No lo soñó. Se siente acorralada. Sorprendida de por qué es tan difícil vivir. Se olvida, en su encierro ensimismado, que hay casos peores. Pero cuando uno está refugiado (ella necesita su refugio), la palabra inteligente tampoco persuada. No puede reflexionar sino cuando está equilibrada. Todo es una gran convulsión. Convulsiona. Se mueve, se agita de un lado a otra de la habitación, moviéndose nerviosa. O en la estación de tren junto a Leonard. Siente un dolor tan fuerte, como si le clavaran con un martillo una estaca en la cabeza. La garganta, donde se alojan las emociones fuertes, las más comprometidas con la angustia, la tiene estrujada. No puede ni sabe controlar su agitación. Pero la lucidez no la abandona. De un modo u otro jamás se quedará sola. No cede a los embates del dolor. Una presencia se impone y no sabe a quién tiene delante. Si a un soldado o a una dama del siglo XVII. La erudición tampoco se marcha. Ella se siente destrozada, pero el mundo sigue respirando. Allá, en el jardín, los pájaros cantan. Es un zorzal. Pero también es el arrullo de una paloma que en vuelo rasante bebe agua del estanque. Y el silbido de cinco canarios que guardan en un jaulón. La fuente que hizo construir su abuelo está intacta. Es un mármol de Carrara impecable, sin un solo rasguño. ¿Podrá ser ella como el mármol? Virginia es indestructible. Hasta incluso la muerte no podrá con ella. Dejará su recuerdo para la posteridad, donde quedará escrito su legado magnífico y trágico. La pregunta la deja en suspenso luego de pensar en el mármol. Ahora lee un libro pero no se puede concentrar. Aparta la vista cada dos minutos del escrito. Pierde el hilo. Tiene que entregar artículos críticos para medios de prensa de Londres. Está urgida. Hace un mes que no puede trabajar. Y esa es su forma de ganarse la vida. Ni sospecha que un sudamericano, un sudaca, la evocará en tres poemas un siglo más tarde. Hay un saber que la realidad sustrae a la protagonista de su escena y un conocer que pone en acción al escritor que delante de su computadora puede también sentir su sufrimiento. Experimentar el coma. Y ahora, de pronto, la pasión por el dolor se esfuma. Se sienta cómodamente en el sillón de trabajo de su estudio. Tiene clavados contra la pared, con siete chinches, los nombres de los personajes de una novela que está escribiendo. También sus breves biografías, marcadas en dos trazos con un cuchillito de marfil. Ella esculpe, talla. Eso le han prescripto. Que lea menos, que teja, que esculpa, que planche. Como una buena ama de casa. Una buena ironía. Los papelitos son un buen ayudamemoria para no perderse en las tramas arborescentes de su novela. El sol horada la tierra. Y es hora de sentarse a trabajar. El sudamericano piensa que ella le ha regalado momentos memorables. Recuerda como un hito su novela Las olas. La lee en inglés. Y un merecido recuerdo perenne siempre será para ella. Como escriba Virginia, pasará a la Historia. No solo a la Historia literaria. Pero también la evocará algún psiquiatra al referirse a su diagnóstico. Como ejemplo, de alguien que ha dado la batalla.
Dos hojas amarillas
Empezando porque
ha nacido mujer.
También la ha pasado
muy mal con su enfermedad.
«¿La Eternidad será distinta?»
se dice, esperanzada,
en esta combustión de dolor
en la que se calcina.
Suele perder la razón
al igual que otros
derrochan el dinero.
Nadie encuentra la cura.
Hacer escenas
en la vía pública
es cosa de todos los días.
Sostiene
que los sirviente cuchichean.
Conspiran contra ella.
Son chismosos.
Hablan sobre ella
a sus espaldas
con otras personas del barrio.
Se ríen de su enfermedad.
Estamos en Bloomsbury,
no lo olvidemos.
Allí residen T.S. Eliot,
Vita Sackville West
(a quien ella le dedicara el Orlando),
Lytton Strachey.
Es el barrio
de las costumbres extravagantes,
el desprejuicio, la transgresión,
y las emociones intensas.
Virginia se ha ganado
el uso de la primera persona
en sus ensayos:
“La primera persona
es algo que se debe ganar
en la escritura de ensayos”
(escucho que la cita
una eminente Profesora de la UBA
en un programa de
TV hace uno días).
Virginia ha dado la batalla.
Ha salido invicta.
Y ha sido derrotada.
En un más allá
que deja este más acá
con unas cuantas
hileras de libros escritos.
O bien sus bibliotecas
plagadas de volúmenes
encuadernados.
Derrocada por la locura
de las tareas del espíritu.
Los libros la mecen,
y la enloquecen.
Son su refugio
y su catástrofe.
En un libro que publicó,
una vez que ella falleció,
su marido Leonard escribió
que Virginia escuchaba
cantar los pájaros
en griego.
Juan Gelman, a su vez,
dijo que ese había sido
un libro evitable.
¿Sabría Virginia griego antiguo?
¿Miraría hacia arriba,
hacia las copas de los árboles,
tan alto, tan alto,
atenta a escucharlos?
¿Se dejaba embelesar
por los cánticos que entonaban
en la fronda?
¿los himnos fúnebres de Tebas?
¿las ceremonias del dios Baco?
Hay un regreso a Woolf
como hubo un regreso a Walter Benjamin.
Porque a Woolf se regresa.
Antes ya se ha estado
en ella.
Uno ha ido y luego
relee sus enjoyados libros.
¿Lobo estás?
Eso se los digo desde ya.
Y en este regreso
a la gloria
se tiende a olvidar
que su sufrimiento
no tuvo tratamiento.
Ella hizo lo que pudo.
Y ella hizo muchísimo.
Todo fue tan largo, tan largo.
No solo
porque fue abusada de pequeña,
sino porque también
se la marginó
de las instituciones del saber
por no ser varón.
Sin embargo ella tuvo
la prodigiosa biblioteca
a su disposición:
la de Leslie Stephen, su padre.
Una eminencia.
Alpinista y editor de la
Oxford Dictionnary of National Biography.
Tuvo también
una voluntad de acero.
Esa biblioteca
fue su escuela y su educación.
Su formación, la que la haría ser
quien es, y ser otra luego
de haber muerto.
¿Y no es acaso más serio,
escribir Mrs. Dalloway
que ser un gran schollar egresado
de Cambridge?
Ustedes dirán
a quién se devora la Historia.
¿Alguien recuerda, póstumamente
a algún académico
a menos que haya sido
también escritor?
Virginia escribe, escribe, escribe.
Fuerte, desordenada, audaz.
fugaz, iluminada, ardiendo.
Y a veces se cansa.
Y en otras se dice
que es
lo-único-que-la-mantiene-viva.
De modo que es imprescindible
escribir.
Pero ella escribe
a contracorriente.
Lo único que hace
por su temperamento insurgente.
Para quienes amamos
las novelas Las olas y Al faro
ella siempre será
simplemente «Virginia».
Hasta que sucede algo.
Alguien llama a la puerta.
Ella no está.
Se produce una confusión,
un desbande, se la busca
El reloj ha quedado clavado,
a las cinco y diez de la tarde.
Es el 29 de marzo de 1941, en Sussex.
Por el río Ouse
flotan dos hojas amarillas.
Virginia se detiene en ellas.
Las mira en detalle.
Vagamente recuerda
una conferencia que dictó en Londres.
En ella hablaba
de un cuarto propio
para que una mujer fuera escritora,
además de dinero.
Es cierto que ella
siempre ha vivido
en casas grandes.
Desde la orilla,
genial y atroz,
Virginia, la Gran Virginia
comienza a llenarse
los bolsillos con piedras.
La escena es imponente
y sobrecogedora.
Pasional.
Ella pega un grito
en tanto la devora la corriente.
y en un esfumado
su cabellera se desliza,
soberana.
El agua y los pájaros
Las aves no la salvaron.
Y eso que tenía tres faisanes
en su jardín.
Un bebedero
adonde iban a saciar su sed
las aves que visitaban
el parque de la casa.
Virginia se siente en la galería
de la casona solariega.
Lleva una pluma
en la mano derecha.
Está vestida de modo elegante.
Una capa de angora.
La noche anterior
han ido
a beber un anís
a lo de los Eliot.
“¡Pero qué barrio más
acogedor!”, dice en voz alta
a solas en la galería.
Para sus costumbres
libertinas
es simplemente perfecto.
Sus extravagancias
cuando pierde el juicio
pasan desapercibidas
que cuando pasea por el centro
de Londres.
Con decirles que Vita
se disfrazó de Lady de Godiva.
Su sobrina nieta,
Julia Margaret Cameron
rodeada de niños
la inmortaliza
en algunas fotografías.
Estamos en el pictorialismo.
O pronto lo estaremos.
Pero no es esa la posteridad.
Ella no piensa en tales frivolidades.
Ella piensa en Jane Eyre.
En la mujer en el ático.
Ella también ha sido confinada
algunas veces.
“Es por tu bien”, se explica Leonard,
cansado de velar por una loca.
A modo de disculpa
le acaricia la coronilla
con los dedos.
Ella no puede entender
tanta ignorancia
en un hombre culto.
¿Qué sabe él del sufrimiento
salvo verla sufrir a ella?
¿Se parece en algo
ese sufrimiento con el suyo?
Se pone las palmas de la mano
sobre los ojos y las mejilla
La escucho susurrar
aquí en mi estudio:
“La locura es lo peor”,
“Porque soy escritora”.
“Para una loca la literatura
es un asunto delicado” se dice
en un momento de lucidez.
Trabajamos con funciones delicadas:
la sensibilidad, la memoria,
la imaginación, la fantasía.
Al día siguiente
come una magdalena
en un té.
Una reunión mundana.
Nada que ver con Proust.
Estamos hablando
de otro temperamento literario.
Aunque ahora que lo pienso,
fueron dos extravagantes.
Me quedo con Virginia.
Proust está con el tiempo recobrado.
Virginia es una dama
en aprietos.
En la reunión
se pasa la servilleta de lino
por los labios.
“Hace calor”, se dice.
Se levanta de la reunión,
no le avisa a Leonard.
Se marcha rauda
a su casa.
Sus ensayos la esperan,
como un harem de galanes.
Así es como vive la escritura,
de un modo atractivo y excitante.
Hasta sensual.
El mundo se cierra sobre ella.
Es una mano que le aprieta
la garganta de angustia.
“Este es el momento
de escribir una carta”.
Mañana la dejará en el lugar indicado.
¿Una carta a los poderes?
Unos dardos de papel
con los que humillará
a Victoria Ocampo
cuando le llena
la casa de rosas.
Virginia escribe
compulsivamente.
El único modo
de mantenerse con vida.
Y en pie de guerra.
Nosotros
El cuerpo fue encontrado
tres semanas después,
arrastrado por la corriente,
cerca del puente de Southease
Leída esta frase
casi setenta años después
de los hechos
sería
la clásica noticia
de un semanario sensacionalista
de esos que se venden
en los quioscos de revistas
Leída
por un hombre o una mujer sensibles
a la literatura de Virginia Woolf
suena por supuesto
de modo dramático
quizás de un modo
mucho más dramático aún
pero también
con toda la amorosa comprensión
de quien sabe
que siempre
la libertad, como la buena literatura
tiene un costo alto.
Nacer mujer
tiene un costo alto.
Nacer mujer
y escribir
es una lucha
a brazo partido.
Antes de salir para su paseo
por la ribera del río Ouse
con pulso
tembloroso le escribe a Leonard:
“No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros”.
¡Cut!