería como una sombra más en la calle. Como un chico que vuelve tarde de los juegos.

Salió, se colgó del cuello la llave de la puerta y la de calle del mismo cordón, se lo mandó adentro de la ropa. No estaba la portera, mujer de limpieza y guardia nocturna. Ya no era horario. La adivinó en su mini departamento de planta baja. Con vidrio espejado mirándola y censurándola. Ése era un buen trabajo, pero ningún consorcio se lo daría, a ella, con ese aspecto debilucho. La mujer era expolicía, exonerada. Eso la hacía de temer para los mismos inquilinos que debía proteger. Le pagaban para que viviera en un sucucho apenas menor que el de ella, que tan caro le salía. Era indignante. Pasar un trapo al pasillo y hacerse ver de todos un día sí otro no. Hasta ella podía hacerlo.  “No estamos animosas hoy” murmuró como la protagonista de esa serie que por estar sola todo el tiempo hacía audibles sus pensamientos, en volumen bajito, algo absurdo pero que se había hecho creíble para los espectadores al tercer capítulo, por más que el absurdo fuera flagrante. “No estamos animosas hoy, Mechi, ¿qué voy a hacer contigo?”. No elongó, sólo caminaría enérgicamente hasta agitarse y acelerar los latidos y mantendría el paso. Y la mente. En blanco. Derivando. Pronunciando su rabia, atenuada, módica. Como la de la serie.

Grande, el parque, un kilómetro de perímetro e innumerables senderos internos de adoquines municipales y de tierra, democráticos, en dos clases, peatones y bicicletas, marcando los atajos de puerta a puerta. Porque tenía puertas el parque, en su parte cerrada con altas rejas de hierro. La parte abierta tenía un lago y eso le daba un carácter múltiple, ecléctico: la zona infantil con juegos de colores, la zona roja para los amantes, que se mezclaban con los entrenadores de perros. Se unía la pasión con la ferocidad-, había pensado Mechi en su filosofar de músculos y ensueños. “Ir con tu novio a apretar a la oscuridad y que se te aparezca una mole negra y babeante y sobre todo desobediente a su amo”.  Y de algún modo la pasión era para ella ese perrazo de las sombras. Ahora el lago, desierto, pescadores de nada juntaban sus enseres, infinita tristeza si alguien pensaba comer de ahí. ¿Qué seres de agua podían respirar en ese lago verde y triste? Había que tener hambre y desgano para poner una ficha a esa cena. ¿Cuánto me falta para venir con un palito a pescar palometas, sola con una latita de gusanos?  Iba ya por la rambla, arrebatada por un impulso que rozaba la desesperación. No tenía plan para mañana, sólo el paso que iba dando tenía sentido, para llegar a la esquina, doblar y volver a pasar las cuatro vueltas que se imponía. El hospital de niños dominaba uno de los lados largos. Por contraste, la vista de la mole oscura, los autos estacionados, los comensales del puesto de panchos y los vendedores de juguetes para niños en cama le hacían pensar en su suerte, en su salud, en sus piernas que la llevaban. Pero a veces también en un mal benigno y pasajero que pusiera en su cabecera unos padres, unos abuelos con golosinas y juguetes. Una radio, por ejemplo, chiquita con auriculares con su música, sólo con la música que le gustaba. Le había gustado alguna música, a los trece, hasta los quince, canciones dulces ligadas a la fantasía, al amor eterno. Después todo había sido la moda, lo que había que escuchar.  Ahora ni siquiera tenía un artefacto útil para pasar música. Apenas una radio clavada en una FM que en sus horarios pasaba del rock más duro a lo latino tropical, internacional… ufa, no puedo permitir que me resuene eso en la cabeza.  Porque ahora voy a pasar por  “la novedad”, o sea los carros de los gitanos, dos micros pintados como transporte escolar ¿uno o los dos? Con las ventanas tapadas, convertidos en casas rodantes, que hacía más de quince días estaban allí clavados, sin duda un gitanito o gitanita enferma grave, de largo proceso, quizá incurable, una leucemia, una cardiopatía inoperable o un dramático caso de trasplante. El tema es que estaban ahí, y ella los observaba con cierta aprensión recordando las fábulas de gitanos ladrones de niños para hacerlos trabajar y mendigar. Retenía su lengua extraña en ráfagas al pasar por ahí, y también el fueguito de carbón del brasero en plena vereda  que era vigilado por una niña de trenzas larguísimas, falda por el piso celeste y azul en cuclillas adorando las ascuas, seguramente para calentar las casillas de chapa, heladas de noche como ardientes al sol. Pero hoy, a Mechi, se le antojaron casas, de verdad, con familia dentro, con niña –ella- vigilando carbones para que todos estuvieran abrigados o para asar una carne, mientras acompañaban al hermanito internado –ella- hasta el final, muerte o vida, regreso al campamento, al lugar de donde venían donde había muchas casillas con ruedas o tiendas con alfombras y heladeras y televisores. Como había visto alguna vez en las afueras.  Iba llegando ahora a esa zona interesante. No había nadie fuera de los carromatos. La oscuridad empezaba a envolver el parque. Pasaría lentamente para captar la energía de esas vidas y luego correría doscientos metros para compensar. Una calle moría, allí, en la reja y los faros de los autos enfocaban  y delataban otra intimidad hecha pública: entre dos grandes árboles, una soga de ropa a secar indicaba que en esa familia había varios varones, y gordos. Grandes camisas, camisetas y pantalones  ¿dónde lavarían? hacían fila en la noche esperando el sol de la mañana en un ciclo tan irrelevante como su propia curiosidad. Trató de adecuar los pasos a las ocasionales linternas que le permitían curiosear. Un manojo de colores fue entonces proyectado por unos faros que doblaron y luego por otros  y por otros. “Vamos, Mechi, ya estás derivando con tal de no pensar tu situación” dicho esto con el acento caribeño de los doblajes. Pero de verdad una llamarada de colores fluctuaba al lado de las prendas masculinas, pesadas y oscuras. Porque no había tanto viento. Y la masa de colores bailaba y echaba luz, y los focos de teatro armaban un tablado para ella y Mechi avanzaba imantada por el torbellino, ala de colibrí… ala de mariposa… a la brisa de la noche, oculta al sol que la desluciría, frenética hasta el límite de su materia sutil. Le recordó los mecheros gastados que mezclan el gas ardiendo en verdes, azules y amarillos antes de volverse letales. Así, una llamarada bailando fandango en la espesura, cobrando vida por las luces del tablao. Mechi pasó, no podía detenerse, las casillas debían tener ojos, y los latidos no eran por el esfuerzo sino por la emoción y no le serviría de nada ese entrenamiento sin ninguna concentración. Pasó entonces y se lanzó a la carrera con una ancha sonrisa. ¡Claro! ¡Pero claro! Una falda gitana secándose en la noche, oculta al sol que la desluciría, fruncidos sus metros de tela ¿qué otra cosa podía ser que un objeto cotidiano, sucio, que necesita jabón y aire para seguir sirviendo hasta gastarse por completo. Como todo en esta vida.  Corrió más de doscientos, al cabo de dos esquinas jadeaba y lágrimas en torrente desahogaban la desilusión del mágico momento que la había rozado y la montaña que se derrumbaba sobre ella. Bajó velocidad, controló el pulso para llegar entera  a ver de nuevo la maravilla, esta vez con ojos de realidad. Pero vio que ya no llegaban autos a doblar después de enfocar el punto, la hora pico había pasado y sólo negrura la esperaba. Pero los colores seguían viéndose de lejos, una luz interior movía la gasa y la hacía banderear junto a sus guardias corpulentos. Miró descaradamente la prenda, a paso de tortuga, el cuello vuelto sin disimulos y vio el diseño del estampado, que llaman búlgaro. La madre tenía una blusa de seda así hecha con un vestido de la abuela siempre encarecida su calidad de seda auténtica. Recordaba Mechi esas gotas caprichosas rellenas de otros dibujitos de colores, festoneadas por fuera con orlas, encajando unas con otras, como seres de microscopio, con un fondo de pintas o lunares haciendo un conjunto abigarrado pero regular, intenso y arbitrario en sus reglas. La falda búlgara sería tal vez de la madre del niño enfermo, o de una tía, nunca de la niña de las brasas. Pensó que con los metros de tela podría hacerse un vestido entero y lo imaginó con poco escote, falda lisa para quitarle la vulgaridad callejera de los frunces pero con una cola que le diera ese lucimiento único, transparencia y color.  Y ya estaba echando a perder la caminata. Absorta en sueños dobló la esquina y echó a correr. Casi podría ir volviendo, lo había echado todo a perder. Salvo… salvo… que se mandara una despedida que le devolviera un poco de alegría, de emoción, de orgullo. El parque desierto le inspiró el plan. Por el extremo opuesto, doscientos metros de atravesar el parque por la tierra y el pasto, -los senderos siempre podían estar llevando gente- llegar hasta la fila de arbustos que crecían entre los árboles, y arrebatar la falda de un tirón que haría saltar los broches que la sujetaban y volver corriendo a la vereda opuesta, casi frente a su edificio y ponerla en su mochila –lugar de sobra- botín , tesoro, fiesta para disfrazarse y quien sabe algún día tener una invitación que exigiera un puesta en belleza como esa cosa podía darle. No lo dudó, se metió en la espesura con la capucha puesta y en un tris estuvo acechando la soga de aquí a ahí, a tiro de su brazo. Y era mejor de cerca, género doble, dos estampados que superpuestos dibujaban siempre diferentes formas. Debía obrar con un solo gesto, colgarse, tirar y correr. Entonces, arriba las manos, aferrar con fuerza la tela, colgarse y los ladridos furiosos de perros invisibles y unos brazos de atrás que la atenazaron y la falda cayendo sobre su cabeza y otros brazos, ¿o los mismos que la soltaron y envolvieron en los metros y metros de gasa y la levantaron del suelo en silencio pataleando en el aire con los ojos abiertos a la luz de colores que emanaba del capullo suavísimo. No por eso dejó de patalear y una risa la acometió durante los metros que llevó su traslado. Por fin la tiraron en un piso que sintió su peso y adivinó que estaba en el móvil. El perfume de un guiso la asaltó, pero no pudo descifrar los ingredientes. Era caliente, sabroso y tenía –segura- papas. Y los gritos, en una lengua extraña, indescifrable si no por los tonos. Furia, curiosidad, pregunta, afirmación. Las voces: masculina, joven, indignada ¿sólo un par de brazos?, la femenina, cascada, vieja, sí, velocísima, sin vocales ni consonantes, sin cortes de palabras. ¿La irían a matar? Se rió de sí misma con un espasmo creciente como antes había llorado. Estaba feliz con lo que le pasaba. Se sacaría la cosa de la cabeza, les pediría perdón, se tomaría el pelo a sí misma, una chiquillería, un poco de vergüenza y hasta se ofrecería para hacer mandados, o trámites. ¿Tendrían trabajo para ella? Esto le dio más risa y con una mano libre, las tenía sueltas las dos, pero ella era una prisionera ejemplar, se liberó la cabeza, aferrando todavía el cuerpo del delito. Vio el rostro de la niña gitana, la gitanilla de Cervantes, lectura escolar,  princesa robada y rescatada. Sonreía a su risa. Y miraba a la vieja sin dientes con aros enormes y pañuelo enroscado sobre las trenzas grises. La niña tenía un plato de guiso en la mano y Mechi no pudo evitar mirarlo con ansia. La niña se lo dio y se fue a buscar una cuchara a un mueble de cocina bajo el anafe encendido, y más atrás el brasero limpio y en una salamandra de hierro fundido unas ascuas enormes. La vieja le fue quitando la falda enroscada y echó al muchacho con una orden terminante. Se puso a hablar con la niña que le contestaba con respeto en una voz muy baja riendo de tanto en tanto. Mechi terminó el plato. Le alcanzaron un vaso. Era licor, suave, dulce, reconfortante. La prudencia ya no estaba en ningún rincón de su persona. Cada gesto, cada sorbo, tenía sentido. De pronto se había metido en el mundo porque antes estaba definitivamente fuera. En un sopor delicioso intentó explicar, a la niña, lo que había hecho y seguir todo ese plan de disculpas. Se sintió elocuente, contó incluso que no tenía donde ir, que la pollera gitana era lo más hermoso que había visto en su vida y que ella necesitaba tener algo hermoso y que no quería robar. Terminó de hablar con los ojos cerrados, su mano seguía apoyada en la tela y sus luces. Dormir… al abrigo de las ascuas. Había una camita atrás de la “cocina”. Oyó que las dos gitanas seguían la conversación con calma. La extraña lengua tenía inflexiones de ternura en las dos. La gitanita se le acercó. -La pollera es de mi abuela, mi hermanito está operado y tiene para unas semanas más, dijo el doctor, puedes quedarte aquí si trabajas como todos nosotros. Los hombres están en el otro coche. Mi mamá se queda en el hospital. Nuestro campamento esta en cerca de la ruta 15.

Se levantó y fue a prender un televisor muy chico que estaba en el fondo. -Pero para volver falta todavía. Le echó un edredón encima y Mechi volvió a sentir los ojos húmedos, anegados y la cara se le mojó hasta el cuello. Cada uno de los llantos de ese día había sido diferente, como una triste sonata de desgarro y libertad.

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Genoveva Arcaute nació en La Plata, en 1953 y siempre ha vivido allí. La sátira es su elemento natural, aún rigiendo el lenguaje poético. Durante la primavera democrática se puso en escena De dulce de leche y de chocolate, obra humorística en coautoría con Jorge Goyeneche, Resultó premiada en el Festival de Teatro Independiente de 1989. En 2007 publicó una novela breve, Mandorla, y el poemario Todas somos Frida en 2010 por Huesos de Jibia. Otros poemas y algunos cuentos también fueron publicados en revistas virtuales. Después vino Diario de inminencia, poemas, en 2015, también por Huesos de Jibia. Sus blogs: www.revista-humor.blogspot.com, www.somosfrida.blogspot.com. En 2019 publicó un poemario: Partes del Simbionte (por Densas Producciones, editora artesanal) y una novela, Kiosko, (por Parque Moebius).