María Negroni. Imagen obtenida de Argentina.gob.ar

Propongo algunas meditaciones en torno del libro de ensayos  Ciudad gótica, de la argentina María Negroni residente por entonces en Nueva York, reeditado en 2007, quien luego regresara a Buenos Aires para instalarse y dirigir una Maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. También para desarrollar toda su actividad creativa. Me propongo interrogar este libro, que en lo esencial narra el asombro de una argentina (no solo una latinoamericana) en NY.  ¿Podré hacerlo aquí, desde una oscura ciudad de provincias? Es hora de escribir, como quien dice es hora de partir, como desde las naves de Islandia. Descarto los duelos y acudo a un breve catálogo de algunos objetos a los que el libro alude (y elude en otros casos) y algunos de los cuales me circundan como talismanes.

A saber: dos discos de Laurie Anderson, otros de John Cage, los Complete Poems de Marianne Moore, Helen in Egypt, de H.D., poemas y una novela de Sylvia Plath, los libros de Melville, Hemingway y Faulkner (figuras incómodas para Negroni, los emperadores del canon norteamericano) antologías bilingües de poesía norteamericana, algunas novelas de los beatniks (en traducción al español), poemas en edición bilingüe de Robert Lowell y Emily Dickinson (en traducción, bien es cierto, de Alberto Girri y Silvina Ocampo respectivamente, pero también una antología breve, regalo de un sobresaliente académico estadounidense de un libro de Emily Dickinson, Leaves of Grass en inglés, en edición bilingüe y en traducción parcial de Borges, dos libros de poesía de la estadounidense Adrienne Rich. Varios libros más de María Negroni, en especial una antología de poetas norteamericanas bilingüe editado en 2007, titulada La pasión del exilio (2007) y que hace sistema con el libro que hoy me convoca. Hay muchos otros libros estadounidenses en casa. Pero esos no vienen al caso.  Vienen al caso muchos otros, que sí ocupan un lugar importante (lo sé) por mayoría en el sistema de lecturas de María Negroni o porque los ha traducido, o porque ha escrito sobre ellos, o porque he leído declaraciones en entrevistas que le realizaron.

     Otra cosa: El coloso: La Historia de la literatura norteamericana de Borges, libro no demasiado extenso con el que, precisamente, el de Negroni se pulsea o, para atenuar mi hipótesis, polemiza. Eso está claro. ¿Podré reconstruir este puzzle que María Negroni me propone desde la erosión de muros firmes, una opción, claro está, modesta, de mi parte? Procuraré hacerlo a través de las notas que siguen, a sabiendas de que soy un pariente pobre entre primos aristócratas. Ser de la plebe, sin embargo, como se verá a continuación, tiene sus ventajas. O tiene sus magias.

     Cuando afirmo no confuto. Negroni dibuja una cartografía cultural: la que abomina y aquella a la que, arrobada, sucumbe. La arquitectura de su libro, ¿acaso necesito decirlo? ¿acaso fue escrito para ser dicho, como el guión de una dramaturgia?, está hecho de caprichos. La flanêurie (eso que para el capitán Nemo en el libro de Julio Verne sería imposible) acierta con paisajes culturales que su mirada despiadada torna absurdos, pueriles, previsibles, caricaturescos, cursis, ante las que las mejillas menos pudorosas se sonrojarían. Estos objetos y prácticas rozan las aristas del nonsense y el absurdo de cierto teatro alimentan el flujo vital, las sístoles y diástoles de una ciudad audaz y atroz a la vez como NY. En ocasiones con marcapasos. La pluma de María Negroni no perdona ni absuelve las frivolidades de la cultura literaria, devenida espectáculo. Se resiste a capitular. Ella no condesciende al adjetivo fácil ni tampoco a los adverbios que predican de modo sencillo pero débil ciertas experiencias tanto de la cultura como de la gramática normalizada. Tiende a las definiciones, no a las hipótesis. No es por cierto, lo que se dice, una escritora cauta. Es, por el contrario, implacable y enojada. No se pregunta. Pregunta a otros, a los lectores. Les impone a los lectores un cierto modo de ser, decir y leer: se impone. En ese comienzo mítico, el libro ya se despliega en aciertos, por las evidencias contundentes de las que, belicoso, procura apoderarse.  Pero también en acertijos por su radicalidad estremecedora.

     Sus ángeles de la guarda son un panteón de poetas mujeres (no todas consagradas, más bien ignoradas en el canon eurocéntrico, latinoamericano y, en su opinión, naturalmente patriarcal, lo que considera una misión revertir) que la rondan, como soles, como lunas, como un sistema estelar o satelital en el que pretende encontrar un sitio esquivo, como haciéndose lugar a empellones, en el cual entrometerse sin sentimientos de inferioridad ni, menos aún, de exclusión o pasaporte de extranjería. En esa galaxia ¿cómo gravitan las poetas y escritoras en general?

     María Negroni exige ser tratada con esmero y decoro, con dignidad, como una igual, una par, no como una “sudaca”. La credencial se la otorga un salvoconducto: deambular por los saberes de la cultura literaria como quien circula, ileso y cómodo, por un andén bien aceitado. Deambular por las calles de Manhattan como pudieron hacerlo Marianne Moore o Laurie Anderson antes o al mismo tiempo que ella.  Otra cosa: la destreza en varios idiomas, a la que vuelvo, retozón. Los antecedentes del ejercicio ya sólido de la traducción. La erudición administrada con mesura, pero sin alardes (a los que vuelvo, menos como ritornello que como evidencia). La docencia y las prácticas académicas en una institución de prestigio, como el Sarah Lawrence College. Su prosa ensayística es segura, firme, asertiva. Negroni, definitivamente, tiene un cuarto propio y es la hermana victoriosa de Shakespeare. En los agrestes prados de Stradford On Avon, su triunfo sería difícil, o  mejor, eso sí, misión titánica. 

     Su teatralidad calculada, su ausencia de temores a la hora de argumentar, su atrevimiento, su sonido y su furia, no admiten contestaciones. Se insinúa al canon de los clásicos masculinos de EE.UU, veleidosa, pero de modo casi herético, no se rinde a sus pies ni consuma un coito. Seduce al lector con el modo como los escolta. No se deja atropellar por voces viriles.

     Si, como quieren o sugieren Sylvia Molloy y Beatriz Sarlo, en Victoria Ocampo se da la figura del malentendido (entre el modo en que ella aspira a ser vista y el modo pueril y patético con que efectivamente es vista, como espectáculo, por los europeos, riéndose por lo bajo), si en Silvina Ocampo podemos postular -esto corre por mi cuenta- la figura definitiva de la travesura, la de la rebelión calculada, en María Negroni la figura que define su poética es, a mi modesto entender, la del capricho, la del berretín. Empacada, insiste con ciertos tópicos, a los que regresa en una suerte de leitmotiv que una partitura privada registra al compás de su batuta: un “gusto”. ¿Calculadora en la solicitación de atenciones por fuera del arte? ¿Un catálogo impar entre literatura, artes plásticas y audiovisuales? Pero lo que importa para el caso, es que no tolera jerarquías ni verticalismos respecto del así llamado Primer Mundo respecto de este otro en el que nos toca vivir a los argentinos o, mejor, latinoamericanos. Un indeclinable poder de determinación de que no retrocederá frente a figuras de prestigio en EE.UU. o Europa.

La Normal Libros - Ciudad Gotica

Una ciudad gótica, una Gotham City que trae implícita consigo la noche y una risa socarrona, quizás la de la Gorgona. NY no es una ciudad compacta sino hojaldrada.  Una figura en el cielo, como la que los habitantes de Ciudad Gótica emitían para convocar el auxilio de Batman: señales de una urgencia, de un porvenir que reclama presencia. Indolente, Negroni desoye esos llamados de heroína porque sólo atiende a los propios, a lo sumo a los que por solidaridad reclama el género. A diferencia de un libro cuyas páginas alocadas el viento agita, Negroni, morosa, lee con parsimonia, con la lentitud de un monje o de un preso. Revisa con el afán más bien detectivesco de una pesquisa la arqueología de una cantera propia. La Gotham City burilada por Negroni revela aristas cuya valentía sólo ella, con una prosa calcula, lúcida pero no académica (pasa por sobre esos protocolos a esta altura, porque goza de atributos principales  y mayores), descubre. Quizás se tratará de héroes de culto, pero de una evidencia que no puede escapar a su lente.

Todo lo desmantela: la ideologías y las prácticas latinoamericanistas, devenidas estereotipos o clichés e íconos del mercado o de instituciones culturales, los ademanes snobs de ciertas prácticas paraliterarias de la bohemia neoyorquina que aspira a slogans y a prácticas autroproclamadas poéticas, de dudosa reputación, los performers, todos tan caros, un botín para ricachones, nuevos ricos con ínfulas de prestigio o millonarios. Advertida de este romance entre arte y capitalismo, Negroni toma prudente distancia del carozo profundo de un ademán que, a su entender, puede ser mortífero: mero divertimento para potentados, alianza peligrosa entre arte y mercancía, sobre la que ella ya ha advertido en otros textos. Equilibrista que posiblemente se mueve con igual urgencia entre todas las manifestaciones del arte moderno, Negroni es susceptible, no obstante, de cierto jugueteo aristocrático entre la abundancia de capital simbólico y la pobreza que observa en los otros, a quienes neutraliza, pero siempre con buenos modales. Hay en Negroni, lo que me parece importante, un afán de justicia estética y de necesidad de una victoria del verdadero arte: el que debería provocar estupor e incertidumbre. También el cosmopolita. Aquello que en dos  palabras podríamos denominar “alta literatura”. Una exquisitez a la que solo están llamados a esgrimir unos pocos.

     Óperas, operetas, performances, lecturas públicas de poesía, conciertos, museos, films, libros (sobre todo libros), una deriva por los objetos de la cultura, fuentes casi fetichistas y de las que emana un anecdotario que no cesa: un rayo que no cesa como quien dice un temporal que no cesa. Invertida, nuestra Ciudad Gótica se revela como el anverso de una ciudad compleja: contradictoria, oscilando entre la gema y el desperdicio, entre la perla y el muladar, entre verdaderos artistas y los demonios del oportunismo. Negroni destapa (como el plomero que destapa una cloaca) esas zonas tramposas, llenas de engaño, plagadas de falsos príncipes y de trampas, de la cultura en las que el statu quo exige de un testigo lúcido un escrutinio letal. Negroni delata la impostura y pone en evidencia una mímica superficial. Una angelología y una demonología que está dispuesta a desenmascarar en un gesto combativo pero no necesariamente militante. Denunciando, eso sí, la incapacidad, la copia, la mediocridad o la conveniencia, Negroni recorta las zonas que entran más en conflicto con su proyecto creador. ¿En cuál de todos los conflictos se situará a sí misma? El del género es uno de ellos. El otro es el étnico. El otro, el de una lucha de erudiciones y consagraciones.

     Negroni no es temerosa. Tampoco se amedrenta con facilidad por la fastuosidad del espectáculo así llamado arte “culto”. Menos aún el contenido de su fábula. Es, en cambio, temeraria. Escribe con el pulso de una pluma que no vacila, que suele dar en el blanco o, al menos, procura la tranquilidad de consciencia de haberlo intentado todo, siempre con la honestidad intelectual y la conquista de la felicidad de la misión cumplida. Aún cuando pueda tratarse de una misión emancipatoria.

      La angustia de las influencias yace a su lado, como un fantasma temido que ha de ser conjurado (con trabajo exigente), y la deja insomne, pero no la paraliza. Las angustias ajenas y las propias. Sufre Negroni, como toda escritora. Sufre porque debe nombrar aquello que ya ha sido nombrado por bocas viriles pero debe encontrar el modo de hacerlo, de un modo nuevo. Padece sus síndromes porque advierte que algunos de sus dilemas pueden ser referidos a través de otros faros, de otras retóricas con  las que su poética podría entrar en colisión o en intersección belicosa. Hija o hermana, siempre el incesto está latente, como condición posible. Sin embargo, el temor se esfuma, porque pese a que estas voces importantes han dicho mucho (o hasta parecen haberlo dicho todo, agotándolo en algunos casos excepcionales), ella en cambio no sé si ha encontrado nuevos objetos para una crítica, pero sí una nueva perspectiva, una nueva manera de mirar e  interrogar a la cultura. Esta suerte de mirador estelar que favorece una escritura que se sentía paralizada de pronto encuentra una salida a los encierros (¿en un ático?).

     No oculta su repudio frente a ciertas biografías de autor o su conmiseración de hermana de otras femeninas ¿Retorno al biografismo de principios de siglo de la patética crítica literaria? Lo dudo mucho. Más bien va a los detalles. Mejor, pareciera, en alguien de quien por cierto podríamos decirlo todo menos que es naïve, que malévolamente bucea en el socavón de ciertos detalles morbosos, en datos sexuales, en actos de barbarie, como en una suerte de matricidio de cuyo de los que son objeto sus madres por adaptación. O tal vez sea un fratricidio: el de sus hermanas, en la que dice se reconoce. En tal caso un ataque fraterno. De otro modo ¿Por qué narrar esos detalles? Lo hace también tras la pistas de algunas keywords que puedan alumbrar la cámara oscura, no con la maldad de una madrastra. Sino con la curiosidad de quien aspira a saquear la pócima de la que autoras admiradas dispusieron. Otras, por el contrario, un interés carnal por detalles de la vida de las poetas aparentemente estaría puesto en discernir acerca de una narrativa que, de modo envolvente, de modo impetuoso también, da por tierra con todo. Público y privado a puertas cerradas. Arrincona la intimidad contra las cuerdas de un libro, que es como decir las portadas de los libros, sus títulos, su trastienda, sus fechas. Fechado, este libro no manifiesta incertidumbres: delimita un espacio encantatorio y un tiempo que no se pretenden absolutos. Han transcurrido muchos años de residencia en NY como para sentirse todavía una extranjera, una extraviada, una paria en una patria de lujo y despilfarro. Pero también de represión. Y también agente de violencia contra las productoras culturales. Vidas difíciles las de las poetas norteamericanas. Por otro lado, conoce su rostro miserable. Por el contrario, una humildad sana, un pudor modesto permea todo Ciudad gótica, porque María Negroni explica, en el prólogo de su libro de ensayos, que se trata de una suerte de diario de bitácora en el que busca atesorar escenas para que no se esfumen como el aroma inconsútil de un perfume, del cual sabemos irremediablemente nos hemos de apartar luego de que la vida proponga nuevas rutas. Habrá una amnesia. Disuelto en el aire, el aroma se vuelve etéreo, mero vacío, acaso olvido, acaso duelo.

     Este, como otros de Negroni, es un libro contra Borges. Atenuaré la frase, para ser menos agresivo: es un libro a contrapelo del canon borgiano, de su modo de historiar la literatura y de revelar sus dispositivos. Los une cierto amor por el detalle que produce el efecto de verosimilitud de una anécdota biográfica. La anglofilia (menos inglesa que norteamericana en el caso de Negroni). Pero también la francofilia de Negroni. Ya, de todas formas, a esta altura, ciudadana del mundo. El furor sapiente. No quien lo emite. La poliglosia. La erudición claro está (pero sobre temas no siempre coincidentes), el uso estratégico de la teoría (ejercida sobre objetos sensibles y autoras distintos) pero también el amor por ciertas fechas y acontecimientos epocales. Negroni bate sus alas de murciélago, de Gatúbela que se encrespa como un felino al acecho, y toma por asalto los textos borgianos, mezclando repudio con añoranza, admiración con parricidio y, quizás, lo ignoro a ciencia cierta, por qué no decirlo, algo de envidia. Algo de esto puede que exista. No me atrevería a pronunciarme a fondo. Pero a Negroni le faltan cosas que Borges sí tiene. Por lo pronto, ella es mujer. Él es un emperador. Ella es un refinada, una sofisticada, él es hijo del patriciado.

     Lo gótico. Lo ominoso surge por momentos, en particular en la segunda parte del libro, la más descarnada, donde está la apuesta mayor de Negroni: aquella en la que se desnuda: habla de sus tradiciones y su genealogía, en la que habla de sí misma, en una suerte de soliloquio encubierto. Máscaras de una subjetividad y, por qué no decirlo, de una sensibilidad amenazadas ante la hostilidad de un mundo ensañado con la poesía y las poetas muy en particular. Por el capitalismo, que todo lo convierte en mercancía, banalizándolo. Algunos peligros: la cultura de la imagen, una cultura hipertecnologizada, la institucionalización de la cultura, el patriarcado acuñado en el arte. ¿Es posible atentar, mediante la palabra literaria, contra estos monstruos que ha parido el capitalismo, pero, mucho antes, la organización social de la cultura? Que omite nombres, que jolgoriosamente corona penosamente otros. Negroni procura organizar un acto de justicia, como decía, no sólo poético, sino también político. En esa suerte de juicio sin jurados, los lectores apenas somos espectadores: ni testigos, ni jueces, ni menos aún taquígrafos. Negroni procura discernir algo de lo que vendrá, los interlocutores con los que sus piezas dialogarán. Eso tiene algo de imposible, como la escritura de un poema en el momento previo de sentarse a escribirlo, un equilibrio lleno de tensiones. La incomodidad de la cadera incómoda, la espalda torcida, los pies que sobran, la mano dubitativa, las cervicales que duelen luego de un largo plazo de trabajo.

     Si la primera parte del libro podría subtitularse “andanzas de una argentina en tierras neoyorquinas”, esos territorios son selectos y selectivos, qué duda cabe. La mirada y el oído de Negroni están dirigidos como hacia un blanco, como la mira de un rifle brutal y carnívoro que busca ultimar y luego degollar a una presa de caza mayor. Ávida por dejarse mecer por todas las experiencias del arte, no duda en desplegar toda su artillería: un collar de perlas en el que, como toda mujer reticente pero audaz, procura la seducción de quien va a leerla pero también a resistirla. O ella resistir desde un lugar de insurrección a la vez. Por detrás de toda perla, no lo olvidemos, hay una ostra y, por lo tanto, un trabajo lento. De maduración. Y un mar embravecido, surcado por corrientes submarinas. O por placas tectónicas en movimiento.

     El género en disputa. Siempre la hermana de Shakespeare interroga, a través de figuras con ventajas, como las de Virginia Woolf, como es obvio (pero también sufrimiento inusitado), zonas de la experiencia literaria ante las cuales las mujeres se debaten cuando se dan de bruces contra el muro de no encontrar una tradición épica. Carta de ciudadanía que Negroni reivindica como un derecho civil en la tiranía de la literatura (gobernada por varones, de la cual quiere salir como de un gineceo al que se la pretende confinar. He aquí un vacío y su interés por H.D., poeta épica que con Helen in Egypt (a quien ella tradujo) viene a colmar, a iluminar como un faro ese vacío, un vacío que, milagroso, ahora será colmado, tomado por asalto, sin permiso, pura cavilación pero también puro contenido. Asumir un riesgo, dejar sentado un precedente que, así como Negroni prosigue tras el hilo de Ariadna, tal vez la conduzca derechamente a arder en la hoguera de las brujas de Salem o a dejarse mecer o despedazar  entre los cascos y la cornamenta del Minotauro (varón él, poderoso y carnívoro). Ella no se inmola. Más bien tramita una relación que busca, por un lado, la contravención. Por el otro, un choque con el poder patriarcal en la literatura y su canon.

     ¿Es posible escribir una ciudad? Negroni no escribe una ciudad. Escribe cierta resaca para tomar distancia de ella, cambiarla de signo y volverla a su favor. Pero también ciertas gemas, de lo que ha llegado a sus orillas, de lo que ya estaba allí, de lo posible. Escribe, en cambio, desde lo utópico y lo distópico: desde algunos imposibles. Esa errancia no es arrogancia, pero garantiza necesariamente triunfos. La idea de que se desovillan misterios, enigmas que estaban allí para ser cifrados y descifrados, palabras confinadas que, como de una caja de Pandora, Negroni hace brotar para sacudir el polvo vetusto de nuestras costumbres literarias tan naturalizadas incluso por los escritores más audaces, como las de Facundo, en los malabarismos y las gimnasias del atlético Sarmiento.

     Hay algo de eso. La busca insistente por un liderazgo. Se insiste en descartar figuras ridículas. Figuras poderosas pero autoritarias. Autoridades de fundamento dudoso. Maridos, maestros y mentores poderosos pero de mujeres víctimas. Traidores, en general varones. Hasta llegar a ciertas hipótesis (pocas, siempre provisorias), merced a las cuales una pandilla de mujeres dicen sus verdades sin temores, en el vocabulario privado del dolor, el suicidio, la enfermedad, la migración o la imposibilidad de tolerar el padecimiento. ¿Morir de amor (por la poesía)? ¿Morir por el arte como quien dice morir por un o una amante despechados? Como las brujas de Macbeth, este puñado de poetas son invocadas por Negroni en torno de un caldero que  borbotea para, más tarde, después de un gesto explosivo, desbaratar el canon androcéntrico norteamericano y Occidental, para entablar con él un diálogo más completo y también más complejo. A Negroni, con sus manos tintas en sangre, le podemos perdonar su crueldad o, mejor, su ironía.

      La poesía como misión ¿profética? La crítica como largavistas y como lupa. Una poética que advierte de los peligros de ciertos confinamientos en los que la academia procura institucionalizar a los estímulos y a la figura históricamente iconoclasta del poeta y, muy especialmente, la poeta, sus cábalas y sus misas misteriosas. Por el otro lado: el poeta salvaje, indómito, brutal y que se desentiende de sindicatos y de gremios, de becas y de premiaciones. Pregunto: ¿acaso la Historia de la poesía (de las poéticas) no está ornada de mecenas? Hasta el Quijote rinde pleitesía a un noble bienhechor que, más como epitafio que como Prólogo, yace en las primeras páginas del libro.

       Negroni: ciudad, museo, galería, mundo ilustrado, andanza, viajes de la noche, elegía, objeto devenido destrucción. Todas claves, pequeños azulejos que conducen hacia un friso o un falso friso: las raíces firmes de una poeta ensayista de pluma fastuosa que, colmada de subjetividad, casi embriagada de ella y de una entrega muy poco común a la poesía, en un entramado descomunal y, preciso es decirlo, temido. Un trazo cercano a lo monstruoso. Negroni procura denodadamente reunir lo imposible. Ese Minotauro desbocado en tierras de Micenas, la encierra en un laberinto  peligroso. A ella y a otras poetas. Aterrada ¿podrá contra él? ¿contra su cuerpo biforme, asesino? Ella misma, inevitable, ha soltado a la fiera, provocándola. Está llamada a escribir cuanto su pluma desata. Una serpiente que cascabelea su poema, se desenrosca y lanza su mordida letal. Dibuja lo que ni ella misma sabe que escribirá pero la aterran ciertos hallazgos como diamantes. Lo hace, adivinamos, con valentía, con vértigo, pero también acaso con cierta resignación, con el goce de sentir que las ciudades, todas, góticas o meridianas, son el mapa misterioso en el que los temblores de un sismo cultural amedrentan a cada escritor que las habita. Las ciudades han sido pensadas para escritores varones porque por ellos fueron concebidas y diseñadas. Cobijada detrás de las paredes de su apartamento de Manhattan, donde residía cuando escribió este libro, Negroni está menos a salvo que nunca. Las paredes son un tembladeral, como el cangrejal de Don Segundo Sombra, el de Los que aman, odian, de Bioy y Silvina Ocampo o, el suelo que pisa se hunde, el aire se torna irrespirable, como un smog de una combustión que el gas de un horno tienta como una amenaza pero también como una salvación. No al extremo de Plath. Negroni está demasiado enamorada de la literatura como para privarse de ella por un simple ejercicio de voluntad autodestructiva. Por más que, en ocasiones podría quedar tan embelesada de sus propios hallazgos que terminará por encandilarse. Y también convengamos que ciertos descubrimientos no matan  pero enceguecen.El peligro está en esa placenta ominosa, en ese nudo, en ese hilo, que comunica sus monstruos góticos, sus castillos cerrados y claustróficos como su departamento, con el blanco pudoroso del papel, pero al mismo tiempo, atrevida, audaz, insurreccional lo colma. Aunque, lo sabemos, como afirma Ana María Moix todo papel en blanco está siempre, de modo invisible escrito. Como un guión emancipatorio en su necesaria (por vital) puesta en acción.

El presente artículo retoma una ponencia homónima, considerablemente más breve y distinta, presentada en el VIII Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica literaria. 7 al 9 de mayo de 2012. La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. UNLP. FAHCE.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.