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Las fiestas de las y los treintones o cuarentones –también conocidos como «chavorucos»– tienen características muy distintas a aquellas de las y los veinteañeros. Esto puede parecer una obviedad, pero muchas veces resulta interesante sumergirnos en las obviedades. Es posible hablar de la música, la dinámica, el tipo de personas que asiste, los lugares en los que se hacen, pero aquí nos centraremos en la roja pasión que flota en las fiestas o reuniones de los treintañeros en adelante.

Sabemos que según la cultura y la época, la concepción de “ruta de vida” puede ser distinta, sin embargo, durante siglos la idea de que un hombre o mujer están destinados, en primer lugar, a crecer y procrear ha sido más o menos constante y generalizada. Lo que generaba que el ritmo de vida entrando en los 30 años se centrara en responsabilidades de familia y trabajo. Esto está cambiando en la cultura del siglo XXI y el “alargamiento” de la juventud, sobre todo en la clase media y alta, que ha creado términos coloquiales como el de “chavoruco”, que son personas que han llegado a los 30 años o más y siguen manteniendo una vida similar –al menos eso creen los implicados– a la que tenían a los veintitantos. Muchos de ellos no están casados ni tienen una familia de la que hacerse cargo, de modo que trabajan y viven para sí.

Con asistir a una de sus fiestas basta para imaginar la realidad tras bambalinas de sus ilusiones. La euforia de las fiestas de los 20 años deja lugar a un correr más lento de las emociones. Debe haber mucho más alcohol –u otras sustancias– para que las cosas fluyan a un estado de ebullición, que sin embargo no termina por explotar con el desenfreno de una década atrás.

La mayoría de las fiestas de chavorucos es entre personas que se conocen hace ya buen tiempo, así que las sorpresas se agotan y en su lugar quedan las comparaciones de los logros –o en casos más inmediatos, de los sueldos–. Si la fiesta es entre personas que se conocen hace años y se ven con frecuencia, entonces no es una fiesta, es un velada-«cotorreo» donde la conversación es el centro de todo, y cuanto más pasan las horas, llega la rememoración y más tarde la nostalgia que se repite hasta el amanecer –para aquellos que lo logran–.

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A los 20 años, como reza un spot publicitario, “todo mundo está cazando algo”; a los 30 y más, la cacería suele estancarse o volverse más sofisticada –esto último es lo que se dicen los “chavorrucos” para consolarse– y entonces se ve en sus rostros el deseo de lo que en su mayoría no podrá satisfacerse esa noche. Mientras a los 20 años pocos tenían pareja y eran felices disfrutando de la hormona, a los 30 y tantos muchos tienen una pareja desde hace tiempo y solo unos cuantos van de estreno y lo hacen notar con el sabor de la inocencia perdida.

Como la cacería ya no ocurre como antaño, en los ojos de los hombres se asoma el opaco reflejo de los deseos insatisfechos o desgastados. En las mujeres hay un poco más de variedad según sus casos. Algunas viven en el territorio de las verdades a medias u ocultas, del no darse cuenta de los ojos de sus hombres sobre otras realidades alternas; otras también posan sobre otros hombres algún deseo nunca cumplido o confesado, y otras más piensan en la noche pasional que suponen su pareja anhela tanto como ellas.

La realidad es que muchas de estas parejas llegarán a sus camas… a dormir, derrotados por el cansancio de la semana y el alcohol. Unos cuantos volverán al ritual de los cuerpos con una experiencia más repetida que realmente excitante. A los 20, los encuentros sexuales era un espectáculo de fuegos pirotécnicos, al menos en el imaginario de cada participante, incluso si en la escena surgía la inexperiencia propia de la edad. Si no se lograba ningún “ligue”, la cosa no pasaba a mayores, había demasiado por delante y la promesa de otra fiesta el siguiente fin de semana dejaba sin mayores traumas a los implicados.

A los treinta y tantos, salvo raras, y con el paso de los años cada vez más en escasas excepciones, estarán quienes han logrado domesticar el tiempo y han hecho del sexo una caja de reinvenciones que no terminan por agotar, porque los treinta tampoco son la ruina. Algunos y algunas más, quienes fueron invitados por otros invitados o son nuevos en la fiesta, quizá logren un nuevo festín a su cuenta de alcances y satisfacciones varias, como suelen ser la mayoría de las actividades y divertimentos de los treintañeros.

“Los treinta ya comienzan a ser edad”, leí alguna vez, y sí, en ese punto la vida ya ha enseñado lo suficiente como para comenzar a hacer estragos. La rutina va tomando los días, el trabajo las riendas de los créditos y las metas a corto y largo plazo; mientras que los planes de los 20 se convierten, en su mayoría, en anécdotas que parecen provenir de una lejana e ingenua galaxia.

Así que, las fiestas de los treintones-cuarentones comienzan a declinar como fuente de sorpresas en todos los sentidos. Y mientras a los 40 y tantos ya se puede haber logrado cierto equilibrio o franca resignación, los 30 es una edad en que, por un lado, todavía se cree poseer la energía de los 20, sin ser ya así; y por otra parte, las frustraciones comienzan a surgir sin que se logremos hacernos cargo de ellas con algo más que evasión. A los 20, la falta de dinero es suplida por energía pura, a los 30, encontrarás más botana, alcohol y lugares más amplios o lindos, pero si observas bien, detrás de las escenas familiares, de las risas y el disfrute de la compañía –que son sinceros, no decimos que no–, podrás identificar en el fondo el sonido crudo de lo que comienza a agrietarse.

Aclararemos, los 30 y los 40 son edades tan magníficas como otras, este texto no pretende ser “aguafiestas”; bueno tal vez solo un poco, lo suficiente para no alimentar ingenuidades. De las fiestas de cuarentones ya casi cincuentones, no hablemos, se llaman desayunos de «chicas», quinceaños, y solo porque no hay fiestas de divorcios, sino serían legión.