Azucena Salpeter

A Azucena Salpeter, con sus encantamientos

Con Azucena Salpeter hemos hecho varias cosas sin habernos conocido personalmente: hemos viajado juntos a la Patagonia, desayunado en Ceylán, hemos tomado un avión a Mount Desert, Maine a ver a Marguerite Yourcenar (Grace Frick siempre discretamente ausente), ella ha sido la médica obstetra que trajo a mi hija al mundo (y no lo ha sido), hemos caminado por el Parque Pereyra Iraola de La Plata por sus zonas más arboladas de eucaliptus, con copas como caderas de mujer veinteañera, hemos tomado mate acá nomás, en Plaza Belgrano, a dos cuadras de mi casa, hemos juntado moras en el Bosque de La Plata, para mi hija, que criaba gusanos de seda en una caja pequeña con pequeños orificios, ella me ha llevado a dar un paseo para conocer Tolosa, su barrio. Ahora soy un experto en Tolosa. He sido un explorador en Tolosa porque ahora conozco cada recoveco, cada zona interesante, los árboles  más añosos, la arquitectura general se ha dibujado en sus costados más nítidos. He tomado fotografías de Tolosa, de ramblas llenas de jacarandas, con sus flores color lila sobre las baldosas. Pero hemos hecho algo mucho más trascendente: querernos con el afecto de quienes aman las mismas cosas esenciales. Primero sin ignorarlo (porque yo estuve en la sala de partos cuando ella hacía llegar al mundo a mi hija Emilia). Y luego, al conocernos, por fin enterarnos de la importancia de tales cosas en común. Y nos suelen suceder cosas parecidas. A saber: ir a la verdulería mientras recita unos versos de Emily Dickinson. Y cuando regresa seguir repitiéndoselos hasta que las ciruelas moradas (que eran para una mermelada) ruedan por la vereda como canicas. Caen en el asfalto haciendo un sonido agudo. También guardar las paltas para hacer una ensalada con espinacas y huevos duros hasta que de pronto las descubrimos achicharradas, marchitas como nueces. Comer un racimo de uvas sin semilla en la cama con alguien que compartimos la vida no por afanoso y trajinado vínculo conyugal sino de amantes por una noche. Comer higos de planta en su jardín florido (¿brevas?). Regar las zanahorias que Alicia acaba de trasplantar antes de sumergirse nuevamente con rumbo hacia el País de las Maravillas. O bien pensar que La Plata por momentos es sospechosamente parecida a General Villegas, y que Manuel Puig nos ronda, como un fantasma bonachón, dolido por las bravuconerías por las que le tocó pasar. Incluso un intento de violación. En verdad, por lo tanto, padeció un abuso. Le tocó pasar las de Caín. Y Puig que nos susurra cómplicemente al oído que debemos escribir aquí con cuidado palabras prohibidas, entusiasmándonos, pero que tengamos cuidado con las celadas, que hay tramperas para perros salvajes como nosotros por todas partes: «Lo que sí pueden hacer es suspirar. Suspirar de amor. Eso no cuesta ni un billete de diez pesos. No cuesta la vida. No los perseguirán por eso». «Pero Manuel, con eso no comprás ahora ni un caramelo», le digo como para ponerlo al tanto de la distancia entre Cuernavaca a La Plata y el costo de vida en Argentina en este momento de crisis y pandemia. Entonces Manuel me dice que tengo que ver cine. «Es que no hay caso con el cine. No me termino de entusiasmar. Con la música sí. Escucho. Ella Ftizgerald, el Songbook de Cole Porter, a Annie Lennox, Ana Prada, Me gusta Ana Belén. Pero sólo de CDs. No me gusta escuchar de estos nuevos sistemas que tienen incorporados todos los álbumes. Me gusta ver las cajas de los CDs, las letras de las canciones escritas, las fotografías de los intérpretes o cantautores. Con las series menos interés aun. Ni soñarlo con el cómic. Mirá que tengo un compañero de la carrera de Letras que es poco menos que un genio en el tema cómic: Federico Reggiani. Hace prodigios. Pero en esa materia me saqué un dos. Desaprobé de modo calamitoso. Hago agua por donde se lo mire». Manuel nos dice que tengamos cuidado, que en esta ciudad tenemos que escribir lo más temido de puertas adentro, muy adentro. Y preferentemente publicar lejos, muy lejos. En otros países. «Escóndanse», esa es la palabra exacta que pronuncia. «Escóndanse». Y yo le respondo: “¿como en una madriguera? ¿por escribir? Mira quien habla. Alguien que se enfrentó a todas las censuras. Afrontó todos los ataques. Fue valiente. Yo no soy ningún criminal ni tengo motivos para esconderme. Ni que me aprese la policías con esposas o una pistola a la espalda. Si escribo cosas que a la gente no le gustan lo lamento mucho. Que no las lean. Se ofenderán terriblemente conmigo pero soy un escritor que dice la verdad cuando escribir. Aunque esto lo vuelva impopular. Seré fiel a mí mismo y a ese puñado de personas que confían en mí. Que se han confiado a mi palabra. O que han depositado su confianza en mí. O que siguen mis libros o mis artículos o crónicas o entrevistas o reseñas”. No obstante, escucho la llamada de Manuel. Como en algunos talleres de escritura se escucha la lección del maestro. Porque Manuel no es escolar. Por ejemplo la escribiré: en la espalda de con quien me estoy amando. “Cuidado”, dice Manuel acordándose de algunos malos tragos. También se acordará supongo que de las grandes maravillas de lamé que veía en General Villegas. Yo sí he ido al cine en La Plata. Como Azucena. Muchas veces hemos ido a ver una de Win Wenders. Pero para no faltar a la verdad debo confesar que he visto otra clase de films. Me gusta Tarkovski. Pero leo a Puig. Y a Azucena y a mí nos resulta fascinante Manuel. No tanto El beso de la mujer araña (en eso acordamos). Pero “a Pubis angelical no hay con qué darle. Es la quintaesencia de la perfección”, le susurro al oído a Azucena. Ella escéptica, se inclina por La traición de Rita Hayworth. “No acuerdo”, me obstino, adicto confeso a la novela que acabo de citar. “Pero admito que es una buena novela. Me resultó un poco aburrida. Demasiados trucos de magia. Por supuesto geniales. No podían ser de otra manera con Manuel. Adopta los brillos de Faulkner. O de cierto Joyce. Esas cosas experimentales que tanto buscan impresionar. Que a uno pretenden dejarlo impactado o confundirlo. Desordenarle la cabeza. Dan la impresión de pretender ser desafiantes. Ahuyentar lectores crédulos. Autores así no me gustan a mí. Con sus monólogos interiores parecen un jardín de invierno en lugar de un campo traviesa. Ellos y sus laboratorios de la escritura. Con decirte que de Joyce lo que más me gusta son sus obras cortas y sus poemas”. «Sus ‘obras menores'», les dicen algunos. Antes de cenar decidimos hacer una pausa y hablar de nuestros hijos. «Sí. Emilia en primer año de Psicología. En la Universidad Nacional de La Plata. Estoy feliz porque la veo feliz. Ya es totalmente libre. Saca todos nueves y diez». Le cuento de los cuadros y las fotografías que le regalé. Un par de tazas para el desayuno. Un juego de media docena de platos. Vive sola. Azucena me cuenta de sus hijos y nietas. Son una buena familia. De cómo conversa con sus nietas. Decidimos que inauguraremos con mate la ceremonia antes de comenzar la cena con este otro ritual. De modo que como llegué temprano tenemos tiempo de sobra para deshojar la noche.

Pintura con café 2012. Obra de Azucena Salpeter

A continuación tomamos dos mates, en lugar de tomar alternando uno y uno. Azucena me da dos a mí y luego toma dos ella. Es así con Azucena, son nuestros códigos. Y eso que solo nos hemos leído. Y sin embargo no ha sido así. Yo la he acompañado al hospital cierta vez en que tenía una quemadura de segundo grado en el brazo producto del agua de la ducha, porque el calefón le había jugado una mala pasada. Y también cuando la llevaba a su madre en la ambulancia y también estuve a su lado, aunque no estuviera. Uno sabe que ella está. Y ella sabe que también que uno estuvo. Y que uno está. Luego pasamos a su living. Me dice: “No tengo una biblioteca muy grande”, como haciendo pucheros. Y yo pienso: “Pero si esta mujer es capaz de crearlo todo. Tiene todo en la cabeza. Es una usina. Es capaz de crear un encuentro con las Brontë en su mismísimo dormitorio». Después del capítulo «ponernos al día» (esto es: los hijos, los libros que estamos leyendo, la pandemia en La Plata y el mundo) cenamos unas cintas verdes con salsa de tomate y apenas una cebolla. “Algo liviano. Para que se le sienta el sabor a la pasta fresca”, me dice. “Por supuesto”, agrego. A mí también me gusta la pasta fresca con salsas suaves. O solo con aceite de oliva. Pero siempre con queso rallado. Yo sé que ella es una eximia cocinera y sabe hacer una buena ensalada de endivias con jamón crudo y aceitunas negras. “Esa es una de mis favoritas”, acoto. “Sí, la hago a menudo. Es una receta especial para las visitas. Para que regresen otro día. Una entrada obligada. Primer plato. Después suele venir pescado. Otra de mis especialidades” “¿Merluza?”, pregunto ingenuamente. “¿Merluza? ¡No!  Salmón a la parrilla. Soy parrillera. Me gusta hacer carne asada también”. Soy puro asombro. No es frecuente que en Argentina las mujeres preparen asado. En todo caso cocinan con lo que ha sobrado de la carne asada. Es la típica misión de machos. No comemos postre para cerrar la comida. Luego yo probaré un pedazo de dulce de batata que ella sabía que a mí me gustaba y por eso compró. Apenas fumamos un cigarrillo, pese a que yo dejé a los 27 años y ahora tengo 50. Pero qué me importa. Después Azucena propone. “Veníte hasta el taller”. Yo no sabía que tenía un «atelier», como le dicen los pintores finolis. Lo pienso pero no se lo digo. Pero ella se da cuenta sola. “Bueno, veníte hasta el rancho’”, agrega jocosa. Y me guiña un ojo. Después paseamos lentamente por sus telas. Como si estuviera por elegir algo precioso que me debe durar toda la vida o un regalo para el living de Emilia o para mi madre o mi hermano, que se mudó hace poco. Quizás para mis sobrinos cuando sean grandes. Elijo una que parece una estrella incandescente. Me la quedo mirando, en éxtasis. Hasta que llegamos a un sillón de mimbre. Está pintado al óleo con una figura abstracta que de pronto cobra una levísima forma sutil, de vagos contornos femeninos que va al encuentro en la lejanía de otra figura de mujer más sutil aun pero apenas tocan sus espaldas. Sus pechos, con los pezones erectos, están pintados de un ligeramente color ciruela. El mismo color de las que se la cayeron cuando iba a la verdulería. “Es el toque”, me dice ella. Y pone el índice sobre los labios como si me hubiera dicho un secreto que debo guardar celosamente, bajo siete llaves o como si hubiéramos cometido una travesura o como si un ladrón que anduviera en el jardín no debiera escucharnos. Yo le pregunto si me deja sentarme en ese sillón de mimbre. Está en erupción. “Por supuesto”, agrega, como si me malcriara. Después va a buscar un banco de madera sin respaldo. Lo hace girar. “Es como un trompo”, acota algo risueña  “¿no te parece?”, inquiere. Yo me río y le sigo la corriente. Le digo que de chico tenía un trompo con luces. Y que lo apretaba en un extremo. Eso sí que era prestidigitación. De noche, en la habitación, cuando todo quedaba oscuro, cuando hasta mi hermano se dormía, yo esperaba y lo hacía funcionar. Se iluminaba y me recordaba a una nave espacial. Seguimos hablando de Manuel Puig. Y le cuento que lo leí entero para mi tesis doctoral pero casi me da vergüenza pronunciar la expresión “tesis doctoral”, que suena a algo impostado, como a flores de plástico ¿vieron esas que se ponen en los comedores de las casas de factura berreta? ¿o en los restaurantes de tercera categoría? O también suena a bicicleta fija ¿vieron esas de los gimnasios donde los varones están todos hinchados, inflados como un pochoclo, como una palomita de maíz, dirían en algunas partes del mundo? ¿Cómo voy a atreverme a pronunciar la palabra «tesis doctoral» delante de Azucena, que es la poesía en persona? Una poesía que de tan volcánica amedrenta. Yo no me atrevo a expresarme de ese modo delante de ella. Sí le puedo decir que me gusta Góngora, por sus sonidos magníficos al leerlo, me lo voy imaginando en silencio a medida que lo leo. O que celebro de Marguerite Yourcenar todos sus libros. Me gustan todos. “Tengo dos biografías”, le explico. “Me negué a leer ambas. Un me la regalaron. Están llenas de chismes las biografías. Y detesto los chismes. La gente chismosa me resulta abominable”. Y Azucena, que es la discreción hecha carne, me entiende perfectamente porque ella no las tiene ni las hubiera comprado. “A mí tampoco me gustan las biografía. Ni las autobiografías”. “Las autobiografías son en cambio tramposas”, agrega, “taimadas”. “¿Leíste los poemas de Yourcenar?”, le pregunto. Esa sí es una buena pregunta para Azucena. “¿Leíste los poemas de Marguerite Yourcenar?”. “¿Sabés que no?”, me dice, consternada. «Esa es una figurita difícil», le digo. Entonces le prometo que se los voy a regalar la próxima vez que vaya a su casa. Nunca nos vimos con Azucena. Pero estoy en su casa esa noche. De cuerpo entero. Esta noche de pandemia está teniendo lugar. Acontece. Yo estoy en uno de sus poemas. Lo habito. Lo toco por dentro. Lo palpo. Lo experimento. Percibo sus entresijos. Estamos bajo las estrellas ahora. He ido toda la vida desde que se vino de Formosa, Argentina, a La Plata. Somos íntimos amigos. Pero no nos hemos visita jamás. Hay acuerdos tácitos. Hay consensos. La vida privada se guarda. Salvo la de la familia. Ella sabe sin embargo lo mío más íntimo de mí mismo aunque jamás se lo haya confiado. Saca las mejores conclusiones con la menor cantidad de datos. Nunca nos hemos hecho una confesión. Y sin embargo estamos al tanto de la vida entera del otro, como si fuéramos transparentes. Y bueno, algo de eso hay. “La poesía es el arte de confesar secretos sin decir vulgaridades. Como escribir diarios o enviar cartas hasta armar larguísimos epistolarios. Pero de esos que uno jamás le mostrará a nadie. Y antes de morir, si le da el tiempo, los incinerará”, me dice Azucena, siempre sabia y sutil. Pero ella no sabe que me lo ha dicho. Ella lo sabrá cuando lea esta crónica (esto que narro tuvo lugar hace una semana, cuando se la he enviado vía correo electrónico). Un fragmento de vida que ha tenido lugar pero jamás ha tenido lugar. Yo conozco por completo a Azucena Salpeter. Y sin embargo es una extraña. Probablemente desde hoy por la mañana. No por la noche, de madrugada, cuando lo escribí yo. Si bien empecé temprano a escribir esta crónica. Cuando la lea sé que se emocionará. Pese a que ambos la hemos vivido. Y ella lo sabe. Pese a que hemos estado ayer noche  conversando. Sabe que yo he ido ayer noche a su casa. Lo recuerda y no lo sabe sin embargo. Luego Azucena propone: “Vamos a ver la luna. Te muestro cómo pega sobre el jardín florido”. «La huerta a esa hora está esplendorosa». He visto la Santa Rita a la entrada de su casa. Y le digo, cuando la veo, antes de entrar, como si pronunciara un “ábrete sésamo”. “Mis abuelos, en la quinta de verano de la zona de Hernández, ¿viste cuando agarrás por camino General Belgrano? Torcés a la izquierda. Justo para ese lado. Pasábamos las vacaciones con mis tíos y primos ahí. Era una quinta enorme. Y mis abuelos, junto a la puerta de la galería tenían una Santa Rita que parecía que bailara un vals de Schumann cuando la agitaba la brisa de enero. Daba la impresión descolgarse, de derramarse. Se iba cayendo la Santa Rita. Se inclinaba, como una bailarina en un ballet”. Luego Azucena me ha hecho pasar sin hacerme esperar (una de sus grandes virtudes: la cortesía). Pero ya en el jardín, me muestra su huerta: tomates, ajíes, zanahorias de Alicia en el país de las Maravillas con el sobrerero. Y hasta tiene un aljibe. Me resulta fascinante la idea de tener una aljibe en mi casa. “¿Tiene agua pura este aljiba?”, le pregunto ansioso. Será una respuesta crucial la ella me dé. “Sí tiene agua pura. De vez en cuanto se escuchan chapalear a algunos peces”.

Levedad de las plegarias. Pintar con café 2012. Obra de Azucena Salpeter

     Fumamos un cigarrillo negro, elegante, naturalmente sin boquilla, que saqué de no sé dónde. Vino el Mago de Oz y me lo regaló. O llegó Oscar Wilde (pero él indudablemente lo hubiera traído con boquilla, siempre exquisito), cuando regresó luego de salir de la Cárcel de Reading (algo tremendo, me espeluznó leer la balada, le explico a Azucena), y después de dar dos largas pitadas, antes de irse me lo pasó sin que me diera cuenta. Y se marchó. O este cigarrillo salió de un cuento de Cortázar (fue muy fumador toda su vida) o de un personaje de Borges (no de Borges, de un personaje de sus cuentos de compadritos, quiero decir). Claro que uno nombra a Borges y ya ambos miramos para un costado. Yo me ato el cordón de la zapatilla como para cambiar de tema. «Me gusta Griselda Gambaro. Acaba de sacar dos obras de teatro. Eso a vos te gusta ¿no Adrián?  Bueno, hará ya dos años de esto. No veo la hora de leerlas. Una sobre Ibsen seguro. Creo que sobre Casa de muñecas«. Pero a nosotros dos nos gusta Manuel Puig que no daba conferencias sino que miraba películas. Pero sí escribía grandes novelas. Novelas inolvidables sobre las que se filmaron muchas películas, se hicieron puestas de obras de teatro. Y Manuel mismo adaptó un cuento de Silvina Ocampo como guión de cine. “Me molesta la gente estudiosa. Y me cae muy bien la gente muy lectora. No es lo mismo”, le digo a Azucena. “¡Pero por supuesto que no es lo mismo!”. “¿Sabés una cosa, Azucena? Yo antes era muy estudioso. Es más: era un estudioso. Ahora soy un lector. Puede que sea sistemático si encuentro algún poeta o narrador que me apasionan. Pero ya eso de estudioso, de leer crítica literaria, ya no es lo mío”.  “Me gusta mucho escribir, investigar con la escritura. Porque escribir es una forma de investigar”. “¡Pero por supuesto que escribir es una forma de investigar!”, exclama con una convicción que pareciera una ráfaga que amenazara con hacer tambalear mi silla. “Yo investigo todo. De todo. Y a todos cuando escribo. Salvo que no lo hago notar”, concluye.

Azucena Salpeter

     “Me gusta el guiso de lentejas”, le explico. “Yo antes, digo, cuando mi hija era chica, hacía guiso de lentejas. Un día te voy a invitar a comer guiso de lentejas. Yo le pongo panceta ahumada, chorizo colorado y un chorrito de vino tinto. Ese es el secreto. El toque perfecto para que no falle”. Azucena me mira como si le hubiera pasado la pócima mágica. Sabe que en la escritura, como en los guisos de lenteja, la clave estriba en los detalles. En saber ubicar los adjetivos, en sacarlos a tiempos, en combinar en armonía un conjunto de sustantivos con adjetivos. O poner los adjetivos en ciertos puntos clave, en decidirse de una vez por todas. Y también en la puntuación. Frases cortas. Evitar los períodos largos. “Por lo general yo rastrillo. Limpio y los saco todos”, me dice. Dejo pocos adjetivos. Cada vez más, limpio los poemas. Y los sustantivos hay que elegirlos muy bien. Tienen que ser eficaces. Tiene que haber un sentido para que estén allí. Hay una ideología literaria por detrás de cada poema”. “Naturalmente”, acuerdo. Yo soy algo escéptico. «Pero algunos adjetivos me gustan. Le dan matices al cuento o al poema. Me cuesta desprenderme de las palabras. Es como si me desbarrancara del lenguaje. A propósito. El otro día una amiga escritora me dijo que entre un cuento y un poema no había grandes diferencias. No. No fue así. Me dijo que un cuento y un poema se parecían mucho”. “Esas son las cosas que nos hubiera dicho Gabriel ¿te acordás?”. Se está refiriendo a Gabriel Báñez. Que fue maestro de escritura de ambos. Un enorme novelista. Si bien siempre estuvimos en distintos grupos. Nunca nos cruzamos. Nuestra amistad vino mucho después. Pero tengo la teoría de que los hilos invisibles que van dejando los maestros van tejiendo o, mejor, entretejiendo destinos. Y esos destinos finalmente se encuentran. Y producen una luz que encandila. Por algo tuvimos a ese maestro de escritura ambos. “Gabriel, por ejemplo, sabía elegir muy bien los acápites. Tiene uno de Felibsterto Hernández que me dejó estupefacto”, le explico. Y por algo nos ha costado tanto dejarlo. Y ahora él ha partido. Y se ha llevado, como quien dice, una buena cantidad de su sabiduría. De nuestros secretos. Y del recuerdo de nuestros cuentos, poemas, su novela y así siguiendo. Se ha llevado zonas sagradas de nuestra vida que hasta me atrevería a decir que solo él fue capaz de discernir. Sin embargo hay veces en que siento que puedo escucharlo. En que me dice: “Miré. No.  La cosa no es por ese lado. Este sustantivo lleva implícito el adjetivo que le acabás de agregar”. O bien: “No, estás siendo demasiado pudoroso. Vos que sos valiente tenés pudores”, recuerdos escenas en una clase. Un clase en que llegué temprano a su clase y me mostró su último libro que acababa de salir de imprenta. Un privilegio.

Azucena Salpeter

     Azucena pinta como una gacela, escribe como un ruiseñor que ruge. Y yo en cambio aprendo, leyéndola, viendo sus cuadros de tinta roja, sangre azul, ojos amarillos. ANIMALAMOR. Pienso que mi fuerte son la crítica o el ensayo. O improvisar un poco en algún experimento que no sé muy bien qué es. No les pongo nombre. En eso soy un intuitivo. Me dejo llevar por mis instintos, por donde me guía la escritura misma. Procuro ser más seguro en el poema, tener pulso más firme, porque mi poesía es insustancial. Veo los suyos, los de Dolores Etchecopar, los de Cristina Peri Rossi, los de Luisa Futoransky. Y me digo: “Yo no nací para esto. Yo no soy un poeta. Yo nací para otra cosa. Yo no escribo poesía. Y además de ser poeta Azucena pinta el fuego de los dragones. Se lo dicta Liliana Bodoc al oído”. Los poemas de Azucena llaman al silencio. Uno los termina de leer. Sobreviene el silencio en el universo. Callan los murmullos. Callan los planetas en sus órbitas. Los grillos dejan de crepitar. Los sapos de croar. Y las moscas de zumbar. Las abejas no clavan sus aguijones. Las amas de casa de entrechocar la vajilla. La telefonista de atender su aparato. Los celulares se apagan, o en todo caso se silencian. Precisamente por eso. Porque Azucena ha hablado. Ha escrito. Hasta el mismísimo león de la reserva ecológica de por acá nomás hace silencio. Su rugido es mero susurro junto a estos poemas que estallan. Son volcánicos. Pero que también saben jugar con el silencio entre sus palabras. La gramática del silencio de los poemas de Azucena.

     De pronto la escucho: “¿Querés venir a tomar un vinito?”. “No Azu. En esta ronda no te acompaño. Estoy ya borracho de la belleza descomunal que son vos y es tu casa”.

     Se va haciendo la medianoche y Azucena con tal de que no me quede a la intemperie o pase por la inseguridad a esa hora que cunde en La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aire, Argentina, en el barrio de Tolosa, no tendría el menor empacho en tirarme un colchón y prepararme una cama con estrellas, esas que tenía guardadas en los bolsillos el príncipe feliz, hasta que le quitaron todas, de modo ambicioso y tacaño. Pero ella tiene unas cuantas en los suyos. Las tiene guardadas en la polvera del baño. Esas que tienen un cisne ¿vieron como los de antes, esos de las tías abuelas? Le pido que por favor me llame un taxi. Maneja el celular con torpeza. Se le cae de entre las manos. Se ve que no se lleva bien con la tecnología. Yo tampoco. Menos aún con el orden de sus poemas. Los anda regando por Facebook en su muro o bien los guarda desordenados en archivos sin nombre o en una cajita china de un valor incalculable. Llegan como recuerdos de Facebook. La tienen que ayudar sus editores para organizar el libro. Pero ellos sí que son certeros. Me explica que anduvo con un flemón en una muela que la tuvo loca. «Lo peor es que no podía tomar mate». “Pero yo soy loca”, dice. “De esas que el mundo acepta y hasta ama”. “Lo sé”, “no hace falta ni que me lo expliques”, le digo al oído. «Eso es una verdad como un templo». “Y es una verdad como que ahora es  noche cerrada.  Y que en un rato nomás será el alba. Te parecés mucho al amanecer en tus cromatismos, en tu sofisticación para nada amanerada. Te parecés al sol porque sos como una flor en llamas». Le pregunto por su nuevo libro Gringa formoseña (Buenos Aires, Ediciones En Danza, 2021), cuya portada ella misma ilustró con su pintura precisamente de ese nombre “GRINGA FORMOSEÑA”. «Me ha dado satisfacciones. Lo armó gente que me aprecia. Suficiente. Azucena tiene tanto, tanto, tanto talento que procura esconderlo porque le sobra. Le daría vergüenza mostrarlo, mostrarse tal cual es en su dimensión creativa o también pensar que se siente por eso superior al resto de los mortales. Pero entonces siempre se le termina escapando, como un brillo, como un chispazo genial. Tiene ese color deslumbrante de lo que no tiene valor. Sino tiene valores. Es una mujer de principios. «Tomá llevate un ejemplar». Y me lo dedica. Mientras escribo esto, hoy, 31 de julio de 2021, ya habré leído el libro, deslumbrado por esa voz como el crepitar de los leños, como el reflejo de las olas al chocar contra la orilla, como un lugar agreste, como el sexo de una mujer, por la calma pero también por los ejércitos de la noche. “Este libro es pura política”, me pienso maravillado. “Estalla de política por los cuatro costados”. Ella estará en su casa durmiendo mientras yo escriba esta crónica, estará soñando con ocho peligros, habrá antes pensado en la compra de mañana, antes de haberse metido en la cama. Y yo recuerdo nuestro encuentro, que nunca tuvo lugar y siempre lo tuvo. Y para siempre así será. Me subo al auto. Recuerdo que cierta vez Azucena me escribió a mí. “¡A mí me escribió un poema!”. Recuerdo que me sentí dentro de un poema de Azucena: eso fue la gloria. Yo me sentí orgulloso. Era como una piedra preciosa. Como un ópalo o un diamante. Pero un diamante tallado. «A kiss», le digo, como en una buena película de esas que valen la pena ser vistas a la hora en que terminan y uno no quiere abandonar la butaca. Y le arrojo un beso con la palma, con mucha fuerza. Le hago adiós con la mano (saludo de esos que uno lamenta porque va a extrañar, porfía por quedarse, no se quiere ir nunca del todo: se quedaría a vivir en esa casa). Y cierro la despedida con un guiño de ojos. El automóvil tiene los vidrios empañados por capricho entonces escribo: “A-Z-U-C-E-N-A”. Ahora  es una flor pero también el título de un poema. Y ella ríe, ríe, ríe. Y yo río, río, río desde el taxi. Ella toca la Santa Rita de la puerta de su casa. Toma una flor. Y me dice: “Te la guardo”. En ese momento el auto arranca. Emily Dickinson bosteza. Las Brontë guardan cama. Virginia Woolf no puede dejar de escribir, febrilmente, sobre la mesa de luz. Simone de Beauvoir toma un gin fizz. Manuel Puig se retira a sus aposentos pensando a ver un VHS en su dormitorio. Tratando de decidir qué película será. No tiene sueño. Pero se lo percibe amargo. Resentido. También, con lo que le tocó vivir. No es para menos. Seguramente verá una película mexicana de los años ’40. Fernando Pessoa saca de su baúl un cuaderno de tapas verde oscuro y se pone a trabajar. Es sábado. Trabajará toda la noche. La luna parece una bolita cachuza. Leopoldo Brizuela nos mira, aprobando a ese dúo de escritores medio locos que no están borrachos pero sí están borrachos de poesía, embriagados de arte, mientras termina de escribir un nuevo libro de poesía en el que ahora está trabajando, que se titula: Negro Spiritual. Con él me ha bendecido. “Con razón, me digo, era el próximo libro. Ahora venía el siguiente ciclo narrativo. El del Norte. El de las palabras sagradas de los negros”. Él ha bendecido mi próximo trabajo. Que será un libro de poesía. Yo no lo sé aún. El sí lo sabe. Por eso es el dueño de la palabra. Y él nos ve borrachos. Embriagados de cine, de pintura, de Ravel, ni hablar de libros de esos a los que se les salen las costuras. Por ahí se los escucha, detrás de un árbol, a John Berger, una adivinanza. A Azucena y a mí nos gusten mucho los libros. Pero no los prolijitos. Los salvajes. Los que muestran los dientes. Entonces cierro el libro de Diana Bellessi y Ursula K. Le Guin, que se titula Gemelas del sueño. O algo parecido. Ya no sé. Ya no estoy seguro de nada. Tengo sueño. Creo que estoy en lo de Azucena. Que todavía no me fui. Pero jamás me he marchado de casa. Y lentamente me embarga un letargo primero. Luego un sopor. Llega el sueño. Me entrego a él. Y entro en un profundo abandono que me conduce a una zona cada vez más subterránea de mí mismo. Llego a una pintura de Hopper. Y sé positivamente que hubo mala fe. Que hubo una falsa atribución. Porque en verdad a «High Noon» la pintó Azucena.

Adrián Ferrero, La Plata, 31 de julio de 2021

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.

2 COMENTARIOS

  1. ¡ Somos íntimos amigos. Pero no nos hemos visto jamás»! Genial esta frase maestro, me ha encantado éste relato, tan apropiado para significar las nuevas relaciones que aparecieron con el Covid y que muchos debimos adoptar, ante la imposibilidad de encontrarnos. Una especie de obligada sobrevivencia diría, a la que debimos recurrir para no desaparecer. Igualmente, la alusión sobre la grandeza de Margarite Yourcenar a quien admiro cantidades por su extraordinario talento escritural, Emily Dickinson, Virginia Woolf, y por supuesto su adorada Azucena a quien sin leerla, por sus descripciones me parece haberla conocido de siempre. Pero la exaltación sobre el talento de Manuel Puig, no podría pasarlo por alto, porque ahora como nunca, siento que no debo postergarla un día más, porque con anterioridad me lo han recomendado cantidades. Gracias por tan extraordinario relato lleno de apuntes fascinantes.Abrazos y bendiciones, maestro. Hasta pronto.

  2. Buenas noches, Esperanza. Ante todo, gracias por tu cálido mensaje. Siento que a este mensaje bueno sería lo respondiera también Azucena, quien es la co-protagonista de esta cena que tuvo lugar y nunca tuvo lugar a la vez, en una paradoja ontológica que sin embargo tan bien le cuadra. Los nombres de todos los escritores que acabas de mencionar son imprescindibles, tanto en el panorama de nuestra lengua como en las extranjeras. Y sumaría la poética de Azucena Salpeter como el otro gran nombre, ineludible, que tenemos el lujo de contar entre los habitantes de La Plata. Un atento saludo

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