Fuente: Los Andes - Archivo

He comenzado el día muy temprano, tal como lo empezaba Liliana Bodoc. He preparado el mate (toda una ceremonia para mí, una ceremonia de compañía cuando escribo, una ceremonia de ver una infusión de mi tierra, la tierra de los confines). He desistido de una ducha porque me aguardaba la escritura en una pulsión que resultaba indetenible como manantial, como vertiente, como cascada incontrolable.

     La ventana de casa tiene las persianas bajas porque la luz entra a raudales, con el sol pegándome en el rostro que en este enero tórrido me encandila, pese a los cortinados.

     Vuelvo al mate y cebo uno. Sube haciendo su sonido inconfundible por la bombilla la infusión, como si estrujara algo ¿un trozo de papel brillante, como el sol del Trapiche, que acaba de salir, que he acabo de ver en una fotografía?

     La máquina ha estado apagada toda la noche. Pero yo he llegado de noche a ella. De modo que el día se ha puesto en marcha con el primer amanecer. Cosa curiosa: he dormido poco. Por cierto: el calor sienta mal al descanso.

    Antonio, el marido de Liliana Bodoc, ha tenido la deferencia de enviarme algunas fotografías de su cabaña de El Trapiche en la que la he visitado por dos veces, ¿lo recuerdan? En una ocasión, hemos hablado de nuestros hijos y del mundo, un mundo ancho que nos estruja la garganta de rabia y furia. Liliana, en mi segunda visita, me ha regalado un libro de mar, que yo efectivamente he escrito y publicado en México. Pero no era un libro de mar. Era un cuento de mar. Soy un hombre más modesto. No soy hombre de novelas. Hay escritores de largo aliento y estamos los que condensamos y vamos a una síntesis que contempla una historia breve. Claro que Liliana Bodoc hacía ambas cosas. Y las hacía a ambas estupendamente. Además escribía nouvelles. Y escribía poemas para niños. Y unos discursos y conferencias memorables. Eran dardos letales como agujas. Es una escritora inimitable y una escritora faro. En México he logrado que fuera reconocida a través de una revista mediante artículos o un encuentro, el Segundo, que reprodujimos desde allí al resto de América Latina. Pero también se distribuyó por el resto de Argentina. Sospecho que a Liliana este detalle, que fuera mexicana la revista le hubiera resultado agradable. Es más, no hubiera sido un detalle. Sino un espacio primordial que ella estudió mucho en lo relativo a sus ceremonias y costumbres antiquísimas. Me siento justificado de una vez por todas. He logrado conquistar, como un guerrero, un lugar para ella en un país en el que no era famosa entre muchas gente. Pero sí tenía en cambio una gran cantidad de seguidores.

     Ahora aquí, esta mañana en La Plata, Argentina, me he rodeado de las fotografías que Antonio ha tenido la deferencia a enviarme. Son todas imágenes de un enorme fulgor. Son la imagen vívida de un lugar rural apacible tanto en su interior como en su entorno. La fisonomía remite a la calma más absoluta. Como la de Liliana Bodoc en su prosa, esa prosa lírica producto de la lectura de la buena poesía en lengua española. En particular de autores latinoamericanos.

     Yo no he escrito sobre dragones, pero sí he escrito sobre un mundo de agua en el que un hombrecito hacía lo inconcebible. En una libreta registraba lo que en ese país de agua sucedía. Ese cuento dio una pirueta, muchas vueltas, hasta llegar a otro país, traducido. Recordé una cierta indignación cuando los editores sin orden alfabético pusieron a los autores de los países desarrollados primero, a los de los latinoamericanos al final. Pensé: “Esto hubiera indignado a Liliana”. Pero seguramente lo hubiera callado porque para ella la literatura pasaba por el lado de la lectura y de la escritura que brillaba, no la opacaba que se hacía notar. La literatura para ella no era una cuestión de cartel. Ah, los narcicismos de los escritores. Me inclino por la grandeza y no es casual que yo esté esta madrugada casi en El Trapiche. Mirando las fotografías que me envió Antonio más tres que conseguí por mi cuenta. Dos amaneceres en esa localidad. Eso le hubiera gustado a Liliana. Ella que amasaba el pan por las madrugadas. Imagino sus manos sobre el bollo. Al estilo de Marguerite Yourcenar, que despertaba a la ceremonia del pan. Siendo literaturas tan distintas son mujeres que, bien mirado, podrían congeniar perfectamente.

     Le echo una mirada a mi tesis doctoral sobre Angélica Gorodischer, “el mamotreto”, y ya percibo allí ese encantamiento por lo fabuloso, lo fantástico, por las batallas, por los ratones y los linces. El color del mar azul celeste o los animales empetrolados. El mundo sucio y el mundo limpio. Por eso me di ahora sí una ducha antes de sentarme a escribir. Hacía falta el rostro limpio, las manos sin una sola mota de polvo.

     La cascada refresca al universo. El Trapiche es el lugar que irradia, de toda la Argentina, el mayor calor del mundo (el fuego de la boca de los dragones, sus fauces abiertas dispuestas tanto a salvar a una persona en problemas como a poner en aprietos a un malvado, por lo general cobardes), el mayor frío de la tierra (hay un cuento si mal no recuerdo, un cuento infantil, que transcurre en la nieve, en el que se habla del color blanco, el color del hielo).

     En ese libro, sí, ahora lo recuerdo, Sucedió en colores, hay colores que invitan a que uno sea un artista plástico y un gran escritor si se lo propone al mismo tiempo. A unir vocaciones. A jugar. Con las paletas. Aunque simplemente escriba lo que concibe en su imaginación sería pintar o dibujar. Siempre a jugar. Y a hacer poesía.

     Cebo otro mate y Liliana está aquí a mi lado. No está, no estuvo nunca. De hecho solo nos conocimos por correos electrónicos en una entrevista en la que espero haber hecho un papel noble. Delante de mujer tan virtuosa resulta misión compleja por no decir ímproba.

     Ahora se me ha dado por hacer una manualidad y detengo la escritura. Tomo un papel especial, que he comprado en una casa de productos de papelería y armo una pajarita de origami. Es una diminuta gema para Liliana. La deposito delante de mi computadora como una ofrenda. De tanto en tanto la miro, como a las fotografías. Miro sus fotografías, por lo general con una sonrisa  ancha, de esas que se contagian y se multiplican, pero no son risas ni risotadas. Son sonrisas. Un discreto encanto que solo saben infundir las mujeres sabias. Como Liliana.

     Pienso de pronto en el Vesubio. Hubiera hecho maravillas Liliana con un volcán como el Vesubio. Con los volcanes. Tal vez deba ser yo hombre de volcanes en lugar de hombre de Dragones o de una Dragona Blanca. O tal vez, en este buscarme al que me ha invitado Liliana con sus libros a encontrarme en los ojos de mi hija como los ojos de Emilia que ha mirado el mar en su libro. Un viaje. ¿Adónde debería viajar? Aún estoy buscando mi destino. Un destino convengamos que es la propia escritura. Eso ha quedado en claro  que así será. Pero también soy, por sobre todo, hombre de agua. Y Liliana era mujer de fuego. ¿Cómo combinar ambas sustancias elementales? Tal vez, con el vapor, que se eleva. Y es capaz de preparar ciertas comidas exquisitas en una buena cocina.

     Es que todo ha sido un largo y sinuoso viaje. Desde aquel 2002 en que leí por primera vez la Trilogía de los confines en distintas etapas, esto es, no un libro detrás del otro. Hubo pausas. Pero sin temor a equivocarme diría que Liliana es mi escritora favorita. Es la Gran Dama de la Literatura Argentina. Por la harina y el agua, el cántaro y el arroyo, la libertad y el amor rebelde, la belleza de un libro que tiene un espejo africano en su portada y otro por dentro que de modo especular entremezcla ficción con realidad. El aroma de la guerra, que es un aroma agreste. No a tierra mojada sino a azufre.

     Esta vez no iré al Trapiche sino que El Trapiche vendrá a La Plata, a mi ciudad, una ciudad que no me gusta, mediante imágenes plásticas que vienen y van, vienen y van como cartas, como libros que ensobran misterios secretos que deben ser descifrados porque son profecías. Los magos han dado su veredicto. Ignoro qué parte me ha tocado en suerte, salvo la de invocar cada año, en ocasiones varias veces en uno, a Liliana. ¿Qué pensará ella desde su estrella azul? ¿o su estrella blanca, de Dragona Blanca? Su buena estrella. Su estrella leal. Su estrella insobornable que no conoce de mentiras. Su Constelación del Sur.

     De pronto  veo la cabaña por dentro porque Liliana está con un niño dibujando y doy por descontado es uno de sus nietos. Le está enseñando a dibujar un círculo del mismo modo en que trazó el circulo de fuego y ráfagas de lava delante de mí para regalarme un Libro de Agua. Claro que ese cuento de agua, con un nadador, encontró su noche y encontró la veleta de una casa de huéspedes en la cual refugiarse de la intemperie. Y esa veleta luego orientó su sendero nuevamente hacia una tierra en la que viviría acompañado de poca gente. Su gente.

     Hace calor en La Plata. ¿El clima de El Trapiche sería bienhechor?

     Buscándome durante todos estos años creo que parcialmente me he encontrado. He encontrado el cuento perfecto para contar lo que era, lo que soy, lo que seré. Mi propia profecía. Es ella la que ha impartido las clases magistrales y la sentencia. Una Master Class. Cierta vez… Ella me ha enseñado el don de la sinceridad.

     La percibo aquí a mi lado. Y cada vez que escribo siento como si me fuera dictando una frase con la armonía de cierta música de cámara. Me detengo.

     Están a mis espaldas. Después de todo no son tantos porque no escribo sobre tantas cosas ni mis temas son particularmente versátiles. La crítica académica me ha capturado durante una larga etapa de mi vida hasta que lentamente, muy lentamente, he ido pudiendo alcanzar ese punto en el que el estudioso también guarda un rincón (un rincón día a día cada vez más importante) al creador. Al autor. En esta fila podría decirles que logro avizorar a María Elena Walsh, cerca, cada vez más cerca. Siendo ambos tan distintos. Pero también percibo, sin avizorarla, simple como el pan, aquí a mi lado, a Ursula K. Le Guin, que conoció a Liliana, traduciendo Kalpa Imperial de Angélica Gorodischer. Luego el mundo pega un giro y Liliana se acerca, me presenta a Clarice Lispector. Yo, pasmado, reverencial, enmudezco, se me hiela la sangra. Fuma un cigarrillo negro. Después trae al Emperador y ponen en mis manos La tempestad. “¡Es Shakespeare!”, me digo, paralizado. Una varita como la de Próspero que tiene en la mano traza un dibujo y me regala otro cuento de mar. Pero todo queda entre él y yo.  Cortázar también  hace su ingreso en esta pandilla de seres fantásticos, fabulosos que me han visitado gracias a las artes de Liliana. Toma un pincel de mi lapicero y dibuja otro círculo en el aire. Irrumpe J.R.R.Tolkien. Lo distingo porque va hacia a mi biblioteca, toma El señor de los anillos (Lord Of The Rings), publicado en un volumen único. Esto es demasiado para mí. Un escritor de provincias, de La Plata, que apenas ha escrito unas pocas cosas decentes. Pero ha leído muchas buenas. Eso sí resulta innegable. Es más: me enorgullece esta biblioteca tan profusa. Cortázar trae de la mano a Carol Dunlop, su mujer. Y luego por la derecha ¿la ven? Llega al cónclave Silvina Ocampo. Liliana la mira con un gesto que no es del todo auspicioso. Tampoco despectivo. Pero sé por qué lo hace. Sé por qué sucede. Nos miramos y, entendiéndonos, ambos callamos. De pronto suena el timbre. Me disculpo porque no quisiera hacer esperar a nadie en mi rellano. “¡Y es Adela Basch!”. Entonces Liliana va, se abrazan como hermanas. Se ponen medio a un lado para conversar con discreción, sin hacer ruido. Hay un nombre que sé sobrevuela esta escena un nombre que nadie nombra pero todos conocemos. De pronto digo: “Disculpen: Borges no sería mal recibido en esta casa. Yo no lo echaría de mi escritorio si él viniera”. Entonces se abre un remolino en el cielo raso. Un hombre con un bastón, como con una varita y una luna de fuego color toda de roja toma asiento en el sillón de enfrente de mi escritorio, mirando a través de la ventana. Se apoya en el bastón con ambas manos. Lo sé capaz de ironías. Hasta del sarcasmo. Motivo por el cual no hablamos. No necesita que lo guíen ahora. Y calla. Mejor. Siento que si dijera un palabra las mías por otro lado serían vulgares. Vuelven a tocar el timbre: voy corriendo. Es mi amiga Gabriela Casalins. Le digo que está Liliana Bodoc y que Tolkien está mirando mi biblioteca, conversan entre ellos. Tolkien hace un gesto de arrepentimiento porque Liliana le ha objetado un punto con el que no acuerda. Y ella es de las que hablan. Es una dama de letras. Guarda modales. Pero dice lo que piensa. A Borges nadie le dirige la palabra y él no digamos. De pronto me dice: “Escuchá estos versos de Coleridge, Adrián”. Yo estoy en medio de un universo que me supera. Estoy completamente por fuera de la realidad ordinaria. ¿Desorbitado? ¿les gusta esa palabra? ¿desorbitado? De todas formas no le presto atención. Hasta que por fin irrumpe  Marguerite Yourcenar. Viene a poner las cosas en orden. La besa a Liliana Bodoc, a Adela Basch, a Ursula K. Le Guin, a Borges le da la mano y rapidito sigue de largo. Con Cortázar por supuesto que conversa largamente acerca de traducciones. Se escucha por allí un un título: Memorias de Adriano. Es un libro que he leído y releído.

     Y también del cielorraso sin bastón pero con una fuerza descomunal que la hace descolgarse como si fuera una atleta, Susan Sontag llega. Me abraza. Me dice al oído: “No te olvides que estamos acá todos por Liliana. Esto es una fiesta”. Le da un beso a Liliana, también la abraza y después se pone a conversar junto a Borges. Son los interlocutores perfectos. De pronto se escucha la palabra “Milagro” en esa conversación. Yo a esta altura estoy mareado porque además mi escritorio no es tan grande. Y pienso para mí: “¿Milagro secreto?”.

     Les digo: “Voy a la cocina a preparar más mate. Puedo traer café o té. Hay Earl Grey”, les digo.

     Ninguno responde porque dicen que esta es una fiesta en la que no se beberá. Ni se comerá. De pronto pienso: “Es cierto. Falta gente acá. Pero los cuentos para niños de Oscar Wilde, que escribió para sus hijos, para mí son la gloria”. Entonces lo veo irrumpir en desde el fondo del jardín. Con su bastón. Su casaca. Elegantísimo. No es el tipo de elegancia que precisamente yo hubiera elegido para mí pero comprendo que la época victoriana y mis modales no son los suyos. Por otra parte, debo confesar que siempre fue extravagante.

-Venimos a celebrar a Liliana, dice.

-En eso estaba y se me llenó la casa de gente. Mejor dicho. De personas de genio. Y callo.

Me dice:

-Indícame dónde queda el escritorio por favor que no conozco tu casa.

     Después ya casi no entramos en el escritorio, de dimensiones razonables pero no para contener a semejante cantidad de personas. Y me llamo a silencio.

    Ellos callan porque me ven abrumado. Son sensaciones muy intensas. Se han dado cuenta del momento abrumador por el que me está tocando pasar. Ha sido un momento exasperado en lo relativo a mi sensibilidad. A mi historia. Cada uno de ellos ha sido esencial en distintas etapas de ella. Entonces me quedo de pie junto a Liliana.

-Disculpen. Nos vamos al jardín nosotros, dice Liliana.

-Gente demasiado importante toda de golpe, susurro…

-Te parece. Sí. Un poco sí. Un poco no. También seres humanos. No te olvides. De pronto vemos a Adela Basch porque Liliana ha ido al escritorio y le ha chistado con un gesto cómplice. Se escuchan diálogos. Eruditos la mayoría. La acompaño a ver qué está pasando en el escritorio. De pronto miro hacia afuera, hacia la vereda y me detengo en tres escritores que reconozco de inmediato: Sartre, Camus y Simone de Beauvoir. Y me susurran un secreto. También me agradecen algo importante que no revelaré. La saludan a Liliana de lejos.

-Llamala a la ventana, dice Simone de Beauvoir.

     Liliana mira y saluda, cortés, como siempre ha sido.

     Y ahora, raudos, nos vamos rumbo al jardín. Adela mira las peonías mientras Liliana me habla de sus nietos. Y después Adela me cuenta de su casa del Tigre.

     Voy a buscar tres copas. Abro una botella de vino blanco (hace mucho calor en La Plata, ¿vieron ese calor húmedo, intolerable?). Les sirvo. Me sirvo. Brindamos los tres. Por los dragones de Liliana. Y yo digo:

-También podríamos brindar por las obras de teatro de Adela. Brindamos. Celebramos.

Hemos hecho rancho aparte. A nuestra Argentina la conocemos solo nosotros.

-Pero podríamos llamarla a Marguerite Yourcenar. Les digo. Hace el pan como Liliana por las mañanas en la Isla de Mount Desert, Maine, EE.UU. Y después ya los cuatro sentados en el jardín (yo en el piso, con las piernas cruzadas), ellas en la mesa de piedra con almohadones, nos quedamos en silencio.

     Todos callamos. Logramos escuchar a que hay diálogos en el escritorio. Sin lugar a dudas interesantes. Sin lugar a dudas fantásticos. Habrá algunos fabuloso o maravilloso. Épico. Sin lugar a dudas me gustaría también tenerlo a Julio y Carol cerca. Pero dialogan con María Elena Walsh.

-¿Cómo te gustaría que te celebráramos hoy, Liliana? Porque a vos se te celebra.

-Bueno… Y a continuación calla. Sabemos de su modestia. Sabemos de su falta más completa de protagonismo. Uno ve a cada escritor hacia campañas de publicidad por la Internet.

      Yo me acerco a un jazmín que me regaló mi prima Laura. Me dijo que es de los que nunca se mueren. Se lo coloco detrás de la oreja. Se escucha una llamarada. En el jardín desciende una Dragona Blanca.
-Comprendo. Totalmente coherente por otra parte, le digo.

     Montan con Adela sobre la Dragona. Después la Dragona Blanca pronuncia unos sonidos que solo Liliana, que la conduce, logra descifrar. Pero antes le hago una seña cómplice. Tomo la liviana maceta del jardín que no perece, y se lo doy. Se lleva el jazmín. A su jardín en El Trapiche.

-No muere. Es perenne. Es mi regalo. Es un regalo sagrado.

Y remontan vuelo.

     Marguerite Yourcenar y yo nos quedamos en el jardín. Nos espera una larga tarde  de charla. Curiosamente, la charla discurre en español, no en francés ni en inglés. De pronto entona un negro espiritual con una claridad tan sutil que asombra. No conocía sus dotes como intérprete. Cuando quiero acordar el sol se ha puesto. Regresamos al escritorio, que está vacío. Hay rastros de algunas colillas de cigarrillos (¿Julio?). Ha quedado Kalpa Imperial de Angélica Gorodishcer en inglés sobre la mesa, que Úrsula K. Le Guin tradujo y yo tenía porque lo leí y releí para la tesis doctoral. Recuerdo que consulté ese libro tomando notas.

     Ha sido una jornada demasiado intensa. Todos le han dejado cartas a Liliana en español ensobradas en distintos colores. Guardo todos en una caja de cartón le pongo una violeta dentro. ¿Qué dirán? ¿qué secreta verdad le habrán revelado de entre su universo poético?

     Al día siguiente pongo rumbo a El Trapiche. El auto en un momento se queda estancado. Yo estoy indignado porque no llego a tiempo a cumplir mi misión. Antonio me recibe en la puerta. Yo sé que no entenderá demasiado. Pero conociendo a Liliana yo sé que sí entenderá todo. Yo no he leído las cartas pero sí quiero que las lea él. Le pido que lea los remitentes. Las firmas. “Hubo visitas en casa. Y de lo  más excéntricas. Algunas que jamás había conocido personalmente y otras que conocí en ese instante”. Me marcho sin tomar un vino con él, al que me invita. Ha sido un día emocionalmente agotador. Pero me doy cuenta que cuanto antes él debe leer las cartas. Yo debo esfumarme como con una voluta de humo. Veo las cortinas de la cabaña de El Trapiche agitarse con el viento. El pequeño caballo de juguete rojo y blanco. El entorno en calma. Imagino escenas que tuvieron lugar y jamás tuvieron lugar, como las de casa. Para eso sirve la literatura. Para inventar lo imposible. Y para dar  batalla. Y para explorar. Y para experimentar. Y para estudiar y aprender. Y ser mejores personas.

      Subo al automóvil. Es la puesta de sol. Tengo en el asiento del acompañante una botella de agua mineral helada que acabo de comprar en un mercado. Bebo del pico. Estoy exhausto. Han sido jornadas difíciles de sostener para un mortal.

     Estamos en 2022. Y hoy es 6 de febrero. “Misión cumplida. Entregué las cartas. Cartas del pasado. Cartas del presente. Cartas del futuro, también”.

     Pongo en marcha el auto. Y aprieto el acelerador. Rumbo a casa. Rumbo a mi hija que me espera en su propia casa.

Adrián Ferrero, La Plata, mañana del 10 de enero de 2022

Imágenes cortesía de Antonio Bodoc, por medio de Adrián Ferrero.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Se graduó como Profesor y Licenciado en Letras en 2005. Y se doctora en 2014 como Dr.en Letras, todos grados y posgrados en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP, Argentina). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 edita su libro “Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas”, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, “Melancolía” (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía “Reloj de arena (variaciones sobre el silencio)”. Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos obtenidos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Escribió un cortometrabaje que permanece inédito. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores y autoras de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Se vio beneficiado con premios y distinciones internacionales y nacionales. Se formó en los talleres de escritura creativa ejercida por María Negroni, Leopoldo Brizuela, Gabriel Báñez (de quien se siente discipulo sobresaliente) y, el más reciente, en Buenos Aires, con Susana Szuarc.