De entre lo hijos de puta que han sido el 99% de los dirigentes políticos a lo largo de la historia, los peores han sido los comunistas. Ellos se hicieron del poder a través del sacrificio de tantos hombres y mujeres, lucrando con sus ideales una vez hechos con el mando. Estos dirigentes son los que verdaderamente han privado a la humanidad de creer que la dinámica social puede ser distinta, más justa y equitativa, no solo con algunos y a expensas de todos, y todavía más, a expensas de todas. El igualmente hijo de puta del capitalismo, sus salvajes predecesores y sus derivados, al menos no engañan, algo así dijo Miralles, el supuesto soldado rojo que dejó con vida al líder falangista Rafael Sánchez Mazas en la Guerra Civil española, en Soldados de Salamina.

Investigo, veo películas, series, documentales, leo con avidez sobre los movimientos revolucionarios desde que era muy joven. He leído a Marx, a Engels, a varios de los hijos intelectuales de estos, como lo fueron los fundadores de la Escuela de Frankfurt. Leí a Bajtín, porque el poder también se da a través del lenguaje. A Althusser, con todo y que es sabido que estranguló a su esposa Hélène Rytmann, sociológa y revolucionaria francesa. A la Pasionaria y a Rosa Luxemburgo. A Mao. Al Che Guevara en voz propia y en la biografía de Jon Lee Anderson. Novelas como las de Almudena Grandes me vuelan los sesos hablando sin tapujos de cómo no hay peor ni mejor vida que la de la clandestinidad.

Incluso he visitado Cuba creyendo que no me iba a encontrar con lo encontrable. He viajado a Chile rastreando por entre las calles el aliento póstumo de quienes vivieron y lucharon por el gobierno de Allende. He estado en Madrid, en varios pueblos de España, tratando de percibir en ciertos sitios el eco de los disparos de los rojos. Deseo conocer Rusia. He querido viajar a Rumania, percibir el halo fantasmal que dejó el siniestro régimen de Ceaușescu, porque también me he interesado por la crueldad de los gobernantes comunistas ejercida sin disimulos. Viajo por mi propio país pensando en tantos lugares donde la Revolución mexicana libró sus batallas campales y sociales.

Sí, me gusta suponer que de haber vivido en una época de lucha social como las que se vivieron a principios y mediados del siglo XX, me habría unido con cualquier fuerza rebelde. De manera ingenua, torpe, con arrojo al inicio y con miedo después. Me veo tomando las armas, aunque de haber ocurrido en la realidad, seguro que habría apoyado de manera mucho más timorata y anodina. Si me hubieran atrapado, seguro habría delatado. Eso de creernos héroes solo es real en nuestra imaginación.

Sin embargo, poco de eso nos han dejando para anhelar. La verdadera derrota de las diversas luchas populares, del comunismo en especial, es no haberlas siquiera puesto en marcha, y en su lugar haber implantado sistemas manufacturados sobre la traición de la traición, modos de vida todavía más atroces que aquellos contra los que se luchó. Sabemos lo que viene tras las revoluciones o las revueltas. Sabemos de memoria el final de todos esos cuentos. Los victoriosos, cualquiera que haya sido el bando, han sabido trazar con balas la trama, las pausas, los puntos y aparte, los paréntesis, los diálogos, los títulos.

Por eso digo que nos tocó vivir una época gris, aunque tenga el mayor colorido en los escaparates y en las fotografías; pasiva, por más que nos movamos y “actuemos” más que en ningún otro tiempo; insulsa, por más que la comida tenga saborizantes y edulcorantes a morir. Cierto, mucho por lo que se luchó es lo que ha hecho posible este presente cómodamente gris.

Los racionalistas nos hemos convertido en cínicos o nihilistas. Los cada vez menos declarados comunistas o anarquistas, transformados en parias, en parodia, los preferidos son los convertidos en fantasmas. Los idealistas, los románticos, en carne de cañón de un marketing omnipresente, la mano de dios metiendo siempre goles hasta el fondo y sin que rechistemos (sí, les regalo una imagen heteropatriarcal y falocentrista. Disculpen que me ría); los ignorantes, peor, solo que estos creen, con mayor seguridad que los otros, que deciden, que saben y que tienen las mejores ideas en los grupos de whatsapp y en las reuniones familiares.

Ahora bien, hay que decirlo, no todo tiene que ver con los que dirigen, pues el poder tiene tal naturaleza que actúa más allá de los individuos que llegan a él. Los de a pie también tenemos nuestros pecados, y nadie es digno de tirar la primera piedra, aunque las tiremos y, al final, solo nos quede patearlas. ¿Cuántos estamos dispuestos a sufrir los embates que toda transformación profunda conlleva? ¿Cuántos incluso deseándolo lograríamos llevarla a cabo plenamente? Puedo asegurar que muy pocos y pocas, no se necesita de grandes análisis para descubrirlo, mera intuición y observar los signos en los rostros.

Y una pregunta fundamental, dejando de lado los ideales abstractos, ¿realmente vale la pena morir por otros? Tanto yo misma como la gente cercana y lejana distamos mucho de ser algo por lo que merezca la pena morir, pero quizá esa es una característica que solo nos define a los habitantes actuales del planeta, tal vez los del pasado o del futuro lo han valido o lo valdrán.

Se puede salir a tomar las calles, siendo esto ya mucho en un lugar donde la comodidad es el máximo “producto” de consumo, pero quién está dispuesto a derribarlo todo para con las manos lastimadas de tanto golpe construir modestos refugios suficientes para decir: vivo aquí y es lo único a lo que tengo derecho, a aquello que construyo y habito: “la tierra para quien la trabaje”. Y es que aun emprendiéndolo no hay seguridad de alcanzar la meta. Como muestra hay valientes ejemplos, hagamos de nuevo acopio de los clásicos donde están Cuba o China, a la cual “el Gran Salto hacia Adelante” no le bastó para una transformación que llevara a aguas verdaderamente cristalinas.

Sin embargo, creo que, pese a su esencia improbable, es un deber seguir deseando transformaciones sociales, reinventándolas y reintentándolas con las dudas a cuestas, una y otra vez; pues si, en cambio, nos conformamos con seguir “salvando” partes de las ruinas humanas que nos son lanzadas cuales sobras, entonces, merecemos menos de lo que se ha conseguido, y no tendríamos derecho a imaginar un futuro donde la sangre y la subordinación ya no fueran las protagonistas que narren el devenir del ser humano.