Pintura de Azucena Salpeter

La escena fue sutil porque ambos eran dos caballeros. De modo que sustraigo a la mirada todo aquello que acompaña a un encuentro entre dos amantes que se desean para luego sentir la satisfacción de un contacto que ambos buscaron a sabiendas de quién era quién pero resulta anodino exhibir como un trofeo. Se conocían de haber estudiado alemán en una academia en La Plata a lo largo de todo un año, casi sin intercambiar palabra. No se trataba de asunto de afinidades ni de antipatías. Sino de que el azar en ocasiones no reúne los destinos de inmediato, sino que con morosidad lentamente los acerca, sin hacer ruido.

     Uno, pese a su menor vocación por aprender alemán con avidez por leer a Goethe, a Schiller o a Thomas Mann en su lengua nativa, tomó la decisión sin demasiada convicción de afrontar una cadena de cursadas que le resultaron agotadoras hasta que terminó el plan de estudios. Era el tiempo para afrontar esa lengua pese a que tuviera reminiscencias que convengamos espeluznan. El otro, en cambio, desistió. Su formación era en inglés. Había ido toda la vida a un instituto, el de más prestigio de la ciudad de La Plata, hasta el último año, luego de once. El resultado había resultado satisfactorio. Pero no todo lo exitoso que alguien esforzado, con aplicación por aprender, dado a repasar las lecciones antes de llegar a clase o, antes aún, al regresar de ellas, aguarda como corolario a esfuerzo semejante. También era frecuente que comprara diccionarios de toda clase, glosarios y gramáticas para tan afanoso trabajo. Me atrevería a decir que era un coleccionista. Acaso un bibliófilo, si así se prefiere.

     Lo cierto es que ahora se encontraba con su compañero en un cuarto fresco. Estaban desnudos. Él se preparó un té. Hacía tanto calor en la ciudad de La Plata. Ese calor húmedo propio de esta ciudad. Y sin embargo aun así tenía ganas de tomar un té en hebras. El ventilador de techo estaba encendido (no le gustaba el aire acondicionado, lo resfriaba). Cada tanto el que había permanecido en la cama levantaba la mirada al techo y  mirada girar las aspas. El té: Earl Grey. Después de la respetuosa ceremonia de la preparación, el oficio de beberlo fue también parsimonioso. Percibió la fragancia vaporosa de su aroma. La sintió ingresar luego de en sus fosas, en sus pulmones, sabrosa. Escuchó el latido de su corazón cuando los primeros sorbos descendieron por los anillos de su garganta y saciaron no tanto la sed sino el placer por consumir una bebida por la que sentía, incluso, devoción.

     No tenía prisas. Era su departamento. Su compañero no era un desconocido. Él no alternaba con desconocidos en las ceremonias de la intimidad ni solía frecuentar boliches de ninguna clase. Sí cafés de día con amigos o amigas. Le ofreció una taza tibia, pero su compañero rehusó. Prefirió un vaso de agua mineral de la heladera. Había dos botellas de agua pequeñas. Antes de beberla recorrió con la botella su frente y sus mejillas. Se sentía pleno. La refrescante sensación muelle de la cama lo llamó una vez más a renegar de la silla para regresar al sitio del que había partido pero jamás se había marchado. Su compañero en cambio fue partidario de permanecer bebiendo su té en la cocina. Por supuesto que él estaba al tanto de toda la ceremonia de la preparación. Entibiar la taza. Calentar también previamente la tetera con el agua hirviendo. Introducir las hebras. Revolverlas luego con la lentitud de un bostezo o el de un estiramiento arqueando la espalda. El agua en la tetera giró por solo tres veces, pero el remolino prosiguió, naturalmente. Luego de permanecer unos instantes prudentes en el recipiente, volcó la preparación de una cierta transparencia, en la taza. Estaba delicioso. Sin una gota de azúcar. Sin una gota de leche. Sin una gota de edulcorante, esas sustancia repugnante, puro producto químico, además de aleatorio. Solo té. Té caliente.

Pintura de Azucena Salpeter

     Su compañero desde la cama lo observaba con detenimiento, de hito en hito, entregarse a ese ritual que para él resultaba completamente ajeno. Pero sin embargo no pudo contenerse y le preguntó qué sentía.

-¿Que qué siento? ¿Al prepararlo o al beberlo?

-En ambos casos.

-Siento la lentitud. Como  cuando estuvimos juntos. Nada de prisas. Percibir el contacto. Percibir primero la piel del amante. Luego las cavidades, los relieves más sutiles, como el pabellón de las orejas, la dureza del mentón, el bosque de los cabellos, la turgencia del culo, la forma de las tetillas, la estructura ósea de las costillas, que se sienten como láminas la una por sobre la otra, el hueco del pecho. Entregarse al fluido de la sustancia al deslizarse. No hacer planes. Simplemente, eso sí, conocer las reglas del juego. Pero también aprender a improvisar. Jugar sin normas preestablecidas. Tentar lo insospechado. Es interesante conocer lo insospechado. Bien mirado, es una forma del riesgo. El vértigo llama al vértigo. Aun en las superficies más serenas.

     Su compañero asistió a esta explicación con perplejidad. Cayó en la cuenta de que evidentemente estaba frente a una inteligencia superior a la suya. O poseedora de más luces, acaso de mayor sabiduría más que de más inteligencia. En las artes del amor lo había demostrado.

     En un momento se hizo un silencio. El que bebía permaneció en él. El que bebía el agua siguió en la misma actitud de inmovilidad. Una cierta parálisis propia de haber alcanzado la armonía. Como dos personas que están ajenas al discurrir de la otra, pero al mismo tiempo, sus vidas corren paralelas con una vitalidad inusitada. El corazón del que bebía el agua se agitó. Se sintió vagamente excitado.

     El que bebía el té dejó la taza vacía sobre la mesa de la cocina. La tetera y la taza, exangües, eran los restos sobrevivientes de un festín. La mesa era de madera de roble. Linda mesa. La había tallado su abuelo, un carpintero de profesión que había sido el orgullo de la familia. Él había querido mucho a su abuelo. Y su abuela había querido mucho a este nieto. Lo había querido y lo había respetado. Había respetado sus decisiones. A decir verdad a sus dos abuelos. En el reparto del mobiliario a él le había tocado esa mesa. En tanto a sus hermanos roperos o alacenas de lujo. A su hermana menor incluso cuatro banquitos.

     El que estaba en la cama bebió otro sorbo de agua mineral y en un gesto abrupto, derramó un chorro sobre su cabeza sobre el que acababa de terminar el té. El que bebía el té primero sonrió. Luego se rió. Una mancha opaca se desplazó por entre las sábanas.

-Me gusta ese gesto. Es un gesto audaz. En la vida son buenos los gestos audaces. Así suena más infinitamente bella. Más llena de matices, contrastes y colores que no son estridentes pero sí son variados. Y hasta en ocasiones combinan. Como las palabras que riman. O como las personas que han formado una pareja que ha durado toda una vida.

     El que estaba en la cama lanzó una carcajada. Le gustaba cómo hablaba ese hombre que le llevaba unos años y que bebía té. Que sabía dar y recibir placer en un ida y vuelta sin esperar recompensa alguna. Recordó cierta frase, “En el ritual del amor no hay caricia que se dé que no deba ser devuelta”.  ¿Dónde la había escuchado o leído? En una novela erótica o en un tratado de sexología. Él no leía novelas eróticas. Le parecían vulgares. Pero sí había abierto alguna. Tal vez en una novela o un cuento, a secas. Tenía ecos vagamente literarios.

     Pensó en la caricia, el sonido de cada uno de los cuerpos que despertaba emociones espléndidas. Como si hiciera rodar con la palma un globo terráqueo. Y de ese contacto brotara una música secreta. La mímica del amor que desata la una cierta sensación de la inmortalidad del alma. La piel, el contacto con la piel, emitía entonces un sonido que se dispersaba por la habitación. Ondas que se amplificaban. Como si ambos fueran alguna clase de instrumento. No exactamente musicales. Sino que traducían en el tacto recíproco del encuentro emociones sinceras. El que bebía té también corroboró una mayor lozanía en su compañero. No porque él fuera longevo, viejo o hubiera perdido una cierta decrepitud que pareciera restarle dignidad a un sujeto. Tenía más cabello y su torso músculos más tensos. No los separaban demasiados años. Pero había una experiencia reflexiva, cavilosa, en su caso que en alguien dado a la dimensión vital, expansiva, agitada, rumbosa, el hombre de la botella de agua mineral, quiero decir, en él había sido superada. O incluso quizás ya había tenido lugar. Parecía haber nacido con la madurez inscripta en el alma. Pero sí había conocido la pasión. Es más. Aún en ciertos momentos inesperados ocurría, tenía lugar, acontecía, podría decirse.

     Ninguno de los dos solían frecuentar más que a quienes conocían. Eran personas educadas. Cuya sobriedad podía incluso rozar la elegancia sin afectaciones ni esnobismos. Luego de haberse amado durante una larga jornada en la que quien guió el cortejo, fue el primero, el que bebía el té, se impuso el reposo como una prolongación natural, espontánea si se quiere de esa agitación en la que habían estado sumidos. El hombre del agua mineral se dio cuenta de que se le había terminado el líquido que bebía, ávido, motivado por ese verano en el que la población entera había estado cercada por la peste, los mosquitos portadores de enfermedades y el calor. Ese calor como de permanecer junto a las brasas de una hoguera indefinidamente. Se levantó desnudo de la cama. Fue hacia la heladera. Se sirvió la otra botella de agua mineral pequeña. Abrió su tapa haciéndola girar como a una llave que encaja en una cerradura. Lo mojó al hombre del té. El hombre del té se rió a carcajadas. No me digan que no se trata de una improvisación gratificante en un día de calor bochornoso, en una ciudad húmeda, pequeña, durante el cual el mundo sin embargo pareció, también, girar en torno de ambos. Como un globo terráqueo. Como si hubiera una órbita por dentro de la cual ambos ingresaran. Y fueran lo suficientemente adultos, como para permitirse también el diáfano oficio del juego. El juego de la edad de la discreción. Es que ambos eran hombres discretos. En un  momento el hombre del agua mineral introdujo su mano en el freezer y sacó un hielo. Lo introdujo en la remera del hombre del té por la espalda. El hombre del té se estremeció. Rieron, en estas primeras complicidades.

     Sin embargo, el tiempo no solo había girado. Sino en un punto se había detenido. Había quedado congelado, en un fotograma, el que cada uno eligió de ese intercambio tan placentero. Uno eligió una escena del encuentro y la paralizó en su memoria visual. La restituyó al presente mediante la evocación. El otro, en cambio, eligió la frescura de las lajas al descender de la cama desnudo en un día bochornoso. Las plantas de los pies se sentían. No se daban por sentadas. Se las experimentaba en todo su esplendor.

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     El hombre del té estuvo a punto de prepararse otro. Pero a tiempo comprendió que ya era suficiente una sola vuelta. Lo invitó a cenar al hombre del agua mineral. Él aceptó. Aceptaron compartir una mesa. Acordaron otra clase de ceremonia. De a mitades la gente inteligente y generosa goza de la vida con mayor intensidad.

     Luego de escuchar a Ella Fitzgerald cantando el Songbook de Cole Porter, el hombre de la taza de té comenzó a preparar una ensalada de apio, queso sardo y aceitunas negras. Había tres huevos duros para acompañar una cena frugal. Un hilo de aceite de oliva para acompañar la preparación.

     Comieron en silencio. El silencio es otra de las formas de la simplicidad y la sobriedad. El ruido, en cambio, suele ser el indicio de los malos modales, con seguridad de la pésima falta de educación, de una obstinada estridencia, una deliberada inclinación por perturbar al prójimo o acaso de perjudicarlo, en el colmo de la maldad o la desubicación de vivir por fuera del respeto.

     Bebieron agua mineral. En la cena casi no hablaron. Era más lo que  ahora sabían del otro que lo que necesitaban saber. Comieron lentamente. No hubo prisas como no hubo postre. Pero tampoco añoraron ninguna de ambas cosas. El mundo no se acababa ni empezaba por eso. Más bien se trataba de una saciedad producto del encuentro entre dos cuerpos que se había prolongado en el encuentro entre la ceremonia de la bebida y había culminado en la de la comida como una prolongación espontánea pero también con la sensación de que había tenido lugar una relación mágica entre amantes en una situación de franqueza absoluta. Para no faltar a la verdad: a una certeza de absoluto. A lo que se sumó el juego limpio.

     Era tarde para marcharse a esa hora. La Plata estaba llena del virus de la pandemia de COVID-19 que todo lo había azotado, como un vendaval a una casucha o como a una toldería en medio del desierto en la pampa húmeda argentina. El hombre del té recordó que tenía alcohol en gel por toda la casa. Sobre todo en su mochila, para cuando iba al cajero a retirar efectivo llevaba uno de mano. El hombre del té lo invitó a quedarse a dormir. El otro aceptó, ¿podía rehusar una invitación semejante, en la que hasta las cosas más pequeñas habían sido tan perfectas? Pero el dueño de casa, ¿lo haría por compromiso para evitarle una partida incómoda? ¿O por genuino deseo? Dudó. Finalmente asintió. Sabía por otra parte que estaba hablando con un hombre honesto.

     Al día siguiente el hombre del té se levantó. Se lavó los dientes. Preparó el desayuno. Sabría lo que sucedería en el barrio ese día. Los vecindarios en La Plata son calamitosos. Como todo capítulo previsible, no lo tomaba por sorpresa, ni era la primera vez, de modo que estaba preparado para ignorar todo aquello que solo consiste en hojarasca, en una cascada banal de palabras vacías, sino también un pensamiento limitado, triste, que llama escándalo a un encuentro amoroso. La sanción llegaba por los atributos del amante. Si se hubiera tratado de una mujer hubiera sido celebrado y hasta aclamado ese episodio. Imaginó la verborragia trivial pero también agresiva. Esa frente a la cual un amante deja pasar porque sabe lleva por dentro una coraza, está literalmente blindado.  

     Desayunaron café. Tostadas de pan de centeno con queso blanco y mermelada de higos. Prescindieron del té esta vez y recayeron en el café. Luego el hombre del agua mineral se vistió, se abrazaron como lo hubieran hecho dos buenos amigos de muchos años, con pasión pero en este caso sin una sola gota de ternura sino de encendido deseo. Cosa curiosa: no hubo besos. No lo consideraron pertinente para una despedida en un primer encuentro.

     No sabían si volverían a verse. No sabían si lo que habían vivido era cierto, si era rigurosamente la única complicidad de un día entre dos hombres que habían hecho un pacto respetuoso. El hombre del té se acercó a la biblioteca y sin apremios tomó un libro:

-No la conozco.

     El hombre del té, que sí sabía inglés, que sí sabía alemán, que sí había leído ese libro en francés, le colocó un dedo sobre los labios, deteniendo toda posible intención de palabra. Cualquier clase de palabra inicial.

-Es hora de comenzar a leerla en esta versión español. La próxima vez que vengas, si venís, te puedo prestar alguna de sus novelas. O su poesía exquisita. A mí me gusta este en especial: El tiempo, gran escultor. La autora explica el modo como el tiempo va esculpiendo las estatuas de piedra de la Antigüedad clásica, imperceptiblemente, con lentitud, hasta dejarlas irreconocibles respecto de su forma original. Pero con contornos tan nítidos que forman objetos de una belleza incomparable. Quizás mayor que la que tenían al ser talladas.

El hombre del agua mineral le pidió una dedicatoria.

-¿Será mucho pedir?-se explicó

-En lo absoluto. En especial solicitándolo de un libro que se regala-respondió el hombre del té.

     Habían cruzado un umbral. Otra ceremonia comenzaba. La ceremonia de la escritura. Negro sobre blanco, la pasión adoptó otra forma esta vez. La de una contraseña. Tomó una lapicera pluma. La probó sobre un papel borrador de la computadora. Contempló su trazo, que se deslizó, veloz, hasta quedar satisfecho. Fueron dos trazos como las dos estocadas maestras de un espadachín certero.

      El ritual de los primeros compases, como en los de una sinfonía magnífica e inspirada. Una música de cámara, sin embargo, se iniciaba. La música del hálito, del soplo, la de las palabras que comienzan a hilarse, de la puntuación que impone altos y bajos, velocidades y detenimientos, el reposo en ciertos puntos, los dibujos de la caligrafía, la primera fisonomía de una figura, un daguerrotipo, los trazos en un mural. Una totalidad incipiente pero  incierta. La figura inaugural.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.